LA SUPERFICIE DE LA
TIERRA
-Este
mundo -prosiguió Juan- es una superficie bajo la cual está el mundo
subterráneo. Cuanto tiene que ver con la superficie terrestre es el reino de lo
telúrico; y todo cuanto se relaciona con el subsuelo es lo ctónico. Lo telúrico
y lo ctónico son las dos dimensiones de la tierra: Gea, nuestra madre.
-Pero
si lo que hay bajo la tierra está visible cuando escarbamos y cavamos, sobre
ella estamos nosotros; y sobre nosotros no hay ninguna frontera que nos separe
del cielo. Nuestro mundo está separado del de abajo por la superficie de la
tierra, pero con el de arriba no hay separación aparente. Arriba está el aire
que no se ve; por eso no apreciamos sus límites.
-La
tierra nos rodea, y el final de la tierra es una línea horizontal: el
horizonte. Pero la vertical, que nos une con el sol cuando el sol está sobre
nosotros (a mediodía), es imposible de ver. Las líneas del cielo son
invisibles; las de la tierra no.
-La
vida del ser humano, desde que empezó a tallar la piedra, es el paleolítico:
hace un millón de años. Nuestra historia empieza en el paleolítico superior,
hace cuarenta mil. La inteligencia humana ya era capaz de producir cultura. El
ser humano era cazador, y recolector; por eso tenía que desplazarse detrás de
los animales, y de los árboles frutales: tenía que buscar nuevos árboles cuando
se había comido ya todos sus frutos.
-Y
la gran pregunta era: ¿cuándo? ¿Cuándo vendrían los mamuts? Por increíble que
parezca, la respuesta estaba en el cielo.
Luis
cogió una tiza y dibujó tres viñetas en el encerado; las tres tenían el
horizonte a la misma altura, y en las tres había un árbol. En la primera estaba
saliendo el sol: la sombra del árbol era muy larga. En la segunda el sol estaba
arriba: la sombra era corta. Y en la tercera, en que el sol empezaba a ponerse,
el árbol proyectaba sobre el suelo una sombra tan larga como en el amanecer,
pero en la dirección opuesta. Luis apenas necesitó explicar sus dibujos, porque
hablaban por sí solos.
-Esta
experiencia os resulta a vosotros más que familiar. En el paleolítico empezaron
a medir así la luz del día. Y la clave estaba en el cielo: en el sol.
-El
sol –prosiguió Juan- era el instrumento que permitía medir el día. Pero el
cazador necesitaba medir periodos más largos de tiempo: el secreto estaba en la
luna.
-Como
sabéis, las noches de luna llena se ve el disco lunar entero. Luego desaparece
poco a poco (lo llamamos cuarto menguante). Cuando la luna ha desaparecido del
todo es la luna nueva, y entonces empieza a aparecer de nuevo: es el cuarto
creciente. Cuando ha vuelto a crecer del todo es nuevamente la luna llena.
-Desde
que es luna llena hasta que vuelve a ser luna llena el cazador contaba treinta
días. Los iba marcando, con pequeñas muescas en colmillos de mamut, en lo que
fueron los primeros calendarios paleolíticos, hace treinta y cinco mil años.
-Pero
hay pueblos que no utilizaron el sol y la luna para contar el tiempo, sino las
estrellas. Algunos aborígenes australianos todavía buscan en la posición de
Arturo, que es una estrella muy brillante, el momento de realizar la caza de
hormigas; de ellas se alimentan. Y la tribu de los tucanes, en Brasil, busca la
constelación de las pléyades para conocer la estación del año. Cuando esa
constelación se sumerge en el horizonte después de la puesta del sol, quiere
decir que muy pronto llegarán las lluvias; y que va siendo hora de empezar a
sembrar.
-Como
podéis ver –continuó Juan- cuando los primeros humanos empezaron a preguntarse:
“¿cuándo?” se crearon los primeros calendarios. Pero no les bastaba con medir
el tiempo, también querían medir el espacio. Y entonces se preguntaron: ¿dónde?
-¿Dónde
encontraremos árboles con frutos? ¿Dónde habrá animales para cazar?
-No
tenían mapas, y querían orientarse. También la clave estaba en el cielo. Vieron
día tras día que el sol salía y se ponía más o menos por el mismo lugar:
relacionando esos puntos con montañas o ríos, descubrieron las estaciones;
porque el sol no se ponía por el mismo lugar en marzo que en junio. También, como
los tucanes y los aborígenes australianos, aprendieron a leer en las estrellas
el principio de cada estación.
Habían
venido observando que los chicos estaban atentos a sus explicaciones. A primera
hora de la mañana estaban tranquilos y bastante receptivos. Distinto era cuando
se acercaba la hora de salir, sobre todo después del recreo; y más aún si
volvían de la clase de gimnasia: entonces se ponían rebeldes y ruidosos.
Ahora,
de momento, no era el caso. Hasta el punto de que Luis se había atrevido a
proponerles una pequeña curiosidad.
-¿Sabéis
cómo distinguir el cuarto menguante del cuarto creciente? Estoy seguro de que
los confundís.
La
mayoría de los chicos esperaba, pasivamente, que Luis les diera la respuesta.
Algunos fruncían el ceño, en ademán meditativo. Pero nadie se atrevió a
responder.
-¿Lo
sabéis? –insistió Luis.
Entonces
Cristal tomó la palabra.
-No
tengo ni idea. Nunca se me había ocurrido que hubiera que distinguirlos.
-Eso
es porque no te interesa mucho el cielo –comentó Juan con una sonrisa-. Si
tuvieras curiosidad por él ya te lo habrías preguntado.
-Es
muy fácil -continuó Luis-. La palabra “creciente” empieza por C, y la C tiene
el vientre a la izquierda. Pues bien, cuando la luna tiene los cuernos al revés
que la C es que está en cuarto creciente. Acordaos bien: creciente, que se
escribe con C, es cuando la luna tiene los cuernos al revés que la C.
-¡Qué
curioso!- replicó Cristal, mirando las fotografías de la luna que Juan
proyectaba en la pantalla. Entonces habló Juan, tomando el relevo:
-Todo
esto ocurrió durante el paleolítico; cuando, para buscar la caza y los árboles
frutales, el ser humano se desplazaba errante, nómada. Pero hace algo más de
diez mil años se produjo un hecho anómalo. El tiempo empieza a cambiar y
desaparecen los grandes mamíferos. Los cazadores ya no tienen que cazar, y la
sociedad entra en crisis. Entonces las mujeres, que conocían las plantas
medicinales, se ponen a pensar y descubren la agricultura. Los recolectores se
hacen agricultores; los cazadores se vuelven ganaderos. Y ya no hace falta
desplazarse para buscar alimento. Los nómadas se vuelven sedentarios.
-Ahora
se asientan en los lugares donde han sembrado. Construyen casas. Surgen las
primeras aldeas. Y luego las ciudades. Ya no se talla la piedra, ahora se pule.
-A
la edad de la piedra pulimentada se la conoce como neolítico. En el neolítico
se descubrió la agricultura. El paleolítico, dominado por la caza del mamut y
por la vida en las cuevas, ya se ha terminado. Todo por un cambio climático: se
retira la glaciación y la temperatura se hace más suave.
-Ahora
el problema será saber cuándo hay que plantar patatas, cereales, pepinos o
cebollas. El mes lunar, que utilizaban los cazadores, ya no bastaba. Ahora
necesitaban medir períodos más largos de tiempo.
-Surgió
la pregunta: ¿cuándo? ¿Cuándo había que plantar los pepinos?
-Pero
los sumerios dependían de la luna; la adoraban. Y ahora necesitaban un
calendario anual.
Juan
se paró a explicarles los problemas técnicos que planteaba aquella nueva
necesidad.
-El
año lunar tenía doce meses lunares, y cada mes tenía treinta días: el
calendario sumerio tenía, pues, sólo 360 días. Pero la luna llena no aparece
cada 30 días, sino cada 29. Ahora bien, el año solar tiene 365 días. Si cada
año se pierden 5 días, al cabo de diez años el año tendrá cincuenta días menos,
y la primavera caería en invierno: eso es lo que no podía suceder. Los
sacerdotes tienen que poner un remedio.
-Entonces
vinieron los asirios y los babilonios. Se construyeron torres para observar el
cielo: las llamaron zigurats, que quiere decir “montañas que surcan el cielo”.
Durante años anotaron las posiciones del sol al salir y al ponerse, y los
grupos de estrellas que brillaban cuando el sol se había ocultado. Para identificarlos
les dieron una forma, y a cada forma le dieron un nombre. Fueron las
constelaciones. Por ejemplo, hay una que tiene forma de carro grande; con la
imaginación se la podía ver como una osa: era la osa mayor. Llegaron a medir el
año con un error de menos de dos horas.
-Para
resolver el problema, alternaron meses de 29 y 30 días. De vez en cuando tenían
que añadir un mes que faltaba. Era el calendario luni-solar.
-¿Cuándo?
¿Cuándo hay que sembrar, cuándo cosechar y trillar, cuándo viene la fiesta,
cuándo viene el descanso?
Juan
necesitó explicar algo antes de continuar.
-A
mediodía el sol está encima de nosotros, en su punto más alto del cielo.
¿Sabéis cómo se llama ese punto?
Hubo
un silencio. Después Juan contestó.
El
zénit. Cuando el sol está sobre nosotros, a la hora que más calienta, decimos
que está en el zénit.
-Es
una precisión muy útil –comentó Luis-. Sin ella no se entenderá lo que voy a
explicaros ahora. Veréis. Durante los 365 días del año el sol se pone por el
oeste, pero no siempre en el mismo punto; unos días se pone un poco más al
norte, otros algo más al sur: son los solsticios; el de verano, porque el sol
calienta mucho y la noche es más corta; y el de invierno, porque calienta menos
y las noches son más largas. Pues bien: hay días en que los días y las noches
son iguales; son los equinoccios.
-Plantemos
una estaca y mantengámosla bien clavada en el suelo. En el neolítico, en
vez de estaca, plantaban un menhir (ya
sabéis: una gran piedra en forma de porra, como las que fabricaba Obélix). Y
los egipcios plantaban un obelisco.
-Fijaos
bien: cuando los días y las noches son iguales, la línea imaginaria que une la
salida y la puesta del sol señala exactamente el este y el oeste: es el
paralelo. Cuando el sol está en su zénit, la sombra de mediodía dibuja sobre el
suelo una línea que va de norte a sur: es el meridiano. El meridiano y el
paralelo son perpendiculares.
-Y
con esto también damos respuesta a la pregunta: ¿dónde? Hemos medido el
tiempo, sabemos que un año son los días
que hay entre dos solsticios de verano consecutivos. Ahora vamos a medir el
espacio: ya tenemos, para orientarnos, el meridiano y el paralelo; con esas dos
líneas nos orientamos en la superficie del suelo. Pero para orientarnos en el
cielo necesitaremos dos ángulos: la distancia cenital (que mide la altura) y el
azimut (que mide el horizonte).
Luis
estaba dibujando el sol y el obelisco en el encerado.
-El
ángulo que hace a mediodía el obelisco (o sea la vertical) con el sol es lo que
llamamos distancia cenital. En los equinoccios es prácticamente nula, porque el
sol está vertical: en el cenit. Pero en los solsticios está caído en el cielo,
está oblicuo, no está a la vertical: la distancia cenital varía con los días
según va avanzando la primavera y el otoño. ¿Lo entendéis?
Hubo
quien no lo entendió, y Luis tuvo que explicar varias veces el significado
geométrico de sus dibujos. Luego lo reemplazó Juan.
-Lo
mismo que hacemos con el sol, lo podemos hacer con las estrellas. De día y de
noche. Supongamos que es de noche. Estamos mirando una estrella, por ejemplo
Arturo. La vertical nos la da ahora la estrella polar. La estrella polar, el
observador que mira desde el suelo y la estrella observada, forman un ángulo:
ésa es ahora la distancia cenital.
Juan
lo dibujó en el encerado. Ahora continuaba Luis. Luis dibujó de nuevo el
obelisco, el sol y la sombra del obelisco. Entre el obelisco y su sombra trazó
un ángulo.
-Ésa
es la distancia cenital –dijo-. Es la misma que la que hace el sol con el obelisco:
la que os hemos explicado antes. ¿Lo entendéis?
Todos
asintieron con las cabezas, pero Juan sabía que Pedro no lo había entendido; su
mirada perdida y su cara de bobo así lo indicaban. Mientras tanto, Luis
dibujaba otro sol en el cielo que indicaba un momento posterior del día. Los
dos soles proyectaban dos sombras separadas por un intervalo de una hora: por
ejemplo.
-Ese
intervalo es el azimut.
-Os
voy a poner un ejemplo. Hay días en que el sol está justo encima de nosotros y
no tenemos sombra. En esos días la distancia cenital es nula.
Jorge,
Maia, Ilse, Cristal, Adrián y Héctor asintieron; y aunque muchos no asentían,
se les notaba que habían entendido. Pero Luis vio algunas caras que estaban en
la inopia; Jose y Pedro, por ejemplo.
-Y
días en que, a mediodía, nuestro cuerpo proyecta una pequeña sombra. En esos
días el sol no está a la vertical, no está en el cenit; y su distancia cenital
forma un ángulo más o menos cerrado.
-Ya
sabéis cómo orientaros en la tierra: mediante dos líneas horizontales a las que
hemos llamado meridiano y paralelo. Y sabéis orientaros en el cielo mediante el
azimut y la distancia cenital. Pero recordaréis que, mientras la superficie de
la tierra es visible, el cielo no lo es. Esto llevó a los antiguos a imaginar
el cielo como una bóveda cristalina en la que estaban enganchadas las
estrellas. La estrella polar marcaba el norte de la tierra, pero también el
norte del cielo. Y cuando Anaxímenes pensó que la tierra era redonda, el cielo
apareció como una esfera aérea que la rodeaba. En esa esfera imaginaria se
podían ver las posiciones relativas de las estrellas durante la noche.
Juan
zanjó de manera abrupta sus explicaciones:
-Eso
es todo lo que necesitáis saber… por hoy.
"Es muy fácil -continuó Luis-. La palabra “creciente” empieza por C, y la C tiene el vientre a la izquierda. Pues bien, cuando la luna tiene los cuernos al revés que la C es que está en cuarto creciente. Acordaos bien: creciente, que se escribe con C, es cuando la luna tiene los cuernos al revés que la C." Lo que aprendí de esta lección maravillosa querida Lechuza.
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