viernes, 25 de enero de 2019

MARÍA




MARÍA


            Tiene José María una conversación que cautiva; fueron, desde luego, muchas las mujeres a las que amó, según la leyenda; primero fue “la Niña de Oro”, que se mantuvo junto a él después de la muerte del “Chuchito”, en los primeros años de lucha; a Clara, la hija de un corregidor de Montilla, la raptó y su padre la internó en un convento y entonces vivió pensando en el bandido: y al verse libre más tarde, corrió hacia él; también amó a Esperanza, la hija de un caballero andaluz. Pero el Tempranillo, en su caballerosidad, no se jactaba nunca de sus conquistas cuando estaba en ventas y tabernas.
            Su verdadero amor fue una moza natural de Torre Alhaquime, en la provincia de Málaga. Se llamaba María Jerónima Francés y era hermana de Francisco, un antiguo compañero de correrías. Tan turbulenta fue la vida del bandolero que su mujer debió llevar una vida errante, pasando penas y calamidades, mirando al cielo cada vez que cambiaba de domicilio.


1.

                                                  Sí: era todo un caballero andante.
                                               Sí: como todos ellos, en su dama
                                               estaba él, como el viento que brama,
                                               indómito y flamígero y amante.

                                                  Amó a la Niña de Oro y su guante
                                               ardió en su corazón como una llama.
                                               Amó a Esperanza, y a Clara, y aún clama
                                               la voz que ensombreció con su semblante.

                                                  Pero no las amó como a María.
                                               Murió joven, le dio un hijo y tuvo
                                               que andar errante por la serranía.

                                                  Fue un vendaval en su pecho y anduvo
                                               por montes y valles, José María,
                                               y el cielo la raptó: él se contuvo.



2.

                                               ¿Dónde iré sin casa, viviendo en cuevas?
                                               ¿Dónde soñar sin cena, siempre en el suelo?
                                               ¿Dónde dormir sin techo, mirando al cielo?
                                               ¿Dónde ver sin candiles, con luz de estrellas?

                                               ¿Dónde iré sin descanso, pasiones fieras?
                                               ¿Dónde podré, sin siega, mirar la trilla?
                                               ¿Dónde veré sin luz ese amor que brilla?
                                               ¿Dónde, sin voz, mi amor, sentirte pudiera?

                                               ¿Dónde vivir sin ti, que por ti me muero?
                                               ¿Dónde brillar sin sol, si eres mi guía?
                                               ¿Dónde vivir sin ley, si tú eres mi fuero?

                                               Sin cuerpo, sin sol, sin cielo, sin vida,
                                               sin noche, ni estrellas, ni amor, ni fuero,
                                               ¿cómo vivir sin ti, José María?
            


viernes, 18 de enero de 2019

MENDIGOS






MENDIGOS


            Esta tarde he ido a la tienda. Me ha recibido una mujer de aspecto servil sentada en una alfombra de cartón en la que había un vaso de plástico; un vaso hecho con una botella de agua, cortada con una navaja y convertida en cuenco precario para depositar limosnas; estaba agachada como si ser pobre fuera inclinarse sobre sí misma, y con una voz lacrimosa, pretendiendo dar pena, lo acentuaba teatralmente implorando a los que pasaban: “¡una ayuda, por favor…!” A sus pies tenía un letrero que decía: “tengo tres ijos enfermos estoy sola y no tengo trabago”. Las faltas de ortografía no sé si venían de la miseria o ponían miseria al decorado. Hacía frío. Tenía la cabeza envuelta en un pañuelo atado al cuello y sus ropas, sin alegría, parecían una estampa de la España vieja donde las jóvenes vestían de negro; donde las mujeres del campo se empeñaban en ser viejas cuando todavía no tenían cuarenta años; sólo que la mujer de la tienda no tenía el cuello cuarteado por el sol ni la cara tostada por el aire (por las duras jornadas que se trabajaban en el campo).
            En el metro de Madrid un letrero nos decía: “no dé limosnas a los mendigos que piden en la calle con un niño en brazos; estará alimentando la explotación infantil si lo hace”. En las calles de mi ciudad también he visto mendigos con una pierna tullida bajo el pantalón levantado, para mostrar lo que nunca necesita ser mostrado; hombres con muñones patéticos y sucios elevados a la categoría de instrumentos de la pena, exhibiéndose sin comunicar nada; gestos grotescos, rostros deformados por las sombras de una vida miserable, como un cuadro expresionista o un decorado imposible de las antiguas películas alemanas; rostros hechos para mostrarlos en un teatro donde puedan dar pena, ficción volcada en un corazón indigno, una farsa.
            Muchas veces me he preguntado si debía darles unas monedas, un paquete de arroz al salir de la tienda, o regalarles mi compasión sin regalarles nada. Y me he dicho que si lo hacía, también debía dárselo al vagabundo que duerme en el cajero automático, al pordiosero que decora la puerta de la iglesia, al esquizofrénico que pide limosna nadando en suciedad y al que su familia rescata, para darle un baño y un poco de comida, de vez en cuando. Me pregunto si debo apiadarme del pobre que duerme, en los rigores del invierno, encima de un banco. En la televisión hablan de los mendigos que mueren en una noche de frío polar, y me da pena; me apiado.


            Luego me digo que entre los pobres hay pícaros y lazarillos y mafias organizadas. Veo a los ciegos de la ONCE y les compro un cupón para ver si me toca, porque la lotería de los ciegos da muchos premios y algún día me puede tocar algo. Pienso que el ciego que vende cupones trabaja para una organización que ayuda a los ciegos y no está vendiendo su pobreza para ablandar los corazones en la escena del gran teatro; venden cupones, pero no venden espectáculo; no han vendido su dignidad, no hacen de sí mismas objetos que se pueden comprar, aunque en algún momento vuelva a pensar que hay algo de exhibición en rebajarse, mostrando las gafas oscuras que ocultan su ceguera mostrándola. Hay también algo de prostitución en esos ciegos, porque se venden como mercancías aunque el caminante les compre un cupón, no un trozo de misericordia para limpiar y lavar su alma; hallar la paz consigo mismo a cambio de unas monedas, aunque sea por un cupón, y el cupón disfrace ligeramente la mercancía de los cuerpos, y nos haga creer que la única mercancía es el número de la lotería que estamos comprando.
            Vuelvo a la mujer que me estaba esperando a la puerta del mercado. ¿Le doy unas monedas? ¿Y qué le doy? ¿Unos céntimos para salvar las apariencias y mostrar que doy algo cuando no doy nada? ¿O le doy unas monedas con valor para que se pueda comprar algo y, por lo menos, aquella mañana no pase hambre? Luego me vuelve la duda y me digo: acaso esconderá esas monedas en su bolsillo y dejará unos céntimos a la vista para que la gente crea que nunca hay dinero en el vaso; o quizá se lo dé al jefe de la mafia cuando llegue la hora y se acabe su jornada de trabajo; tal vez se lo gaste en vino y su hijo inexistente se meta en su bolsillo, en forma de cartel misericordioso, cuando se junte con los otros mendigos de su peña para contar el dinero que han ganado esa mañana; y se dispongan a dárselo al jefe y no pueda haber ni reparto. ¡Cuántas veces me he puesto a pensar en la limosna! Y he sentido que dar limosna era como ayudar por internet a ese hombre que necesitaba pagar una operación muy cara para su hija, gravemente enferma, y luego resultó que se lo gastaba en lujos porque ese dinero no había nadie que lo controlara.
            He pensado también que, si salgo con unas monedas en el bolsillo, yo, que soy trabajador, también tengo derecho, cuando acabo de hacer la compra, a ir al bar y tomarme una caña. Pero ese dinero se ha ido en el pobre de la tienda, en el de la caja de ahorros, en el del banco que duerme a la intemperie, en el de la puerta de la iglesia, en todos los pobres que he encontrado. Me he quedado sin ir al bar y no me importa, porque he ayudado a quien lo necesitaba. Luego doblo la esquina y veo a uno de mis pobres gastándose en vino el dinero de mi bolsillo y me digo: ¡qué caramba! Para gastárselo en vino mejor me lo hubiera gastado yo en una caña.


            Y he caído en la cuenta de que mejor que dárselo a ellos, se lo doy a una organización caritativa que se preocupa por ellos y es su ángel de la guarda. Me he dicho: “eso es mejor, porque les doy mi cuota todos los meses y el dinero que tengo en el bolsillo, cuando voy a la compra, me da para el billete del autobús o para hacer unas fotocopias o también para ir con mi esposa al bar, ¡qué caramba!” Las monedas del bolsillo no son para dárselas a los pobres, sino para pequeños gastos inesperados que, si se lo doy a un pobre, ya no puedo hacer si me quedo sin nada en las manos.
            Y… sí: he creído que mejor dar una cuota solidaria que dar limosna a un pobre que me encuentro por la calle. Porque si se la doy a uno, ¿por qué no dársela a todos? Entonces la limosna es algo que tiene un principio pero nunca se acaba. Además, yo no sé a quién se la doy, pero las organizaciones solidarias, si son serias, supongo que pondrán cuidado en no dárselo a pícaros y crápulas sino a verdaderos pobres. Todas las cosas tienen su principio y su fin, hasta el ayudar cuando hace falta. Pero hacer de la ayuda el cuento de nunca acabar es dar a unos y no a otros, dar por azar, dar a quien te encuentras y no a quien no está por donde tú has pasado, y además haces de la ayuda un circo, caes en el juego de los demás, te exhibes, te muestras generoso ante ellos, haces de la miseria un espectáculo; mejor arreglar esas cosas en tu rincón, a solas con tu conciencia, como nos enseña la parábola del fariseo y el publicano.
            Luego me digo: “sí, es mejor sostener a las asociaciones que inspiran confianza en su necesidad, pero su poder todavía es limitado; hay más pobres que donantes y eso sigue siendo injusto”. Caigo en cuenta de que puedo dar más, pero sin estar pendiente de los pobres día a día cuando voy a la caja de ahorros o al mercado. ¡Sí, ya está! ¡Ya lo tengo! ¡Pagaré lo que haga falta en mis impuestos y que se encargue de los pobres el Estado! De esa manera doy más que unas simples monedas, no me exhibo en ningún sitio, no estoy a todas horas pensando en pobres y sin embargo soy más eficaz, porque sé que, con mi dinero, alguien está ayudando no a mafias, sino a necesitados; los ayudo a todos, no sólo a unos cuantos; y hago cosas también para que esos pobres aprendan a pescar en vez de regalarles un pescado.
            Y pienso también que hay pícaros en la administración. Que en todas partes hay gente pagándose vacaciones con mi dinero. Pero lo pienso seriamente y me digo: no importa; que haya una manzana podrida no va a impedirme comprar veinte manzanas sanas; que se derrame y se pierda una parte del agua que vierto en la botella no me va a impedir llenar botellas de agua; que se pierda entre los dedos una parte del trigo que cojo con las manos no me va a impedir alimentarme de trigo; y que se pierda también parte del grano entre la paja no va a impedirme nunca hacer la trilla. En todo lo que hacemos hay algo que se desperdicia. En todo lo que ganamos hay algo que perdemos. Sí. Procuraré combatir la corrupción, pero no dejaré que la corrupción me venza impidiéndome luchar con entusiasmo. Quiero que se vigile a quienes se encargan del dinero (que para eso, entre otras cosas, se inventó la separación de poderes). Quiero que los menesterosos no tengan comida sin dignidad y que dejen de ser pobres. Quiero ayudar a mis semejantes pero no quiero dárselo a los pobres, que alguien me advirtió un día contra el espectáculo, hablándome del fariseo y el publicano. Quiero, sí, ayudar a los pobres y he descubierto una cosa: que la mejor manera de hacerlo es que en las calles no haya nunca ni pícaros ni pobres; y no porque me empeñe en esconderlos, sino porque quiero vivir en una ciudad, en unos campos, en una tierra, donde el hambre y la necesidad no tengan lugar y hayan sido reemplazados por las flores que respiran bajo el cielo; las mismas que hay corriendo por nuestros campos.






viernes, 11 de enero de 2019

LA LARGA MARCHA DE LA INTELIGENCIA





APUNTES PARA UNA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA (1)
LA LARGA MARCHA DE LA INTELIGENCIA


Con el big bang empezó el mundo: eso que habitualmente llamamos naturaleza. La naturaleza está hecha de materia, y la materia se mueve; se mueve porque los átomos y las radiaciones tienen tendencias, las cuales están codificadas en sus valencias y sus campos de fuerza; el hidrógeno tiende a unirse con el oxígeno porque dos átomos de hidrógeno tapan los huecos dejados por los dos electrones que le faltan al átomo de oxígeno; decimos que el hidrógeno tiende a acercarse al oxígeno y viceversa.
     Y si las tendencias se deben a la estructura cortical de los átomos, eso quiere decir que el movimiento es producido por dos estructuras complementarias que están próximas en el espacio; lo mismo que +1-1=0, así también si a un átomo le sobra un electrón, el átomo no parará de moverse hasta que se lo arranquen; y viceversa, si le falta uno, el átomo se moverá buscando otro átomo al que arrancárselo.
     Por lo tanto podemos decir que la naturaleza está ordenada. La materia se mueve porque el defecto o el exceso de presencias en su estructura la empuja a expulsar lo que le sobra o a buscar o que le falta; sólo cesa el movimiento cuando se alcanza el equilibrio. Así, la naturaleza es un océano de protones y electrones que se buscan, de elementos electropositivos que roban electrones, cargas eléctricas, partículas que chocan creando campos de fuerza en todas las regiones del espacio. Y como todos los movimientos tienen un orden, podemos decir que la naturaleza es razón creadora de movimiento en el seno de la materia; el mundo está gobernado por una razón natural, y de esa razón emana una coherencia que se manifiesta en las leyes del universo.
Las tendencias son movimientos simples que ponen en contacto a unos cuerpos con otros. Los cuerpos elementales llamados corpúsculos (moléculas, átomos, hadrones y quarks) se agrupan ordenándose en estructuras más complejas cuyo movimiento surge de la interacción de estructuras simples; entre las estructuras complejas, las más sencillas son los cuerpos teleonómicos, aquellos que se mueven dirigidos a un fin no por sí mismos, sino por el dinamismo y las leyes de la razón natural: son los vegetales, el segundo gran eslabón de la evolución de la materia; a las atracciones mutuas dentro del mundo vegetal las llamaremos inclinaciones, para distinguirlas de las tendencias, que son propias del mundo mineral.


Las estructuras teleonómicas se agrupan en otras todavía más complejas que constituyen el reino animal; las llamaremos cuerpos teleológicos, porque se mueven dirigidos a un fin por sí solos; como la fuente de este tipo de movimiento está en ellos mismos, los llamaremos también organismos autónomos, y ese tipo de fuerza que los mueve recibe el nombre de instinto; el instinto es un movimiento propio de las naturalezas dotadas de inteligencia; al revés que los minerales y plantas (tendencias e inclinaciones), los animales (instintos) son movidos por una razón no manejada por ellos, sino que ellos, por el contrario, son manejados por esa forma de razón: que son las leyes naturales características de la razón natural; ahora bien, eso sólo lo pueden hacer los seres que, paralelamente, están dotados de alguna forma de inteligencia; la inteligencia es un trozo de razón natural alojada en su cerebro y dirigida por ellos; por eso son seres intencionales: quieren cosas y ese querer es más que una simple tendencia mineral (como cuando decimos que las piedras tienden a caer por efecto de la gravedad), y mucho más, también, que esos impulsos más elaborados que son las inclinaciones de las plantas (las plantas buscan la luz, buscan el sol); el querer de los animales es una sensibilidad centrada en el placer y el dolor, y por lo tanto también un cúmulo de reflejos adosados a intenciones; intenciones y reflejos son inseparables; si los instintos actúan como reflejos, la inteligencia, espoleada por los estímulos y atizada por los instintos, produce intenciones; el mismo cerebro que aloja los instintos aloja también las intenciones, no pueden darse los unos sin los otros.
Los impulsos superiores se dan en los seres en cuyo interior se almacenan también los impulsos inferiores; el instinto de correr aparece en organismos inclinados a alimentarse cuyo cuerpo está lleno de tendencias minerales; instintos, inclinaciones y tendencias se superponen como caparazones concéntricos; como si dentro de cada animal hubiera una planta y cada planta fuese un cúmulo de piedras diminutas; porque el instinto de vivir (alma racional) sólo aparece en animales inclinados a comer (alma vegetal) y los alimentos que ingerimos son inseparables de los iones (alma mineral): así podríamos expresarnos si utilizáramos el vocabulario de Aristóteles.
Entre los animales, la inteligencia va ganando fuerza a medida que se asciende en la escala biológica; no piensa igual un pez que un mamífero, y dentro de los mamíferos, no es tan potente el pensamiento de un león como el de un chimpancé. Desde la razón natural hasta las naturalezas racionales transcurrieron miles de millones de años, los mismos que van desde el big bang hasta el homo sapiens; a diferencia del origen del universo, que no tiene conciencia (por lo menos explícita) de sí mismo, el homo sapiens es la conciencia de la razón.
En el mundo animal, y especialmente entre los mamíferos, la naturaleza se hace consciente, y ser consciente es darse cuenta: un cocodrilo se da cuenta de que por el río pasa un antílope, un león se da cuenta de que sus crías tienen hambre, esa manada de chimpancés es consciente de que si se caen del árbol se matarán. La inteligencia, pues, surge con la conciencia


Pero no todos los animales son conscientes de sí mismos: cuando el perro se ve reflejado en el espejo no se reconoce en su imagen, porque cree que esa imagen es otro perro que lo mira; el bebé tampoco sabe que esa imagen del espejo es él mismo, y piensa que es otro niño que le sonríe; sólo cuando somos capaces de reconocernos nos damos cuenta de quiénes somos, y en ese momento la conciencia es autoconciencia.
            El animal es un trozo de naturaleza que se ha separado del resto; pero, además de estar libre, puede moverse solo, no necesita que lo gobiernen. Esa naturaleza animal, además de someterse a la lógica de las leyes naturales, tiene su propio pensamiento porque tiene en su cerebro una copia de la lógica del universo: como inteligencia libre, crea sus propias leyes y es capaz de utilizarlas para  someter al resto de los seres de la naturaleza.
            La lógica y la conciencia son dos caras de la razón. Llamamos lógica a la capacidad de sacar conclusiones, y una conclusión es una idea que se saca de otras ideas anteriores; la lógica consiste en procedimientos mecánicos o conjuntos de reglas (a las cuales llamamos algoritmos) que le permiten a la razón obtener conclusiones a partir de sus planteamientos (a los cuales llamamos premisas). Si veo gaviotas volando y sé que las gaviotas no pueden volar durante mucho tiempo, deduzco que mi barco está muy cerca de la costa: que las gaviotas vuelan es una premisa; que no pueden volar demasiado es otra; y que el barco se acerca a la costa es la conclusión; el procedimiento que me permite sacar la conclusión de las premisas es un silogismo; es como decir que si el cocido contiene garbanzos y yo he hecho un cocido, entonces dentro del caldo tiene que haber garbanzos.
            Otra cara de la razón es el realismo, que consiste en encontrar verdad dentro de la experiencia. Por experiencia entendemos el conjunto de tendencias, inclinaciones, instintos y razones que hay almacenados en nuestra memoria; siempre que se trate, claro está, de estímulos que nos digan cosas, no que nos las hagan sentir; porque si se trata de estímulos afectivos ya no serían experiencias, sino vivencias; que mojo una madalena y se derrite en el café es una experiencia; que eso me haga revivir los tiempos de mi abuela es una vivencia. Si la experiencia es captación de la realidad a través de nuestros sentidos (esto es, vida provocada por estímulos de experiencia), la vivencia es experiencia afectiva de esa captación, y experiencia modificada por los instintos; los estímulos que provocan la vivencia suelen ser inconscientes. Pues bien, si el realismo es la verdad de la experiencia, podemos decir que hay verdad cuando lo que percibimos y lo que pensamos coincide con la realidad; y entendemos por realidad, las más de las veces, el mundo exterior.
            Recapitulando: la razón es, junto con la materia, uno de los componentes de la naturaleza, y consiste en un orden que tiene cuatro caras: la lógica, la conciencia, el realismo y el razonamiento. Y si la lógica es el arte de sacar conclusiones, el razonamiento es cualquier desarrollo concreto de alguna de las formas conclusivas de la razón (inducciones, deducciones o analogías); al contenido de un razonamiento lo llamaremos pensamiento. Cuando tenemos conciencia de nuestros pensamientos hablamos de inteligencia; la intuición es, por el contrario, un razonamiento inconsciente, un pensamiento crepuscular donde tenemos conciencia de algo sin saber cómo hemos llegado a esa conclusión; intuimos, por ejemplo, que va a llover y no sabemos por qué (pero nuestro inconsciente sabe, y no nos damos cuenta de ello, que las nubes están bajas y son oscuras, los pájaros vuelan bajo y está soplando el viento).
            Ya hemos llegado a los albores de la humanidad. Ahora procede estudiar la inteligencia y el pensamiento, en cuyo seno nace la filosofía. Hemos de recordar siempre que no dejamos de tener instintos por ser inteligentes, y que el animal que piensa también busca, tiende, se tensa y se inclina, en una palabra: el animal que piensa también es un animal que siente.






viernes, 4 de enero de 2019

LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL




LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL
  

             Pensar. Pensar es, con frecuencia, manifestar un conocimiento con palabras; de modo que hay una relación muy estrecha entre pensar y conocer; y ¿qué es conocer? Cuando me preguntan si conozco el bazo lo primero que puedo contestar es si conozco la palabra; después, si sé lo que significa; también puedo contestar si sé dónde está situado; luego, si conozco su función; si conozco su función en detalle; y si juzgo necesario conservarlo en caso de accidente.
            Veámoslo con un ejemplo. Si le pregunto a un alumno si conoce el estómago seguramente me contestará que sí; y si le pregunto qué es puede que me responda que conoce la palabra, pero no su significado; sabrá, quizá, que se encuentra debajo del esternón; sabrá, también, que sirve para digerir los alimentos, pero si le pregunto qué es la digestión puede que no sepa contestarme; tal vez sepa que es de lo que operaron a un familiar suyo y conozca alguna de las cosas que pasan cuando no funciona el estómago; y como no sabe para qué sirve, puesto que no sabe, sino de palabra, lo que es la digestión, tampoco sabrá lo que son los jugos gástricos; ni sabrá que esos jugos contienen ácido clorhídrico ni mucho menos sabrá lo que es el pH, y cuando se le explica su capacidad corrosiva tampoco sabrá por qué ese ácido no quema las paredes del mismo estómago; ni sabrá por qué el páncreas necesita inyectarle su jugo antes de verterlo en el intestino, ni sabrá por qué los alimentos no caen del estómago al intestino empujados por la gravedad; y, si conoce el cardias, es posible que no sepa lo que es, y mucho menos por qué se llama así. En resumen, si un alumno dice que sabe lo que es el estómago puede significar muchas cosas; o que conoce la palabra pero no conoce su significado; seguramente sabe dónde está, pero no sabe para qué sirve; y si conoce su función puede que también la conozca sólo de palabra; puede que sepa algo de su anatomía, pero no de su fisiología; de su anatomía tal vez conozca algunos detalles, pero no mucho, aparte de su morfología; quizá no entienda el porqué de su histología ni la naturaleza de sus ácidos; ni sabrá tampoco de dónde les viene la acidez, y si sabe que del hidrógeno no sabrá por qué, no sabrá qué hay en el hidrógeno que vuelva ácidas las cosas; es posible que no sepa lo que son los nutrientes, cuál es la estructura de sus moléculas, por qué el estómago necesita disolverlos, por qué no los disuelve todos; cuando decimos que sabemos lo que es el estómago puede que conozcamos una palabra, un dibujo, una función, o que sepamos analizar su forma y hasta dónde, o que sepamos analizar su función y hasta qué nivel de detalles; no es lo mismo el conocimiento que puede tener un escolar de diez años que el que tiene un médico, y aun así hay médicos que lo conocen mejor que otros.
            Si le pregunto a un chico si sabe resolver ecuaciones es posible que me diga que sí; pero quizá sólo sabe la mecánica de las operaciones y aplica las reglas sin entenderlas; o quizá sepa por qué se cambian los signos cuando se pasan de un lado a otro de la igualdad; de dos alumnos que resuelven satisfactoriamente una ecuación, puede que uno la haya entendido y el otro no; que uno sepa el porqué de lo que hace y el otro sólo el cómo; que uno comprenda las operaciones y el otro las maneje sin comprenderlas; en ambos casos el resultado es el mismo; los dos tendrían que ser valorados, atendiendo al resultado y al procedimiento, con la misma nota; y sin embargo, uno se lo sabe mejor que el otro; lo que debería valorar la nota no son ni el procedimiento ni los resultados, sino la comprensión que se tiene de ambos; y eso ¿cómo se valora?


            Si le preguntas a un profesor si conoce la LOGSE te dirá que sí. Pero entre todos los profesores que la conocen la inmensa mayoría la conocerá sólo de palabra. Y entre quienes saben algo más, algunos conocerán el significado de las siglas y otros no; muchos sabrán que se opone a la ley Villar Palasí, pero no saben en qué; contados serán los que sepan que se oponen la una a la otra como Ausubel a Skinner; muchos habrán oído hablar del aprendizaje significativo, pero acerca de él sabrán poco o nada; y ya si les preguntamos la diferencia entre un objetivo didáctico y otro operativo la ignorancia alcanzará cotas muy altas. Sin embargo, cuando se implantó la reforma educativa, la inmensa mayoría de los profesores decían estar hartos de que se hablara tanto de lo mismo, y lo decían porque todos conocían la palabra, pero muy pocos su significado; y rechazaban hablar de lo que no conocían fingiendo que lo conocían: ¿qué hubiéramos hecho si un alumno se hubiera negado a estudiar el estómago porque estaba hasta las narices de oír la palabra, pero nunca se la habían estudiado? ¿Sabríamos lo que sucede en Europa si no tuviéramos ninguna idea de geopolítica? ¿Si no conociéramos tampoco las fases por las que pasan las crisis económicas? ¿Cuántos relacionan todavía lo que sucede en 2019 en Europa con lo que sucedió en Wall Street en 2008?
            Conocer, lo que dice conocer, significa muchas cosas. No es lo mismo conocer la palabra que su significado; conocer la estructura que la función; conocer el contexto que el fenómeno descontextualizado; conocer muchos datos que saber relacionarlos, unas veces por análisis, otras por síntesis. Para conocer hace falta pensar. ¿Qué piensas del estómago? Puede ser una invitación a decir lo que sé de él. ¿Qué piensas de fulano? Puede ser una invitación a decir qué opinión me merece, y muchas veces opinamos sin conocimiento de causa. Opinar, muchas veces, es valorar, y valorar las cosas es comparar lo que son con lo que debieran ser. ¿Qué piensas de este cuadro? Es lo mismo que decir: ¿te gusta? ¿Por qué?
            Valorar es a veces evaluar un conocimiento; y evaluar es comparar lo que el alumno dice con lo que debiera decir; si ambas cosas se ajustan le ponemos un 10; y si no se ajustan, dependiendo de la magnitud del desajuste, le pondremos entre un 1 y un 9. Lo que el alumno debiera decir es lo que consideramos correcto, la meta que perseguimos, el ideal. Yo pretendo que el alumno sepa ciclar hexosas: si sabe hacerlo se sacará un sobresaliente; si no sabe, dependiendo de la cantidad de cosas que ignora, su nota oscilará desde el notable hasta por debajo del aprobado; muchas veces, cuando evaluamos conocimientos, no valoramos si el alumno piensa, sino sólo si sabe hacer lo que le hemos enseñado; una enseñanza memorística pero poco o nada significativa puede ser merecedora de las máximas calificaciones, pero un médico o un enfermero pueden matar al paciente si no piensan lo que hacen cuando trabajan (aunque en la escuela hayan aprobado); y un ingeniero puede matar a mucha gente si construye estructuras sin conocer la resistencia de los materiales; o si se equivoca a la hora de calcular un ángulo que parece insignificante.


            Valorar, hemos dicho, es comparar lo que se sabe con lo que se debería saber; lo que nos gusta con lo que nos debería gustar; lo que haremos con lo que deberíamos hacer; se trata, respectivamente, de valoraciones científicas, estéticas o éticas; empecemos por estas últimas.
            ¿Cómo le pongo la nota a un alumno en clase de ética? Supongamos que es un chico éticamente despreciable y lo suspendo. Supongamos que ese chico se sabe de memoria todo el temario y hasta razona sobre él: quizá su reflexión ética merezca un sobresaliente, pero su actitud moral, con el profesor o con sus compañeros, merezca ser censurada; lo que se suele hacer en estos casos es bajar un punto por mala conducta. Pero ¿y si sus sentimientos son malos pero su comportamiento es bueno? ¿Qué hacemos entonces? Desgraciadamente le tenemos que aprobar. Y hasta con un sobresaliente; porque las pruebas a las que se somete el alumno deben ser objetivas; nadie aceptaría un suspenso basado en que el profesor siente vibraciones negativas en la conducta correcta de un alumno; puede que esté camuflando su sentir ético detrás de su conducta, pero el profesor no puede dejarse llevar por su subjetividad, aunque esté plenamente fundada; la valoración de un alumno debe estar justificada con palabras y con hechos, no con sentimientos; si yo sé que este alumno tiene madera de acosador pero a fecha de hoy todavía no ha acosado a nadie, yo no le puedo suspender.
            El trasfondo de este problema es de talla: significa que no podemos formar buenas personas, sino a lo sumo personas conocedoras de lo que es la bondad; pueden entender el bien intelectualmente, pero no asumirlo de manera afectiva; un sádico inteligente que se sepa todo el temario tendrá un sobresaliente en ética, pero será un sádico; aprobar la ética no tiene nada que con ser buenas personas; o lo que es lo mismo, la clase de ética no sirve para hacer que los alumnos sean buenos, ser bueno no es lo mismo que conocer el bien, no podemos valorar la vida moral de las personas, lo único que podemos valorar son sus conocimientos y su reflexión ética; de lo contrario el profesor de ética sería un comisario extendiendo certificados de buena conducta, y eso es muy peligroso; porque su misión no es excluir, sino integrar; no es reprimir, sino formar; no es inhibir, sino fomentar; un suspenso no es nunca un acto de represión, sino un acta de reconocimiento del aprendizaje del alumno.
            Aprender es, recordémoslo una vez más, alcanzar, desde lo que conocemos, lo que debemos conocer. Debemos conocer la teoría de la evolución aunque algunos credos no estén de acuerdo con ella, porque lo que valoramos no es lo que el alumno cree, sino lo que el alumno sabe, y el saber está basado en hechos, en datos, en pruebas, en demostraciones, en indicios sólidos y plausibles, en hipótesis que resisten pruebas, en teorías acordes con la realidad. Ningún credo debería prohibirnos estudiar las cosas de la razón. Para decirlo de manera lapidaria: el profesor no está ahí para enseñar y valorar lo que creemos o debemos creer, sino solamente lo que conocemos basándonos en una experiencia racional.
            Sería deseable, sí, hacer alumnos buenos, pero la bondad de un alumno no se puede valorar. Valoramos conductas, porque las conductas son objetivamente observables y sabemos si se ajustan o no a las leyes: los problemas de disciplina se reducen al comportamiento de los jóvenes, que tiene transparencia suficiente para premiar o castigar. Pero la actitud de los alumnos ya es menos observable: ¿puedo castigar a un alumno cuya conducta es buena pero cuya actitud me parece desafiante? Categóricamente: ¡no! Sólo son reprobables las actitudes cuando vienen acompañadas de conductas reprobables, porque las conductas sí se pueden evaluar. Y mucho menos podremos evaluar sentimientos y creencias que no se han manifestado a través de las conductas; si un alumno siente odio hacia la humanidad, perfectamente puede sacar un sobresaliente en ética si se dan dos condiciones: primera, que conteste correctamente a las preguntas objetivas; y segunda, que su comportamiento sea correcto, incluso óptimo. Puede haber alumnos que sean excelentes actores y demuestren una conducta ejemplar aunque nosotros sintamos intenciones retorcidas; porque esas intenciones, mientras no se manifiesten como conductas, nunca se podrán evaluar. Ésa es la debilidad de la ética, pero también su grandeza: el ejemplo del maestro, cuando se basa en la prudencia y la justicia, tiene, para el alumno, más peso que los contenidos que le tiene que enseñar; aunque los contenidos racionales se  evalúan y los emocionales no; es decir, aunque se evalúen las preguntas objetivas pero no la influencia que tiene el profesor en el alumno. De todas formas hay que tener en cuenta una cosa: que aunque los conocimientos éticos no sean suficientes, sí que son necesarios; reflexionar sobre el bien no conduce a formar buenas personas, pero difícilmente se pueden formar buenas personas si no se reflexiona sobre el bien.


            Examinemos ahora el caso de la formación artística: ¿debe limitarse a conocer, analizar y comprender las obras de arte? ¿O también debe formar el gusto? El profesor de historia del arte ¿debe calificar con sobresaliente a un alumno que contesta perfectamente a todas las preguntas aunque no aprecie la belleza de lo que está estudiando? Por supuesto que sí. Se suele admitir el relativismo estético, aunque se rechace el relativismo moral. Al alumno no tiene por qué gustarle la música dodecafónica, pero sí tiene que conocerla; no tiene por qué gustarle Velázquez, pero debe saber analizar las Meninas; no tiene por qué sentir armonía en la rueda de los colores, pero tiene la obligación de conocerla. Y aunque no le guste ni la sección áurea, ni el canon de Policleto, ni el impresionismo ni el cubismo ni el expresionismo abstracto, se doctorará cum laude si conoce todos estos elementos a la perfección. No tiene por qué preferir el estilo de música que nosotros valoramos, pero debe darse cuenta de que la novena de Beethoven está infinitamente por encima del regetón.
            Examinamos un último ejemplo para concluir: el comentario de texto; ejercicio subjetivo donde los haya, y sin embargo capaz de admitir la objetividad y el tratamiento riguroso de una ecuación de matemáticas. Con un texto no tenemos por qué estar de acuerdo, pero sí debemos coincidir en el estudio de las ideas que defiende, en la jerarquía de los argumentos, en la validez de sus conclusiones de acuerdo con sus premisas (no de acuerdo con nuestras opiniones y preferencias): factores no sólo objetivos, sino también exactos, racionales y rigurosos, y éstos sólo se pueden extraer por análisis. Un alumno que sabe analizar un texto debe ser merecedor de la máxima nota; en cuanto a su valoración personal, la nota que le pongamos no debe versar nunca sobre sus opiniones, sino sobre la solidez de los argumentos que aporta para justificarla.
            La ética, la estética y la literatura han mostrado que no es posible valorar los sentimientos, los gustos y las convicciones del alumno, sino sólo su capacidad de razonar a partir de la experiencia así como su comportamiento. Sería deseable formar buenas personas, pero no podemos evaluar esa formación; sería ideal enseñar el gusto, pero, aparte de que evaluarlo pertenecería al dogma más que a la ciencia, cada uno tiene derecho a tener sus propios gustos; y por supuesto que sería estupendo enseñar a apreciar la buena literatura pero, una vez más, el profesor debe valorar el conocimiento que tenemos de los clásicos, nunca nuestra adhesión, nunca obligar a tomar partido entre ellos; lo que el alumno sí tiene la obligación de hacer (y no sabemos en qué medida) es valorar las obras según criterios de calidad, no de gusto; igualar a Cervantes con Marcial Lafuente Estefanía es una cuestión de calidad y no de gusto, y el buen gusto se entiende en este sentido como buena calidad; igualar a Emily Brontë con Corín Tellado es, literalmente hablando, razón suficiente para mandar a alguien a los infiernos; eso sí que es sin lugar a dudas un pecado mortal.
            Concluyamos, pues: ¿qué es la educación? La educación no es lo que se enseña, sino lo que se puede evaluar. No podemos evaluar los pensamientos y los afectos, sino tan sólo los argumentos y la forma de pensar. Pero de que sólo podamos valorar las experiencias racionales no se deduce que la enseñanza se reduzca solamente a la razón: enseñar es también educar el sentimiento y eso sólo lo hace el ejemplo del profesor; el sentimiento que se educa no se evalúa nunca, pero es, de lejos, lo más importante; y lo que se evalúa, que es la vida filtrada a través de la razón, es por lo menos tan importante como el sentimiento: en eso sabemos, contrariamente a lo que decíamos antes, que la educación es lo que se enseña, aunque parte de lo que se enseña no se pueda evaluar.
            De modo que en el desarrollo de la persona hay dos factores complementarios: los afectos y la razón; las emociones y los argumentos; las pasiones y la prudencia; los sentimientos y la experiencia; en el alumno sólo se evalúan las razones y las conductas (también ellas sirven para evaluar al profesor); pero no hay que perder de vista lo que no se evalúa; que, aunque no salga en los boletines de notas, el eje y el faro sobre el que pivota el conocimiento y la luz que nos permite ver en las tinieblas, es, para decirlo con palabras de Flaubert (aunque hoy las traduzcamos al lenguaje de Daniel Goldman), es, sin lugar a dudas, la educación sentimental.