1.
-En
el mundo –dijo Juan- no vemos las mismas cosas con los mismos cristales; para
ti son verdes, y es porque llevas gafas verdes; para mí son azules, y no es a
causa de las cosas: es a causa de mis gafas.
-¿Por
qué dices eso? –preguntó Beatriz.
-Es
por la pastora Marcela: unos la miraban con gafas acusadoras, otros con gafas
comprensivas; pero Marcela, al fin y al cabo, era la misma. ¿No os ha ocurrido
que a veces odiáis a las personas sin saber por qué? No os dais cuenta de que
las miráis con ojos de odio. Si las mirarais con ojos cariñosos os parecerían
simpáticas. –Y de repente Juan pensaba en Kant-. La gente no es como vosotros
queréis que sea; la gente es como es.
-Pero
nosotros no queremos que la gente sea de ninguna manera- objetó Pablo.
-Eso
es lo que crees. A las personas las persigue una especie de sombra que hacemos
con ellas; y esa sombra es como un retrato manipulado, igual que el fotógrafo
retoca las fotos para que las cosas en sus imágenes sean mejores o peores que
en la realidad. Nosotros, antes de dirigirnos a alguien, ya tenemos una imagen
de él; o una idea; éste es feo, éste es guapo, éste simpático, éste
inteligente… Cuando juzgamos a la gente no pensamos en lo que es; la comparamos
con la imagen o con la idea que tenemos de ella; queremos que el original se
parezca a su retrato, aunque es el retrato el que debería parecerse al
original.
Visi
le escuchaba con interés.
-A
veces no miramos con los ojos sino con un espejo; los ojos deberían ser
cristales que reflejaran la realidad, cristales transparentes; y que dejaran
pasar las imágenes sin impurezas, no como los cristales sucios o ahumados.
Tosió
sujetándose la voz, en la boca, con el puño.
-Pero
a los demás los vemos como espejos; espejos donde proyectamos nuestras imágenes
falsas, y queremos que la gente las refleje para nosotros; que se parezca a
nuestros clichés, que nos los devuelva; que nos devuelva nuestra imagen para
que la realidad sea un calco de nuestras ilusiones; de nuestros prejuicios.
Volvió
a carraspear.
-Otras
veces no miramos con un cliché individual, sino con un estereotipo colectivo.
Así Marcela no es Marcela, es una mujer. Y queremos que sea como nos empeñamos
que sean todas las mujeres: traidoras, ingratas, calculadoras, malvadas… Pero
Marcela no tiene que ser así por ser mujer; es más, la mujer no tiene por qué
ser como nosotros queremos que sea. Entonces Marcela, para defenderse, lanza su
discurso.
-Como
una lanza que rompe el espejo con el que la miramos.
-A
veces es el único con el que podemos mirar; no sabemos que hay otros.
Sombras
de la caverna.
-Para
que vea don Quijote cómo es en realidad.
-Y
los cabreros, Elisa; y los cabreros.
Elisa
calló, y sus oídos fueron receptivos.
-Hay
que desembarazarse de prejuicios para poder ver. Quitar las sombras que nos
nublan la vista. Las sombras, cuando están en los objetos, nos facilitan la
visión, pero cuando están en nuestros ojos producen fantasmas, estorban y
falsean, crean ilusiones…
Juan
se daba cuenta de que hablaba de las sombras de las ideas. Los prejuicios. Los
cabreros no se engañaban con la cara de Marcela: captaban su belleza
deslumbrante, sus encantos; pero igual que los cuerpos parecen deformados por
el punto de vista, así también se deforman las ideas por la manera de pensar.
Los prejuicios nos llevan a conclusiones disparatadas: no nos dejan discurrir;
puede que nuestros razonamientos sean correctos, pero nuestras ideas no; y
hacemos ideas de desechos como madalenas; cuando echamos basura en los moldes nos
salen madalenas buenas, pero nos salen mal.
Los
prejuicios son las sombras de las ideas; de las ideas discutidas; y (pensaba)
también hay sombras para todas las ideas que no podemos expresar.
Ver
la realidad es romper los filtros que tenemos en los ojos: los del cuerpo como
los del alma. Ver la realidad es tener espejos que no lanzan sombras al
interior de nuestra cabeza, imágenes que se confunden con las de los objetos
que acabamos de mirar. Y cuando esos fantasmas no son de luz, sino de palabras,
la claridad del cuerpo se vuelve transparencia de otro tipo: es, desde luego,
una claridad intelectual. Hay tres tipos de sombras: las de la vista, que son
sombras en sentido propio; las de las palabras, que son prejuicios; y las de
las intuiciones, que son locuras; deformaciones de nuestra vitalidad; son,
también, las de nuestra sensibilidad. (No la sensibilidad informativa, sino la
expresiva; aquella para la que sentir es segregar sentimientos desde el fondo
del alma; aquella para la que el entusiasmo es lo propio de la idea, el
sentimiento fundamental).
Sentir
ideas es captar su latido más íntimo, su calidez entrañable; sentir prejuicios
es llevarlas al borde de la locura: empaparlas con su visceralidad.
2.
Unas
veces no sabemos ver, otras no sabemos ver bien. Como decía Unamuno[1], unas
veces tenemos telarañas en los ojos y otras visiones dentro de ellos. Los
carlistas no podían entenderse con los liberales; mutuamente se condenaban a la
exclusión. La exclusión es incomunicación por encima de todo.
Juan
pensaba mucho en Arcadio: su mente estaba llena de telarañas (paralizado por el
miedo, Arcadio era incapaz de confiar); no confiaba en sí mismo; y, como él se
veía en los otros, no confiaba tampoco en los demás. Se sentía bien poca cosa.
Le parecía increíble que una chica pudiera fijarse en él. Nuestras intuiciones
son al mismo tiempo ilusiones del corazón, porque el ánimo se viste con la
alegría de conocer; pero cuando no tenemos confianza nuestra intuición se
vuelve ilusa y las alegrías se tornan desilusión. Arcadio sentía visiones y
pensaba que era un inocente, incrédulo, un tonto; se sentía desilusionado
porque en cada gesto y en cada palabra de cada chica continuamente sentía que
lo rechazaban.
¡Pobre
Arcadio! Su frente abatida denotaba una absoluta falta de entusiasmo. Pero su
desengaño no se debía a que sus intuiciones fueran acertadas: por el contrario,
eran paranoias; se creía que la gente lo perseguía para reírse y no veía que
nadie quería hacerle daño. Pero cuando tenemos corazonadas nos envuelven como
la niebla y nos arrastran en su estela, y no tenemos un faro que nos pueda
orientar en el océano. ¿Cuándo son obsesiones? ¿Cuándo impulsos del corazón?
¿Cuándo impresiones fieles? ¿Cuándo deformamos en nuestra mente nuestra visión?
No hay frontera clara entre la ilusión y la locura, y unas veces soñamos
estando cuerdos y otras, entre los sueños, perdemos definitivamente nuestra
razón; la ilusión nos hace ilusos y desorientados, perdidos, mezclamos el
placer con sufrimiento; no hay nada en nuestra razón que nos ilumine cuando
pretendemos, con esa seguridad que tienen los necios, querer hacer el bien
regándolo de dolor.
Rescató: " Los prejuicios son las sombras de las ideas; de las ideas discutidas; y (pensaba) también hay sombras para todas las ideas que no podemos expresar." ����
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