Apuntes de filosofía.
LA CIUDAD DE DIOS
San
Agustín supuso que la ciudad de dios es ese mundo que supera con creces a la
ciudad terrena. Amar a dios hasta el desprecio de sí mismo es la ciudad de
dios; amarse a sí mismo hasta el desprecio de los otros es la ciudad terrena.
La primera es Jerusalén, Roma, el reino de los cielos; la segunda es Caín, Babilonia,
el imperio, el mundo del tiempo, el reino de los siglos. “Dad al César lo que
es del César y a dios lo que es de dios”, había dicho Jesús; la obediencia a
las leyes del mundo no debe hacernos olvidar que le debemos obediencia a la ley
de dios.
Podemos
suponer que vivimos en dos ciudades. Una representa a nuestro corazón, la otra
representa a nuestras tripas. Todos los países están divididos en esas dos
mitades: la misma América que ha votado a Trump ha votado a Obama; la misma
Italia que busca a Berlusconi se compadece de los refugiados; la misma Judea
que subió a Jesús en la borriquilla lo crucificó prácticamente al día
siguiente. Dos instintos, profundamente antitéticos, anidan en nuestros
corazones: uno desprecia a los demás y persigue a los refugiados, dispara en la
frontera contra los emigrantes, les niega la seguridad social a los pobres y les
baja los impuestos a los ricos, escatima el dinero contra el cambio climático y
se lo da al ejército para comprar más armas; y otro ayuda a quien lo necesita
dando cobijo al refugiado, respetando al inmigrante, combatiendo el
calentamiento y limitando en la calle el uso de las armas. Las dos mitades que
laten en nosotros son instintos que miran en direcciones opuestas: uno se busca
a sí mismo en los demás y siente el dolor ajeno, porque comprende que si él
estuviera como ellos también sufriría como ellos sufren; y otro mira a los
demás como seres extraños, seres cuyas muecas de dolor no corresponden a ningún
dolor nuestro, y por mucho que se lamenten no conseguirán que veamos nunca el
dolor causante de sus lamentos: porque estamos ciegos. Unos tienen corazones
ciegos y otros ojos en sus corazones; y esos ojos son la voluntad: de modo que
quien no ve es porque no quiere ver, porque tiene el corazón insensibilizado,
inerte y frío, y no quiere poner calor en él porque le resulta más cómodo vivir
sin estufa; aunque la misma estufa que no arde para los demás no arda tampoco
para nosotros, y la gente que no da calor de su hogar tampoco lo recibe porque
no lo tiene, y su existencia se vuelva fría, triste, gris, desolada, pobre,
cuando no quiere calentarse en su hogar sólo porque no quiere que su hogar
caliente a otros. “Tengo dos lobos dentro de mí”, decía el jefe indio, “uno
bueno y otro malo; los dos están luchando: ¿cuál de ellos vencerá?” Aquel que
tú alimentes”, le decía el hombre sabio.
La
ciudad terrena es la que contiene a los nuestros. Mi familia, mis vecinos, mis
paisanos, mi partido, mi sindicato, mi equipo, todos ellos son mi ciudad; mi
clan, mi pueblo: mi tribu.
Luego
está la otra ciudad: la que contiene a toda la gente, de mi pueblo o del pueblo
de al lado. Todas las familias del mundo, porque en todas reconozco a los míos:
que todos los padres quieren a sus hijos con la misma intensidad dolorosa con
que yo quiero a mis hijos; y debe ganar el mejor siempre aunque no sea mi
equipo y yo quiera que gane mi equipo; y si veo que mi partido o mi sindicato
empiezan a decir tonterías, debo preferir que gane otro que sea mejor, aunque
mi deseo se incline siempre por que gane el mío; y siento que el mundo entero
es una tribu sin límites donde caben las tribus limitadas a las que pertenecemos
cada uno; que no voy a votar al gobierno catalán sabiendo que es corrupto por
el placer de ser explotado por uno de Barcelona y no por uno de Madrid: como si
fuera preferible tener corruptos propios rechazando los ajenos, y al hacerlo
rechazáramos también a los políticos ajenos aunque sean justos. El sentimiento
de pertenecer a una tierra, a un trozo de tierra mezquino y estrecho, vale para
algunos más que pertenecer al cielo, que sobrevuela por todas las tierras,
todos los países, todos los trozos de mundo abrazándolos a todos con el mismo
calor de hogar y el mismo sentimiento de ser uno y todos el mismo.
Sentirte
ciudadano del cielo es lo mismo que sentirte ciudadano del mundo; no de mi
mundo, sino de todo el mundo; no sufrir con los míos, sino con todos los seres
que nos miran diciendo para sí: estos que también me miran también son los
míos; son mi familia aunque no sean de mi tribu; porque hay dos familias en el
mundo: la familia de dios, en la que estamos todos, y la familia de mi tierra,
en la que sólo están algunos. Mi familia terrena son los míos, a los que
defiendo contra los otros con uñas y dientes. Mi familia celestial son todos, y
los defiendo con uñas y dientes pero no contra todos, sino con todos;
procurando que nadie viva siendo enemigo de nadie, y mucho menos siendo enemigo
de sí mismo.
La
ciudad de dios es el mundo. La ciudad terrena es mi mundo. La ciudad terrena es
la que construyo mirándome el ombligo; para construir la ciudad de dios
necesito ver más allá de mi frente. Hay quien prefiere tener boina y no salir
del pueblo a quitársela y correr a ver mundo por los caminos de dios. Y entre
quienes ven mundo hay quien tiene la boina puesta porque lleva a su pueblo en
el corazón, y quienes se empeñan siempre en no quitársela de la cabeza: que la
llevan en la cabeza no porque en ella tengan las ideas, sino porque se la ven
los demás, que es lo que les importa. Tener una bandera para marcar el
territorio y que todos la puedan ver; y no la llevan en el corazón, y fingen en
voz alta que aman a su pueblo, y lo odian en voz baja. Se puede querer al
pueblo sin estar en él, porque esa frente libre como el viento tiene en su
corazón un hogar, no una prisión que le corta las alas: ése es el sentido de la
boina cordial, que se hunde en el sentimiento sin empeñarse en amarrar su
libertad, cuando confundimos tener casa con estar preso.
Ése
es el sentido de la metáfora agustiniana. La ciudad de dios es el territorio de
los ciudadanos del mundo. Dios representa el corazón, la boina que nos retiene
y la libertad que nos lleva; dios es pasión de hogar y apego a la tierra
(adonde a veces echamos el ancla), pero también apego al cielo (adonde echamos
también las velas para zarpar). El mundo es el territorio donde no luchamos
contra otros para defender mi mundo; donde la defensa de lo propio combate contra
la agresión, no la crea; defender lo mío no es atacar lo ajeno y acoger al
refugiado no significa perder tu casa, como dicen los exagerados; por eso mismo
puedo comprender que una persona, cuando se hunde en la miseria, se salta la
ley para sobrevivir: entonces es que la ley era mala y lo bueno era entonces
ser un emigrante ilegal. Hay muchos emigrantes ilegales en el cielo. Y muchos
emigrantes ilegales en el mundo. Porque ser ilegal es solamente vivir al margen
de la ley, ser palabra sacada del texto, escrita en sus márgenes; y unos
ilegales son caínes que trafican con inocentes para medrar a costa de ellos, y
otros son corazones de un texto donde las mejores palabras se han escrito en
sus márgenes: no es malo ser ilegal, lo que es malo es estar en los márgenes de
Caín: no en los de los inocentes. “Bienaventurados los que padecen persecución
por la justicia”, dice Jesús: cuando la justicia es una palabra que empleamos
para calificar a los injustos; y son injustos quienes persiguen a los inocentes
en nombre de la justicia.
Puede
que no haya muchos inocentes. Que los mismos que ahora sufren se conviertan en
perseguidores si un día dejaran de sufrir. Los mismos comunistas que pregonaban
la solidaridad en Francia pregonaron después la expulsión de los inmigrantes,
cuando empezaron a votar al Frente Nacional. Cuando empezó la crisis. Y también
antes de que empezara. Quizá los que sufren hoy no sean inocentes, tampoco
culpables: todos tienen un lobo bueno y otro malo; una ciudad de dios en pugna
con una ciudad terrena; el mundo inscrito en su corazón mirándose en el pozo
entrañable de su propio mundo. Caín dejará de matar cuando el mundo sea un
campo de libertad donde podamos pasear con nuestro mundo: no un desierto de
desolación donde la libertad se trueca en soledad, en pérdida. El mundo será
entonces la ciudad de dios. Y nuestro mundo, iluminado por él, no se extraviará
ya nunca en los recovecos de la ciudad terrena. Lo contrario de la solidaridad
es la soledad, y quien no quiere a nadie es porque quiere estar solo; o porque
está solo sin querer; o, sin darse cuenta, seguramente lo habrá hecho
queriendo.
La
ciudad de dios es mi mundo y el tuyo. La ciudad terrena es sólo mi mundo: y no
me importa, si yo estoy en el mundo, que tú te pudras sobre la tierra.
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