viernes, 23 de noviembre de 2018

EL JARDÍN SECRETO





EL JARDÍN SECRETO   


             Es un niño enfermo. Lo cuidan con mimo para que no se muera. Le cierran las ventanas para que no entren las esporas, que le tapan los pulmones: y vive en su casa, apartado de la luz, sin sentir el aire, condenado a no ver el cielo, ni las flores, ni las hojas, prisionero en su caverna.
            Un día llega una niña que se escapa de la caverna. De ese mundo de sombras donde no se puede salir, gobernado por un ama de llaves, implacable y férrea, empeñada en aislarlos de la vida para que sigan vivos. Para que su vida no corra peligro. La niña, al escapar, se mete en un jardín prohibido; un jardín donde algún día murió su tía, y su tío, sumido en la melancolía desde entonces, lo mandó cerrar a cal y canto y esconder la llave. En el jardín descubre que la naturaleza está viva. No hay flores, pero las ramas están creciendo: y brotarán cuando brote la naturaleza; cuando eso sucede todo es una borrachera de colores, un chorro de luz, una explosión de vida.
            El niño enfermo no conoce la luz: sólo a través de los cristales oscuros de su ventana. No conoce el aire: sino el aire viciado que oxida las paredes, encerrado y rancio, que rezuma por la casa. No conoce los colores: sino los tonos grises y duros que salen de los muebles, los volúmenes pesados, los espacios recargados, las maderas macizas, la vida marrón y oscura que gravita inmóvil en torno a las tinieblas.
            En el jardín, afuera, bailan los pétalos y pían los pájaros; de los capullos salen mariposas bellas, sublimes y alegres, con sus alas sin peso, con su danza etérea; las ovejas paren corderos que no saben andar, y tienen que aprender solos, renqueando, tropezando, desfalleciendo y cayendo, hasta que salen a la carrera. Pero uno imagina que entre el follaje hay arañas, culebras y escorpiones, ortigas y escolopendras; también hay cuervos y águilas, libres y bellas, pero cazadoras, agazapadas y aciagas; el peligro acecha tras la alegría, la libertad tiene un riesgo, hay setas de bellos colores cargadas de veneno, la muerte acecha entre la belleza.
            Mientras tanto el niño enfermo vive, protegiéndose de la vida, encerrado en un palacio, pesado, mortecino y ciego. Le tapan la boca con una máscara para no respirar aire puro, porque tiene esporas; lo tienen siempre en la cama porque no puede andar, y cuando anda lo hace, prisionero en su propia casa, atado en una silla de ruedas; apenas le dejan salir y cuando sale, asustados, mandan llenar la bañera de hielo y lo meten para que sufra porque es así como logrará vivir, dejando de vivir, alejándolo de los peligros y temiendo que le fallen las fuerzas. Porque ese niño morirá, lo saben todos; no llegará a mayor porque nació con la enfermedad, nació para ser enfermizo y vive para esperar, guardándolo de todos los peligros, la certeza inminente de la guadaña.
            Es la caverna de Platón. En ella está la falsedad, la pálida apariencia de las cosas, las sombras que son reflejos, una vida sin vivir, una vida atenuada, pesada y huera. Afuera está la verdad, el mundo  verdadero cuyas sombras penetran por las ventanas para oscurecerlas, no para reflejarlas como son, el mundo lleno de colores y de luz, y de espacios y libertad, y de alegría. Pero, ¡ay!, en ese mundo tan hermoso también hay peligros. Y en el mundo oscuro de la habitación no hay peligro alguno. Unos han elegido vivir a pleno pulmón aunque respiren los peligros de la vida, y otros prefieren aislar al niño de esos peligros aunque lo condenen a una vida disminuida. Hay que elegir. ¿No vivir por miedo a morir, o vivir aunque la vida sea riesgo? La vida sin peligros es una vida apagada, disminuida y velada, ensombrecida, mortecina.
            Porque el niño que descubre la realidad, la que le cierran el ama de llaves y los muros de su casa, ya no quiere volver al mundo de sombras en que lo criaron desde que nació; y, qué curioso, empieza a andar en cuanto prescinde de su silla de ruedas; a respirar a pleno pulmón en cuanto se libra de la máscara que lo protegía de las esporas; y su cuerpo se llena de energía en cuanto sale del mundo mortecino que lo protegía de la luz. Igual que el prisionero de Platón; el que se escapa de la caverna. El exceso de protección es un sinvivir, que es la vida que se atasca entre los muros de la cueva; porque vivir, vivir, es estallar de alegría en un mundo abierto donde los peligros acechan; que aislarse de la vida por no morir es mala solución para el peligro de vivir soltando todas las fuerzas; o morir en vida por miedo a la muerte, o vivir la vida aun a riesgo de perderla.
            Es el mundo de Alicia. Alicia en el país de las maravillas. Sólo que el mundo de Alicia está lleno de peligros. Su vida es un sueño de aventuras en lucha contra la locura y la arbitrariedad: también la arbitrariedad de la reina que corta cabezas. Si vives, tienes que luchar contra la vida: precisamente para vivir. De lo contrario estás condenado a no luchar para no arriesgar la vida y esto sí que es, desgraciadamente, un sinvivir; hay prisioneros que tienen miedo a salir de su caverna; porque les falta fuerza; porque tienen la poca energía que da la sombra, adonde no llega el sol, y los microorganismos fermentan o pudren las cosas creando una energía disminuida y de poco rendimiento; a diferencia del sol, que alimenta a las plantas produciendo en ellas borracheras de color y derroches energéticos.
            Es como el mito de Orfeo. Sólo que Eurídice entra en la cueva para no volver y aquí, cuando se sale al mundo, ya no se quiere volver a la cueva. La vida nos ha enseñado a reír, pero también a llorar, lo vemos al final de la historia: puro Nietzsche al final del cuento. Por eso esta película, además de estimulante, entretenida y hermosa, tiene su moraleja. Se llama El jardín secreto. De Agnieszka Holland. Una directora polaca que acabo de descubrir en el festival MUCES de Segovia. Recomendable por todos los conceptos. Y quien tenga luces, que la vea.  





4 comentarios:

  1. Aunque de tema algo diferente al ce la "Cueva" de Calderón, me recuerda a "La faute de l'abbé Mouret" de Zola.

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    1. Sí, creo recordar que el abad Mouret era virtuoso porque desconocía la vida, y en cuanto probó las mieles de la vida se olvidó de la virtud; eso sucede porque algunos confunden la ignorancia con el bien, y la ignorancia es esa enfermedad en la que caemos cuando no queremos reconocer que estamos sanos porque nos da miedo vivir; creo recordar que el abad de Zola también descubrió la verdad en un jardín, ¿no?

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  2. Rescato: " La vida nos ha enseñado a reír, pero también a llorar, lo vemos al final de la historia", la enfermedad nos asusta, nos minimiza, una vez dominada nos vuelve fuerte y rearma como cor humano y si no , nos lleva al mundo del descanso, de la luz,a una caverna para ser quien se quiere ser...🎈💛

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    1. Totalmente de acuerdo; a veces es más cómodo estar enfermo que luchar por la curación. El falso descanso de quienes se rinden les priva de las mieles de la superación, que es ante todo una superación personal.

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