sábado, 8 de julio de 2017

LA PETENERA





LA PETENERA

 

             Gervasia vivía en una de las calles olvidadas del pueblo. Era una casa baja, alargada y chata, de un solo piso. Su fachada, pintada de colores grises, era como todas las fachadas de su misma calle; unas eran más blancas, otras de colores; unas eran claras, otras oscuras; y los colores eran cenicientos como las nubes de una tarde gris, opacos, sin brillo, como casas vestidas de luto, sin ostentación.
            Era una calle amplia, de horizontes rotos, como las calles donde juegan los niños. Pero los niños ya no jugaban como antaño porque veinte veces al día la calle se llenaba de coches. Los edificios, de una sola planta, habían sido invadidos por casas más altas. Primero fue una casa con balcón. Luego tiraron la que había al lado y junto al balcón construyeron otra de dos pisos. Y en el hueco que quedaba en la esquina, al correr del tiempo, construyeron un supermercado. Las aceras se llenaron de coches y los coches se llenaron de gente. Y la gente que iba en los coches dio a luz otros coches, que tuvieron otros más; algunos llegaron a camiones, otros fueron a chatarra. Las aceras se cubrieron más y allí donde había habido niños, sólo quedaban ruedas; y el suelo donde jugaban a las bolas se llenó de asfalto, y la tierra que llenaba las calles se cubrió de cemento, y ya no había tierra ni hierba ni piedras en la plaza que crecía en torno al caño.
            En una de esas casas, olvidada en el tiempo, vivía Gervasia. Paco estaba con ella en una tarde gris, con el cielo lleno de nubes hinchadas de agua. Era una tarde de verano y el carro, tirado por un pobre burro, sesteaba. Entre sus ruedas caminaba el triste perro que, indolente, iba atado a la carreta. A los dos lados del burro iban un viejo y una vieja. Por las rendijas de la persiana Gervasia y Paco, en el aburrimiento de la siesta, miraban.
            Entremos. Si nos acercamos a la puerta hay un batiente de madera verde, hay un timbre, y una aldaba. Entremos. Hay un vestíbulo oscuro, porque no pasa la luz y las puertas de las habitaciones están cerradas. Dejemos la cocina a un lado. A la derecha hay una puerta que lleva a un cuarto de estar, con una mesa camilla, un aparador con tele, una cortina gris, algunas verdes macetas y una ventana. Hay un sofá frente al televisor, en la pared, como en todas las casas. La tele que está puesta, el sofá, la mesa camilla, las macetas, todo es un decorado de antaño; y antaño, como si fueran celosías, la gente miraba por las rendijas de las persianas.
            Paco acababa de llegar hacía poco. Eran las cinco de la tarde. La oscuridad los protegía, como un anticipo del verano, de los rigores del sol. Se estaba terminando el mes de mayo. Paco, enfundado en una camiseta corta, no disimulaba su mal humor.
            -¿Pero no iba a venir la tía Berta?
            Gervasia respondía, como un animal acorralado, por defenderse nada más.
            -Sí, pero no ha venido.
            -¿Te ha llamado?
            -No.
            -Pero ¿la has llamado tú?
            -No, tampoco.
            -¿Entonces cómo quieres que venga?
            Gervasia callaba. No se atrevía a contrariarle, pero en tres preguntas él había desnudado su falta de razón. No había razones que valieran: ella le había engañado.
            -¿No me dijiste ayer que ibas a llamar a la tía?
            -Sí.
            -¿Y por qué no la has llamado?
            -No sé.
            Ella se encogió de hombros. Después levantó la cabeza, hundiendo el cuello en la espalda y arqueando las cejas, mientras apretaba los labios en un gesto de no saber qué responder. Paco sabía que su madre era tímida; y que su timidez la alejaba del teléfono, como un aparato que ella contemplaba todavía con ademán supersticioso. No estaba acostumbrada a llamar. Por no molestar. Hasta las llamadas más necesarias las omitía por no saber qué decir. Por otra parte tampoco le importaba la gente. Huía de los demás en la calle, en la tienda, en los bancos, en la plaza. Si salía era para hacer un recado; y en seguida se volvía a casa, a ser posible sin encontrarse con nadie.
            Paco iba a hacer algunas cosas aquella tarde. La víspera había quedado con ella en que iría a casa de su hermana Berta, pero ella no fue porque ni siquiera la había llamado. Berta vivía en la otra parte del pueblo. Gervasia y Berta llevaban semanas sin verse. Y eran hermanas. Si eso pasaba entre ellas ¿qué no sería con extraños?
            -¿Te ha llamado alguien?
            -No creo. El teléfono no parpadea. Tú verás.
 

             Los teléfonos de entonces tenían un piloto que se encendía. Si alguien llamaba cuando no había nadie en casa, se encendía la luz; y la luz parpadeaba hasta que alguien descolgara para ver las llamadas recibidas. Gervasia no sabía hacerlo. ¡Cuántas veces Paco se lo había querido enseñar! Y ella, terca como una mula, le decía a su hijo siempre:
            -¡Yo no entiendo de esas cosas!
            -¡Pero escucha! –le decía él-. ¡Te estoy explicando! ¿No lo quieres entender?
            Gervasia callaba.
            Entonces él, para no ensañarse con su madre, dejaba de preguntarle cosas. Ella se quejaba de que nunca la llamaban, y él siempre le decía: ¿cómo te van a llamar, si tú huyes de todos?
            No obstante, para que ella no se sintiera sola le hacía siempre el mismo recorrido. Miraba las llamadas del teléfono (casi nunca había ninguna). Miraba el buzón de las cartas (siempre estaba vacío). Cuando a veces, muy de pascuas a ramos, sonaba el timbre, era que llegaba el cartero; o el recibo de la luz, o el que leía el contador del agua, o el presidente de la comunidad. Pero ella no tenía comunidad siquiera: su casa era individual, y, a pesar de que se lo habían propuesto, ella nunca quiso compartir recibos ni tener calefacción compartida.
            Paco ya había decidido quedarse con ella. Estaría un par de horas, y luego se volvería a casa. Alguna vez, para hacerse la víctima, ella le decía:
            -No te quedes aquí. Tú vete con los tuyos.
            Y le dolía que le dijese eso. Aquella forma de hablarle le partía el corazón. Pero él estaba resuelto a no ceder al chantaje. El egoísmo de la gente mayor, cuando se vierte en la persona que la cuida, se vuelve tan solitario como tirano.
            Gervasia llevaba una semana sin salir de casa. Paco iba  ver a su madre todas las tardes pero había días que tenía las tardes ocupadas: entonces se preocupaba de que estuviera con la tía Berta; y, cuando ya él lo había dejado todo listo, Gervasia rehusaba coger el teléfono para llamarla: y se quedaba sola. Su desidia era tal, que prefería estar días sin salir ni hablar antes que hablar con nadie por propia iniciativa; y luego los malos humos, el hastío, el abatimiento, la depresión, se los cargaba a Paco.
            Salieron a pasear aquella tarde. Ella lo agarraba del brazo, y andaban a pasitos cortos mientras salían de casa, enfilaban por la calle, llegaban hasta la plaza, recorrían el paseo lleno de bancos y salían al prado; para volver de nuevo a casa, andando por el pinar. Por el paseo saludaban a la gente, y las vecinas de los bancos a veces los paraban, se dirigían a su madre y le empezaban a hablar. Él, entonces, se iba apartando sin marcharse, pero ella abandonaba a las mujeres que le hablaban y, con una despedida cortante, se volvía hacia su hijo.
            Cuando volvieron a casa estaban cansados los dos. Gervasia se quejaba de la rodilla. Paco, sabiendo de su reuma, no la forzaba demasiado; pero siempre la obligaba a pasear, y ella, que al principio se resistía, cuando volvían a casa disfrutaba de una sensación de bienestar que la embriagaba. La había obligado su hijo. La había obligado a hacer lo que a ella le gustaba (manda narices); porque, cuando él lo ponía en manos de ella, ella se podía pasar semanas enteras sin salir. Era como un bulto: lo dejas en el cuarto y ahí se puede estar las horas muertas, hasta que vuelves a cogerlo; porque la iniciativa de cambiar de sitio no va a salir nunca de él.
            Paco se despidió de su madre. Al día siguiente volvería a verla de nuevo. Salió por la puerta verde, junto a la ventana por cuyas rendijas, agazapada tras la persiana (Paco lo sabía), Gervasia lo miraba. Paco caminó entre los coches, pasó por el supermercado del rincón, dobló por la esquina y se dirigió hacia la plaza. En una de aquellas calles estaba la  casa de Isaac. Por su ventana salía, como un lamento, en una exhalación de la persiana, la petenera:
                                               ¡Qué pocos amigos tiene
el que no tiene que dar!


           

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