LA EDUCACIÓN
SENTIMENTAL
Pensar. Pensar es, con frecuencia,
manifestar un conocimiento con palabras; de modo que hay una relación muy
estrecha entre pensar y conocer; y ¿qué es conocer? Cuando me preguntan si
conozco el bazo lo primero que puedo contestar es si conozco la palabra;
después, si sé lo que significa; también puedo contestar si sé dónde está
situado; luego, si conozco su función; si conozco su función en detalle; y si
juzgo necesario conservarlo en caso de accidente.
Veámoslo con un ejemplo. Si le
pregunto a un alumno si conoce el estómago seguramente me contestará que sí; y
si le pregunto qué es puede que me responda que conoce la palabra, pero no su
significado; sabrá, quizá, que se encuentra debajo del esternón; sabrá,
también, que sirve para digerir los alimentos, pero si le pregunto qué es la
digestión puede que no sepa contestarme; tal vez sepa que es de lo que operaron
a un familiar suyo y conozca alguna de las cosas que pasan cuando no funciona
el estómago; y como no sabe para qué sirve, puesto que no sabe, sino de
palabra, lo que es la digestión, tampoco sabrá lo que son los jugos gástricos;
ni sabrá que esos jugos contienen ácido clorhídrico ni mucho menos sabrá lo que
es el pH, y cuando se le explica su capacidad corrosiva tampoco sabrá por qué
ese ácido no quema las paredes del mismo estómago; ni sabrá por qué el páncreas
necesita inyectarle su jugo antes de verterlo en el intestino, ni sabrá por qué
los alimentos no caen del estómago al intestino empujados por la gravedad; y, si
conoce el cardias, es posible que no sepa lo que es, y mucho menos por qué se
llama así. En resumen, si un alumno dice que sabe lo que es el estómago puede
significar muchas cosas; o que conoce la palabra pero no conoce su significado;
seguramente sabe dónde está, pero no sabe para qué sirve; y si conoce su
función puede que también la conozca sólo de palabra; puede que sepa algo de su
anatomía, pero no de su fisiología; de su anatomía tal vez conozca algunos
detalles, pero no mucho, aparte de su morfología; quizá no entienda el porqué de
su histología ni la naturaleza de sus ácidos; ni sabrá tampoco de dónde les
viene la acidez, y si sabe que del hidrógeno no sabrá por qué, no sabrá qué hay
en el hidrógeno que vuelva ácidas las cosas; es posible que no sepa lo que son
los nutrientes, cuál es la estructura de sus moléculas, por qué el estómago
necesita disolverlos, por qué no los disuelve todos; cuando decimos que sabemos
lo que es el estómago puede que conozcamos una palabra, un dibujo, una función,
o que sepamos analizar su forma y hasta dónde, o que sepamos analizar su
función y hasta qué nivel de detalles; no es lo mismo el conocimiento que puede
tener un escolar de diez años que el que tiene un médico, y aun así hay médicos
que lo conocen mejor que otros.
Si le pregunto a un chico si sabe
resolver ecuaciones es posible que me diga que sí; pero quizá sólo sabe la
mecánica de las operaciones y aplica las reglas sin entenderlas; o quizá sepa
por qué se cambian los signos cuando se pasan de un lado a otro de la igualdad;
de dos alumnos que resuelven satisfactoriamente una ecuación, puede que uno la
haya entendido y el otro no; que uno sepa el porqué de lo que hace y el otro
sólo el cómo; que uno comprenda las operaciones y el otro las maneje sin
comprenderlas; en ambos casos el resultado es el mismo; los dos tendrían que
ser valorados, atendiendo al resultado y al procedimiento, con la misma nota; y
sin embargo, uno se lo sabe mejor que el otro; lo que debería valorar la nota
no son ni el procedimiento ni los resultados, sino la comprensión que se tiene
de ambos; y eso ¿cómo se valora?
Si le preguntas a un profesor si
conoce la LOGSE te dirá que sí. Pero entre todos los profesores que la conocen
la inmensa mayoría la conocerá sólo de palabra. Y entre quienes saben algo más,
algunos conocerán el significado de las siglas y otros no; muchos sabrán que se
opone a la ley Villar Palasí, pero no saben en qué; contados serán los que
sepan que se oponen la una a la otra como Ausubel a Skinner; muchos habrán oído
hablar del aprendizaje significativo, pero acerca de él sabrán poco o nada; y
ya si les preguntamos la diferencia entre un objetivo didáctico y otro
operativo la ignorancia alcanzará cotas muy altas. Sin embargo, cuando se
implantó la reforma educativa, la inmensa mayoría de los profesores decían
estar hartos de que se hablara tanto de lo mismo, y lo decían porque todos
conocían la palabra, pero muy pocos su significado; y rechazaban hablar de lo
que no conocían fingiendo que lo conocían: ¿qué hubiéramos hecho si un alumno
se hubiera negado a estudiar el estómago porque estaba hasta las narices de oír
la palabra, pero nunca se la habían estudiado? ¿Sabríamos lo que sucede en
Europa si no tuviéramos ninguna idea de geopolítica? ¿Si no conociéramos
tampoco las fases por las que pasan las crisis económicas? ¿Cuántos relacionan
todavía lo que sucede en 2019 en Europa con lo que sucedió en Wall Street en
2008?
Conocer, lo que dice conocer,
significa muchas cosas. No es lo mismo conocer la palabra que su significado;
conocer la estructura que la función; conocer el contexto que el fenómeno
descontextualizado; conocer muchos datos que saber relacionarlos, unas veces
por análisis, otras por síntesis. Para conocer hace falta pensar. ¿Qué piensas
del estómago? Puede ser una invitación a decir lo que sé de él. ¿Qué piensas de
fulano? Puede ser una invitación a decir qué opinión me merece, y muchas veces
opinamos sin conocimiento de causa. Opinar, muchas veces, es valorar, y valorar
las cosas es comparar lo que son con lo que debieran ser. ¿Qué piensas de este
cuadro? Es lo mismo que decir: ¿te gusta? ¿Por qué?
Valorar es a veces evaluar un
conocimiento; y evaluar es comparar lo que el alumno dice con lo que debiera
decir; si ambas cosas se ajustan le ponemos un 10; y si no se ajustan,
dependiendo de la magnitud del desajuste, le pondremos entre un 1 y un 9. Lo
que el alumno debiera decir es lo que consideramos correcto, la meta que
perseguimos, el ideal. Yo pretendo que el alumno sepa ciclar hexosas: si sabe
hacerlo se sacará un sobresaliente; si no sabe, dependiendo de la cantidad de
cosas que ignora, su nota oscilará desde el notable hasta por debajo del
aprobado; muchas veces, cuando evaluamos conocimientos, no valoramos si el
alumno piensa, sino sólo si sabe hacer lo que le hemos enseñado; una enseñanza
memorística pero poco o nada significativa puede ser merecedora de las máximas
calificaciones, pero un médico o un enfermero pueden matar al paciente si no
piensan lo que hacen cuando trabajan (aunque en la escuela hayan aprobado); y
un ingeniero puede matar a mucha gente si construye estructuras sin conocer la
resistencia de los materiales; o si se equivoca a la hora de calcular un ángulo
que parece insignificante.
Valorar, hemos dicho, es comparar lo
que se sabe con lo que se debería saber; lo que nos gusta con lo que nos
debería gustar; lo que haremos con lo que deberíamos hacer; se trata,
respectivamente, de valoraciones científicas, estéticas o éticas; empecemos por
estas últimas.
¿Cómo le pongo la nota a un alumno
en clase de ética? Supongamos que es un chico éticamente despreciable y lo
suspendo. Supongamos que ese chico se sabe de memoria todo el temario y hasta
razona sobre él: quizá su reflexión ética merezca un sobresaliente, pero su
actitud moral, con el profesor o con sus compañeros, merezca ser censurada; lo
que se suele hacer en estos casos es bajar un punto por mala conducta. Pero ¿y
si sus sentimientos son malos pero su comportamiento es bueno? ¿Qué hacemos
entonces? Desgraciadamente le tenemos que aprobar. Y hasta con un
sobresaliente; porque las pruebas a las que se somete el alumno deben ser
objetivas; nadie aceptaría un suspenso basado en que el profesor siente
vibraciones negativas en la conducta correcta de un alumno; puede que esté camuflando
su sentir ético detrás de su conducta, pero el profesor no puede dejarse llevar
por su subjetividad, aunque esté plenamente fundada; la valoración de un alumno
debe estar justificada con palabras y con hechos, no con sentimientos; si yo sé
que este alumno tiene madera de acosador pero a fecha de hoy todavía no ha
acosado a nadie, yo no le puedo suspender.
El trasfondo de este problema es de
talla: significa que no podemos formar buenas personas, sino a lo sumo personas
conocedoras de lo que es la bondad; pueden entender el bien intelectualmente,
pero no asumirlo de manera afectiva; un sádico inteligente que se sepa todo el
temario tendrá un sobresaliente en ética, pero será un sádico; aprobar la ética
no tiene nada que con ser buenas personas; o lo que es lo mismo, la clase de
ética no sirve para hacer que los alumnos sean buenos, ser bueno no es lo mismo
que conocer el bien, no podemos valorar la vida moral de las personas, lo único
que podemos valorar son sus conocimientos y su reflexión ética; de lo contrario
el profesor de ética sería un comisario extendiendo certificados de buena
conducta, y eso es muy peligroso; porque su misión no es excluir, sino
integrar; no es reprimir, sino formar; no es inhibir, sino fomentar; un
suspenso no es nunca un acto de represión, sino un acta de reconocimiento del
aprendizaje del alumno.
Aprender es, recordémoslo una vez
más, alcanzar, desde lo que conocemos, lo que debemos conocer. Debemos conocer
la teoría de la evolución aunque algunos credos no estén de acuerdo con ella, porque
lo que valoramos no es lo que el alumno cree, sino lo que el alumno sabe, y el
saber está basado en hechos, en datos, en pruebas, en demostraciones, en
indicios sólidos y plausibles, en hipótesis que resisten pruebas, en teorías
acordes con la realidad. Ningún credo debería prohibirnos estudiar las cosas de
la razón. Para decirlo de manera lapidaria: el profesor no está ahí para
enseñar y valorar lo que creemos o debemos creer, sino solamente lo que
conocemos basándonos en una experiencia racional.
Sería deseable, sí, hacer alumnos buenos,
pero la bondad de un alumno no se puede valorar. Valoramos conductas, porque
las conductas son objetivamente observables y sabemos si se ajustan o no a las
leyes: los problemas de disciplina se reducen al comportamiento de los jóvenes,
que tiene transparencia suficiente para premiar o castigar. Pero la actitud de
los alumnos ya es menos observable: ¿puedo castigar a un alumno cuya conducta
es buena pero cuya actitud me parece desafiante? Categóricamente: ¡no! Sólo son
reprobables las actitudes cuando vienen acompañadas de conductas reprobables,
porque las conductas sí se pueden evaluar. Y mucho menos podremos evaluar
sentimientos y creencias que no se han manifestado a través de las conductas;
si un alumno siente odio hacia la humanidad, perfectamente puede sacar un
sobresaliente en ética si se dan dos condiciones: primera, que conteste
correctamente a las preguntas objetivas; y segunda, que su comportamiento sea
correcto, incluso óptimo. Puede haber alumnos que sean excelentes actores y
demuestren una conducta ejemplar aunque nosotros sintamos intenciones
retorcidas; porque esas intenciones, mientras no se manifiesten como conductas,
nunca se podrán evaluar. Ésa es la debilidad de la ética, pero también su
grandeza: el ejemplo del maestro, cuando se basa en la prudencia y la justicia,
tiene, para el alumno, más peso que los contenidos que le tiene que enseñar;
aunque los contenidos racionales se
evalúan y los emocionales no; es decir, aunque se evalúen las preguntas objetivas
pero no la influencia que tiene el profesor en el alumno. De todas formas hay
que tener en cuenta una cosa: que aunque los conocimientos éticos no sean
suficientes, sí que son necesarios; reflexionar sobre el bien no conduce a
formar buenas personas, pero difícilmente se pueden formar buenas personas si
no se reflexiona sobre el bien.
Examinemos ahora el caso de la
formación artística: ¿debe limitarse a conocer, analizar y comprender las obras
de arte? ¿O también debe formar el gusto? El profesor de historia del arte
¿debe calificar con sobresaliente a un alumno que contesta perfectamente a
todas las preguntas aunque no aprecie la belleza de lo que está estudiando? Por
supuesto que sí. Se suele admitir el relativismo estético, aunque se rechace el
relativismo moral. Al alumno no tiene por qué gustarle la música dodecafónica,
pero sí tiene que conocerla; no tiene por qué gustarle Velázquez, pero debe
saber analizar las Meninas; no tiene por qué sentir armonía en la rueda de los
colores, pero tiene la obligación de conocerla. Y aunque no le guste ni la
sección áurea, ni el canon de Policleto, ni el impresionismo ni el cubismo ni
el expresionismo abstracto, se doctorará cum laude si conoce todos estos
elementos a la perfección. No tiene por qué preferir el estilo de música que
nosotros valoramos, pero debe darse cuenta de que la novena de Beethoven está
infinitamente por encima del regetón.
Examinamos un último ejemplo para
concluir: el comentario de texto; ejercicio subjetivo donde los haya, y sin embargo
capaz de admitir la objetividad y el tratamiento riguroso de una ecuación de
matemáticas. Con un texto no tenemos por qué estar de acuerdo, pero sí debemos
coincidir en el estudio de las ideas que defiende, en la jerarquía de los
argumentos, en la validez de sus conclusiones de acuerdo con sus premisas (no
de acuerdo con nuestras opiniones y preferencias): factores no sólo objetivos,
sino también exactos, racionales y rigurosos, y éstos sólo se pueden extraer
por análisis. Un alumno que sabe analizar un texto debe ser merecedor de la
máxima nota; en cuanto a su valoración personal, la nota que le pongamos no
debe versar nunca sobre sus opiniones, sino sobre la solidez de los argumentos
que aporta para justificarla.
La ética, la estética y la literatura
han mostrado que no es posible valorar los sentimientos, los gustos y las
convicciones del alumno, sino sólo su capacidad de razonar a partir de la
experiencia así como su comportamiento. Sería deseable formar buenas personas,
pero no podemos evaluar esa formación; sería ideal enseñar el gusto, pero,
aparte de que evaluarlo pertenecería al dogma más que a la ciencia, cada uno
tiene derecho a tener sus propios gustos; y por supuesto que sería estupendo
enseñar a apreciar la buena literatura pero, una vez más, el profesor debe
valorar el conocimiento que tenemos de los clásicos, nunca nuestra adhesión,
nunca obligar a tomar partido entre ellos; lo que el alumno sí tiene la
obligación de hacer (y no sabemos en qué medida) es valorar las obras según
criterios de calidad, no de gusto; igualar a Cervantes con Marcial Lafuente
Estefanía es una cuestión de calidad y no de gusto, y el buen gusto se entiende
en este sentido como buena calidad; igualar a Emily Brontë con Corín Tellado
es, literalmente hablando, razón suficiente para mandar a alguien a los
infiernos; eso sí que es sin lugar a dudas un pecado mortal.
Concluyamos, pues: ¿qué es la
educación? La educación no es lo que se enseña, sino lo que se puede evaluar.
No podemos evaluar los pensamientos y los afectos, sino tan sólo los argumentos
y la forma de pensar. Pero de que sólo podamos valorar las experiencias
racionales no se deduce que la enseñanza se reduzca solamente a la razón:
enseñar es también educar el sentimiento y eso sólo lo hace el ejemplo del
profesor; el sentimiento que se educa no se evalúa nunca, pero es, de lejos, lo
más importante; y lo que se evalúa, que es la vida filtrada a través de la razón,
es por lo menos tan importante como el sentimiento: en eso sabemos,
contrariamente a lo que decíamos antes, que la educación es lo que se enseña,
aunque parte de lo que se enseña no se pueda evaluar.
De modo que en el desarrollo de la
persona hay dos factores complementarios: los afectos y la razón; las emociones
y los argumentos; las pasiones y la prudencia; los sentimientos y la
experiencia; en el alumno sólo se evalúan las razones y las conductas (también
ellas sirven para evaluar al profesor); pero no hay que perder de vista lo que
no se evalúa; que, aunque no salga en los boletines de notas, el eje y el faro
sobre el que pivota el conocimiento y la luz que nos permite ver en las
tinieblas, es, para decirlo con palabras de Flaubert (aunque hoy las
traduzcamos al lenguaje de Daniel Goldman), es, sin lugar a dudas, la educación
sentimental.