EL CID
Abajo
estaba la tierra, cubierta de hierba oscura. Un halo sombrío la hacía parecer
inquietante, enigmática, siniestra; todo lo cubrían las flores del crepúsculo.
En la inmensidad del océano telúrico, una sombra apareció como un lamento: una
presencia tenebrosa, extraña, amenazante, pero serena. No se veía lo que
acababa de surgir. Su aparecer no se debía a que aquella sombra marchase hacia
nosotros, sino a un velo roto que se rasgaba entre la niebla; en el mismo aire
se había empezado a formar la sombra. Era la tierra que paría fantasmas. El
aire que se ensombrecía en un punto del espacio, y el cuerpo que se alumbraba
por la mano de los cielos.
No vino a
nosotros: se acercó, desde la lejanía, como si nosotros nos fuéramos acercando
a él (flotando sin agua); en un mundo de espíritus en el que las cosas, de
repente, hubiesen cobrado vida. Ahí está. Un jinete montado a caballo, clavado
en el suelo, surgido de la presencia del cielo, manado de los rincones del
espacio. El caballo estaba inmóvil; sus patas, poderosas, clavadas en tierra;
el cuello del animal hundido en el suelo, sosteniendo como flecos sus crines
blancas; pero la cabeza no se fundía con la tierra, no seguía el instinto del
cuerpo, no buscaban sus dientes la fresca hierba: era furia. Sus belfos
calientes resoplaban con ira, doblado el cuello sobre su lado derecho, vuelta
la cabeza y tensada por la fuerza que desde dentro lo estaba minando.
Sobre su
grupa se levantaba el jinete. Su mano sostenía la brida mientras el cuerpo,
tensado y duro como la piedra, yacía impasible a lomos del animal: como un
centauro. Sobre su espalda se desplomaba una capa; una capa que se detenía,
como en cascada, levantando la cerviz sobre los cuartos traseros del caballo, y
penetraba en el caballero con su majestad sombría. El hombre de hierro. Los
cueros claveteados, la sed de venganza, la espada, sujeta a las correas de la
cintura, descansando serena y cortante a lo largo de la pierna de acero. El
vestido granate era una sandía estampada (seco, oscuro, plúmbeo y cobrizo como
un resplandor apasionado; pero furia contenida, gesto de amenaza, reproche
poderoso, no violencia ni cataratas de batallas). En el pecho, el escudo de
Castilla. Tizona palpitaba en su muslo como el respirar de un caballo, como la
pasión que se contiene, como la imagen de la vida: como el temblor de la
justicia agitado por la venganza.
El jinete
se contenía. Si nos acercamos a él, veremos en su cara el resplandor de la
furia. Unas facciones atadas manteniendo la calma bajo la tormenta. Un ceño
fruncido aplastado por el casco. El protector de nariz cambiaba el mundo de
arriba por el de abajo (por abajo rasgaba el aire con un cuchillo que le partía
la cara hasta la boca; por arriba flameaba apuntando hacia las nubes, dispuesto
a surcar el cielo como las ojivas de los templos). La faz del cielo latía bajo
su faz de hierro. Dos cortes implacables le rasgaban la cara, marcados con
fuerza por el polvo del camino, marcados –bien claro estaba- por el polvo de
las batallas. A ambos lados de su cara se desbordaban los pelos tupidos de la
barba, explorando los surcos hasta los pómulos como exploran las semillas los
surcos de la tierra; hurgando en sus posibilidades para sembrar maleza
enredada. El mentón, que se prolongaba en lo más poblado de su barba, arrancaba
entre mechones oscuros y matas blancas, agitándose como penachos a los lados,
bajo los implacables muros que la partían. Dura cota de mallas que tenía
enfundada en el cuello, desde la metálica sombra del casco, extendiéndose sobre
el pecho que le cubría las clavículas como un escudo. Babero implacable que
irrumpía, exultante, en el fragor de las batallas.
El Cid
Campeador. La figura mítica que amenaza desde el pasado (o desde las entrañas
puras del ser) a toda la estirpe de los traidores. Tizona. La espada de la
justicia. El Cid se contiene para no cometer injusticia haciendo de la justicia
una defensa apasionada. El Cid se escuda frente a los ataques de la venganza.
Sabe que la justicia le hierve, pero también el sentimiento lleva en su vientre
un hijo terrible, un hijo que quizá no deberá nacer, un hijo que terminaría
destrozándolo todo. La venganza es una estrella que espolea el caballo de la
justicia, pero no debe matarlo. No existe la justicia insensible porque es de
carne, y al buscar el bien busca también la destrucción de los malvados. Pero
quien a hierro mata, a hierro muere. La bondadosa sed baja del cielo en el
corazón profundo de las personas donde está clavada, pero no baja si la
venganza no llama.
La
venganza. Voz que despierta a la justicia dormida, no brazo ejecutor que la
suplanta. Como los glóbulos blancos se comen a sí mismos cuando deberían
defenderse unos a otros, así también la justicia sucumbe muchas veces a manos
de la venganza. La venganza es la leucemia de la justicia. Hay una tensión
invisible uniendo los dos brazos, un mismo sometimiento brota del corazón
viniendo de las tripas, y no puede abortarse quedándose en tripas sólo. Los
glóbulos blancos que matan a sus compañeros son como los ejércitos que atacan a
sus conciudadanos: el ejército, hecho para defendernos de los ataques, se pone
a atacar a quien defiende; la venganza, nacida para despertar a la justicia, se
vuelve contra ella. Es como un amigo que te roba, como un invitado hecho
parásito, como un vampiro, una tenia, un chupón que saca sus fuerzas de las
tuyas.
La
venganza es el parásito de la justicia. La indignación es la fidelidad de la
venganza.
No es el
Cid histórico, el Cid de verdad, pero tampoco es el Cid literario: es el que
está disuelto en nuestras almas. El Cid histórico era ambicioso, cruel,
implacable, pero también leal compañero. El Cid literario defiende el honor, el
amor, la fidelidad al rey (aun sufriendo su injusticia), la valentía, la
magnanimidad. El Cid que hay dentro de nosotros es todo lo bueno que parió el
espíritu, aferrado a la vida, sumido en sus entrañas. El Cid verdadero no nos
gusta. El Cid que nos gusta no es verdadero. Pero el que hay en nosotros es
bello y más puro que los cantares, pues no se deja llevar por la venganza sino
por la justicia; una justicia que la venganza mueve.
Las
sombras de la noche giraban sobre el yelmo. El rostro duro, las manos pétreas,
los ojos de fuego; la estatua clavada en el campo de honor de la justicia. La
mano dura, enfundada en el guantelete; el pecho valeroso; los brazos fuertes,
protegidos por su escudo, por su coraza, por su cota de mallas. Pero la dureza
del guantelete guarda entre sus dedos una mano abierta. Pero bajo el valor del
pecho luce un corazón que siente. Pero bajo la fuerza de su brazo yace el amor
del abrazo. El Cid Campeador, paladín de la vida, es al mismo tiempo campeón de
la justicia. Fuerza que abraza, dureza abierta, fiereza tierna, acción
sentimental: el ideal del Cid que todos tienen dentro, no la fuerza débil
sosteniendo el corazón: no el amor sin vida, el Cid sí, no el príncipe azul.
Dos
surcos implacables cortan su rostro cobrizo. Una silueta altiva, jirón potente
de la naturaleza, era la fuerza imparable que brotaba en la estatua desde su
quietud. Firmeza y seguridad en el fragor de las batallas, curtidas en los
rayos potentes del sol, cegadores en la dureza de la calma. Abrasando la vida,
luz que ciega y que engendra, luz que desvela las cosas, luz del sol y luz del
alma, luces manadas de la niebla. Las luces que duermen en las profundidades
del corazón.
La faz
del cielo latía en el fondo de la faz de hierro. Aquel penacho de crines,
aleteando suavemente en el arco de su cuello, y la cola del caballo, retorcido,
encabritado, salpicando el dolor de sus cuartos traseros, era la viva imagen
naufragada del dolor. El Cid sintiente, el Cid apasionado, el Cid justiciero;
el Cid poderoso cuya espada vigilaba (la mirada ceñida, rígido el semblante)
sobre las cabezas de los traidores pululando por España, por la humanidad
entera. Y por Baba, amigos míos, y por Baba. Por el triste y desdichado pueblo
que sucumbió a la ambición de Paredes. A su venganza. A su sed de poder que
arrasaba con todo como el caballo de Atila. A la camarilla estúpida que unió
sus esfuerzos en la traición. A la pandilla de babosos que les chupaban el
culo, en Baba. A la triste historia de gente corrompida por la pasión mermada
de sus fuerzas (mandar sin dotes de mando, vencer sin fuerza, matar sin valor,
felonía). Desde su atalaya de la noche oscura, y encaramada a su estatua de
piedra, descorazonado, el Cid vencía.
Gentes
sin rostro temblaban bajo la vigilancia del Cid.
Personaje entrañable que aunque lejano me atrapa por su porte y su fuerza, justo y valiente, humano ante todo.
ResponderEliminarPudo el Cid histórico haber sido mercenario al servicio de varios señores, entre ellos el res Almutamid de Zaragoza; pero el Cantar de Mio Cid nos lo presenta idealizado: leal a su rey, a pesar de que el rey Alfonso lo castiga, por envidia y por ser bueno y justiciero, con el destierro; enamorado de su familia, pues cuando tiene que partir al destierro se separa de Jimena y de sus hijas con un dolor en el alma semejante al que sentimos cuando se separa "la uña de la carne"; noble y fiel a sus amigos, señor magnánimo de sus enemigos vencidos ("Cid" significa "señor" en árabe, y "campeador" es "victorioso"). Sin enbargo los nobles envidiosos lo convierten en un señor vencido. El Cid representa a España en la figura del perdedor, como lo fue Don Quijote y como lo representa magníficamente en sus películas Fernando Fernán Gómez. La altura moral es castigada por la gente mezquina con la derrota, con el destierro. En esa derrota de la altura moral, de la nobleza a manos de los mezquinos, está el espejo de España. Que entonces era Castilla. Así se desprende del Cantar de Mio Cid.
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