DE MIEMBROS, MIEMBRAS
Y PALABRAS
La
verdadera cuestión es la pragmática. Si, cuando estoy en un banquete, uno de los
comensales me pregunta si tengo sal y yo le respondo que sí, la conversación
habrá sido semántica y morfosintácticamente impecable, pero desde el punto de
vista pragmático habrá sido un desastre; pues lo que mi vecino quería no era
saber si yo tenía sal, sino que se la pasara. Del mismo modo la persona que, en
una tribuna política, utiliza las palabras “miembra” o “portavoza” estoy seguro
de que sabe que morfológica y semánticamente son incorrectas, pero está
buscando un acierto pragmático; la pragmática, recordémoslo, no estudia la
relación que hay entre los signos (eso sería sintaxis), ni tampoco entre los
signos y sus significados (eso sería semántica), sino la relación que hay entre
los signos y sus usuarios. La cuestión, le decían a Alicia en el otro lado del
espejo, no es saber si las palabras son correctas, sino saber quién manda en
las palabras.
Cuando
un filósofo habla del “puesto del hombre en el cosmos” no se pregunta nunca si
está ignorando a la mujer (dirá, seguro, que utiliza un masculino genérico que
abarca a los dos sexos); pero si le preguntamos a una mujer si se siente
incluida en esa expresión supongo que mirará en el vacío con semblante
meditativo. Cuando de pequeño me hablaban de los hombres primitivos yo
imaginaba cazadores y hombres encendiendo fuego, no curanderas y mujeres asando
carne. Y no están lejanos los tiempos en que médico se decía en masculino y
enfermera en femenino; afortunadamente hoy tenemos médicas y enfermeros. ¿Quién
mandaba en el lenguaje cuando hablábamos del otro modo? ¿No había en el uso de
las palabras ninguna inercia sexista? No estoy diciendo que todos los hombres
sean machistas; digo solamente que muchos han absorbido, inconscientemente, esa
masculinización de la experiencia; todavía tengo alumnos que, cuando les
pregunto si son valientes, me contestan con toda la naturalidad del mundo: “sí,
porque yo soy un hombre”; y no se dan cuenta, al decirlo, de que implícitamente
están admitiendo que, si las mujeres no son hombres y los hombres son
valientes, es que las mujeres son cobardes. Todavía resuena en nuestro imaginario
la queja de Boabdil: “no llores como mujer lo que no has sabido defender como
hombre”.
¿Quién
manda en el lenguaje? Cuando un niño es noble, valiente y decidido decimos que es
un machote. Cuando una película es un tostón decimos que es un coñazo, y cuando
es buena diremos que está “de cojones”. Hasta una de las expresiones más hermosas
de la vida ha sido convertida en instrumento de dominación: me refiero al amor,
pues “joder” ha pasado de significar unión sexual a significar fastidio,
molestia y abuso”; “lo jodí vivo”, decimos muchas veces. Hasta las mismas
mujeres han asumido este machismo verbal, pues a muchas alumnas les oigo decir
en la calle, cuando quieren decir con énfasis que algo está bien, que eso es
“la polla”. En semejante universo de desatinos no es extraño que haya gente que
quiera desmarcarse y, para dejar de utilizar el lenguaje como instrumento de
dominación, se invente palabras como “miembra” o “portavoza”. Si alguien les
saca el libro de gramática para recordarles cuáles son las reglas será que no
se está enterando de nada.
Entre
los filósofos a los que admiro está Jesús Mosterín, recientemente fallecido. Él
también se preocupó por el lenguaje. Cuando quería hablar de las personas no
decía “los hombres”, decía “los humanes”; y si empleaba la palabra “hombres”
era para referirse al género masculino; los varones, en suma. También hablaba de
“infantes” cuando quería referirse a las crías de cualquier sexo; cuando las
quería separar por sexo decía “niños” y “niñas”. Hará unos veinte años que
reflexioné por primera vez sobre las trampas del lenguaje. Desde entonces
comprendí algo que no había sentido nunca, creyendo ingenuamente que las
palabras eran ideológicamente neutras, sobre todo en la relación entre el
hombre y la mujer; descubrí que la palabra “hombre” en sentido genérico denota
“universo humano”, pero connota “universo masculino”; y para evitar las
connotaciones indeseadas no había más remedio que cambiar las palabras. Es
cierto que los términos “miembra” y “portavoza” me parecen torpes y feos, pero
lo que es indudable es que tenemos que cambiar el lenguaje si queremos cambiar
la realidad. Ya no me encuentro a gusto utilizando la palabra “hombre” en
sentido genérico, pero tampoco me gusta “ser humano”, “persona” y “humanidad”;
ni me gusta demasiado la palabra “humanes”; pero algo tendremos que inventar,
desde luego; aunque se remuevan en sus asientos los puristas del diccionario;
porque la cuestión no es conocer y respetar las reglas, sino saber si esas
reglas han sido puestas para decir las cosas o para mandar en ellas; si llamo
“terrorista” a un etarra no es lo mismo que si le llamo “gudari”; las dos cosas
denotan más o menos lo mismo, pero la segunda connota admiración y la primera
desprecio.
La
lengua no es una realidad inmóvil; tiene vida, y por eso podemos considerarla
una realidad dinámica. La lengua está viva, y quienes se empeñan en someterla a
los usos del diccionario la consideran más bien lengua muerta. Decía Camilo
José Cela que la lengua es el producto de tres factores: la calle, los
escritores y la academia. La calle impone sus usos y la academia no tiene más
remedio que aceptarlos; aunque los señores académicos digan “voy por agua” la
calle dice “voy a por agua”, y es así como al final la calle ha impuesto sus
criterios; si las lenguas no evolucionaran hoy no hablaríamos en castellano, hablaríamos
en latín. El segundo factor de cambio son los escritores; si a Juan Ramón
Jiménez le apetece escribir “májico” en vez de “mágico” ¿alguien se lo puede
prohibir? Lo mismo hacía Manuel González Prada; pero esa costumbre no ha
llegado a prosperar y no es porque lo prohíba la academia, sino porque la gente
no lo ha aceptado. La academia sólo puede limpiar las impurezas del lenguaje,
no arrinconar las palabras limpias que no le gusten.
De
modo que será la calle la que diga si debemos decir “miembros” y “miembras”; la
academia sólo podrá reconocer la realidad que se imponga, no podrá esconderla.
Al final las palabras significarán lo que nosotros queramos que signifiquen; no
nos las impondrán los gramáticos trasnochados que viven adorando las reglas: las
reglas están para servirnos, no nosotros para servirlas a ellas; con razón
decía Jesús con mucho tino: el sábado se ha hecho para el hombre, no el hombre
para el sábado (y lo decía utilizando, sin querer y sin saberlo, viejas
palabras machistas: androcéntricas). Si hay que cambiar la morfología o la semántica
por motivos pragmáticos, pues se cambia y ya está: ¿no ha incorporado el
lenguaje jurídico el término “nasciturus” para nombrar una realidad que no
existía antes pero ahora sí? El participio futuro, que no existe en español (existía
en latín), se españoliza y así la lengua se enriquece; lo que no debemos hacer
(y ahí sí que debe intervenir la academia utilizando la escoba para limpiar) es
decir “week end” cuando tenemos en nuestro idioma la expresión “fin de semana”.
Y
podemos acabar con una anécdota; una anécdota que retuerce pragmáticamente las
palabras para crear un efecto cómico. Camilo José Cela, siendo diputado, se
durmió un día en el parlamento. “¡Que está usted dormido, don Camilo!”, le dijo
alguien increpándolo. “No estoy dormido, estoy durmiendo”, le contestó él. “¿Y
qué diferencia hay entre estar dormido y estar durmiendo?”, le espetó el otro. “La
misma que entre estar jodido y estar jodiendo”. Si quien habla quiere
introducir en las palabras una variante nueva, por supuesto que está en su
derecho de hacerlo. Al fin y al cabo el protagonista de las palabras es el
pueblo: no la academia.
Me gusta este artículo de grata actualidad y rescato la tarea inmensa hoy de la Pragmática, por ejemplo en los términos que los chicos ya usan como wasapear, tuitear, espoliar, guglear, les hablo de la Academia y me miran así 😏 No me queda más que aceptar lo que su habla tecnológica los lleva a decir para poder comunicarse y entenderse entre ellos. Ahora bien, rescato de la Lechuza Literaria como epílogo : " De modo que será la calle la que diga si debemos decir “miembros” y “miembras”; la academia sólo podrá reconocer la realidad que se imponga, no podrá esconderla. Al final las palabras significarán lo que nosotros queramos que signifiquen; no nos las impondrán los gramáticos trasnochados que viven adorando las reglas: las reglas están para servirnos, no nosotros para servirlas a ellas; con razón decía Jesús con mucho tino: el sábado se ha hecho para el hombre, no el hombre para el sábado (y lo decía utilizando, sin querer y sin saberlo, viejas palabras machistas: androcéntricas). Si hay que cambiar la morfología o la semántica por motivos pragmáticos, pues se cambia y ya está (...)".
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario. Pones el dedo en la llaga en un tema candente, y tengo unas ganas enormes de ahondar en el debate. Siento que me voy a extender más de la cuenta, pero me apasiona tanto que no resisto a la tentación de pasarme de la raya; perdóname.
ResponderEliminarLa calle y los escritores creo que son los agentes creativos de la lengua; la academia es su agente conservador. ¿Qué sería de nuestras creaciones si no las pudiésemos conservar en la memoria? De modo que el papel de la academia me parece fundamental, pero no deben confundirse los papeles; del mismo modo que un zapatero está para arreglar zapatos, no para construir casas, así también la academia está para conservar las palabras, no para crearlas; una academia creando usos nuevos sería como un zapatero construyendo casas; por eso dice el refrán: zapatero, a tus zapatos.
Pensemos en esos ancianos que han perdido la memoria a corto plazo: hablas con ellos y al medio minuto ya te vuelven a preguntar lo que les acabas de decir, de modo que la conversación puede eternizarse durante horas sin avanzar nunca; hay una película muy interesante sobre este tema; se llama "Memento". Pues bien, si no estuviera la Real Academia de la Lengua, los jóvenes inventarían palabras y giros todos los días y nos ahogaríamos en un maremágnum de voces nuevas donde sería imposible fijar un vocabulario común para todos, puesto que cada grupo tendría su propio vocabulario: efímero, por supuesto, porque a los pocos días ya estarían inventando palabras nuevas. Gracias a la RAE tenemos la garantía de que el idioma mantiene su columna vertebral durante años, y hasta siglos, y eso hace que aún podamos leer el Quijote a pesar de haber sido escrito a principios del siglo XVI.
Podemos comparar las palabras con los animales (porque las palabras son también seres vivos). Defendía Aristóteles la teoría de la generación espontánea, según la cual la materia viva procedía de la materia no viva; así, del barro de las lluvias podían nacer ranas y gusanos. En el fondo tenía razón, pero se equivocaba en los tiempos: los animales no salen del barro en una hora (como el pretendía), sino que tardan millones de años en experimentar esa transformación; desde que se formaron los primeros aminoácidos hasta que se formaron, a partir de ellos, los primeros seres vivos, llegó a pasar una eternidad. Del mismo modo las palabras no cambian en una hora, hacen falta muchos años para que podamos considerar que sus evoluciones son académicamente aceptables; por eso los neologismos creados por los jóvenes (ya sabes, guasapear, espoilear y otros parecidos) deben pasar la prueba del tiempo para comprobar si son términos comunicativamente eficaces y no modas efímeras que desaparecerán poco después de haber sido inventadas. Piensa que en el siglo IV en la península ibérica se hablaba latín, y sólo bien avanzada la Edad Media comienzan a cuajar las lenguas vernáculas; un rasgo propio de las lenguas, como de los seres vivos, es que las cosas no se hacen precipitadamente; lo mismo pasa con las teorías: desde que Newton formuló su teoría hasta que fue refutado parcialmente por Einstein tuvieron que pasar casi doscientos años.
Camilo José Cela está en lo cierto: el papel innovador está en la calle, en los usuarios de la lengua, y no olvidemos que la pragmática estudia la relación de los signos con sus usuarios. Pero lo mismo que la religión no desapareció de Rusia a pesar de los 70 años de ateísmo oficial, así tampoco van a morir las palabras porque unas modas lingüísticas se impongan durante unos cuantos años. Ya lo decía Darwin: la evolución de las especies requiere dos pasos: innovación y selección; un organismo puede cambiar en un momento, pero si no es seleccionado por la naturaleza esa nueva forma se extingue. (Sigue)
ResponderEliminar(Continuación) A todas horas estamos innovando en el lenguaje. La calle es la gran fuente de innovación, y ese proceso se hace en el corto plazo. También la calle se preocupa de seleccionar los usos que van a perdurar en el tiempo: conservando las formas fecundas, los giros lingüísticamente económicos, los vocablos eficaces, las expresiones enriquecedoras; aunque los jóvenes quieran incluir en el diccionario palabras con las que se sienten identificados, la real academia sólo tomará en cuenta aquellas formas que ya han manifestado vocación de permanencia por los usos mismos que ha venido observando en la calle. Una lengua se enriquece cuando no disminuye sus posibilidades expresivas en el altar de la moda; de modo que yo no me preocuparía; la mayoría de las voces nuevas que han surgido en el mundo de las nuevas tecnologías no tienen energía suficiente para perdurar. Si el idioma tiene vigor, su repertorio expresivo aumentará; en el caso contrario asistiremos a la decadencia de una lengua. Es triste pensar que Cervantes (creo que no me falla la memoria) utilizaba cincuenta mil palabras; el vocabulario básico de los jóvenes no pasa, en el mejor de los casos, de diez mil (y muchas veces no llega a cinco mil). De modo que El Quijote estaba lingüísticamente más adelantado del español que tenemos hoy.
El caso de los escritores es elocuente. Juan Ramón Jiménez y Gonzáles Prada suprimieron la g por la j porque ambas letras se pronunciaban igual; sin embargo la calle no ha seleccionado esa simplificación del lenguaje, y la academia no la ha conservado; el día en que esos usos se impongan en el habla y la escritura cotidiana no habrá la menor duda: la Real Academia de la Lengua los aceptará. Los académicos no aceptan cualquier cosa: creo que sopesan muy mucho los criterios de eficacia comunicativa, pertinencia contextual y fecundidad cultural. Por eso la lengua se mantiene viva. La creación lingüística se puede comparar a un río, incluso a un torrente, que corre con impaciencia precipitándose entre las piedras; el trabajo de la academia, que limpia las aguas de impurezas, fija los usos convenientes y da esplendor para que se produzca riqueza, yo lo compararía más bien al trabajo de un glaciar, cuya lengua de hielo tarde muchos años en avanzar un solo centímetro. La evolución de la lengua es, así, una combinación del vértigo en el vivir con la paciencia en el durar.
Pido nuevamente perdón por haberme extendido tanto; la pasión me ha podido, aunque estaría hablando de este tema durante horas. Un abrazo.
Bella reflexión y a ella debo llevar a mis alumnos, sobrinos y a toda esa 'MILENIADA' que cree que el idioma se hace de invenciones porque se usa y punto. La extensión de vuestra respuesta ha cautivado mi duda y ha dado pie a mis respuestas. Por último ya estoy en "Ética para Amador" y sería interesante una reflexión de la Lechuza Literaria sobre esta ética para un joven de 16 años HOY, a la luz de este 2018. Espero esta maravillosa reflexión. Un abrazo y que duerma la Lechuza en el mundo de la sapiencia y de la meditación.
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