LOS ARCOS QUE CANTABAN
Cruzamos el empedrado torciendo los
pies; por los lados; como si intentáramos no caernos al cruzar un río, de
piedra en piedra. El río de la calle. Las voces del silencio. Cruzamos. Sus
ojos dulces me miran atrapados en los ecos del silencio. Sus labios me gritan
sin hablar, suaves, místicos y cálidos. La quiero. Llegamos a las paredes del
edificio que sostiene entre sus brazos un peso de siglos. Paredes de piedra.
Muros que se pierden en los tiempos pretéritos. Cuando los bares no salpicaban
la calle, las casas no tenían cemento, las piedras dormitaban en la soledad y
se podía oír.
Pero había ruidos bárbaros en el
pozo de los tiempos. Un arco románico cegado por el cristal, como el arco de la
torre lo cegaba la argamasa, los arcos viejos: los arcos ciegos. Ruidos de la
tribu temblaban tras de las piedras. Golpeaban la noche, retumbaban en su
vientre, herían el silencio. Dentro del cristal se oían voces, gritos que
retumbaban en las carcasas de los coches como mazazos, o explosiones, obuses
que hacen temblar el suelo, impactos de las bombas: música de los jóvenes que
han llevado la barbarie hasta asesinar la melodía, exterminar armonías y
ritmos, y dejar, desnuda la música, asesinándola quizá, en un esqueleto oscuro.
Golpes que retumban en la noche como explosiones, como truenos. Murmullo de
voces que suenan sin hablar, como si hubiera gente bailando detrás de los muros
de la iglesia.
Miro sus ojos dulces. Ella me mira:
mis ojos están atónitos; se han abierto, han salido de su ceguera; como si se
hubieran vaciado de argamasa, ahora miran en la noche con sus destellos oscuros
y negros; negros y sin brillo; la torre que mira desde la Edad Media; los arcos
mudos; la piedra comida por el tiempo, los viejos sillares, el viento clavado
en la erosión, en el silencio. Una música suena en el interior del arco. Luces
que manchan la oscuridad; un templo sin ventanas, o de tenerlas, con los ojos
pequeños: así miran desde la historia los ojos del templo.
¿Será verdad? ¿Me engañarán mis
oídos cuando oyen lo que no quiero? ¿Jóvenes okupas bebiendo, bailando,
profanando con sus tambores las voces del silencio? ¡No es posible!
Me echo hacia atrás, sin volverme.
Se echa hacia atrás, sin mirarme. Sus ojos atónitos no pueden creerlo, no
quieren, no quiero creer lo que oigo en el templo de la fe: retrocedemos. Sin
dejar de mirar a la ventana (un pozo oscuro salpicado de reflejos extraños),
retrocedemos. Hasta tocar nuestras espaldas con el muro de enfrente. Entonces
oímos otros ruidos, otras voces; que son los mismos pero saliendo de atrás, más
allá de las casas, al otro lado de la calle, de las mismas fauces de un bar:
música nocturna, noche de fiesta. Yo la miro y ella me mira, mis ojos se abren
en sus órbitas, mi boca se abre como la suya, incrédula, y nos reímos: entonces
desaparece el misterio; se va, con la sonrisa, toda la tensión que nos había
agarrotado, y comprendemos.
Era el eco. El eco de los bares que
hay fuera de la plaza. Se habían metido en los arcos del templo y sonaban allí,
como si estuvieran poblados de jóvenes, rebotando en el pasado, poblando el
silencio con sus ecos. Era toda una metáfora. La metáfora del tiempo. Del
presente que se mete en su pasado, como si la muchacha se metiera en su útero,
y suenan; ahora, que ya no tañen en los arcos mudos; porque se han vuelto
sustancia del silencio y presencia ausente, ahora, que el corazón encogido late
en las ausencias, y se han escondido en la noche de los tiempos.
"(...)ahora, que el corazón encogido late en las ausencias, y se han escondido en la noche de los tiempos." Hermoso final para un artículo tan lírico querida Lechuza Literaria 💛✍️
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