MENDIGOS
Esta
tarde he ido a la tienda. Me ha recibido una mujer de aspecto servil sentada en
una alfombra de cartón en la que había un vaso de plástico; un vaso hecho con
una botella de agua, cortada con una navaja y convertida en cuenco precario
para depositar limosnas; estaba agachada como si ser pobre fuera inclinarse
sobre sí misma, y con una voz lacrimosa, pretendiendo dar pena, lo acentuaba
teatralmente implorando a los que pasaban: “¡una ayuda, por favor…!” A sus pies
tenía un letrero que decía: “tengo tres ijos enfermos estoy sola y no tengo
trabago”. Las faltas de ortografía no sé si venían de la miseria o ponían
miseria al decorado. Hacía frío. Tenía la cabeza envuelta en un pañuelo atado
al cuello y sus ropas, sin alegría, parecían una estampa de la España vieja
donde las jóvenes vestían de negro; donde las mujeres del campo se empeñaban en
ser viejas cuando todavía no tenían cuarenta años; sólo que la mujer de la
tienda no tenía el cuello cuarteado por el sol ni la cara tostada por el aire (por
las duras jornadas que se trabajaban en el campo).
En
el metro de Madrid un letrero nos decía: “no dé limosnas a los mendigos que
piden en la calle con un niño en brazos; estará alimentando la explotación
infantil si lo hace”. En las calles de mi ciudad también he visto mendigos con
una pierna tullida bajo el pantalón levantado, para mostrar lo que nunca
necesita ser mostrado; hombres con muñones patéticos y sucios elevados a la
categoría de instrumentos de la pena, exhibiéndose sin comunicar nada; gestos
grotescos, rostros deformados por las sombras de una vida miserable, como un
cuadro expresionista o un decorado imposible de las antiguas películas
alemanas; rostros hechos para mostrarlos en un teatro donde puedan dar pena,
ficción volcada en un corazón indigno, una farsa.
Muchas
veces me he preguntado si debía darles unas monedas, un paquete de arroz al
salir de la tienda, o regalarles mi compasión sin regalarles nada. Y me he
dicho que si lo hacía, también debía dárselo al vagabundo que duerme en el
cajero automático, al pordiosero que decora la puerta de la iglesia, al
esquizofrénico que pide limosna nadando en suciedad y al que su familia
rescata, para darle un baño y un poco de comida, de vez en cuando. Me pregunto
si debo apiadarme del pobre que duerme, en los rigores del invierno, encima de
un banco. En la televisión hablan de los mendigos que mueren en una noche de
frío polar, y me da pena; me apiado.
Luego
me digo que entre los pobres hay pícaros y lazarillos y mafias organizadas. Veo
a los ciegos de la ONCE y les compro un cupón para ver si me toca, porque la
lotería de los ciegos da muchos premios y algún día me puede tocar algo. Pienso
que el ciego que vende cupones trabaja para una organización que ayuda a los
ciegos y no está vendiendo su pobreza para ablandar los corazones en la escena
del gran teatro; venden cupones, pero no venden espectáculo; no han vendido su
dignidad, no hacen de sí mismas objetos que se pueden comprar, aunque en algún
momento vuelva a pensar que hay algo de exhibición en rebajarse, mostrando las
gafas oscuras que ocultan su ceguera mostrándola. Hay también algo de
prostitución en esos ciegos, porque se venden como mercancías aunque el
caminante les compre un cupón, no un trozo de misericordia para limpiar y lavar
su alma; hallar la paz consigo mismo a cambio de unas monedas, aunque sea por
un cupón, y el cupón disfrace ligeramente la mercancía de los cuerpos, y nos
haga creer que la única mercancía es el número de la lotería que estamos
comprando.
Vuelvo
a la mujer que me estaba esperando a la puerta del mercado. ¿Le doy unas
monedas? ¿Y qué le doy? ¿Unos céntimos para salvar las apariencias y mostrar
que doy algo cuando no doy nada? ¿O le doy unas monedas con valor para que se
pueda comprar algo y, por lo menos, aquella mañana no pase hambre? Luego me
vuelve la duda y me digo: acaso esconderá esas monedas en su bolsillo y dejará
unos céntimos a la vista para que la gente crea que nunca hay dinero en el
vaso; o quizá se lo dé al jefe de la mafia cuando llegue la hora y se acabe su
jornada de trabajo; tal vez se lo gaste en vino y su hijo inexistente se meta
en su bolsillo, en forma de cartel misericordioso, cuando se junte con los
otros mendigos de su peña para contar el dinero que han ganado esa mañana; y se
dispongan a dárselo al jefe y no pueda haber ni reparto. ¡Cuántas veces me he
puesto a pensar en la limosna! Y he sentido que dar limosna era como ayudar por
internet a ese hombre que necesitaba pagar una operación muy cara para su hija,
gravemente enferma, y luego resultó que se lo gastaba en lujos porque ese
dinero no había nadie que lo controlara.
He
pensado también que, si salgo con unas monedas en el bolsillo, yo, que soy
trabajador, también tengo derecho, cuando acabo de hacer la compra, a ir al bar
y tomarme una caña. Pero ese dinero se ha ido en el pobre de la tienda, en el
de la caja de ahorros, en el del banco que duerme a la intemperie, en el de la
puerta de la iglesia, en todos los pobres que he encontrado. Me he quedado sin
ir al bar y no me importa, porque he ayudado a quien lo necesitaba. Luego doblo
la esquina y veo a uno de mis pobres gastándose en vino el dinero de mi
bolsillo y me digo: ¡qué caramba! Para gastárselo en vino mejor me lo hubiera
gastado yo en una caña.
Y
he caído en la cuenta de que mejor que dárselo a ellos, se lo doy a una
organización caritativa que se preocupa por ellos y es su ángel de la guarda.
Me he dicho: “eso es mejor, porque les doy mi cuota todos los meses y el dinero
que tengo en el bolsillo, cuando voy a la compra, me da para el billete del
autobús o para hacer unas fotocopias o también para ir con mi esposa al bar,
¡qué caramba!” Las monedas del bolsillo no son para dárselas a los pobres, sino
para pequeños gastos inesperados que, si se lo doy a un pobre, ya no puedo
hacer si me quedo sin nada en las manos.
Y…
sí: he creído que mejor dar una cuota solidaria que dar limosna a un pobre que
me encuentro por la calle. Porque si se la doy a uno, ¿por qué no dársela a todos?
Entonces la limosna es algo que tiene un principio pero nunca se acaba. Además,
yo no sé a quién se la doy, pero las organizaciones solidarias, si son serias,
supongo que pondrán cuidado en no dárselo a pícaros y crápulas sino a
verdaderos pobres. Todas las cosas tienen su principio y su fin, hasta el
ayudar cuando hace falta. Pero hacer de la ayuda el cuento de nunca acabar es
dar a unos y no a otros, dar por azar, dar a quien te encuentras y no a quien
no está por donde tú has pasado, y además haces de la ayuda un circo, caes en
el juego de los demás, te exhibes, te muestras generoso ante ellos, haces de la
miseria un espectáculo; mejor arreglar esas cosas en tu rincón, a solas con tu
conciencia, como nos enseña la parábola del fariseo y el publicano.
Luego
me digo: “sí, es mejor sostener a las asociaciones que inspiran confianza en su
necesidad, pero su poder todavía es limitado; hay más pobres que donantes y eso
sigue siendo injusto”. Caigo en cuenta de que puedo dar más, pero sin estar pendiente
de los pobres día a día cuando voy a la caja de ahorros o al mercado. ¡Sí, ya
está! ¡Ya lo tengo! ¡Pagaré lo que haga falta en mis impuestos y que se
encargue de los pobres el Estado! De esa manera doy más que unas simples
monedas, no me exhibo en ningún sitio, no estoy a todas horas pensando en
pobres y sin embargo soy más eficaz, porque sé que, con mi dinero, alguien está
ayudando no a mafias, sino a necesitados; los ayudo a todos, no sólo a unos
cuantos; y hago cosas también para que esos pobres aprendan a pescar en vez de
regalarles un pescado.
Y
pienso también que hay pícaros en la administración. Que en todas partes hay
gente pagándose vacaciones con mi dinero. Pero lo pienso seriamente y me digo:
no importa; que haya una manzana podrida no va a impedirme comprar veinte
manzanas sanas; que se derrame y se pierda una parte del agua que vierto en la
botella no me va a impedir llenar botellas de agua; que se pierda entre los
dedos una parte del trigo que cojo con las manos no me va a impedir alimentarme
de trigo; y que se pierda también parte del grano entre la paja no va a impedirme
nunca hacer la trilla. En todo lo que hacemos hay algo que se desperdicia. En
todo lo que ganamos hay algo que perdemos. Sí. Procuraré combatir la
corrupción, pero no dejaré que la corrupción me venza impidiéndome luchar con
entusiasmo. Quiero que se vigile a quienes se encargan del dinero (que para
eso, entre otras cosas, se inventó la separación de poderes). Quiero que los
menesterosos no tengan comida sin dignidad y que dejen de ser pobres. Quiero
ayudar a mis semejantes pero no quiero dárselo a los pobres, que alguien me
advirtió un día contra el espectáculo, hablándome del fariseo y el publicano.
Quiero, sí, ayudar a los pobres y he descubierto una cosa: que la mejor manera
de hacerlo es que en las calles no haya nunca ni pícaros ni pobres; y no porque
me empeñe en esconderlos, sino porque quiero vivir en una ciudad, en unos campos,
en una tierra, donde el hambre y la necesidad no tengan lugar y hayan sido
reemplazados por las flores que respiran bajo el cielo; las mismas que hay corriendo
por nuestros campos.
El problema es la tristeza que causan y cuando pensamos en ayudarlos surge la idea de ese pícaro que se ríe de nosotros, que nos engaña,que juega con nuestra buena voluntad; sin embargo, hemos tenido ganas de ayudar y hemos frenado
ResponderEliminaresa ayuda, lástima porque los criollos, así los llamamos en Perú, abundan.