viernes, 27 de marzo de 2020




CRÓNICA DEL CORONAVIRUS   


1.

            Nunca dejó de escribirnos el instituto. Desde el primer momento abrieron una carpeta en la página web. Su nombre era “planificación del coronavirus”, para que metiéramos en ella orientaciones para los alumnos; unos tenían aulas virtuales, otros pusieron las páginas del libro que debían estudiar cada día y lo ejercicios que tenían que hacer, otros subieron pdf con los resúmenes de los temas, otros grabaron sus explicaciones como si estuvieran dando la clases… Días más tarde escribieron los padres diciéndonos que no pusiéramos tantas tareas que sus hijos se iban a volver locos… Y había quien decía, incluso, que los chicos no tenían ordenador para seguir la marcha de las clases; en fin, que nos pedían que se lo pusiéramos fácil. Lo que de verdad se ponía de manifiesto es que los chicos no podían estudiar solos; que muy pocos tenían esa competencia que se llama “aprender a aprender” que les reconocemos de oficio en el momento en que aprueban; como si el éxito en los resultados fuera la garantía de que tienen éxito en el proceso.

2.

            Las ondas de la laguna. Un segoviano para Europa. Vida y obra de Andrés Laguna. Tal es la audioserie que estábamos grabando y que constituía el relato de un drama científico. La emisora de radio de Segovia, que pertenece a la cadena SER, nos había prestado sus estudios y ya habíamos grabado tres capítulos; el técnico de sonido había hecho una labor magnífica. El tercer capítulo hablaba de la peste, de cómo Andrés Laguna combatió la epidemia en la ciudad de Metz, y de cómo, entre remedios de dudosa eficacia que probaban su validez a salto de mata, Andrés Laguna había hecho de la higiene su nudo gordiano. Lavarse las manos. Rehuir el contacto físico. No compartir los alientos. Ropas limpias, hierbas aromáticas… Por la radio habíamos oído decir machaconamente: “y sobre todo lavarse las manos”. Era la pandemia. La crisis del coronavirus, que está enseñoreándose del mundo como en el siglo XVI se enseñoreaba la peste. Como le pasaba a Andrés Laguna, los médicos probaban a ciegas remedios de dudosa eficacia. Sólo quedaba uno que todos recomendaban a la vez: la higiene; si no sabíamos curar, sí podíamos al menos evitar el contagio. Y así fue como empezó el confinamiento. Prohibido salir a la calle salvo para ir a la farmacia, tirar las basuras o hacer la compra. La grabación de nuestra serie se interrumpió. Todo quedaba suspendido, el trabajo, las clases, los paseos, los bares, las oficinas, todo cerró menos las tiendas que vendían productos de primera necesidad. Las salas de fiestas. Los hoteles. Las librerías. Las ferreterías, todo… Ahora teníamos que quedarnos encerrados en casa. El gobierno dijo que por quince días y la gente se lo creyó. Luego vieron que en la primera semana los casos no se habían frenado, sino que se habían cuadruplicado, y la idea de un largo encierro en casa fue metiéndose en el ánimo de todos.

3.

            Me he levantado a las ocho. He ido a la ducha, he desayunado, luego he cogido mis libros, mis apuntes, me he trazado un plan de trabajo y me he llevado el ordenador a la habitación del fondo. He cerrado la puerta para que no entrara el ruido y he enchufado el micrófono. He estado grabando clases durante tres horas y luego he vuelto a la cocina; tenía la cabeza hecha un bombo. Marinanda me ha pedido que pelara patatas y eso me ha relajado. Rodrigo estaba leyendo a Platón. Luego ha guardado el libro y se ha puesto con el móvil.
            -¿Qué haces? –le he preguntado.
            -Estoy con los de geo. (Los de geo son el equipo de rugby de geológicas, en la universidad complutense). Están lanzando retos para entretenerse mientras dura el encierro. El reto era beberse una lata de cerveza de un tirón; mira, éste lo acaba de hacer y ahora me ha nombrado a mí.
            Entonces va a La nevera a coger una lata y se la bebe de un queco. Queda constancia grabada de que ha superado el reto. Entonces él tiene que nominar a otro, para que siga la cadena.


4.

            Voy a ponerme el termómetro.
            -¿Tienes fiebre? –dice Marinanda.
            -No sé. Me siento la cabeza caliente, como si tuviera algo de calentura.
            Me pongo el termómetro. Nada. No llego a 36 y medio. Pero me duele el cuerpo, bueno, dolerme no es la palabra, me siento pesado, cansado sin haberme movido, una especie de torpor que me llena todo. Me duele un poco la frente. ¿Será porque no he salido?
            -Mira, ¿por qué no vas a la compra? Y te traes lo que hay en esta lista.
            Me pongo la mascarilla. Ayer estuvimos en la farmacia. En una dijeron que todas las mascarillas se las habían dado al hospital. En otra nos vendieron cuatro que valían para no contagiar a los demás, no para no contagiarse uno mismo. La farmacéutica tenía una distinta.
            -¿Ésa sí vale para protegerse?
            -Ésta sí.
            -¿Y esta otra? –dijo Marinanda, mostrando la suya, que la había encontrado en un armario.
            -Ésa sí. Pero la mía es de fuerza 3; la suya sólo es de fuerza uno.
            En fin, que me puse la mascarilla y salí con el carrito a la calle. A la entrada de la tienda había rayas separadas por un metro para que mantuviéramos la distancia de seguridad. Luego había jabón y toallas de papel.
            No se moleste –dijo el guardia, que también tenía la mascarilla puesta-. Ya no queda jabón.
            Entonces corté dos trozos de toalla para ponerlos en la barra del carrito y que mis manos no la tocaran. El coronavirus también se transmite mediante el tacto. Puede que caigan gotitas de una tos, un estornudo, nosotros ponemos la mano y luego nos la llevamos a la cara, o nos rascamos los ojos, las orejas…. Y ya está el contagio.
            No había ni un solo rollo de papel higiénico. Yo pensaba en la maldad de la gente, que se obsesiona en acapararlo todo sin pensar en los demás, que también lo necesitan para limpiarse el culo. Uno no mira más que por uno mismo, no mira por los otros… Eso sí, luego le gusta retratarse en esas estadísticas que hablan de solidaridad.

5.

            He vuelto a casa. He descargado el carrito con mucho cuidado lavándome primero las manos. Después de guardarlo me las he vuelto a lavar y he dejado la mascarilla encima de mi mesa. Le he preguntado a Rodrigo:
            -¿Qué haces?
            -Es un reto –me ha dicho-. Estamos jugando al rummikub y yo acabo de ganar mi primera partida.
            Me tumbo en la cama. Estoy muy cansado. No tengo fiebre (me he puesto el termómetro otra vez) y me he limpiado la nariz: parece que tengo moquillo, pero muy poco. Así, tumbado, me siento descansar, pero no duermo. Habré estado así una media hora hasta que oigo que me llaman para comer.
            Como sin muchas ganas. Marinanda hace tres días que ha perdido los olores, y los sabores, y ya no disfruta de la comida. Tiene un dolor en la espalda que la fastidia mucho. Le ha empezado en la cadera, como si fuera un lumbago, una ciática. Ha estado chateando con Mariano que le ha dicho:
            -Necesitas un masaje, así, así…
            Se lo ha explicado todo. He intentado seguir las instrucciones y la ha aliviado mucho. Al otro día las he seguido otra vez con menor fortuna.
            -¿Te echas un ajedrez? –me ha dicho Rodrigo.
            Jugar al ajedrez con él es ir a una muerte segura. Él es muy bueno en estrategia, pero es que además yo cometo unos errores garrafales. Me ha vencido. Luego he vuelto a la cama a estirarme un poco y esa relajación me ha producido una sensación de bienestar. No me he dormido, pero cerrar los ojos me hace mucho bien. Rodrigo ha vuelto a dar un paseo literario de la mano de Platón.


6.

            Son las siete de la tarde. ¿No hay basuras que tirar?, dice Rodrigo, que acaba de derrotar a otro amigo en una partida de rummikub. ¿Vienes, papá? Vale. Entre los dos nos repartimos las bolsas y luego las repartimos en los distintos contenedores. Le damos la vuelta a la manzana y estamos en casa otra vez.

7.

            Oímos el ruido de palmas en la calle. Miro al reloj: son las ocho. A esa hora todos los días la gente se asoma a las ventanas para aplaudir a los médicos y sanitarios que se están dejando la piel por nosotros. Marinanda ha abierto la ventana. Proyecta sus aplausos hacia el exterior y parece que sirven de llamada para que otros vecinos aplaudan a su vez. Yo salgo al balcón para unirme a ellos. Y es un concierto de palmas que rebotan en las calles con un sonido alegre que se convierte en eco de otros ecos.

8.

            -Mira, papá –dice Rodrigo-, mira lo que ha puesto mi hermano.
            Me enseña la pantalla de su móvil y hay un retrato donde estoy yo entre Mariano y mi madre. Hay un letrero que dice: “tú siempre estás cuidando de los tuyos, de tus hijos… y de tu madre. Por eso estoy orgulloso de ti, papá”. Entonces me acuerdo de que es el 19 de marzo. Día del padre. Para entonces mis ojos ya están velados por las lágrimas. Entonces cojo el teclado y le contesto: “estoy orgulloso de ti con ese pedazo de corazón que tienes… ¿cómo no te voy a querer?” En seguida él me contesta con el dibujo de una carita en la que salen dos corazones por los ojos.

9.

            -¿Jugamos al mastermind? –dice Rodrigo.
            Jugamos. Él resuelve el primer reto en cinco jugadas, yo en once. Luego resuelve el segundo en cuatro, yo en diez. Y lo dejamos. Hemos tenido que pensar mucho. Tengo la mente cansada. En algún momento de la tarde he grabado alguna clase más, ahora estoy cansado. Hemos cenado. Rodrigo está viendo una serie; nosotros nos unimos a él: no está mal; Gotham; entretenida, tiene buen ritmo; está bien hecha.

10.

            Marinanda se ha ido a la cama. Un poco más tarde me he ido yo. Cuando me he dormido Rodrigo todavía estaba levantado. Me he despertado tres veces esta noche. Cada dos o tres horas, más o menos. He ido al váter y me he vuelto a dormir. He tenido un sueño pesado. Al levantarme he sentido como si el mundo me pesara encima, siento calentura siempre desmentida por el termómetro, y cuando salgo de lavarme el pelo me siento un poco más ligero, pero no del todo. He desayunado mientras consultaba el periódico electrónico y los infectados y muertos no paran de subir. Cada día hay 100 ó 150 muertos más, y los infectados han pasado e 7000 a 10000 en cuatro días. Esto no tiene pinta de parar. ¿Hasta cuándo? Italia acaba de superar a China en número de muertos. En Estados Unidos van a aislar a Nueva York, Perú, Brasil, Méjico… Alemania también tiene sus infectados. Y los tiene Inglaterra, que acaba de salir de la unión. ¿Cuándo acabará todo? Estamos en el punto álgido de la pandemia, ni siquiera sabemos cuántos infectados hay realmente porque los que apareen en las estadísticas son los casos declarados y hay una realidad oculta que nadie cuenta; pero bueno, todo lo que sube baja, y todas las infecciones y las muertes algún día tendrán que parar, digo yo.


11.

            He ido con Rodrigo al hospital. Tiene una férula en la mano y le dijeron que volviera. Cuando ya estábamos llegando nos ha parado la policía.
            -¿Adónde van ustedes?
            -Al hospital –hemos contestado; entonces nos han sonreído amablemente y se ha alejado el coche patrulla.
            Eso fue anteayer. Todavía no habíamos comprado las mascarillas y nos pusimos unas viejas que hemos encontrado en el armario. Comprobamos que en recepción nos levantaron la voz, antes de que tuviéramos tiempo de entrar, para que nos quedáramos detrás de la raya, que estaba pintada en el suelo a casi dos metros del mostrador. Luego el médico comprobó que a Rodrigo todavía le dolía el dedo, que la fisura todavía no estaba soldada, y que tendría que estar dos semanas más con la escayola puesta. Una escayola para la férula.

12.

            De vuelta a casa. ¿Cuántos días llevamos sin salir? Bueno, saliendo para las urgencias. Una semana. Estoy cansado. He estado tres horas grabando las clases y luego las he subido a la página web. A la planificación del coronavirus. Tengo la cabeza caliente. Trabajar me cansa. Me siento débil, el termómetro desmiente la fiebre, me sueno la nariz, pero no mucho, y me duele un poco la frente. En la cabeza me noto un poco de pesadez. En la cocina he estado con Marinanda, he servido de pinche y eso me ha relajado, hemos hablado, hemos bromeado, luego ha venido Jet, que ha hecho la ensalada, y nos hemos puesto a comer.
            -Ahora tengo tiempo –me ha dicho-. Si me das el texto de Andrés Laguna podemos hacer la maquetación.
            A él también le ha afectado la pandemia. En el trabajo. También en el curso que estaba haciendo. Se ha interrumpido todo. Todo se ha metido en un largo paréntesis: hemos abierto el paréntesis pero aún no sabe nadie cuándo lo cerraremos, así que aprovechamos ahora… ¡A maquetar! Yo he escrito un epílogo y he terminado el prólogo. Ahora está todo listo. Falta suprimir algunas indicaciones escénicas, las voces de la narración, pero eso lo haremos cuando llegue Carmen.

13.

            Hemos estado un rato de sobremesa. Rodrigo me ha dicho: ¿por qué no jugamos al ping-pong? Marinanda se ha tomado una pastilla para el lumbago, o la ciática, o lo que sea que tenga. Rodrigo ha colocado la mesa del comedor, la ha abierto y ha puesto la red en medio. Hemos empezado a pelotear. Después, hemos jugado partidas; y a pesar de que le sostengo durante mucho tiempo el peloteo, Rodrigo siempre me acaba ganando los puntos. De repente me siento un poco caliente. Luego siento el sudor. Y cuando ya hemos terminado la partida, tengo que pasar por la ducha. Me queda una tensión en el cuerpo que no es de agujetas, pero por la noche tengo una pesadez en los músculos que no me deja dormir. El sueño se hace pesado. Otro día jugaremos más: a ver si para entonces mi cuerpo, que no está acostumbrado al esfuerzo, resiste mejor.

14.

            He leído en el periódico que los norteamericanos están comprando armas. Muchas armas. Por lo visto piensan que cuando salgamos de la crisis del coronavirus habremos entrado en una depresión económica de tal magnitud, que las legiones de parados se echarán a la calle a ganarse la vida como puedan. Robarán. Matarán. Nadie estará seguro y entonces será bueno recurrir a las armas para defenderse. Por lo visto esos cristianos de acequia en lugar de dar de comer al hambriento le darán plomo, a pesar de que eso no lo dice el evangelio.


15.

            Esta noche ha querido Marinanda que veamos Cinema Paradisio. Rodrigo se ha quedado sin serie, pero no ha querido verla. Son casi tres horas. Y al final vino una nostalgia infinita de lo que pudo haber sido y no fue, unos amores imposibles, el tiempo que no da marcha atrás para empezar de nuevo, y cómo el arte sirve de consuelo para darle sentido a una vida que lo perdió, por esas cosas que pasan, y se queda el corazón encogido para siempre. Un hombre y una mujer. Se querían. Cuando quedan para fugarse de los padres de ella, que quieren casarla con otro, ella no acude. Y él, lleno de despecho, golpea los papeles que tenía pinchados en la pared y los desbarata. Veinte años después se encuentran de nuevo. Descubre, y el mundo se le viene encima, que ella fue a la cita pero llegó tarde; ser había peleado con sus padres y estaba dispuesta a irse con él, pero él, creyendo que no vendría, se había dejado llevar por la ceguera; ella pinchó un papel en el clavo de la pared donde él acostumbraba a dejar sus notas; en ese papel le daba una dirección, la dirección de una amiga donde podría él escribirle a ella para marcharse juntos a ponerse el mundo por montera. Pero la cólera de él arrasó con todo y tiró los papeles y los mezcló todos. Y así fue como las cosas más hermosas de la vida penden de un hilo frágil que puede romperse; y quedan los ojos nublados, las lágrimas que los hacen brillar sin que lleguen a volcarse en llanto, la cara triste, el gesto adusto, el tiempo que está pasando de largo. Y yo me quedé con el hilo de la pandemia del que está pendiente el mundo, que casi puede romperse, pero no se romperá, estoy seguro.

16.

            Un día más. Sensación de calentura desmentida nuevamente por el termómetro. Desayunar sin ganas, solamente por sentido del deber. Tres horas para grabar las clases. De vuelta a la cocina, a relajarse haciendo de comer, con Marinanda mientras charlamos. Rodrigo leyendo a Platón, o a Aristóteles, o la historia de la música antigua. Tiene ganas de tocar, pero la férula no le deja coger la guitarra; ahora faltan nueve días para que se la quiten. Le pica la mano, siente el sudor bajo la escayola, el algodón se desmenuza, le pica más, siente que huele muy mal, le huele a vinagrillo, no ve las horas de que le quiten a escayola, la venda y la férula. Llega Jet. Comemos. Comentamos los bulos del coronavirus. Luego llega la siesta, y una partida de ajedrez, o de mastermind, o de ping-pong, o de rummikub, o de lo que sea. Pasar por la ducha, cenar, ver una serie, dormir y esperar a levantarse para que todos los días se parezcan. Pero antes hemos salido a la ventana. Hemos salido a aplaudir para animar a los médicos y enfermeros. Por la calle he visto un coche con una médica haciendo pruebas. Y así un día tras otro, todos los días igual, idénticos en su monotonía, sin un proyecto de futuro, como un eterno presente. Encerrados en nuestras casas, repitiendo los mismos giros, como una rueda. El hastío. El ansia de estar sin saber para qué, estar ahí, esperando que un día no suba el número de enfermos y de muertos. Ese día llegará. Y entonces el círculo se volverá flecha, se dispararán otra vez los arcos, el cielo se llenará de proyectos, todo tendrá un sentido y ya no será el mismo presente repetido, idéntico a sí mismo, machacón en su eterna identidad, estar sin ser, no vivir, sobrevivir, no salir a la calle, vigilados por la policía en sus coches patrulla, por el ejército. Llegará el tiempo en que termine todo. Y ese día en que la monotonía no tenga futuro, todo volverá a empezar. Respiraremos otra vez, como antaño. Levantaremos la economía y será la alegría de vivir. Y habremos vencido al bicho, habremos frenado su espiral, habrá llegado el fin de la pandemia. Luego inventaremos una vacuna, habremos dado con el tratamiento y todo será bonito, todo tendrá ilusión, volverá de nuevo la magia del deseo. Sentiremos palpitar el corazón. Y sólo dejará un sabor amargo la retahíla de mensajes de odio que difundieron los odiosos en sus wasap, cuando más falta nos hacían las palabras de aliento, y ellos difundieron el miedo. Esa herida en el corazón de saber lo mezquino que somos dejará una marca indeleble, que nunca, por mucho que nos esforcemos, ya nunca acabará de cicatrizar.










2 comentarios:

  1. Querida Lechuza igual vivimos en Perú 🇵🇪, tu monotonía es también nuestra, pero salimos adelante. Rescato lo que debemos evitar en la humanidad: la mezquindad," Esa herida en el corazón de saber lo mezquino que somos dejará una marca indeleble, que nunca, por mucho que nos esforcemos, ya nunca acabará de cicatrizar."

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  2. ¡Ánimo!"¡A cuidarse! Saldremos de ésta a pesar del bicho, el confinamiento y las pérdidas.

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