viernes, 27 de marzo de 2020




CRÓNICA DEL CORONAVIRUS   


1.

            Nunca dejó de escribirnos el instituto. Desde el primer momento abrieron una carpeta en la página web. Su nombre era “planificación del coronavirus”, para que metiéramos en ella orientaciones para los alumnos; unos tenían aulas virtuales, otros pusieron las páginas del libro que debían estudiar cada día y lo ejercicios que tenían que hacer, otros subieron pdf con los resúmenes de los temas, otros grabaron sus explicaciones como si estuvieran dando la clases… Días más tarde escribieron los padres diciéndonos que no pusiéramos tantas tareas que sus hijos se iban a volver locos… Y había quien decía, incluso, que los chicos no tenían ordenador para seguir la marcha de las clases; en fin, que nos pedían que se lo pusiéramos fácil. Lo que de verdad se ponía de manifiesto es que los chicos no podían estudiar solos; que muy pocos tenían esa competencia que se llama “aprender a aprender” que les reconocemos de oficio en el momento en que aprueban; como si el éxito en los resultados fuera la garantía de que tienen éxito en el proceso.

2.

            Las ondas de la laguna. Un segoviano para Europa. Vida y obra de Andrés Laguna. Tal es la audioserie que estábamos grabando y que constituía el relato de un drama científico. La emisora de radio de Segovia, que pertenece a la cadena SER, nos había prestado sus estudios y ya habíamos grabado tres capítulos; el técnico de sonido había hecho una labor magnífica. El tercer capítulo hablaba de la peste, de cómo Andrés Laguna combatió la epidemia en la ciudad de Metz, y de cómo, entre remedios de dudosa eficacia que probaban su validez a salto de mata, Andrés Laguna había hecho de la higiene su nudo gordiano. Lavarse las manos. Rehuir el contacto físico. No compartir los alientos. Ropas limpias, hierbas aromáticas… Por la radio habíamos oído decir machaconamente: “y sobre todo lavarse las manos”. Era la pandemia. La crisis del coronavirus, que está enseñoreándose del mundo como en el siglo XVI se enseñoreaba la peste. Como le pasaba a Andrés Laguna, los médicos probaban a ciegas remedios de dudosa eficacia. Sólo quedaba uno que todos recomendaban a la vez: la higiene; si no sabíamos curar, sí podíamos al menos evitar el contagio. Y así fue como empezó el confinamiento. Prohibido salir a la calle salvo para ir a la farmacia, tirar las basuras o hacer la compra. La grabación de nuestra serie se interrumpió. Todo quedaba suspendido, el trabajo, las clases, los paseos, los bares, las oficinas, todo cerró menos las tiendas que vendían productos de primera necesidad. Las salas de fiestas. Los hoteles. Las librerías. Las ferreterías, todo… Ahora teníamos que quedarnos encerrados en casa. El gobierno dijo que por quince días y la gente se lo creyó. Luego vieron que en la primera semana los casos no se habían frenado, sino que se habían cuadruplicado, y la idea de un largo encierro en casa fue metiéndose en el ánimo de todos.

3.

            Me he levantado a las ocho. He ido a la ducha, he desayunado, luego he cogido mis libros, mis apuntes, me he trazado un plan de trabajo y me he llevado el ordenador a la habitación del fondo. He cerrado la puerta para que no entrara el ruido y he enchufado el micrófono. He estado grabando clases durante tres horas y luego he vuelto a la cocina; tenía la cabeza hecha un bombo. Marinanda me ha pedido que pelara patatas y eso me ha relajado. Rodrigo estaba leyendo a Platón. Luego ha guardado el libro y se ha puesto con el móvil.
            -¿Qué haces? –le he preguntado.
            -Estoy con los de geo. (Los de geo son el equipo de rugby de geológicas, en la universidad complutense). Están lanzando retos para entretenerse mientras dura el encierro. El reto era beberse una lata de cerveza de un tirón; mira, éste lo acaba de hacer y ahora me ha nombrado a mí.
            Entonces va a La nevera a coger una lata y se la bebe de un queco. Queda constancia grabada de que ha superado el reto. Entonces él tiene que nominar a otro, para que siga la cadena.


4.

            Voy a ponerme el termómetro.
            -¿Tienes fiebre? –dice Marinanda.
            -No sé. Me siento la cabeza caliente, como si tuviera algo de calentura.
            Me pongo el termómetro. Nada. No llego a 36 y medio. Pero me duele el cuerpo, bueno, dolerme no es la palabra, me siento pesado, cansado sin haberme movido, una especie de torpor que me llena todo. Me duele un poco la frente. ¿Será porque no he salido?
            -Mira, ¿por qué no vas a la compra? Y te traes lo que hay en esta lista.
            Me pongo la mascarilla. Ayer estuvimos en la farmacia. En una dijeron que todas las mascarillas se las habían dado al hospital. En otra nos vendieron cuatro que valían para no contagiar a los demás, no para no contagiarse uno mismo. La farmacéutica tenía una distinta.
            -¿Ésa sí vale para protegerse?
            -Ésta sí.
            -¿Y esta otra? –dijo Marinanda, mostrando la suya, que la había encontrado en un armario.
            -Ésa sí. Pero la mía es de fuerza 3; la suya sólo es de fuerza uno.
            En fin, que me puse la mascarilla y salí con el carrito a la calle. A la entrada de la tienda había rayas separadas por un metro para que mantuviéramos la distancia de seguridad. Luego había jabón y toallas de papel.
            No se moleste –dijo el guardia, que también tenía la mascarilla puesta-. Ya no queda jabón.
            Entonces corté dos trozos de toalla para ponerlos en la barra del carrito y que mis manos no la tocaran. El coronavirus también se transmite mediante el tacto. Puede que caigan gotitas de una tos, un estornudo, nosotros ponemos la mano y luego nos la llevamos a la cara, o nos rascamos los ojos, las orejas…. Y ya está el contagio.
            No había ni un solo rollo de papel higiénico. Yo pensaba en la maldad de la gente, que se obsesiona en acapararlo todo sin pensar en los demás, que también lo necesitan para limpiarse el culo. Uno no mira más que por uno mismo, no mira por los otros… Eso sí, luego le gusta retratarse en esas estadísticas que hablan de solidaridad.

5.

            He vuelto a casa. He descargado el carrito con mucho cuidado lavándome primero las manos. Después de guardarlo me las he vuelto a lavar y he dejado la mascarilla encima de mi mesa. Le he preguntado a Rodrigo:
            -¿Qué haces?
            -Es un reto –me ha dicho-. Estamos jugando al rummikub y yo acabo de ganar mi primera partida.
            Me tumbo en la cama. Estoy muy cansado. No tengo fiebre (me he puesto el termómetro otra vez) y me he limpiado la nariz: parece que tengo moquillo, pero muy poco. Así, tumbado, me siento descansar, pero no duermo. Habré estado así una media hora hasta que oigo que me llaman para comer.
            Como sin muchas ganas. Marinanda hace tres días que ha perdido los olores, y los sabores, y ya no disfruta de la comida. Tiene un dolor en la espalda que la fastidia mucho. Le ha empezado en la cadera, como si fuera un lumbago, una ciática. Ha estado chateando con Mariano que le ha dicho:
            -Necesitas un masaje, así, así…
            Se lo ha explicado todo. He intentado seguir las instrucciones y la ha aliviado mucho. Al otro día las he seguido otra vez con menor fortuna.
            -¿Te echas un ajedrez? –me ha dicho Rodrigo.
            Jugar al ajedrez con él es ir a una muerte segura. Él es muy bueno en estrategia, pero es que además yo cometo unos errores garrafales. Me ha vencido. Luego he vuelto a la cama a estirarme un poco y esa relajación me ha producido una sensación de bienestar. No me he dormido, pero cerrar los ojos me hace mucho bien. Rodrigo ha vuelto a dar un paseo literario de la mano de Platón.


6.

            Son las siete de la tarde. ¿No hay basuras que tirar?, dice Rodrigo, que acaba de derrotar a otro amigo en una partida de rummikub. ¿Vienes, papá? Vale. Entre los dos nos repartimos las bolsas y luego las repartimos en los distintos contenedores. Le damos la vuelta a la manzana y estamos en casa otra vez.

7.

            Oímos el ruido de palmas en la calle. Miro al reloj: son las ocho. A esa hora todos los días la gente se asoma a las ventanas para aplaudir a los médicos y sanitarios que se están dejando la piel por nosotros. Marinanda ha abierto la ventana. Proyecta sus aplausos hacia el exterior y parece que sirven de llamada para que otros vecinos aplaudan a su vez. Yo salgo al balcón para unirme a ellos. Y es un concierto de palmas que rebotan en las calles con un sonido alegre que se convierte en eco de otros ecos.

8.

            -Mira, papá –dice Rodrigo-, mira lo que ha puesto mi hermano.
            Me enseña la pantalla de su móvil y hay un retrato donde estoy yo entre Mariano y mi madre. Hay un letrero que dice: “tú siempre estás cuidando de los tuyos, de tus hijos… y de tu madre. Por eso estoy orgulloso de ti, papá”. Entonces me acuerdo de que es el 19 de marzo. Día del padre. Para entonces mis ojos ya están velados por las lágrimas. Entonces cojo el teclado y le contesto: “estoy orgulloso de ti con ese pedazo de corazón que tienes… ¿cómo no te voy a querer?” En seguida él me contesta con el dibujo de una carita en la que salen dos corazones por los ojos.

9.

            -¿Jugamos al mastermind? –dice Rodrigo.
            Jugamos. Él resuelve el primer reto en cinco jugadas, yo en once. Luego resuelve el segundo en cuatro, yo en diez. Y lo dejamos. Hemos tenido que pensar mucho. Tengo la mente cansada. En algún momento de la tarde he grabado alguna clase más, ahora estoy cansado. Hemos cenado. Rodrigo está viendo una serie; nosotros nos unimos a él: no está mal; Gotham; entretenida, tiene buen ritmo; está bien hecha.

10.

            Marinanda se ha ido a la cama. Un poco más tarde me he ido yo. Cuando me he dormido Rodrigo todavía estaba levantado. Me he despertado tres veces esta noche. Cada dos o tres horas, más o menos. He ido al váter y me he vuelto a dormir. He tenido un sueño pesado. Al levantarme he sentido como si el mundo me pesara encima, siento calentura siempre desmentida por el termómetro, y cuando salgo de lavarme el pelo me siento un poco más ligero, pero no del todo. He desayunado mientras consultaba el periódico electrónico y los infectados y muertos no paran de subir. Cada día hay 100 ó 150 muertos más, y los infectados han pasado e 7000 a 10000 en cuatro días. Esto no tiene pinta de parar. ¿Hasta cuándo? Italia acaba de superar a China en número de muertos. En Estados Unidos van a aislar a Nueva York, Perú, Brasil, Méjico… Alemania también tiene sus infectados. Y los tiene Inglaterra, que acaba de salir de la unión. ¿Cuándo acabará todo? Estamos en el punto álgido de la pandemia, ni siquiera sabemos cuántos infectados hay realmente porque los que apareen en las estadísticas son los casos declarados y hay una realidad oculta que nadie cuenta; pero bueno, todo lo que sube baja, y todas las infecciones y las muertes algún día tendrán que parar, digo yo.


11.

            He ido con Rodrigo al hospital. Tiene una férula en la mano y le dijeron que volviera. Cuando ya estábamos llegando nos ha parado la policía.
            -¿Adónde van ustedes?
            -Al hospital –hemos contestado; entonces nos han sonreído amablemente y se ha alejado el coche patrulla.
            Eso fue anteayer. Todavía no habíamos comprado las mascarillas y nos pusimos unas viejas que hemos encontrado en el armario. Comprobamos que en recepción nos levantaron la voz, antes de que tuviéramos tiempo de entrar, para que nos quedáramos detrás de la raya, que estaba pintada en el suelo a casi dos metros del mostrador. Luego el médico comprobó que a Rodrigo todavía le dolía el dedo, que la fisura todavía no estaba soldada, y que tendría que estar dos semanas más con la escayola puesta. Una escayola para la férula.

12.

            De vuelta a casa. ¿Cuántos días llevamos sin salir? Bueno, saliendo para las urgencias. Una semana. Estoy cansado. He estado tres horas grabando las clases y luego las he subido a la página web. A la planificación del coronavirus. Tengo la cabeza caliente. Trabajar me cansa. Me siento débil, el termómetro desmiente la fiebre, me sueno la nariz, pero no mucho, y me duele un poco la frente. En la cabeza me noto un poco de pesadez. En la cocina he estado con Marinanda, he servido de pinche y eso me ha relajado, hemos hablado, hemos bromeado, luego ha venido Jet, que ha hecho la ensalada, y nos hemos puesto a comer.
            -Ahora tengo tiempo –me ha dicho-. Si me das el texto de Andrés Laguna podemos hacer la maquetación.
            A él también le ha afectado la pandemia. En el trabajo. También en el curso que estaba haciendo. Se ha interrumpido todo. Todo se ha metido en un largo paréntesis: hemos abierto el paréntesis pero aún no sabe nadie cuándo lo cerraremos, así que aprovechamos ahora… ¡A maquetar! Yo he escrito un epílogo y he terminado el prólogo. Ahora está todo listo. Falta suprimir algunas indicaciones escénicas, las voces de la narración, pero eso lo haremos cuando llegue Carmen.

13.

            Hemos estado un rato de sobremesa. Rodrigo me ha dicho: ¿por qué no jugamos al ping-pong? Marinanda se ha tomado una pastilla para el lumbago, o la ciática, o lo que sea que tenga. Rodrigo ha colocado la mesa del comedor, la ha abierto y ha puesto la red en medio. Hemos empezado a pelotear. Después, hemos jugado partidas; y a pesar de que le sostengo durante mucho tiempo el peloteo, Rodrigo siempre me acaba ganando los puntos. De repente me siento un poco caliente. Luego siento el sudor. Y cuando ya hemos terminado la partida, tengo que pasar por la ducha. Me queda una tensión en el cuerpo que no es de agujetas, pero por la noche tengo una pesadez en los músculos que no me deja dormir. El sueño se hace pesado. Otro día jugaremos más: a ver si para entonces mi cuerpo, que no está acostumbrado al esfuerzo, resiste mejor.

14.

            He leído en el periódico que los norteamericanos están comprando armas. Muchas armas. Por lo visto piensan que cuando salgamos de la crisis del coronavirus habremos entrado en una depresión económica de tal magnitud, que las legiones de parados se echarán a la calle a ganarse la vida como puedan. Robarán. Matarán. Nadie estará seguro y entonces será bueno recurrir a las armas para defenderse. Por lo visto esos cristianos de acequia en lugar de dar de comer al hambriento le darán plomo, a pesar de que eso no lo dice el evangelio.


15.

            Esta noche ha querido Marinanda que veamos Cinema Paradisio. Rodrigo se ha quedado sin serie, pero no ha querido verla. Son casi tres horas. Y al final vino una nostalgia infinita de lo que pudo haber sido y no fue, unos amores imposibles, el tiempo que no da marcha atrás para empezar de nuevo, y cómo el arte sirve de consuelo para darle sentido a una vida que lo perdió, por esas cosas que pasan, y se queda el corazón encogido para siempre. Un hombre y una mujer. Se querían. Cuando quedan para fugarse de los padres de ella, que quieren casarla con otro, ella no acude. Y él, lleno de despecho, golpea los papeles que tenía pinchados en la pared y los desbarata. Veinte años después se encuentran de nuevo. Descubre, y el mundo se le viene encima, que ella fue a la cita pero llegó tarde; ser había peleado con sus padres y estaba dispuesta a irse con él, pero él, creyendo que no vendría, se había dejado llevar por la ceguera; ella pinchó un papel en el clavo de la pared donde él acostumbraba a dejar sus notas; en ese papel le daba una dirección, la dirección de una amiga donde podría él escribirle a ella para marcharse juntos a ponerse el mundo por montera. Pero la cólera de él arrasó con todo y tiró los papeles y los mezcló todos. Y así fue como las cosas más hermosas de la vida penden de un hilo frágil que puede romperse; y quedan los ojos nublados, las lágrimas que los hacen brillar sin que lleguen a volcarse en llanto, la cara triste, el gesto adusto, el tiempo que está pasando de largo. Y yo me quedé con el hilo de la pandemia del que está pendiente el mundo, que casi puede romperse, pero no se romperá, estoy seguro.

16.

            Un día más. Sensación de calentura desmentida nuevamente por el termómetro. Desayunar sin ganas, solamente por sentido del deber. Tres horas para grabar las clases. De vuelta a la cocina, a relajarse haciendo de comer, con Marinanda mientras charlamos. Rodrigo leyendo a Platón, o a Aristóteles, o la historia de la música antigua. Tiene ganas de tocar, pero la férula no le deja coger la guitarra; ahora faltan nueve días para que se la quiten. Le pica la mano, siente el sudor bajo la escayola, el algodón se desmenuza, le pica más, siente que huele muy mal, le huele a vinagrillo, no ve las horas de que le quiten a escayola, la venda y la férula. Llega Jet. Comemos. Comentamos los bulos del coronavirus. Luego llega la siesta, y una partida de ajedrez, o de mastermind, o de ping-pong, o de rummikub, o de lo que sea. Pasar por la ducha, cenar, ver una serie, dormir y esperar a levantarse para que todos los días se parezcan. Pero antes hemos salido a la ventana. Hemos salido a aplaudir para animar a los médicos y enfermeros. Por la calle he visto un coche con una médica haciendo pruebas. Y así un día tras otro, todos los días igual, idénticos en su monotonía, sin un proyecto de futuro, como un eterno presente. Encerrados en nuestras casas, repitiendo los mismos giros, como una rueda. El hastío. El ansia de estar sin saber para qué, estar ahí, esperando que un día no suba el número de enfermos y de muertos. Ese día llegará. Y entonces el círculo se volverá flecha, se dispararán otra vez los arcos, el cielo se llenará de proyectos, todo tendrá un sentido y ya no será el mismo presente repetido, idéntico a sí mismo, machacón en su eterna identidad, estar sin ser, no vivir, sobrevivir, no salir a la calle, vigilados por la policía en sus coches patrulla, por el ejército. Llegará el tiempo en que termine todo. Y ese día en que la monotonía no tenga futuro, todo volverá a empezar. Respiraremos otra vez, como antaño. Levantaremos la economía y será la alegría de vivir. Y habremos vencido al bicho, habremos frenado su espiral, habrá llegado el fin de la pandemia. Luego inventaremos una vacuna, habremos dado con el tratamiento y todo será bonito, todo tendrá ilusión, volverá de nuevo la magia del deseo. Sentiremos palpitar el corazón. Y sólo dejará un sabor amargo la retahíla de mensajes de odio que difundieron los odiosos en sus wasap, cuando más falta nos hacían las palabras de aliento, y ellos difundieron el miedo. Esa herida en el corazón de saber lo mezquino que somos dejará una marca indeleble, que nunca, por mucho que nos esforcemos, ya nunca acabará de cicatrizar.










viernes, 20 de marzo de 2020



LA SUPERFICIE DE LA TIERRA
  

            -Este mundo -prosiguió Juan- es una superficie bajo la cual está el mundo subterráneo. Cuanto tiene que ver con la superficie terrestre es el reino de lo telúrico; y todo cuanto se relaciona con el subsuelo es lo ctónico. Lo telúrico y lo ctónico son las dos dimensiones de la tierra: Gea, nuestra madre.
            -Pero si lo que hay bajo la tierra está visible cuando escarbamos y cavamos, sobre ella estamos nosotros; y sobre nosotros no hay ninguna frontera que nos separe del cielo. Nuestro mundo está separado del de abajo por la superficie de la tierra, pero con el de arriba no hay separación aparente. Arriba está el aire que no se ve; por eso no apreciamos sus límites.
            -La tierra nos rodea, y el final de la tierra es una línea horizontal: el horizonte. Pero la vertical, que nos une con el sol cuando el sol está sobre nosotros (a mediodía), es imposible de ver. Las líneas del cielo son invisibles; las de la tierra no.
            -La vida del ser humano, desde que empezó a tallar la piedra, es el paleolítico: hace un millón de años. Nuestra historia empieza en el paleolítico superior, hace cuarenta mil. La inteligencia humana ya era capaz de producir cultura. El ser humano era cazador, y recolector; por eso tenía que desplazarse detrás de los animales, y de los árboles frutales: tenía que buscar nuevos árboles cuando se había comido ya todos sus frutos.
            -Y la gran pregunta era: ¿cuándo? ¿Cuándo vendrían los mamuts? Por increíble que parezca, la respuesta estaba en el cielo.
            Luis cogió una tiza y dibujó tres viñetas en el encerado; las tres tenían el horizonte a la misma altura, y en las tres había un árbol. En la primera estaba saliendo el sol: la sombra del árbol era muy larga. En la segunda el sol estaba arriba: la sombra era corta. Y en la tercera, en que el sol empezaba a ponerse, el árbol proyectaba sobre el suelo una sombra tan larga como en el amanecer, pero en la dirección opuesta. Luis apenas necesitó explicar sus dibujos, porque hablaban por sí solos.
            -Esta experiencia os resulta a vosotros más que familiar. En el paleolítico empezaron a medir así la luz del día. Y la clave estaba en el cielo: en el sol.
            -El sol –prosiguió Juan- era el instrumento que permitía medir el día. Pero el cazador necesitaba medir periodos más largos de tiempo: el secreto estaba en la luna.
            -Como sabéis, las noches de luna llena se ve el disco lunar entero. Luego desaparece poco a poco (lo llamamos cuarto menguante). Cuando la luna ha desaparecido del todo es la luna nueva, y entonces empieza a aparecer de nuevo: es el cuarto creciente. Cuando ha vuelto a crecer del todo es nuevamente la luna llena.
            -Desde que es luna llena hasta que vuelve a ser luna llena el cazador contaba treinta días. Los iba marcando, con pequeñas muescas en colmillos de mamut, en lo que fueron los primeros calendarios paleolíticos, hace treinta y cinco mil años.
            -Pero hay pueblos que no utilizaron el sol y la luna para contar el tiempo, sino las estrellas. Algunos aborígenes australianos todavía buscan en la posición de Arturo, que es una estrella muy brillante, el momento de realizar la caza de hormigas; de ellas se alimentan. Y la tribu de los tucanes, en Brasil, busca la constelación de las pléyades para conocer la estación del año. Cuando esa constelación se sumerge en el horizonte después de la puesta del sol, quiere decir que muy pronto llegarán las lluvias; y que va siendo hora de empezar a sembrar.


            -Como podéis ver –continuó Juan- cuando los primeros humanos empezaron a preguntarse: “¿cuándo?” se crearon los primeros calendarios. Pero no les bastaba con medir el tiempo, también querían medir el espacio. Y entonces se preguntaron: ¿dónde?
            -¿Dónde encontraremos árboles con frutos? ¿Dónde habrá animales para cazar?
            -No tenían mapas, y querían orientarse. También la clave estaba en el cielo. Vieron día tras día que el sol salía y se ponía más o menos por el mismo lugar: relacionando esos puntos con montañas o ríos, descubrieron las estaciones; porque el sol no se ponía por el mismo lugar en marzo que en junio. También, como los tucanes y los aborígenes australianos, aprendieron a leer en las estrellas el principio de cada estación.
            Habían venido observando que los chicos estaban atentos a sus explicaciones. A primera hora de la mañana estaban tranquilos y bastante receptivos. Distinto era cuando se acercaba la hora de salir, sobre todo después del recreo; y más aún si volvían de la clase de gimnasia: entonces se ponían rebeldes y ruidosos.
            Ahora, de momento, no era el caso. Hasta el punto de que Luis se había atrevido a proponerles una pequeña curiosidad.
            -¿Sabéis cómo distinguir el cuarto menguante del cuarto creciente? Estoy seguro de que los confundís.
            La mayoría de los chicos esperaba, pasivamente, que Luis les diera la respuesta. Algunos fruncían el ceño, en ademán meditativo. Pero nadie se atrevió a responder.
            -¿Lo sabéis? –insistió Luis.
            Entonces Cristal tomó la palabra.
            -No tengo ni idea. Nunca se me había ocurrido que hubiera que distinguirlos.
            -Eso es porque no te interesa mucho el cielo –comentó Juan con una sonrisa-. Si tuvieras curiosidad por él ya te lo habrías preguntado.
            -Es muy fácil -continuó Luis-. La palabra “creciente” empieza por C, y la C tiene el vientre a la izquierda. Pues bien, cuando la luna tiene los cuernos al revés que la C es que está en cuarto creciente. Acordaos bien: creciente, que se escribe con C, es cuando la luna tiene los cuernos al revés que la C.
            -¡Qué curioso!- replicó Cristal, mirando las fotografías de la luna que Juan proyectaba en la pantalla. Entonces habló Juan, tomando el relevo:
            -Todo esto ocurrió durante el paleolítico; cuando, para buscar la caza y los árboles frutales, el ser humano se desplazaba errante, nómada. Pero hace algo más de diez mil años se produjo un hecho anómalo. El tiempo empieza a cambiar y desaparecen los grandes mamíferos. Los cazadores ya no tienen que cazar, y la sociedad entra en crisis. Entonces las mujeres, que conocían las plantas medicinales, se ponen a pensar y descubren la agricultura. Los recolectores se hacen agricultores; los cazadores se vuelven ganaderos. Y ya no hace falta desplazarse para buscar alimento. Los nómadas se vuelven sedentarios.
            -Ahora se asientan en los lugares donde han sembrado. Construyen casas. Surgen las primeras aldeas. Y luego las ciudades. Ya no se talla la piedra, ahora se pule.
            -A la edad de la piedra pulimentada se la conoce como neolítico. En el neolítico se descubrió la agricultura. El paleolítico, dominado por la caza del mamut y por la vida en las cuevas, ya se ha terminado. Todo por un cambio climático: se retira la glaciación y la temperatura se hace más suave.
            -Ahora el problema será saber cuándo hay que plantar patatas, cereales, pepinos o cebollas. El mes lunar, que utilizaban los cazadores, ya no bastaba. Ahora necesitaban medir períodos más largos de tiempo.
            -Surgió la pregunta: ¿cuándo? ¿Cuándo había que plantar los pepinos?
            -Pero los sumerios dependían de la luna; la adoraban. Y ahora necesitaban un calendario anual.


            Juan se paró a explicarles los problemas técnicos que planteaba aquella nueva necesidad.
            -El año lunar tenía doce meses lunares, y cada mes tenía treinta días: el calendario sumerio tenía, pues, sólo 360 días. Pero la luna llena no aparece cada 30 días, sino cada 29. Ahora bien, el año solar tiene 365 días. Si cada año se pierden 5 días, al cabo de diez años el año tendrá cincuenta días menos, y la primavera caería en invierno: eso es lo que no podía suceder. Los sacerdotes tienen que poner un remedio.
            -Entonces vinieron los asirios y los babilonios. Se construyeron torres para observar el cielo: las llamaron zigurats, que quiere decir “montañas que surcan el cielo”. Durante años anotaron las posiciones del sol al salir y al ponerse, y los grupos de estrellas que brillaban cuando el sol se había ocultado. Para identificarlos les dieron una forma, y a cada forma le dieron un nombre. Fueron las constelaciones. Por ejemplo, hay una que tiene forma de carro grande; con la imaginación se la podía ver como una osa: era la osa mayor. Llegaron a medir el año con un error de menos de dos horas.
            -Para resolver el problema, alternaron meses de 29 y 30 días. De vez en cuando tenían que añadir un mes que faltaba. Era el calendario luni-solar.
            -¿Cuándo? ¿Cuándo hay que sembrar, cuándo cosechar y trillar, cuándo viene la fiesta, cuándo viene el descanso?
            Juan necesitó explicar algo antes de continuar.
            -A mediodía el sol está encima de nosotros, en su punto más alto del cielo. ¿Sabéis cómo se llama ese punto?
            Hubo un silencio. Después Juan contestó.
            El zénit. Cuando el sol está sobre nosotros, a la hora que más calienta, decimos que está en el zénit.
            -Es una precisión muy útil –comentó Luis-. Sin ella no se entenderá lo que voy a explicaros ahora. Veréis. Durante los 365 días del año el sol se pone por el oeste, pero no siempre en el mismo punto; unos días se pone un poco más al norte, otros algo más al sur: son los solsticios; el de verano, porque el sol calienta mucho y la noche es más corta; y el de invierno, porque calienta menos y las noches son más largas. Pues bien: hay días en que los días y las noches son iguales; son los equinoccios.
            -Plantemos una estaca y mantengámosla bien clavada en el suelo. En el neolítico, en vez  de estaca, plantaban un menhir (ya sabéis: una gran piedra en forma de porra, como las que fabricaba Obélix). Y los egipcios plantaban un obelisco.
            -Fijaos bien: cuando los días y las noches son iguales, la línea imaginaria que une la salida y la puesta del sol señala exactamente el este y el oeste: es el paralelo. Cuando el sol está en su zénit, la sombra de mediodía dibuja sobre el suelo una línea que va de norte a sur: es el meridiano. El meridiano y el paralelo son perpendiculares.
            -Y con esto también damos respuesta a la pregunta: ¿dónde? Hemos medido el tiempo,  sabemos que un año son los días que hay entre dos solsticios de verano consecutivos. Ahora vamos a medir el espacio: ya tenemos, para orientarnos, el meridiano y el paralelo; con esas dos líneas nos orientamos en la superficie del suelo. Pero para orientarnos en el cielo necesitaremos dos ángulos: la distancia cenital (que mide la altura) y el azimut (que mide el horizonte).
            Luis estaba dibujando el sol y el obelisco en el encerado.
            -El ángulo que hace a mediodía el obelisco (o sea la vertical) con el sol es lo que llamamos distancia cenital. En los equinoccios es prácticamente nula, porque el sol está vertical: en el cenit. Pero en los solsticios está caído en el cielo, está oblicuo, no está a la vertical: la distancia cenital varía con los días según va avanzando la primavera y el otoño. ¿Lo entendéis?


            Hubo quien no lo entendió, y Luis tuvo que explicar varias veces el significado geométrico de sus dibujos. Luego lo reemplazó Juan.
            -Lo mismo que hacemos con el sol, lo podemos hacer con las estrellas. De día y de noche. Supongamos que es de noche. Estamos mirando una estrella, por ejemplo Arturo. La vertical nos la da ahora la estrella polar. La estrella polar, el observador que mira desde el suelo y la estrella observada, forman un ángulo: ésa es ahora la distancia cenital.
            Juan lo dibujó en el encerado. Ahora continuaba Luis. Luis dibujó de nuevo el obelisco, el sol y la sombra del obelisco. Entre el obelisco y su sombra trazó un ángulo.
            -Ésa es la distancia cenital –dijo-. Es la misma que la que hace el sol con el obelisco: la que os hemos explicado antes. ¿Lo entendéis?
            Todos asintieron con las cabezas, pero Juan sabía que Pedro no lo había entendido; su mirada perdida y su cara de bobo así lo indicaban. Mientras tanto, Luis dibujaba otro sol en el cielo que indicaba un momento posterior del día. Los dos soles proyectaban dos sombras separadas por un intervalo de una hora: por ejemplo.
            -Ese intervalo es el azimut.
            -Os voy a poner un ejemplo. Hay días en que el sol está justo encima de nosotros y no tenemos sombra. En esos días la distancia cenital es nula.
            Jorge, Maia, Ilse, Cristal, Adrián y Héctor asintieron; y aunque muchos no asentían, se les notaba que habían entendido. Pero Luis vio algunas caras que estaban en la inopia; Jose y Pedro, por ejemplo.
            -Y días en que, a mediodía, nuestro cuerpo proyecta una pequeña sombra. En esos días el sol no está a la vertical, no está en el cenit; y su distancia cenital forma un ángulo más o menos cerrado.
            -Ya sabéis cómo orientaros en la tierra: mediante dos líneas horizontales a las que hemos llamado meridiano y paralelo. Y sabéis orientaros en el cielo mediante el azimut y la distancia cenital. Pero recordaréis que, mientras la superficie de la tierra es visible, el cielo no lo es. Esto llevó a los antiguos a imaginar el cielo como una bóveda cristalina en la que estaban enganchadas las estrellas. La estrella polar marcaba el norte de la tierra, pero también el norte del cielo. Y cuando Anaxímenes pensó que la tierra era redonda, el cielo apareció como una esfera aérea que la rodeaba. En esa esfera imaginaria se podían ver las posiciones relativas de las estrellas durante la noche.
            Juan zanjó de manera abrupta sus explicaciones:
            -Eso es todo lo que necesitáis saber… por hoy.





viernes, 13 de marzo de 2020

LA CORREA




LA CORREA    
  

            Hace mucho tiempo, cuando Arcadio era un chiquillo, jugaba con sus amigos en el barrio. Un día fueron en pandilla camino arriba, por la carretera del puerto, salpicada de vez en cuando de farolas y casas. A mano izquierda, entre matorrales, se bajaba por un camino hasta un lugar escondido rodeado de pinos que tapaban la luz del sol: allí estaba la casona; allí, el albergue de juventud que todos los años, cada siete o quince días, veía pasar alegres recuas de chiquillos y corretear, en el jardín umbrío, entre el sonido de los pájaros y el zumbido de los bichos. Un escarabajo, una lagartija, una hilera de hormigas que surcaba el suelo; unas moscas, un abejorro, piélagos de mosquitos; alegres mariposas acariciando las flores, avispas y abejas, y muy rara vez (quién sabe, quizá el ruido que le venía por las ventanas del recuerdo), con su voz chillona, muy quedamente, la cigarra. Arriba, sobre los árboles, un milano surcaba el cielo majestuoso.
            Por allí se perdían los atajos de chiquillos. Arcadio, al lado de Pedro y Honorio, marchaba en fila india siguiendo a Pablo. De  vez en cuando tiraban una piedra al tronco de un árbol, por si le acertaban. Pablo, que era el más travieso, hacía puntería con la bombilla de una farola. Arcadio disparó y le dio a la farola. Y el impacto, con un ruido metálico, se perdió en ondas graves después de vibrar con estridencia en sus orejas.
            Siguieron camino arriba, al lado de la carretera. Al salir del pueblo había una curva bordeada de peñascos, que en los días de invierno se llenaban de nieve y hacía una exposición alegre de variados colores blancos. Un poco antes había una fuente. El agua, que manaba de la piedra, bailaba con un trotecillo alegre entre carámbanos y algodones. Los abetos, con sus ramas de sarmientos majestuosos, abrazaban el aire y se impregnaban de vaho; y el vaho se enlazaba entre las ramas como una niebla, tapaba los troncos y los descubría, en una cadencia sin ritmo, con el azar de la naturaleza; a veces la mañana aparecía cuajada de rocío, otras escarchaba. Honorio pellizcaba a Pablo por detrás de las orejas. Pablo escondía un gemido de dolor, pero en seguida, haciéndose el fuerte, pellizcaba a Arcadio o a Pedro y seguía tirando las piedras.
            Fue Pablo el que se paró. Apuntó con la piedra guiñando el ojo, sacando la lengua, y en un golpe certero le acertó a la bombilla. Arcadio iba delante y miró a la farola. Dijo “¡joder!” y acto seguido, cuando se acababa la pared, surgieron unas manos y lo agarraron de la pechera. El grupo entonces se deshizo. Un racimo de mocosos escapó en desorden, escondiéndose entre los árboles, y la mano surgida de las sombras ya no vio más que a Arcadio. Lo atrajo hacia sí y le agarró la oreja, y retorciéndosela el pobre chico vio las estrellas.


            -¡Ajá, truhán! ¡Te he cogido! Hace tiempo que ando rondando a esta pandilla de gamberros y mira por dónde hoy, como quien no quiere la cosa, os he pillado.
            Arcadio se revolvía intentando defenderse.
            -¡Ay, yo no he hecho, nada, señor, yo no he sido!
            -¿Qué no has sido tú? Vaya, y entonces, ¿qué hacías aquí?
            -Paseaba con mis amigos, señor! ¡Sólo paseaba con ellos!
            -Conque sólo paseabas, ¿eh? Y las piedras se tiran solas. Y las farolas se rompen solas. Y los cristales no los rompen los niños. ¡Mira ahora! –lo cogió por el cuello de la camisa y tiró de él hacia el interior de la pared. Allí había una ventana: su cristal estaba roto-. Mira lo que me hicisteis el otro día. Y por fin he conseguido pillarte. Te aseguro que tu padre soltará la pasta. Me pagará el cristal y las bombillas, la farola te la perdono: que la pague el ayuntamiento.
            -Si yo no he hecho nada –insistía Arcadio-. Yo iba con mis amigos mirando las cosas: no tiraba piedras.
            -¿Ah, sí? Y dime, ¿quién las tiraba?
            -No sé, señor –mintió Arcadio-. Yo iba entretenido y no me fijaba en nada más.
            El hombre, sin soltarlo, arrugó la nariz. Su cara humeante en el vaho parecía de perro. Le dio una sacudida con fuerza, a riesgo de dar de sí la camisa, y le increpó con todas sus malas pulgas.
            -¡Me las pagarás, te lo juro! ¡Vaya si me las pagarás! Conozco a tu padre y sé dónde vive. Con que, ¡anda!, ya me estás llevando.
            Aquel día no estaba su madrastra. A diferencia de otros días, en casa estaba su padre. Nadie más. El corazón le dio un brinco y, con el alma en un puño, arcadio se negaba a admitir que aquel hombre lo estuviera llevando a su casa. Sabía lo que pasaría. Aquel bestia le daría una bofetada, le daría bofetadas hasta dejarle la cara roja; y luego, como un verdugo, le daría correazos. Y lo peor era que le gritaría delante de todos y lo llamaría burro. Le diría inútil por no saber resolver los problemas de matemáticas, y eso era lo que más le dolía. Que lo llamara inútil delante de todos. Arcadio, que sufría en la escuela, ya no sabía cómo aprender lo que le enseñaban. Los otros niños lo sabían y los ponían a ellos de ejemplo; y a él, con lágrimas en la cara, le daba coraje y pataleaba.
            El hombre lo llevaba de la oreja y todos lo veían. Y no sabía si le dolía más la oreja o la vergüenza de ser el hazmerreír del mundo. Un día se dijo que aprendería los problemas de matemáticas y los dejaría a todos apabullados. Y soñaba que estaba delante del pueblo y  lo ponían a él de ejemplo; de ejemplo para imitar, no para escarmentar. Y el bruto le retorcía la oreja mientras tiraba de él por la acera, porque ya habían entrado entre las primeras casas del pueblo. 


            Llamó a la puerta. Una voz lejana se oyó dentro.
            -¿Quién es?
            -¡Soy el vecino! ¡He venido a traer a su hijo!
            Hubo un momento de silencio. El hombre esperó. Al cabo de un rato se oyó el ruido de una llave girando en una cerradura, una mano en el picaporte y la puerta que se abría: apareció un hombre de mediana estatura, con pantalón vaquero y la barba sin afeitar; era el padre de Arcadio. Sus rasgos, duros, con una boca sin labios, preguntaron:
            -¿Qué desea?
            Y el hombre, mostrándoselo y empujándolo de la oreja, dijo:
            -Este es su hijo, ¿no?
            -Sí, señor; es mío.
            -Pues este chico me ha roto el cristal de mi casa. De una pedrada.
            Hubo un silencio tenso durante el cual el padre miró al hijo. Aquel día estaba de malas pulgas, porque de ordinario solía desentenderse de Arcadio. Arcadio, intentando hilvanar una defensa, se atrevió a decir:
            -Yo no he sido, papá; sólo iba con mis amigos...
            -Ya, ya –le cortó el padre-. Tú siéntate aquí que dentro de un rato empiezo contigo. –Arcadio empezó a temblar, e intentaba disimularlo-. Se lo pagaré, señor. No le quepa duda de que se lo cobraré al chico; le aseguro que se acordará de ésta.
            Viendo el cariz que tomaban los acontecimientos, aquel hombre intentó relajar la tensión. A quitarle hierro al asunto.
            -Bueno, es un crío. Al fin y al cabo los críos no hacen más que chiquilladas. No se lo tenga mucho en cuenta.
            -Sólo que esas chiquilladas las hace en horas de clase. ¿Qué hacías tú por ahí a estas horas, gamberro? ¿Por qué no estabas en la escuela? Claro, así se vuelven luego. ¿Cómo quiere uno que aprendan si no pisan la escuela y se escapan por ahí a hacer novillos?
            -Todos hemos hecho pellas...
            -¡Yo no! –la contundencia del padre los dejó a los dos fríos-. Cuando había que estudiar yo estudiaba. Y aprendía mis problemas de matemáticas. –Fue a un cajón y sacó un billete de mil pesetas-. Tenga. Es lo que me ha dicho, ¿verdad?
            -No se lo he dicho todavía.
            -¡Ah! –El padre de Arcadio levantó el mentón mientras se limpiaba las manos-. Usted dirá.
            -Pues sí, eso... Eran mil pesetas.
            -Aquí las tiene. Y gracias por traerme a casa a este gamberro. Ya me ocuparé de él.
            -No sea demasiado severo.
            -Yo sé lo que tengo que hacer. Gracias, señor, y disculpe la molestia. –Le abrió la puerta, entornándola apenas, y el hombre salió.
            Entonces Arcadio se quedó a solas con su padre. Y le caían lagrimones por la cara mientras su padre se desabrochaba la correa.
  


viernes, 6 de marzo de 2020

LAS SOMBRAS DE NUESTRAS IDEAS




LAS SOMBRAS DE NUESTRAS IDEAS


1.

            -En el mundo –dijo Juan- no vemos las mismas cosas con los mismos cristales; para ti son verdes, y es porque llevas gafas verdes; para mí son azules, y no es a causa de las cosas: es a causa de mis gafas.
            -¿Por qué dices eso? –preguntó Beatriz.
            -Es por la pastora Marcela: unos la miraban con gafas acusadoras, otros con gafas comprensivas; pero Marcela, al fin y al cabo, era la misma. ¿No os ha ocurrido que a veces odiáis a las personas sin saber por qué? No os dais cuenta de que las miráis con ojos de odio. Si las mirarais con ojos cariñosos os parecerían simpáticas. –Y de repente Juan pensaba en Kant-. La gente no es como vosotros queréis que sea; la gente es como es.
            -Pero nosotros no queremos que la gente sea de ninguna manera- objetó Pablo.
            -Eso es lo que crees. A las personas las persigue una especie de sombra que hacemos con ellas; y esa sombra es como un retrato manipulado, igual que el fotógrafo retoca las fotos para que las cosas en sus imágenes sean mejores o peores que en la realidad. Nosotros, antes de dirigirnos a alguien, ya tenemos una imagen de él; o una idea; éste es feo, éste es guapo, éste simpático, éste inteligente… Cuando juzgamos a la gente no pensamos en lo que es; la comparamos con la imagen o con la idea que tenemos de ella; queremos que el original se parezca a su retrato, aunque es el retrato el que debería parecerse al original.
            Visi le escuchaba con interés.
            -A veces no miramos con los ojos sino con un espejo; los ojos deberían ser cristales que reflejaran la realidad, cristales transparentes; y que dejaran pasar las imágenes sin impurezas, no como los cristales sucios o ahumados.
            Tosió sujetándose la voz, en la boca, con el puño.
            -Pero a los demás los vemos como espejos; espejos donde proyectamos nuestras imágenes falsas, y queremos que la gente las refleje para nosotros; que se parezca a nuestros clichés, que nos los devuelva; que nos devuelva nuestra imagen para que la realidad sea un calco de nuestras ilusiones; de nuestros prejuicios.
            Volvió a carraspear.
            -Otras veces no miramos con un cliché individual, sino con un estereotipo colectivo. Así Marcela no es Marcela, es una mujer. Y queremos que sea como nos empeñamos que sean todas las mujeres: traidoras, ingratas, calculadoras, malvadas… Pero Marcela no tiene que ser así por ser mujer; es más, la mujer no tiene por qué ser como nosotros queremos que sea. Entonces Marcela, para defenderse, lanza su discurso.
            -Como una lanza que rompe el espejo con el que la miramos.
            -A veces es el único con el que podemos mirar; no sabemos que hay otros.
            Sombras de la caverna.
            -Para que vea don Quijote cómo es en realidad.
            -Y los cabreros, Elisa; y los cabreros.
            Elisa calló, y sus oídos fueron receptivos.
            -Hay que desembarazarse de prejuicios para poder ver. Quitar las sombras que nos nublan la vista. Las sombras, cuando están en los objetos, nos facilitan la visión, pero cuando están en nuestros ojos producen fantasmas, estorban y falsean, crean ilusiones…


            Juan se daba cuenta de que hablaba de las sombras de las ideas. Los prejuicios. Los cabreros no se engañaban con la cara de Marcela: captaban su belleza deslumbrante, sus encantos; pero igual que los cuerpos parecen deformados por el punto de vista, así también se deforman las ideas por la manera de pensar. Los prejuicios nos llevan a conclusiones disparatadas: no nos dejan discurrir; puede que nuestros razonamientos sean correctos, pero nuestras ideas no; y hacemos ideas de desechos como madalenas; cuando echamos basura en los moldes nos salen madalenas buenas, pero nos salen mal.
            Los prejuicios son las sombras de las ideas; de las ideas discutidas; y (pensaba) también hay sombras para todas las ideas que no podemos expresar.
            Ver la realidad es romper los filtros que tenemos en los ojos: los del cuerpo como los del alma. Ver la realidad es tener espejos que no lanzan sombras al interior de nuestra cabeza, imágenes que se confunden con las de los objetos que acabamos de mirar. Y cuando esos fantasmas no son de luz, sino de palabras, la claridad del cuerpo se vuelve transparencia de otro tipo: es, desde luego, una claridad intelectual. Hay tres tipos de sombras: las de la vista, que son sombras en sentido propio; las de las palabras, que son prejuicios; y las de las intuiciones, que son locuras; deformaciones de nuestra vitalidad; son, también, las de nuestra sensibilidad. (No la sensibilidad informativa, sino la expresiva; aquella para la que sentir es segregar sentimientos desde el fondo del alma; aquella para la que el entusiasmo es lo propio de la idea, el sentimiento fundamental).
            Sentir ideas es captar su latido más íntimo, su calidez entrañable; sentir prejuicios es llevarlas al borde de la locura: empaparlas con su visceralidad.


2.

            Unas veces no sabemos ver, otras no sabemos ver bien. Como decía Unamuno[1], unas veces tenemos telarañas en los ojos y otras visiones dentro de ellos. Los carlistas no podían entenderse con los liberales; mutuamente se condenaban a la exclusión. La exclusión es incomunicación por encima de todo.
            Juan pensaba mucho en Arcadio: su mente estaba llena de telarañas (paralizado por el miedo, Arcadio era incapaz de confiar); no confiaba en sí mismo; y, como él se veía en los otros, no confiaba tampoco en los demás. Se sentía bien poca cosa. Le parecía increíble que una chica pudiera fijarse en él. Nuestras intuiciones son al mismo tiempo ilusiones del corazón, porque el ánimo se viste con la alegría de conocer; pero cuando no tenemos confianza nuestra intuición se vuelve ilusa y las alegrías se tornan desilusión. Arcadio sentía visiones y pensaba que era un inocente, incrédulo, un tonto; se sentía desilusionado porque en cada gesto y en cada palabra de cada chica continuamente sentía que lo rechazaban.
            ¡Pobre Arcadio! Su frente abatida denotaba una absoluta falta de entusiasmo. Pero su desengaño no se debía a que sus intuiciones fueran acertadas: por el contrario, eran paranoias; se creía que la gente lo perseguía para reírse y no veía que nadie quería hacerle daño. Pero cuando tenemos corazonadas nos envuelven como la niebla y nos arrastran en su estela, y no tenemos un faro que nos pueda orientar en el océano. ¿Cuándo son obsesiones? ¿Cuándo impulsos del corazón? ¿Cuándo impresiones fieles? ¿Cuándo deformamos en nuestra mente nuestra visión? No hay frontera clara entre la ilusión y la locura, y unas veces soñamos estando cuerdos y otras, entre los sueños, perdemos definitivamente nuestra razón; la ilusión nos hace ilusos y desorientados, perdidos, mezclamos el placer con sufrimiento; no hay nada en nuestra razón que nos ilumine cuando pretendemos, con esa seguridad que tienen los necios, querer hacer el bien regándolo de dolor.





[1] Miguel de Unamuno. Paz en la guerra.