viernes, 6 de julio de 2018

LA CIUDAD DE DIOS



Apuntes de filosofía.



LA CIUDAD DE DIOS
  

             Siempre se ha opuesto el reino de dios a nuestro mundo en la tierra. Se ha dicho, por ejemplo, que hay una realidad que escapa a las leyes de la naturaleza porque vive fuera de ella; esa existencia podía ser sobrenatural o  infranatural, pero se ha preferido lo primero (aunque probablemente las dos palabras signifiquen lo mismo); y ello, porque el prefijo “sobre-” indica más, con lo que dios es más que cualquiera de los seres de la tierra, y lo sobrenatural contiene más cosas y más valiosas que todas las cosas de la naturaleza. Dios es, pues, un ser sobrenatural que tiene todo lo que a nosotros nos falta, y su reino es una zona del espacio-tiempo donde todo lo bueno está en grado superlativo, desde la majestad hasta la felicidad; todo el mundo quiere conocer el reino de los cielos.
            San Agustín supuso que la ciudad de dios es ese mundo que supera con creces a la ciudad terrena. Amar a dios hasta el desprecio de sí mismo es la ciudad de dios; amarse a sí mismo hasta el desprecio de los otros es la ciudad terrena. La primera es Jerusalén, Roma, el reino de los cielos; la segunda es Caín, Babilonia, el imperio, el mundo del tiempo, el reino de los siglos. “Dad al César lo que es del César y a dios lo que es de dios”, había dicho Jesús; la obediencia a las leyes del mundo no debe hacernos olvidar que le debemos obediencia a la ley de dios.
            Podemos suponer que vivimos en dos ciudades. Una representa a nuestro corazón, la otra representa a nuestras tripas. Todos los países están divididos en esas dos mitades: la misma América que ha votado a Trump ha votado a Obama; la misma Italia que busca a Berlusconi se compadece de los refugiados; la misma Judea que subió a Jesús en la borriquilla lo crucificó prácticamente al día siguiente. Dos instintos, profundamente antitéticos, anidan en nuestros corazones: uno desprecia a los demás y persigue a los refugiados, dispara en la frontera contra los emigrantes, les niega la seguridad social a los pobres y les baja los impuestos a los ricos, escatima el dinero contra el cambio climático y se lo da al ejército para comprar más armas; y otro ayuda a quien lo necesita dando cobijo al refugiado, respetando al inmigrante, combatiendo el calentamiento y limitando en la calle el uso de las armas. Las dos mitades que laten en nosotros son instintos que miran en direcciones opuestas: uno se busca a sí mismo en los demás y siente el dolor ajeno, porque comprende que si él estuviera como ellos también sufriría como ellos sufren; y otro mira a los demás como seres extraños, seres cuyas muecas de dolor no corresponden a ningún dolor nuestro, y por mucho que se lamenten no conseguirán que veamos nunca el dolor causante de sus lamentos: porque estamos ciegos. Unos tienen corazones ciegos y otros ojos en sus corazones; y esos ojos son la voluntad: de modo que quien no ve es porque no quiere ver, porque tiene el corazón insensibilizado, inerte y frío, y no quiere poner calor en él porque le resulta más cómodo vivir sin estufa; aunque la misma estufa que no arde para los demás no arda tampoco para nosotros, y la gente que no da calor de su hogar tampoco lo recibe porque no lo tiene, y su existencia se vuelva fría, triste, gris, desolada, pobre, cuando no quiere calentarse en su hogar sólo porque no quiere que su hogar caliente a otros. “Tengo dos lobos dentro de mí”, decía el jefe indio, “uno bueno y otro malo; los dos están luchando: ¿cuál de ellos vencerá?” Aquel que tú alimentes”, le decía el hombre sabio.


            La ciudad terrena es la que contiene a los nuestros. Mi familia, mis vecinos, mis paisanos, mi partido, mi sindicato, mi equipo, todos ellos son mi ciudad; mi clan, mi pueblo: mi tribu.
            Luego está la otra ciudad: la que contiene a toda la gente, de mi pueblo o del pueblo de al lado. Todas las familias del mundo, porque en todas reconozco a los míos: que todos los padres quieren a sus hijos con la misma intensidad dolorosa con que yo quiero a mis hijos; y debe ganar el mejor siempre aunque no sea mi equipo y yo quiera que gane mi equipo; y si veo que mi partido o mi sindicato empiezan a decir tonterías, debo preferir que gane otro que sea mejor, aunque mi deseo se incline siempre por que gane el mío; y siento que el mundo entero es una tribu sin límites donde caben las tribus limitadas a las que pertenecemos cada uno; que no voy a votar al gobierno catalán sabiendo que es corrupto por el placer de ser explotado por uno de Barcelona y no por uno de Madrid: como si fuera preferible tener corruptos propios rechazando los ajenos, y al hacerlo rechazáramos también a los políticos ajenos aunque sean justos. El sentimiento de pertenecer a una tierra, a un trozo de tierra mezquino y estrecho, vale para algunos más que pertenecer al cielo, que sobrevuela por todas las tierras, todos los países, todos los trozos de mundo abrazándolos a todos con el mismo calor de hogar y el mismo sentimiento de ser uno y todos el mismo.
            Sentirte ciudadano del cielo es lo mismo que sentirte ciudadano del mundo; no de mi mundo, sino de todo el mundo; no sufrir con los míos, sino con todos los seres que nos miran diciendo para sí: estos que también me miran también son los míos; son mi familia aunque no sean de mi tribu; porque hay dos familias en el mundo: la familia de dios, en la que estamos todos, y la familia de mi tierra, en la que sólo están algunos. Mi familia terrena son los míos, a los que defiendo contra los otros con uñas y dientes. Mi familia celestial son todos, y los defiendo con uñas y dientes pero no contra todos, sino con todos; procurando que nadie viva siendo enemigo de nadie, y mucho menos siendo enemigo de sí mismo.
            La ciudad de dios es el mundo. La ciudad terrena es mi mundo. La ciudad terrena es la que construyo mirándome el ombligo; para construir la ciudad de dios necesito ver más allá de mi frente. Hay quien prefiere tener boina y no salir del pueblo a quitársela y correr a ver mundo por los caminos de dios. Y entre quienes ven mundo hay quien tiene la boina puesta porque lleva a su pueblo en el corazón, y quienes se empeñan siempre en no quitársela de la cabeza: que la llevan en la cabeza no porque en ella tengan las ideas, sino porque se la ven los demás, que es lo que les importa. Tener una bandera para marcar el territorio y que todos la puedan ver; y no la llevan en el corazón, y fingen en voz alta que aman a su pueblo, y lo odian en voz baja. Se puede querer al pueblo sin estar en él, porque esa frente libre como el viento tiene en su corazón un hogar, no una prisión que le corta las alas: ése es el sentido de la boina cordial, que se hunde en el sentimiento sin empeñarse en amarrar su libertad, cuando confundimos tener casa con estar preso.


            Ése es el sentido de la metáfora agustiniana. La ciudad de dios es el territorio de los ciudadanos del mundo. Dios representa el corazón, la boina que nos retiene y la libertad que nos lleva; dios es pasión de hogar y apego a la tierra (adonde a veces echamos el ancla), pero también apego al cielo (adonde echamos también las velas para zarpar). El mundo es el territorio donde no luchamos contra otros para defender mi mundo; donde la defensa de lo propio combate contra la agresión, no la crea; defender lo mío no es atacar lo ajeno y acoger al refugiado no significa perder tu casa, como dicen los exagerados; por eso mismo puedo comprender que una persona, cuando se hunde en la miseria, se salta la ley para sobrevivir: entonces es que la ley era mala y lo bueno era entonces ser un emigrante ilegal. Hay muchos emigrantes ilegales en el cielo. Y muchos emigrantes ilegales en el mundo. Porque ser ilegal es solamente vivir al margen de la ley, ser palabra sacada del texto, escrita en sus márgenes; y unos ilegales son caínes que trafican con inocentes para medrar a costa de ellos, y otros son corazones de un texto donde las mejores palabras se han escrito en sus márgenes: no es malo ser ilegal, lo que es malo es estar en los márgenes de Caín: no en los de los inocentes. “Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia”, dice Jesús: cuando la justicia es una palabra que empleamos para calificar a los injustos; y son injustos quienes persiguen a los inocentes en nombre de la justicia.
            Puede que no haya muchos inocentes. Que los mismos que ahora sufren se conviertan en perseguidores si un día dejaran de sufrir. Los mismos comunistas que pregonaban la solidaridad en Francia pregonaron después la expulsión de los inmigrantes, cuando empezaron a votar al Frente Nacional. Cuando empezó la crisis. Y también antes de que empezara. Quizá los que sufren hoy no sean inocentes, tampoco culpables: todos tienen un lobo bueno y otro malo; una ciudad de dios en pugna con una ciudad terrena; el mundo inscrito en su corazón mirándose en el pozo entrañable de su propio mundo. Caín dejará de matar cuando el mundo sea un campo de libertad donde podamos pasear con nuestro mundo: no un desierto de desolación donde la libertad se trueca en soledad, en pérdida. El mundo será entonces la ciudad de dios. Y nuestro mundo, iluminado por él, no se extraviará ya nunca en los recovecos de la ciudad terrena. Lo contrario de la solidaridad es la soledad, y quien no quiere a nadie es porque quiere estar solo; o porque está solo sin querer; o, sin darse cuenta, seguramente lo habrá hecho queriendo.
            La ciudad de dios es mi mundo y el tuyo. La ciudad terrena es sólo mi mundo: y no me importa, si yo estoy en el mundo, que tú te pudras sobre la tierra.




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