DIÁLOGOS LIBRES EN
TORNO A NIETZSCHE (2)
3.
La voluntad.
-Os voy a
contar una historia. En cierta ocasión iba yo con mi mujer a la compra y
estábamos haciendo cola en el mercado. En la cola había una mujer que presumía
de lo bueno que era su hijo; “fíjese usted”, nos decía, “le digo que se esté
quieto para no pisarme el suelo fregado y es que se está quietecito en un
rincón; es que ni se mueve”. Nosotros preguntamos: “¿y se está mucho tiempo
así?” Y ella nos contestó: “lo que haga falta; a veces toda la mañana”. Mi
mujer y yo nos miramos de hito en hito. Esta historia me ha servido para
ilustrar muchas veces el espíritu de lo que no hay que hacer. El espíritu que
combate Nietzsche. Para esta mujer su hijo era bueno; para mi mujer y para mí
este chico era tonto; lo había atontado su madre, le había quietado la
voluntad. Fijaos que en el lenguaje de la calle ser bueno es muchas veces lo
mismo que ser obediente; no atreverse a hacer nada, someterse a la voluntad de
otro. Estupidez, miedo, cobardía, obediencia, persona sin voluntad; eso es lo
que dice la gente cuando usa la palabra “bueno”. Para un maestro de la vieja
escuela, para un profesor autoritario, tener niños buenos es tener niños
obedientes. –Los miró a todos para leer sus reacciones en la cara, en la forma
de su mirada, intentando descubrir si en ella había alegría o sorpresa; o, por
el contrario, desgana y aburrimiento, que son la etiqueta del niño obediente:
falta de voluntad–. Pensad un poco en lo que os he dicho –prosiguió-. ¿Cómo lo
veis?
En la clase
brotaba de muchos labios una sonrisa de ironía. Pasaba como pasa siempre: se
reciben bien las críticas al amo, pero en ellas no hay voluntad de rebelarse;
sólo satisfacción de oír a otro atacar la tiranía sin atreverse a combatirla
uno mismo; sólo autocompasión resignada y triste, falta de voluntad. Y miedo:
falta de vida.
-Todo
eso es lo que combate Nietzsche. Es como si la bondad fuera una mercancía que
hay que vender, promocionada con un envoltorio bonito, que sólo sirve para
esconder la fealdad del contenido. El envoltorio atractivo de la bondad es la
virtud, la aprobación, el mérito; pero dentro del envoltorio sólo hay estupidez
y miedo. El miedo que paraliza, que anula la voluntad. Una persona sin voluntad
es una persona sin vida. La bondad, por tanto, atenta contra la vida. La
conclusión de Nietzsche es evidente: no hay que ser bueno. Hay que vivir,
aunque la belleza de la vida esté oculta
tras un envoltorio malo. La maldad, como el bien, es otro producto que se vende
en el mercado. Está en un paquete envuelto con la crueldad, la traición, la
perfidia, el castigo; pero dentro hay libertad, hay voluntad, hay alegría: hay
vida. Fijaos bien: lo bueno aparece con envoltorio malo, y lo malo con
envoltorio bueno. No es extraño que la gente, que se fija en la apariencia (el
envoltorio es la apariencia), elija lo malo creyendo que está eligiendo lo
bueno. La sociedad nos induce a ser
buenos y nosotros, sin darnos cuenta, aceptamos gato por liebre: queremos ser
obedientes, pusilánimes y sumisos; creemos que eso es lo que quiere dios, y nos
sometemos a su voluntad. Amén. Así sea. Dios lo quiere. Hágase según tu
voluntad. Esas son las expresiones que valoramos y repetimos. Al vivir así,
aceptamos vivir renunciando a la vida. Si la vida es resignación, lo mejor que
podemos hacer es estar muertos en vida. Y dios nos recompensará. Con la otra
vida. Si sacrificamos ésta. Y la sacrificamos en su honor.
Juan Luis descansó poco antes de proseguir.
-Olvidaos
ahora de Nietzsche. Pensad en lo que os estoy diciendo. ¿Tiene sentido que dios
nos cree inteligentes y libres para matar nuestra inteligencia con la fe (la fe
es ciega) y renunciar a la libertad y someternos? Si construimos un coche es
para usarlo, no para tenerlo de adorno. ¿Tiene sentido que dios nos dote de
inteligencia para que no la usemos? ¿Que castigue como soberbia el atrevimiento
de pensar? ¿De atreverse a ser libres?
-¡No!
–dijeron todos. Y en esta respuesta había un espíritu borreguil que no le
gustaba. La religión nos había hecho borregos libres por renunciar libremente a
nuestra libertad. Y ahora él los estaba haciendo señores borregos porque
afirmaban borreguilmente su libertad. La libertad del rebaño, ¡qué paradoja!
Reflexionó
fugazmente sobre lo que estaba ocurriendo en clase. Nietzsche se le escapaba de
las manos. O, más bien, se le escapaba lo que quería enseñarles a través de
Nietzsche. De todos modos no podía detener la clase para buscar el eslabón en
el que se había roto la dialéctica. Tenía que seguir hasta que sonara el timbre,
ésas eran las reglas. Y como no podía hacer un alto en el camino para aclarar
sus ideas, las tenía que aclarar mientras hablaba. Y prosiguió.
-Cualquier
cosa que afirméis tendrá que venir de vosotros. El profesor dice cosas, pero no
hay que admitirlas todas escudándonos en su autoridad. Como dicen algunos
anuncios: “anunciado en televisión”; y como sale en la tele, tendrá que ser
bueno. Muchas cosas os tragáis porque las leéis en los libros; “si lo dicen los
libros”, pensamos todos, “será verdad”. Pues bien, las cosas no son verdaderas
ni falsas porque las digan los profesores, la televisión o los libros; las
cosas son verdaderas porque vosotros mismos seáis capaces de identificar la
verdad.
Luego
continuó, volviendo a Nietzsche.
-A
ver: Nietzsche nos ha mostrado que nuestra cultura nos ha enseñado a valorar
las cosas que no tienen valor; por el contrario, las cosas que sí lo tienen nos
hemos acostumbrado a despreciarlas. ¿Qué conclusión os parece que sacaría
Nietzsche?
Hubo
un silencio pesado; el silencio de un rebaño inteligente que ha perdido la
costumbre de pensar; el silencio del protagonista que sólo quiere ser
espectador. Al cabo de un rato, Adriana, como siempre, se atrevió a contestar.
-Que
hay que cambiar de valores.
-¡Exacto!
–replicó Juan Luis, porque la mayéutica había funcionado-. Uno de los temas
preferidos de Nietzsche es la transmutación de los valores. Y ahora tengo otra
pregunta para vosotros. Habéis visto que, para Nietzsche, dios es el escudo en
el que se esconde nuestra cultura: para invertir los valores y renunciar a la
vida. ¿Qué conclusión sacaría Nietzsche de ahí?
Adriana,
de nuevo:
-Que
el escudo de dios nos esconde la verdad; por lo tanto dios no es necesario; es
más, estorba.
-¿Y...?
-Pues
que debe desaparecer.
Siempre
suele haber un alumno aventajado.
-Exacto.
Otro tema importante en Nietzsche es la muerte de dios. Con Nietzsche dios ha
muerto. O mejor habría que decir que lo que muere es esa máscara que les
ponemos a las cosas, ese escudo al que llamamos dios. Han caído las máscaras.
Su crítica a la cultura es el desenmascaramiento de todas esas cosas que
adoramos como ídolos y que en realidad no son más que cosas humanas: demasiado
humanas.
Adriana
había sido una persona libre; el resto de la clase, perezosa para pensar,
formaba un rebaño.
-Pero
no todos se atreven a aceptar la muerte de dios. La mayoría se asusta porque
cree que, tras la muerte del ídolo, ha muerto dios de verdad. Lo que ha muerto
es el engaño de los poderosos, que han utilizado a dios para justificar la
obediencia, el desánimo y la renuncia a la vida; pero quitarse esa careta no es
quitarse la santidad de los valores que están en dios: tirar el envoltorio no
es tirar el contenido. Es como si tú te disfrazaras de rey para carnaval: cuando
te quitas el traje no estás quitando al rey; el rey seguirá reinando por mucho
que tiremos su traje. Inversamente, si el rey se quita el traje de rey –el
manto de armiño, el cetro, la corona- no deja de ser rey; no reina menos por
ponerse, como todo el mundo, traje y corbata.
Juan
Luis desenroscó la botella y tomó un trago de agua. Hablar reseca la garganta,
y además el médico le había aconsejado beber mucho.
-Olvidaos
otra vez de Nietzsche y extraigamos las consecuencias lógicas de lo que estamos
diciendo –prosiguió-. Obedecer es renunciar a mi voluntad para acatar la
voluntad de otro. Vivir su vida. Y vivir la vida de otro es sólo contemplarla,
sin vivirla verdaderamente. La mujer que compra revistas del corazón contempla
cómo viven los ricos; y al hacerlo acepta que ella no está entre ellos, porque
es pobre. Cuando el hombre compra una revista de fútbol contempla cómo juegan
los futbolistas, que están entrenados; y asume que él no puede ser futbolista
porque, independientemente de que tenga o no cualidades, no se entrena. Y el
niño que compra revistas porque quiere ser superman, aunque sepa que nunca
llegará a serlo. La adolescente se apunta a un club de fans porque quiere
seguir la vida de su ídolo, que no es la suya propia. Y así queremos ser ricos,
famosos, futbolistas o supermanes, y nos pasamos la vida queriéndolo; porque en
el fondo sabemos que nunca llegaremos a serlo. Querer imposibles, a sabiendas
de que lo son, es renunciar a vivir la realidad de nuestros ideales; y los
vivimos a través de la experiencia de otros; vivimos el fútbol a través de un
futbolista: nuestra vida se vuelve contemplación, no presencia. Vivimos las
representaciones que nuestra cultura pone a nuestra disposición, para que nos
sirvan de modelo; y no actuamos según nuestra voluntad, sino adivinando cuál
sería la voluntad del modelo. ¿Verdad que no es lo mismo jugar al fútbol que
ver un partido de fútbol?
El
rostro de los chicos reflejaba perplejidad.
-Cuando
gana nuestro equipo decimos: “¡hemos ganado!” Y no es verdad. No hemos ganado
nosotros, han ganado ellos: ellos han jugado; nosotros sólo los hemos mirado.
¿Se pueden ganar cosas viendo cómo las ganan los otros? ¿Os imagináis que, al
ver ganar a la lotería a uno de los “nuestros”, ganemos nosotros también?
España gana una copa: ¿la ganamos también nosotros por ser españoles? Hay dos
formas de vivir: viendo las cosas y tocándolas; tenerlas o contemplarlas.
Hacía
tiempo que iba de un lado para otro de la clase. La recorría a lo ancho, de la
ventana a la pared, de la pared a la ventana, teniendo a los alumnos a un lado
y a otro la pizarra.
-Volvamos
a Nietzsche. Vivir las cosas con un sentimiento de impotencia es contemplarlas,
soñar con ellas, aceptar que no serán nunca tuyas, renunciar a ellas. Pero
vivirlas sintiéndote fuerte es tenerlas a tu alcance, convertirlas en tu meta,
conquistarlas; luchar por tus ideales. La primera forma de vida es el ensueño;
la segunda es la fuerza. Pero la vida es sentimiento de plenitud, energía que
desborda, impulso, ambición, instinto. A la ambición la llamó Nietzsche
voluntad de poder. Quien quiere las cosas renunciando a ellas no se siente
fuerte para conseguirlas: y se pasa la vida soñando. Hay que quererlas con
valentía, con coraje, con atrevimiento, luchando por ellas; la voluntad de
poder es lo contrario de la renuncia, y no hay nada peor que renunciar a
luchar. Entre vosotros hay quien quiere con fuerza ir a la universidad, y
estudia para conseguirlo: ¿verdad, Adriana? –Adriana sonrió, complacida-. A
otros les gustaría, pero no hacen nada por ello; no os creéis que en el fondo
seáis capaces, y habéis dejado ya de estudiar. Vuestro abandono es un acto de
debilidad, os habéis rendido; y en el fondo os sentís cobardes-. Miró entre los
alumnos de la clase, deteniendo su mirada en algunos rostros, pero sin
nombrarlos; se avergonzaron.
-Apolo.
Dionysos. Son dos dioses de la Grecia arcaica en los que Nietzsche se fijó de
manera particular. Nietzsche era profesor de griego. La vida contemplativa y el
espíritu de renuncia, Nietzsche los personificó en Apolo: el dios de la luz; la
mirada; el ensueño. Dionysos, por el contrario (dios del vino), personificaba
las fuerzas irracionales escapadas de la oscuridad: la embriaguez; la noche; el
instinto de vida; la voluntad de poder.
Se
hizo un silencio que duró breves segundos. Aquel silencio era para Juan Luis
una invitación a pensar.
-Yo
no sé si estoy de acuerdo con Nietzsche. A mí me parece que pasarse las tardes
soñando no es incompatible con luchar para vivir. Es más, soñar es bueno; a veces
soñamos lo que nos gustaría ser, y luego luchamos por conseguirlo; para serlo.
El sueño es la antesala de la lucha. No es un obstáculo para vivir.
Y
se calló. La botella se erguía orgullosamente sobre la mesa. Por la ventana se
doblaban mansamente las ramas de los árboles. El patio. Los árboles quietos que
tenían el viento en la voluntad. Y sonreían.
4. La embriaguez.
-Vosotros
y yo no somos seres distintos. Somos el mismo ser, y aunque no lo parezca, no
estamos separados. A vosotros os parece que cada uno tiene brazos y piernas, y
que entre uno y otro hay un espacio vacío: ilusión; entre nosotros no hay
ningún espacio; todos estamos juntos porque somos una única y misma realidad.
Somos un solo cuerpo y nos parece que somos cuerpos distintos. ¿Sabéis por qué?
-¿Por
qué?
-Porque
la apariencia nos hace ver las cosas en plural, pero en realidad estamos todos
fundidos en uno. Hay un relato hindú que puede explicarlo: el velo de Maia. La
realidad es una sustancia continua que no tiene espacios vacíos, no tiene
intersticios. Como un caos, una especie de humo denso, una gelatina. Cuando
Maia la cubre con su velo nos hace creer que hay varios cuerpos. Es como si
pusiéramos varios trajes a esa gelatina: todos los trajes se llenarían de ella
y daría la impresión de que hay varios individuos; pero en realidad no hay una
pluralidad de cuerpos, sólo gelatina cubierta de trajes. Vosotros y yo no somos
personas distintas; aunque lo parezca.
-¿Pero
entonces no hay individuos en el mundo? ¿No tiene cada uno sus propios
pensamientos? ¿Sus propias emociones, su propia voluntad?
-No.
Todos somos la misma voluntad que vive disfrazada de individuos variados. Somos
las mismas emociones, los mismos pensamientos, aunque nos parezca que cada uno
tiene los suyos. De vez en cuando despierta ese espíritu colectivo y nos
sentimos fundidos en él. Eso les pasa a los borrachos. Van abrazados y pierden
la razón; pierden la memoria, pierden la conciencia de sí mismos. Los borrachos
no se sienten individuos separados, sino una masa amorfa en la que están
disueltos. Es la pérdida de la conciencia, pero sólo de la conciencia de sí
mismos, no de la conciencia de ser; se sienten todos uno como si sintieran, se
movieran y respiraran al unísono. Es el sentimiento de comunión que nos embarga
cuando cantamos en coro; cada uno dice su propia voz, y sin embargo nos
sentimos disueltos en un murmullo colectivo. O como cuando vamos juntos a ver
un partido de fútbol: el triunfo de nuestro equipo ya no lo sentimos cada uno,
sino que es un clamor al unísono que sale de muchas voces y llega a ser una
sola voz que tiene la potencia de un millón de voces juntas. Y no ha ganado
nuestro equipo, hemos ganado nosotros; porque nuestro equipo somos nosotros. El
mismo sentimiento de identificación colectiva se fusiona en una manifestación
donde todos tienen la misma exigencia y todos tienen el mismo grito; y cuando
la policía hiere a uno parece como si nos hubiera herido a todos: tal es la
euforia que sale de todos y los arrebata, como si fueran células de un mismo
organismo; como si fuera el organismo el que se expresara, no por separado cada
una de sus células.
-¡Qué
extrañas sensaciones describes!
.¡Sí!
¡Transportaos a esos momentos de fusión en que todos cantan, sienten y gritan
como un solo hombre! Es una sensación de embriaguez, todos están fuera de sí
porque no sienten como individuos separados sino como un mismo cuerpo. Fuera de
sí: en éxtasis. Como si hubiéramos sido raptados de nuestros cuerpos y ahora
todos fueran el mismo cuerpo. La locura, el delirio, la pérdida de la
conciencia, el rapto, el entusiasmo. Ahora somos todos en uno. Somos uno para
todos, como decían los mosqueteros, pero era mucho más; es que cada uno no
existía sino en el todo. La pérdida de la razón, el vértigo, la euforia, la liberación
de nuestros impulsos; los impulsos que se han escapado de la conciencia que los
ataba, de la prisión de las ideas, del corsé de las palabras. Como el borracho
que pierde la vergüenza y se atreve a actuar espontáneamente, sin pensar en el
qué dirán. Es el instinto más primario, el que reprimimos cuando estamos en
sociedad, porque la sociedad se empeña en que vivamos como individuos.
-¡Qué
extraña escena nos recreas!
-Y
nuestra cultura idealiza la colectividad, pero vaciándola de sentimiento; y de pulsiones
de vida. El pueblo: pero el pueblo no existe, es sólo una idea abstracta; el
pueblo no se siente solidario, y tienen que obligarle a pagar impuestos porque
por propia voluntad no le nace el impulso de compartir sus cosas con los demás.
La Iglesia vive una comunión de todos: es la eucaristía; mas la eucaristía es
un concepto esquemático que muchos practican y pocos sienten. Sólo el deporte
es ese foco de fusión colectiva en donde todos sienten al unísono; el deporte y
los momentos extremos de la política; y la música que nos cautiva.
-Es
el sentimiento de ser masa y borrarse uno. Cuando todos cantan en un concierto,
el ritmo se mete en el cuerpo y todos cantan a la vez, con una sola voz; una
voz que, como la de Tarzán, es la suma de un montón de voces juntas. Y no hace
falta ningún director que organice a la orquesta; los músicos se compenetran
solos, porque les nace un ritmo interno que sincroniza sus movimientos como si,
bailando cada uno por separado, todos los que bailan fueran el mismo.
-Creo
que he experimentado esas sensaciones.
-En
ellas, sentir es lo mismo que moverse. Tú no te mueves para expresar tu
sentimiento, sino que tus movimientos son el sentimiento mismo que brota del
cuerpo.
-Sí.
Y cuando estás borracho ya no te das cuenta de lo que haces. Pierdes la
vergüenza y sale el fondo de tu ser. Actúas como eres, no como quisieras
parecer. Y hasta que empiezas a marearte parece que flotas; como si tu cuerpo
no pesara, como si no tuvieras cuerpo. Como si el cuerpo fuera el espíritu disuelto
en las nieblas de la pasión.
-Veo
que lo has experimentado en tu propia carne, Antonio.
-Sí,
porque algunas veces sí que me he emborrachado. Los sábados por la noche,
¿sabes? Sé muy bien lo que es vivir en fusión.
-Ten
cuidado, Antonio. El vino, las drogas y el baile tienen la virtud de ponerte
fuera de ti. Pero del baile te recuperas. De la música también. El vino tarda
más. Y las drogas te matan lentamente: las neuronas, las manos, el cuerpo; te
inutiliza para siempre y dejarás de experimentar la fusión de vida.
-Todos lo
dicen. Tú también.
-Sí,
pero yo no lo digo para desnaturalizar la vida. Lo digo para que puedas vivir.
Si ensalzamos la vida es para vivirla intensamente; pero vivirla así puede
también amenazarla, pues los excesos conducen a la muerte. Vive la vida con energía, pero no te mueras de vivir:
sería triste. También puede la vitalidad de tus impulsos llevarte a matar: y
eso tampoco es vida, porque vivir es dar vida, no quitarla. Sentirte vivo no
tiene nada que ver con que otros mueran por tu culpa. Vivir es desbordarse; y
cuando la vida se desborda es imposible que se dé la muerte. Todos aquellos que
se afirman matando no viven: mueren en los seres que matan. Vivir es aceptar el
placer y el dolor; pero morir es negarlos. Ni morir ni matar es síntoma de
vida. Los cristianos se niegan a sí mismos. Los brutos niegan a los demás. Pero
ninguno de los dos ama la vida.
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