LA CORREA
Hace
mucho tiempo, cuando Arcadio era un chiquillo, jugaba con sus amigos en el
barrio. Un día fueron en pandilla camino arriba, por la carretera del puerto,
salpicada de vez en cuando de farolas y casas. A mano izquierda, entre matorrales,
se bajaba por un camino hasta un lugar escondido rodeado de pinos que tapaban
la luz del sol: allí estaba la casona; allí, el albergue de juventud que todos
los años, cada siete o quince días, veía pasar alegres recuas de chiquillos y
corretear, en el jardín umbrío, entre el sonido de los pájaros y el zumbido de
los bichos. Un escarabajo, una lagartija, una hilera de hormigas que surcaba el
suelo; unas moscas, un abejorro, piélagos de mosquitos; alegres mariposas
acariciando las flores, avispas y abejas, y muy rara vez (quién sabe, quizá el
ruido que le venía por las ventanas del recuerdo), con su voz chillona, muy
quedamente, la cigarra. Arriba, sobre los árboles, un milano surcaba el cielo
majestuoso.
Por allí
se perdían los atajos de chiquillos. Arcadio, al lado de Pedro y Honorio,
marchaba en fila india siguiendo a Pablo. De
vez en cuando tiraban una piedra al tronco de un árbol, por si le
acertaban. Pablo, que era el más travieso, hacía puntería con la bombilla de
una farola. Arcadio disparó y le dio a la farola. Y el impacto, con un ruido
metálico, se perdió en ondas graves después de vibrar con estridencia en sus
orejas.
Siguieron
camino arriba, al lado de la carretera. Al salir del pueblo había una curva
bordeada de peñascos, que en los días de invierno se llenaban de nieve y hacía
una exposición alegre de variados colores blancos. Un poco antes había una
fuente. El agua, que manaba de la piedra, bailaba con un trotecillo alegre
entre carámbanos y algodones. Los abetos, con sus ramas de sarmientos
majestuosos, abrazaban el aire y se impregnaban de vaho; y el vaho se enlazaba
entre las ramas como una niebla, tapaba los troncos y los descubría, en una
cadencia sin ritmo, con el azar de la naturaleza; a veces la mañana aparecía
cuajada de rocío, otras escarchaba. Honorio pellizcaba a Pablo por detrás de
las orejas. Pablo escondía un gemido de dolor, pero en seguida, haciéndose el
fuerte, pellizcaba a Arcadio o a Pedro y seguía tirando las piedras.
Fue Pablo
el que se paró. Apuntó con la piedra guiñando el ojo, sacando la lengua, y en
un golpe certero le acertó a la bombilla. Arcadio iba delante y miró a la
farola. Dijo “¡joder!” y acto seguido, cuando se acababa la pared, surgieron
unas manos y lo agarraron de la pechera. El grupo entonces se deshizo. Un
racimo de mocosos escapó en desorden, escondiéndose entre los árboles, y la
mano surgida de las sombras ya no vio más que a Arcadio. Lo atrajo hacia sí y
le agarró la oreja, y retorciéndosela el pobre chico vio las estrellas.
-¡Ajá,
truhán! ¡Te he cogido! Hace tiempo que ando rondando a esta pandilla de
gamberros y mira por dónde hoy, como quien no quiere la cosa, os he pillado.
Arcadio
se revolvía intentando defenderse.
-¡Ay, yo
no he hecho, nada, señor, yo no he sido!
-¿Qué no
has sido tú? Vaya, y entonces, ¿qué hacías aquí?
-Paseaba
con mis amigos, señor! ¡Sólo paseaba con ellos!
-Conque
sólo paseabas, ¿eh? Y las piedras se tiran solas. Y las farolas se rompen
solas. Y los cristales no los rompen los niños. ¡Mira ahora! –lo cogió por el
cuello de la camisa y tiró de él hacia el interior de la pared. Allí había una
ventana: su cristal estaba roto-. Mira lo que me hicisteis el otro día. Y por
fin he conseguido pillarte. Te aseguro que tu padre soltará la pasta. Me pagará
el cristal y las bombillas, la farola te la perdono: que la pague el
ayuntamiento.
-Si yo no
he hecho nada –insistía Arcadio-. Yo iba con mis amigos mirando las cosas: no
tiraba piedras.
-¿Ah, sí?
Y dime, ¿quién las tiraba?
-No sé,
señor –mintió Arcadio-. Yo iba entretenido y no me fijaba en nada más.
El
hombre, sin soltarlo, arrugó la nariz. Su cara humeante en el vaho parecía de
perro. Le dio una sacudida con fuerza, a riesgo de dar de sí la camisa, y le
increpó con todas sus malas pulgas.
-¡Me las
pagarás, te lo juro! ¡Vaya si me las pagarás! Conozco a tu padre y sé dónde
vive. Con que, ¡anda!, ya me estás llevando.
Aquel día
no estaba su madrastra. A diferencia de otros días, en casa estaba su padre.
Nadie más. El corazón le dio un brinco y, con el alma en un puño, arcadio se
negaba a admitir que aquel hombre lo estuviera llevando a su casa. Sabía lo que
pasaría. Aquel bestia le daría una bofetada, le daría bofetadas hasta dejarle
la cara roja; y luego, como un verdugo, le daría correazos. Y lo peor era que le
gritaría delante de todos y lo llamaría burro. Le diría inútil por no saber
resolver los problemas de matemáticas, y eso era lo que más le dolía. Que lo
llamara inútil delante de todos. Arcadio, que sufría en la escuela, ya no sabía
cómo aprender lo que le enseñaban. Los otros niños lo sabían y los ponían a
ellos de ejemplo; y a él, con lágrimas en la cara, le daba coraje y pataleaba.
El hombre
lo llevaba de la oreja y todos lo veían. Y no sabía si le dolía más la oreja o
la vergüenza de ser el hazmerreír del mundo. Un día se dijo que aprendería los
problemas de matemáticas y los dejaría a todos apabullados. Y soñaba que estaba
delante del pueblo y lo ponían a él de
ejemplo; de ejemplo para imitar, no para escarmentar. Y el bruto le retorcía la
oreja mientras tiraba de él por la acera, porque ya habían entrado entre las
primeras casas del pueblo.
Llamó a
la puerta. Una voz lejana se oyó dentro.
-¿Quién
es?
-¡Soy el
vecino! ¡He venido a traer a su hijo!
Hubo un
momento de silencio. El hombre esperó. Al cabo de un rato se oyó el ruido de
una llave girando en una cerradura, una mano en el picaporte y la puerta que se
abría: apareció un hombre de mediana estatura, con pantalón vaquero y la barba
sin afeitar; era el padre de Arcadio. Sus rasgos, duros, con una boca sin
labios, preguntaron:
-¿Qué
desea?
Y el
hombre, mostrándoselo y empujándolo de la oreja, dijo:
-Este es
su hijo, ¿no?
-Sí,
señor; es mío.
-Pues
este chico me ha roto el cristal de mi casa. De una pedrada.
Hubo un
silencio tenso durante el cual el padre miró al hijo. Aquel día estaba de malas
pulgas, porque de ordinario solía desentenderse de Arcadio. Arcadio, intentando
hilvanar una defensa, se atrevió a decir:
-Yo no he
sido, papá; sólo iba con mis amigos...
-Ya, ya
–le cortó el padre-. Tú siéntate aquí que dentro de un rato empiezo contigo.
–Arcadio empezó a temblar, e intentaba disimularlo-. Se lo pagaré, señor. No le
quepa duda de que se lo cobraré al chico; le aseguro que se acordará de ésta.
Viendo el
cariz que tomaban los acontecimientos, aquel hombre intentó relajar la tensión.
A quitarle hierro al asunto.
-Bueno,
es un crío. Al fin y al cabo los críos no hacen más que chiquilladas. No se lo
tenga mucho en cuenta.
-Sólo que
esas chiquilladas las hace en horas de clase. ¿Qué hacías tú por ahí a estas
horas, gamberro? ¿Por qué no estabas en la escuela? Claro, así se vuelven
luego. ¿Cómo quiere uno que aprendan si no pisan la escuela y se escapan por
ahí a hacer novillos?
-Todos
hemos hecho pellas...
-¡Yo no!
–la contundencia del padre los dejó a los dos fríos-. Cuando había que estudiar
yo estudiaba. Y aprendía mis problemas de matemáticas. –Fue a un cajón y sacó
un billete de mil pesetas-. Tenga. Es lo que me ha dicho, ¿verdad?
-No se lo
he dicho todavía.
-¡Ah! –El
padre de Arcadio levantó el mentón mientras se limpiaba las manos-. Usted dirá.
-Pues sí,
eso... Eran mil pesetas.
-Aquí las
tiene. Y gracias por traerme a casa a este gamberro. Ya me ocuparé de él.
-No sea
demasiado severo.
-Yo sé lo
que tengo que hacer. Gracias, señor, y disculpe la molestia. –Le abrió la
puerta, entornándola apenas, y el hombre salió.
Entonces
Arcadio se quedó a solas con su padre. Y le caían lagrimones por la cara
mientras su padre se desabrochaba la correa.
Recuerdo la correa, pero era mamá la que nos daba, papá nunca; ella buscaba en el cajón de papi y entre todas las correas escogía la más bonita , de cuero, con una hebilla brillante y el olor a Old Spice de mi padre. Rescato: " Entonces Arcadio se quedó a solas con su padre. Y le caían lagrimones por la cara mientras su padre se desabrochaba la correa."
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