sábado, 16 de septiembre de 2017

DIÁLOGOS LIBRES EN TORNO A NIETZSCHE (2)





DIÁLOGOS LIBRES EN TORNO A NIETZSCHE (2)


3.
La voluntad. 

-Os voy a contar una historia. En cierta ocasión iba yo con mi mujer a la compra y estábamos haciendo cola en el mercado. En la cola había una mujer que presumía de lo bueno que era su hijo; “fíjese usted”, nos decía, “le digo que se esté quieto para no pisarme el suelo fregado y es que se está quietecito en un rincón; es que ni se mueve”. Nosotros preguntamos: “¿y se está mucho tiempo así?” Y ella nos contestó: “lo que haga falta; a veces toda la mañana”. Mi mujer y yo nos miramos de hito en hito. Esta historia me ha servido para ilustrar muchas veces el espíritu de lo que no hay que hacer. El espíritu que combate Nietzsche. Para esta mujer su hijo era bueno; para mi mujer y para mí este chico era tonto; lo había atontado su madre, le había quietado la voluntad. Fijaos que en el lenguaje de la calle ser bueno es muchas veces lo mismo que ser obediente; no atreverse a hacer nada, someterse a la voluntad de otro. Estupidez, miedo, cobardía, obediencia, persona sin voluntad; eso es lo que dice la gente cuando usa la palabra “bueno”. Para un maestro de la vieja escuela, para un profesor autoritario, tener niños buenos es tener niños obedientes. –Los miró a todos para leer sus reacciones en la cara, en la forma de su mirada, intentando descubrir si en ella había alegría o sorpresa; o, por el contrario, desgana y aburrimiento, que son la etiqueta del niño obediente: falta de voluntad–. Pensad un poco en lo que os he dicho –prosiguió-. ¿Cómo lo veis?
En la clase brotaba de muchos labios una sonrisa de ironía. Pasaba como pasa siempre: se reciben bien las críticas al amo, pero en ellas no hay voluntad de rebelarse; sólo satisfacción de oír a otro atacar la tiranía sin atreverse a combatirla uno mismo; sólo autocompasión resignada y triste, falta de voluntad. Y miedo: falta de vida.
            -Todo eso es lo que combate Nietzsche. Es como si la bondad fuera una mercancía que hay que vender, promocionada con un envoltorio bonito, que sólo sirve para esconder la fealdad del contenido. El envoltorio atractivo de la bondad es la virtud, la aprobación, el mérito; pero dentro del envoltorio sólo hay estupidez y miedo. El miedo que paraliza, que anula la voluntad. Una persona sin voluntad es una persona sin vida. La bondad, por tanto, atenta contra la vida. La conclusión de Nietzsche es evidente: no hay que ser bueno. Hay que vivir, aunque la  belleza de la vida esté oculta tras un envoltorio malo. La maldad, como el bien, es otro producto que se vende en el mercado. Está en un paquete envuelto con la crueldad, la traición, la perfidia, el castigo; pero dentro hay libertad, hay voluntad, hay alegría: hay vida. Fijaos bien: lo bueno aparece con envoltorio malo, y lo malo con envoltorio bueno. No es extraño que la gente, que se fija en la apariencia (el envoltorio es la apariencia), elija lo malo creyendo que está eligiendo lo bueno. La  sociedad nos induce a ser buenos y nosotros, sin darnos cuenta, aceptamos gato por liebre: queremos ser obedientes, pusilánimes y sumisos; creemos que eso es lo que quiere dios, y nos sometemos a su voluntad. Amén. Así sea. Dios lo quiere. Hágase según tu voluntad. Esas son las expresiones que valoramos y repetimos. Al vivir así, aceptamos vivir renunciando a la vida. Si la vida es resignación, lo mejor que podemos hacer es estar muertos en vida. Y dios nos recompensará. Con la otra vida. Si sacrificamos ésta. Y la sacrificamos en su honor. 


             Juan Luis descansó poco antes de proseguir.
            -Olvidaos ahora de Nietzsche. Pensad en lo que os estoy diciendo. ¿Tiene sentido que dios nos cree inteligentes y libres para matar nuestra inteligencia con la fe (la fe es ciega) y renunciar a la libertad y someternos? Si construimos un coche es para usarlo, no para tenerlo de adorno. ¿Tiene sentido que dios nos dote de inteligencia para que no la usemos? ¿Que castigue como soberbia el atrevimiento de pensar? ¿De atreverse a ser libres?
            -¡No! –dijeron todos. Y en esta respuesta había un espíritu borreguil que no le gustaba. La religión nos había hecho borregos libres por renunciar libremente a nuestra libertad. Y ahora él los estaba haciendo señores borregos porque afirmaban borreguilmente su libertad. La libertad del rebaño, ¡qué paradoja!
            Reflexionó fugazmente sobre lo que estaba ocurriendo en clase. Nietzsche se le escapaba de las manos. O, más bien, se le escapaba lo que quería enseñarles a través de Nietzsche. De todos modos no podía detener la clase para buscar el eslabón en el que se había roto la dialéctica. Tenía que seguir hasta que sonara el timbre, ésas eran las reglas. Y como no podía hacer un alto en el camino para aclarar sus ideas, las tenía que aclarar mientras hablaba. Y prosiguió.
            -Cualquier cosa que afirméis tendrá que venir de vosotros. El profesor dice cosas, pero no hay que admitirlas todas escudándonos en su autoridad. Como dicen algunos anuncios: “anunciado en televisión”; y como sale en la tele, tendrá que ser bueno. Muchas cosas os tragáis porque las leéis en los libros; “si lo dicen los libros”, pensamos todos, “será verdad”. Pues bien, las cosas no son verdaderas ni falsas porque las digan los profesores, la televisión o los libros; las cosas son verdaderas porque vosotros mismos seáis capaces de identificar la verdad.
            Luego continuó, volviendo a Nietzsche.
            -A ver: Nietzsche nos ha mostrado que nuestra cultura nos ha enseñado a valorar las cosas que no tienen valor; por el contrario, las cosas que sí lo tienen nos hemos acostumbrado a despreciarlas. ¿Qué conclusión os parece que sacaría Nietzsche?
            Hubo un silencio pesado; el silencio de un rebaño inteligente que ha perdido la costumbre de pensar; el silencio del protagonista que sólo quiere ser espectador. Al cabo de un rato, Adriana, como siempre, se atrevió a contestar.
            -Que hay que cambiar de valores.
            -¡Exacto! –replicó Juan Luis, porque la mayéutica había funcionado-. Uno de los temas preferidos de Nietzsche es la transmutación de los valores. Y ahora tengo otra pregunta para vosotros. Habéis visto que, para Nietzsche, dios es el escudo en el que se esconde nuestra cultura: para invertir los valores y renunciar a la vida. ¿Qué conclusión sacaría Nietzsche de ahí?
            Adriana, de nuevo:
            -Que el escudo de dios nos esconde la verdad; por lo tanto dios no es necesario; es más, estorba.
            -¿Y...?
            -Pues que debe desaparecer.
            Siempre suele haber un alumno aventajado.
            -Exacto. Otro tema importante en Nietzsche es la muerte de dios. Con Nietzsche dios ha muerto. O mejor habría que decir que lo que muere es esa máscara que les ponemos a las cosas, ese escudo al que llamamos dios. Han caído las máscaras. Su crítica a la cultura es el desenmascaramiento de todas esas cosas que adoramos como ídolos y que en realidad no son más que cosas humanas: demasiado humanas.
            Adriana había sido una persona libre; el resto de la clase, perezosa para pensar, formaba un rebaño. 


            -Pero no todos se atreven a aceptar la muerte de dios. La mayoría se asusta porque cree que, tras la muerte del ídolo, ha muerto dios de verdad. Lo que ha muerto es el engaño de los poderosos, que han utilizado a dios para justificar la obediencia, el desánimo y la renuncia a la vida; pero quitarse esa careta no es quitarse la santidad de los valores que están en dios: tirar el envoltorio no es tirar el contenido. Es como si tú te disfrazaras de rey para carnaval: cuando te quitas el traje no estás quitando al rey; el rey seguirá reinando por mucho que tiremos su traje. Inversamente, si el rey se quita el traje de rey –el manto de armiño, el cetro, la corona- no deja de ser rey; no reina menos por ponerse, como todo el mundo, traje y corbata.
            Juan Luis desenroscó la botella y tomó un trago de agua. Hablar reseca la garganta, y además el médico le había aconsejado beber mucho.
            -Olvidaos otra vez de Nietzsche y extraigamos las consecuencias lógicas de lo que estamos diciendo –prosiguió-. Obedecer es renunciar a mi voluntad para acatar la voluntad de otro. Vivir su vida. Y vivir la vida de otro es sólo contemplarla, sin vivirla verdaderamente. La mujer que compra revistas del corazón contempla cómo viven los ricos; y al hacerlo acepta que ella no está entre ellos, porque es pobre. Cuando el hombre compra una revista de fútbol contempla cómo juegan los futbolistas, que están entrenados; y asume que él no puede ser futbolista porque, independientemente de que tenga o no cualidades, no se entrena. Y el niño que compra revistas porque quiere ser superman, aunque sepa que nunca llegará a serlo. La adolescente se apunta a un club de fans porque quiere seguir la vida de su ídolo, que no es la suya propia. Y así queremos ser ricos, famosos, futbolistas o supermanes, y nos pasamos la vida queriéndolo; porque en el fondo sabemos que nunca llegaremos a serlo. Querer imposibles, a sabiendas de que lo son, es renunciar a vivir la realidad de nuestros ideales; y los vivimos a través de la experiencia de otros; vivimos el fútbol a través de un futbolista: nuestra vida se vuelve contemplación, no presencia. Vivimos las representaciones que nuestra cultura pone a nuestra disposición, para que nos sirvan de modelo; y no actuamos según nuestra voluntad, sino adivinando cuál sería la voluntad del modelo. ¿Verdad que no es lo mismo jugar al fútbol que ver un partido de fútbol?
            El rostro de los chicos reflejaba perplejidad.
            -Cuando gana nuestro equipo decimos: “¡hemos ganado!” Y no es verdad. No hemos ganado nosotros, han ganado ellos: ellos han jugado; nosotros sólo los hemos mirado. ¿Se pueden ganar cosas viendo cómo las ganan los otros? ¿Os imagináis que, al ver ganar a la lotería a uno de los “nuestros”, ganemos nosotros también? España gana una copa: ¿la ganamos también nosotros por ser españoles? Hay dos formas de vivir: viendo las cosas y tocándolas; tenerlas o contemplarlas.
            Hacía tiempo que iba de un lado para otro de la clase. La recorría a lo ancho, de la ventana a la pared, de la pared a la ventana, teniendo a los alumnos a un lado y a otro la pizarra. 


            -Volvamos a Nietzsche. Vivir las cosas con un sentimiento de impotencia es contemplarlas, soñar con ellas, aceptar que no serán nunca tuyas, renunciar a ellas. Pero vivirlas sintiéndote fuerte es tenerlas a tu alcance, convertirlas en tu meta, conquistarlas; luchar por tus ideales. La primera forma de vida es el ensueño; la segunda es la fuerza. Pero la vida es sentimiento de plenitud, energía que desborda, impulso, ambición, instinto. A la ambición la llamó Nietzsche voluntad de poder. Quien quiere las cosas renunciando a ellas no se siente fuerte para conseguirlas: y se pasa la vida soñando. Hay que quererlas con valentía, con coraje, con atrevimiento, luchando por ellas; la voluntad de poder es lo contrario de la renuncia, y no hay nada peor que renunciar a luchar. Entre vosotros hay quien quiere con fuerza ir a la universidad, y estudia para conseguirlo: ¿verdad, Adriana? –Adriana sonrió, complacida-. A otros les gustaría, pero no hacen nada por ello; no os creéis que en el fondo seáis capaces, y habéis dejado ya de estudiar. Vuestro abandono es un acto de debilidad, os habéis rendido; y en el fondo os sentís cobardes-. Miró entre los alumnos de la clase, deteniendo su mirada en algunos rostros, pero sin nombrarlos; se avergonzaron.
            -Apolo. Dionysos. Son dos dioses de la Grecia arcaica en los que Nietzsche se fijó de manera particular. Nietzsche era profesor de griego. La vida contemplativa y el espíritu de renuncia, Nietzsche los personificó en Apolo: el dios de la luz; la mirada; el ensueño. Dionysos, por el contrario (dios del vino), personificaba las fuerzas irracionales escapadas de la oscuridad: la embriaguez; la noche; el instinto de vida; la voluntad de poder.
            Se hizo un silencio que duró breves segundos. Aquel silencio era para Juan Luis una invitación a pensar.
            -Yo no sé si estoy de acuerdo con Nietzsche. A mí me parece que pasarse las tardes soñando no es incompatible con luchar para vivir. Es más, soñar es bueno; a veces soñamos lo que nos gustaría ser, y luego luchamos por conseguirlo; para serlo. El sueño es la antesala de la lucha. No es un obstáculo para vivir.
            Y se calló. La botella se erguía orgullosamente sobre la mesa. Por la ventana se doblaban mansamente las ramas de los árboles. El patio. Los árboles quietos que tenían el viento en la voluntad. Y sonreían.



4. La embriaguez.

            -Vosotros y yo no somos seres distintos. Somos el mismo ser, y aunque no lo parezca, no estamos separados. A vosotros os parece que cada uno tiene brazos y piernas, y que entre uno y otro hay un espacio vacío: ilusión; entre nosotros no hay ningún espacio; todos estamos juntos porque somos una única y misma realidad. Somos un solo cuerpo y nos parece que somos cuerpos distintos. ¿Sabéis por qué?
            -¿Por qué?
            -Porque la apariencia nos hace ver las cosas en plural, pero en realidad estamos todos fundidos en uno. Hay un relato hindú que puede explicarlo: el velo de Maia. La realidad es una sustancia continua que no tiene espacios vacíos, no tiene intersticios. Como un caos, una especie de humo denso, una gelatina. Cuando Maia la cubre con su velo nos hace creer que hay varios cuerpos. Es como si pusiéramos varios trajes a esa gelatina: todos los trajes se llenarían de ella y daría la impresión de que hay varios individuos; pero en realidad no hay una pluralidad de cuerpos, sólo gelatina cubierta de trajes. Vosotros y yo no somos personas distintas; aunque lo parezca.
            -¿Pero entonces no hay individuos en el mundo? ¿No tiene cada uno sus propios pensamientos? ¿Sus propias emociones, su propia voluntad?
            -No. Todos somos la misma voluntad que vive disfrazada de individuos variados. Somos las mismas emociones, los mismos pensamientos, aunque nos parezca que cada uno tiene los suyos. De vez en cuando despierta ese espíritu colectivo y nos sentimos fundidos en él. Eso les pasa a los borrachos. Van abrazados y pierden la razón; pierden la memoria, pierden la conciencia de sí mismos. Los borrachos no se sienten individuos separados, sino una masa amorfa en la que están disueltos. Es la pérdida de la conciencia, pero sólo de la conciencia de sí mismos, no de la conciencia de ser; se sienten todos uno como si sintieran, se movieran y respiraran al unísono. Es el sentimiento de comunión que nos embarga cuando cantamos en coro; cada uno dice su propia voz, y sin embargo nos sentimos disueltos en un murmullo colectivo. O como cuando vamos juntos a ver un partido de fútbol: el triunfo de nuestro equipo ya no lo sentimos cada uno, sino que es un clamor al unísono que sale de muchas voces y llega a ser una sola voz que tiene la potencia de un millón de voces juntas. Y no ha ganado nuestro equipo, hemos ganado nosotros; porque nuestro equipo somos nosotros. El mismo sentimiento de identificación colectiva se fusiona en una manifestación donde todos tienen la misma exigencia y todos tienen el mismo grito; y cuando la policía hiere a uno parece como si nos hubiera herido a todos: tal es la euforia que sale de todos y los arrebata, como si fueran células de un mismo organismo; como si fuera el organismo el que se expresara, no por separado cada una de sus células.
            -¡Qué extrañas sensaciones describes!
            .¡Sí! ¡Transportaos a esos momentos de fusión en que todos cantan, sienten y gritan como un solo hombre! Es una sensación de embriaguez, todos están fuera de sí porque no sienten como individuos separados sino como un mismo cuerpo. Fuera de sí: en éxtasis. Como si hubiéramos sido raptados de nuestros cuerpos y ahora todos fueran el mismo cuerpo. La locura, el delirio, la pérdida de la conciencia, el rapto, el entusiasmo. Ahora somos todos en uno. Somos uno para todos, como decían los mosqueteros, pero era mucho más; es que cada uno no existía sino en el todo. La pérdida de la razón, el vértigo, la euforia, la liberación de nuestros impulsos; los impulsos que se han escapado de la conciencia que los ataba, de la prisión de las ideas, del corsé de las palabras. Como el borracho que pierde la vergüenza y se atreve a actuar espontáneamente, sin pensar en el qué dirán. Es el instinto más primario, el que reprimimos cuando estamos en sociedad, porque la sociedad se empeña en que vivamos como individuos. 


            -¡Qué extraña escena nos recreas!
            -Y nuestra cultura idealiza la colectividad, pero vaciándola de sentimiento; y de pulsiones de vida. El pueblo: pero el pueblo no existe, es sólo una idea abstracta; el pueblo no se siente solidario, y tienen que obligarle a pagar impuestos porque por propia voluntad no le nace el impulso de compartir sus cosas con los demás. La Iglesia vive una comunión de todos: es la eucaristía; mas la eucaristía es un concepto esquemático que muchos practican y pocos sienten. Sólo el deporte es ese foco de fusión colectiva en donde todos sienten al unísono; el deporte y los momentos extremos de la política; y la música que nos cautiva.
            -Es el sentimiento de ser masa y borrarse uno. Cuando todos cantan en un concierto, el ritmo se mete en el cuerpo y todos cantan a la vez, con una sola voz; una voz que, como la de Tarzán, es la suma de un montón de voces juntas. Y no hace falta ningún director que organice a la orquesta; los músicos se compenetran solos, porque les nace un ritmo interno que sincroniza sus movimientos como si, bailando cada uno por separado, todos los que bailan fueran el mismo.
            -Creo que he experimentado esas sensaciones.
            -En ellas, sentir es lo mismo que moverse. Tú no te mueves para expresar tu sentimiento, sino que tus movimientos son el sentimiento mismo que brota del cuerpo.
            -Sí. Y cuando estás borracho ya no te das cuenta de lo que haces. Pierdes la vergüenza y sale el fondo de tu ser. Actúas como eres, no como quisieras parecer. Y hasta que empiezas a marearte parece que flotas; como si tu cuerpo no pesara, como si no tuvieras cuerpo. Como si el cuerpo fuera el espíritu disuelto en las nieblas de la pasión.
            -Veo que lo has experimentado en tu propia carne, Antonio.
            -Sí, porque algunas veces sí que me he emborrachado. Los sábados por la noche, ¿sabes? Sé muy bien lo que es vivir en fusión.
            -Ten cuidado, Antonio. El vino, las drogas y el baile tienen la virtud de ponerte fuera de ti. Pero del baile te recuperas. De la música también. El vino tarda más. Y las drogas te matan lentamente: las neuronas, las manos, el cuerpo; te inutiliza para siempre y dejarás de experimentar la fusión de vida.       
-Todos lo dicen. Tú también.
            -Sí, pero yo no lo digo para desnaturalizar la vida. Lo digo para que puedas vivir. Si ensalzamos la vida es para vivirla intensamente; pero vivirla así puede también amenazarla, pues los excesos conducen a la muerte. Vive la vida  con energía, pero no te mueras de vivir: sería triste. También puede la vitalidad de tus impulsos llevarte a matar: y eso tampoco es vida, porque vivir es dar vida, no quitarla. Sentirte vivo no tiene nada que ver con que otros mueran por tu culpa. Vivir es desbordarse; y cuando la vida se desborda es imposible que se dé la muerte. Todos aquellos que se afirman matando no viven: mueren en los seres que matan. Vivir es aceptar el placer y el dolor; pero morir es negarlos. Ni morir ni matar es síntoma de vida. Los cristianos se niegan a sí mismos. Los brutos niegan a los demás. Pero ninguno de los dos ama la vida.





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