EL FUERO DE SEPÚLVEDA
El
abuelo Víctor murió cuando florecía la primavera. Volvía cargado de ovejas, con
la voluntad grabada en la frente, con la hombría regada en las venas; y tuvo
que ser la fatalidad, las cosas del destino, la mala suerte. De allá a lo lejos
volvía, entre polvareda de rebaños regresando para casa. En el río Tozo se
había visto reflejado como en un espejo. En sus aguas, gélidas y transparentes,
había galápagos montados en las piedras. El Tozo, el Marinejo, el Montes. El
alma de Extremadura cincelada en las rocas, en los cantos rodados de los
cauces, en las polvaredas. Día a día cambiaba el paisaje a medida que llegaba a
casa. Allí se quedaba el suelo recién segado. Después empezaban a dorarse las
espigas, el suelo verde... Al llegar a Segovia, empezaban a espigar las
cosechas.
Y
allí fue, un día aciago de primavera, cuando moría el abuelo Víctor. Su nieto
Mariano no lo llegó a conocer. Su nieto Mariano, como todos los nietos, no
había nacido aún cuando en la fuente del chorro él bebía. Su hija Marcelina,
huérfana de tres meses, tampoco lo conoció. El abuelo Víctor murió cuando
volvía con sus rebaños en el mes de junio, y volvió a finales de mayo. Ya
espigaban las cosechas cuando, a la vuelta de Extremadura, dejaba las ovejas en
Navafría. Hacía calor y tenía sed. De caminar por los altos de Guadarrama
sudaba el abuelo Víctor. Iba a la Revilla. La abuela Facunda, “la madre de mi
madre” –recordaría un día Mariano-, solía dejarle las llaves de casa debajo de
una piedra. El abuelo era mayoral. Pero se le olvidó dejárselas aquel
desgraciado día. El abuelo Víctor, que estaba muerto de sed, bebió para revivir
y conoció la muerte, en la fuente fría. No pasaron cuatro días cuando dejaba
huérfana y viuda. Víctor, al que nada había podido domar, forjado en los campos
de mayo y curtido bajo el sol de invierno, con la piel cuarteada por el viento,
murió, ironías que tiene la suerte, de una pulmonía.
2.
Y el
tiempo de Víctor se perdió en un remolino. Se perdió como los remolinos de
otoño, que envuelven en polvo la hojarasca y el espino. Como los remolinos del
alma, que depositan nostalgia en las praderas del sentimiento. El tiempo es un
remolino agitado por el sentimiento. Un abismo donde las cosas pierden forma,
sumidas en lo más profundo de las entrañas, y en el palpitar más puro de los
corazones que no existen. En el murmullo del viento, una presencia caótica y
cuántica de melodía y ritmo; donde las nubes presienten infinitos que se
depositan en el espacio como gotitas de rocío. Vasto abismo del tiempo antes
del tiempo, Ginungagap. Vértigo y remolino donde late el infinito: el sentir
doloroso de las fibras del ser, vibrando como violines en las cuerdas del
universo, que aún no puede existir.
Los
remolinos giran como galaxias en los sumideros del tiempo: y emergen por las
cañerías del espacio, depositando espirales (y entre luceros, polvo de
estrellas). En algún rincón del tiempo, penetrando en lo más hondo de sí mismo,
yace dormido el mundo de Víctor en el regazo de Ginungagap: un ser profundo
donde vamos todos después de existir, porque allí éramos semilla sembrada por
el viento antes de nacer.
En
esos remolinos se perdió el tiempo de Víctor. Se quedó envuelto en una nebulosa
de nostalgia. En ella se formó Mariano, hijo de Casto, esposo de Marcelina,
hija de Víctor, el desgraciado mayoral. Su esposa Facunda tuvo que volver a
casarse, porque en aquellos tiempos la mujer no era nada y sólo tenía
existencia a través del marido. Casó, pues, Facunda con Esteban, que era
pastor. Para entonces su hija Marcelina tuvo como tutor a su tío Alejandro, en
un tiempo en que Víctor les dejó de todo en la casa de la Revilla. Pero
aquella herencia se esfumó, nunca se supo si por la excesiva bondad de
Alejandro o por la picaresca inteligente de los otros. Fue el caso que, al
casarse, Marcelina no tenía ni un colchón donde dormir.
La
hija del tío Alejandro se llamaba Josefa. Josefa y Marcelina eran primas. De
Josefa nació Elvira, y de Marcelina Mariano; siendo primos segundos, vivieron
sin conocerse; porque Mariano vivió en Orejana y Elvira había emigrado a
Segovia. Josefa se había casado con un jirón arrinconado de la nobleza, Ángel
Isabel de Santiago, hidalgo del tres al cuarto descendiente de los marqueses de
Santa Cruz. Pero Marcelina no estaba casada con la nobleza de sangre, aunque
sólo fuera de la que estaba condenada a la pobreza material. Marcelina, pobre y
desprotegida como su prima Josefa, se había casado con la nobleza de carácter;
su marido se llamaba Casto Martín: Martín, hijo de Marte, esforzado y luchador,
de la casta bravía de quienes no agachan la frente.
Casto
era un castellano viejo de tierra de Segovia, como él decía. Y de Orejana, por
más señas. Del partido de Sepúlveda. Donde nunca les pisó ni el mismísimo rey
Almanzor. Donde reinaban la libertad y la dignidad de las personas, y la
igualdad de la sociedad se enseñoreaba con el autogobierno, en democracia.
Tierra de frontera en los extremos del Duero, tierras de Segovia: la Extremadura de abajo.
Tierra donde se afirma con más fuerza el carácter democrático del pueblo
castellano. En el fuero de Extremadura, manado de la costumbre, la nobleza es
una clase abierta a todos; al valor y al mérito de cada uno, con sólo tener las
armas y un caballo. La población, el concejo, la asamblea vecinal tiene todos
los poderes; el concejo son todos los hombres y mujeres, de él emana el juez y
emanan los alcaldes, de todos los pobladores, “ricos y pobres, poderosos y
humildes, infanzones y villanos”. Cada vecino es dueño de su casa y de las
tierras que trabaja, pero las tierras vecinales son colectivas; los bosques,
las aguas, los prados, las dehesas; los montes que invadían la entrañable
llanura castellana. Por eso la gente se siente vecina de su concejo, y el
concejo es el alma que llena el nombre de su tierra; hombre de Sepúlveda, como
era y se sentía la nobleza de Casto, que tenía sus raíces en el fuero: en el
derecho de la Extremadura
castellana. En los territorios reconquistados al sur del Duero (la Extremadura, la tierra
de frontera), donde no podía sino surgir un derecho fronterizo. Pero la
frontera tiene un destino que no es el de seguir siendo frontera eternamente;
su destino es el mestizaje.
A
Sepúlveda la repobló el conde Fernán González. La misma Sepúlveda que, en el
declive de la época visigoda, tuvo a San Frutos por patrón porque no había en
aquella tierra más que pastores y ermitaños. Luego vino Almanzor. Vino
Abú-Amir, que se dio a sí mismo el sobrenombre de Victorioso (eso sí, con la
ayuda de dios: Almanzor, singular mezcolanza de orgullo y humildad fingida). Su
ambición no tenía límites. Cerrando los ojos a la corrupción, se llenó de
aliados y amigos; y se granjeó la aprobación del clero saqueando la biblioteca
de Córdoba, quemando libros; y detuvo el avance de los cristianos del norte organizando
un poderoso ejército. Nadie le discutía sus dotes militares, pero ¿a qué
intereses servía? No a los fueros y libertades de Sepúlveda, sino a su
desmesurada ambición que le calmaba la sed bebiendo sangre. Convertido en un
auténtico dictador, Abú-Amir, antes de ser Almanzor, atravesó la tierra de
frontera. Le pareció que Madrid ardía porque su muralla de pedernal brillaba
como una hoguera cuando le daba el sol. Lo arrasaba todo a sangre y fuego,
aniquilando a quien le presentaba batalla. Saqueó Zamora, fortaleza
inexpugnable de Castilla, pasando a cuchillo a toda la guarnición. Arrasó
Barcelona. Penetró hasta los confines de la cristiandad, el mismísimo brazo de
la galaxia, el campo de estrellas, Compostela: las campanas se llevaba a
hombros de agotados prisioneros, agachando la cerviz, la población esclavizada.
Y tuvo tiempo antes del año mil de asolar la Extremadura
castellana, Sepúlveda la del fuero libre, la tierra de Fernán González.
Casto,
que se casó con la pobre Marcelina, vio cuán triste es el destino de las gentes
que no se defienden. De quienes no tienen padres desde que fueron niños. El
coraje le atizaba el corazón diciéndole, en el pequeño barrio de Orejana al que
llamaban la Revilla
(allí, donde ellos habían nacido), que defendería a su familia con todas las
fuerzas de su ser, apoyado en la tierra en que se hundía. Con la fuerza del
brazo apoyándose en el derecho, pues era ésa la índole de los descendientes de
Hércules: como un castellano viejo de la tierra de Sepúlveda. Como un castellano
viejo.
3.
La
victoria debe suceder al esfuerzo, pero en el caso de Casto fue al revés; y
así, su primera hija se llamó Victoria: Casto fue su benjamín. A Victoria le
sucedió Mariano, pero al pobre Marianín se lo llevó la difteria. Al tercer hijo
también lo llamaron Mariano. Y Mariano heredó la casta de la tierra de
Sepúlveda, aunque la tiñó el destino con un halo de testarudez. Mariano fue de
la estirpe de los martines: austero, recio, bravo, dispuesto a afrontar el hado
a pecho descubierto; impetuoso, valiente, luchador. Pero la suerte, que a todos
nos amarra, le deparó a él el más triste de los destinos. Severas estaban las
moiras cuando tejieron los hilos con el mismo material del que hicieron a su
padre. Y en el fondo nació afortunado, pero lo pusieron en un piélago de ira.
Desde siempre su destino fue luchar. Sobre la estela de su padre, la estela de
los hombres libres, hay un camino de Santiago que nos lleva a la independencia.
La alegría, el respeto, la igualdad. Pero la alegría para él fue sólo una meta;
con nostalgia lo forjaron desde que nació, un recio día de febrero, cuando
ardían las candelas en la ruta de las moiras.
La
nostalgia lo abrazó por los prados de Valdenavarre. Empezó segando en verano,
un día, en Los Rancajales. Se habían quedado sin agua y su madre tenía que
preparar el avío del día siguiente para comer: y se llevó en la burra a sus dos
hermanos, porque eran pequeños; y como no cabía Mariano, tuvo que quedarse a
dormir con su padre en aquellos campos de dios. Fue la primera vez que conoció
la nostalgia. Ya no era la sed, era la nostalgia de ver que se iba su madre con
sus hermanos y él se quedaba solo.
-¡Madre!
¡Madre!
Sus
seis años en un puño se llenaron de pena a medida que la veía partir. Tenía sed
y su padre le daba leche de cabra, pero él no quería beber. ¡Cuántas veces su
madre, oyéndolo en la lejanía, lo sentía hundirse en el silencio de la noche y
a ella se le ponía un nudo en la garganta!
Seis
años. Sus seis años no le tenían apego a su padre, porque se iba a ganar el pan
y pasaba largas temporadas fuera de casa. Sólo estaba cuatro meses en verano,
cuando se hacía la recolección de la mies; el resto del tiempo estaba fuera, y
mientras tanto su madre araba, cavaba, cortaba leña, segaba, trillaba, limpiaba
el grano, tenía que cuidar a los animales y tenía que cuidar de sus hijos. Y
por eso los niños, que vivían bajo sus faldas, estaban con el padre como quien
está con un extraño; la tierra no daba para más y vomitaba a sus hijos para
buscarse la vida; los vomitaba para alimentar el hogar que se quedaba solo sin
ellos, arrancándole el corazón como única forma de llenar el vientre; que era
la disyuntiva o tener padre y no tener que comer, o tener comida y no tener
padre. Por eso los seis años de Mariano gemían de pena en la noche dura y su
corazón, apretado en el silencio, parece que decía:
-Madre...
Era
pequeño y se quedó dormido con la fresca de la madrugada.
Desde
muy pequeño le gustaron la lectura y la escritura. Por la noche, cuando
regresaba de guardar las vacas, escribía con un trozo de tiza en unos
delantales o zajones de cuero, y se inventaba una carta a su padre; eran las
largas temporadas de invierno que pasaba fuera de casa, trabajando en diversas
ocupaciones o dedicándose al pastoreo. Y por el día, se ponía a leer en voz
alta para que le oyesen los mayores.
Cuando
empezó a ir con las vacas por el monte de Valdenavarre tenía sólo cinco años.
Iba a aquel dichoso monte a pasar frío y a mojarse con la lluvia, y a llorar y
a rabiar viendo que las vacas parecía que tenían conocimiento; que se reían de
él por lo pequeño que era y por no poder correr como quería para ir detrás de
ellas. Un día, pasando por el barrio de la Revilla camino de Valdenavarre, tuvo ganas de
hacer de vientre y el frío no le dejó desabrocharse los pantalones; y se
ensució. Y cuando levantó el día, a hurtadillas para que no le viesen los
vaqueros, se lavó la ropa y la tendió sobre unos matorrales. Allí encontró un
periódico y lo leyó, en las piedras y a escondidas de los otros vaqueros, mientras
se secaba la ropa; pudo el pequeño Mariano (corría por entonces el año mil
novecientos treinta) conocer en unas fotografías la extraña silueta de los
aeroplanos.
Quizá
fuera la escuela la liberación de las penurias. Un día don Roque, el maestro, mandó
decir a los padres que si los niños no iban todos los días a clase, no los
dejaría entrar; que nunca aprenderían nada si iban un día sí y otro no.
Marcelina, sinceramente compungida, fue a explicarle a don Roque que necesitaba
a su hijo para ir con las vacas al monte; era imposible mandarle a la escuela,
aunque ella quería que aprendiera las letras. Don Roque, comprensivo, le dijo:
-No,
mujer, yo no le he dicho nada a tu chico. Sólo lo he dicho para los otros.
Conozco vuestra situación y sé que Mariano, aunque no venga a la escuela, lee.
Como
tan pequeño tuvo que salir a trabajar, el chico aprendió a ser astuto. El
maestro les daba a todos un libro para leer durante el verano, menos a Mariano.
Y él se lo dijo a su madre para que hablara con el maestro, y el maestro le
dijo:
-A
él no le he dado libros porque sé que tiene los suyos, y lee. Y sé que lee
demasiado y no es bueno que lea tanto para su corta edad; que tan dañino es
andar lo mucho como lo poco.
Pero
él no quería ser menos que los demás y se vengaba poniéndose a leer en voz alta
junto a las paredes de las casas, para que lo oyesen.
Sin
embargo, era un niño. Y como todos los niños, travieso. ¿O era que las
condiciones en que se desarrolló lo hicieron así? Los padres eran serios, los
niños aprendían a golpes, fue el tiempo que le tocó vivir. No es fácil decir si
las condiciones de vida eran brutales o es que eran brutales las personas.
Sola, sin el consejo del padre, sin el apoyo del marido, su madre algunas veces
llegaba a la desesperación. Fue un día de invierno. Marcelina, en días en que
no podía salir al campo, se juntaba con las vecinas y se daban compañía
cosiendo trapos. Como los niños les daban guerra, los mandaron a jugar al
pajar. Y jugaron. Jugaron a los carniceros y se emplearon con las gallinas;
mientras unos las cogían y otros las sujetaban el pescuezo sobre un tajo de
madera, Mariano, con un hacha, se lo cortaba: sólo se escapó el gallo. Y
envolvió entonces el pajar un silencio misterioso que empezó a preocupar a
Marcelina; al ver luego la carnicería, ella se quedó de piedra. Le dio unos
buenos latigazos, pero más miedo le dio su padre, que estaba en casa por aquel
entonces trabajando en el campo. Cuando llegó, Mariano no quería entrar en la
cocina. Él le exigió que se acercase y el niño, asustado, se arrimaba a una
esquina sin atreverse a llegar a él; y Casto, apenado y, en su fuero interno,
enternecido, no le hizo nada; se limitó a mandarle a la cama sin cenar.
La
nostalgia. La mayor enemiga que tuvo aquel niño. La más dura. La que más
combatió durante toda su vida y la reconoció como su sino, porque en su frente
la tendría marcada para siempre. El hambre, el frío, los padecimientos pasan,
pero la nostalgia queda. Fue una existencia llena de rigores en Orejana, en el
barrio de la Revilla,
en las frías tierras donde pastaban las vacas; en el monte que se erguía a la
salida de El Arenal, pasado el desgraciado cruce de la Muñeca, por los prados de
Valdenavarre. Las letras, en la escuela, siempre fueron un refugio contra el
frío: donde se escribe no hay que cuidar las vacas. Y era tan grande la
calamidad que el buen Casto un día, esperando mejorar su suerte, los llevó a
Chozas de la Sierra. Fue
el catorce de abril de mil novecientos treinta y dos. Mariano, en su esperanza,
tenía la ilusión de ir a la escuela para dejar aquel calvario. Ni su madre ni
su hermana tendrían que ir detrás de las vacas, ni arar: allí todo era más
moderno; su hermana Victoria podría vestirse con ropas menos viejas que las del
Arenal, sí: Chozas parecía la tierra prometida. Don Roque, apenado, le dijo a
Casto:
-Deja
al chico conmigo: podemos sacar algo de él. Mira a los otros chicos, Manolín,
sin ir más lejos; le pregunto cosas y agacha la cabeza, y no hay manera de
hacerle hablar. Pero Mariano tiene madera; te digo yo que podemos sacar algo de
él.
-¿Y
cómo –dijo Casto-, cómo voy a dejarlo aquí si es mi hijo mayor? En él tengo
puestas todas mis esperanzas.
Dos
años exactamente después de que se proclamara la república, un primero de
abril, partieron para Chozas. El último día que fue con las vacas, Mariano, al
salir del monte, volvió la vista atrás y se dijo a sí mismo: “adiós,
Valdenavarre, ¡ojalá no te vuelva a ver!” En Chozas había una dehesa cerrada y
no tendría que ir con las vacas, como en Orejana: iría a la escuela todos los
días. Atrás quedaban los zajones que le hizo su tío Nicolás de unos viejos de su padre, para que no tuviera frío.
Atrás las piedras de la pared del prado del Hoyo, donde se machacó un dedo y se
lo tuvo que lavar con vinagre y salmuera. Atrás las apreturas, las soledades,
las calamidades sin cuento. Cuando subieron a la camioneta con las vacas y los
enseres, en la mente de todos estaba, con la claridad de la aurora, la
esperanza de una vida nueva.
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