LA PETENERA
Era
una calle amplia, de horizontes rotos, como las calles donde juegan los niños.
Pero los niños ya no jugaban como antaño porque veinte veces al día la calle se
llenaba de coches. Los edificios, de una sola planta, habían sido invadidos por
casas más altas. Primero fue una casa con balcón. Luego tiraron la que había al
lado y junto al balcón construyeron otra de dos pisos. Y en el hueco que
quedaba en la esquina, al correr del tiempo, construyeron un supermercado. Las
aceras se llenaron de coches y los coches se llenaron de gente. Y la gente que
iba en los coches dio a luz otros coches, que tuvieron otros más; algunos
llegaron a camiones, otros fueron a chatarra. Las aceras se cubrieron más y
allí donde había habido niños, sólo quedaban ruedas; y el suelo donde jugaban a
las bolas se llenó de asfalto, y la tierra que llenaba las calles se cubrió de
cemento, y ya no había tierra ni hierba ni piedras en la plaza que crecía en
torno al caño.
En
una de esas casas, olvidada en el tiempo, vivía Gervasia. Paco estaba con ella
en una tarde gris, con el cielo lleno de nubes hinchadas de agua. Era una tarde
de verano y el carro, tirado por un pobre burro, sesteaba. Entre sus ruedas
caminaba el triste perro que, indolente, iba atado a la carreta. A los dos
lados del burro iban un viejo y una vieja. Por las rendijas de la persiana
Gervasia y Paco, en el aburrimiento de la siesta, miraban.
Entremos.
Si nos acercamos a la puerta hay un batiente de madera verde, hay un timbre, y
una aldaba. Entremos. Hay un vestíbulo oscuro, porque no pasa la luz y las
puertas de las habitaciones están cerradas. Dejemos la cocina a un lado. A la
derecha hay una puerta que lleva a un cuarto de estar, con una mesa camilla, un
aparador con tele, una cortina gris, algunas verdes macetas y una ventana. Hay
un sofá frente al televisor, en la pared, como en todas las casas. La tele que
está puesta, el sofá, la mesa camilla, las macetas, todo es un decorado de
antaño; y antaño, como si fueran celosías, la gente miraba por las rendijas de
las persianas.
Paco
acababa de llegar hacía poco. Eran las cinco de la tarde. La oscuridad los protegía,
como un anticipo del verano, de los rigores del sol. Se estaba terminando el
mes de mayo. Paco, enfundado en una camiseta corta, no disimulaba su mal humor.
-¿Pero
no iba a venir la tía Berta?
Gervasia
respondía, como un animal acorralado, por defenderse nada más.
-Sí,
pero no ha venido.
-¿Te
ha llamado?
-No.
-Pero
¿la has llamado tú?
-No,
tampoco.
-¿Entonces
cómo quieres que venga?
Gervasia
callaba. No se atrevía a contrariarle, pero en tres preguntas él había
desnudado su falta de razón. No había razones que valieran: ella le había
engañado.
-¿No
me dijiste ayer que ibas a llamar a la tía?
-Sí.
-¿Y
por qué no la has llamado?
-No
sé.
Ella
se encogió de hombros. Después levantó la cabeza, hundiendo el cuello en la
espalda y arqueando las cejas, mientras apretaba los labios en un gesto de no
saber qué responder. Paco sabía que su madre era tímida; y que su timidez la
alejaba del teléfono, como un aparato que ella contemplaba todavía con ademán
supersticioso. No estaba acostumbrada a llamar. Por no molestar. Hasta las
llamadas más necesarias las omitía por no saber qué decir. Por otra parte
tampoco le importaba la gente. Huía de los demás en la calle, en la tienda, en
los bancos, en la plaza. Si salía era para hacer un recado; y en seguida se
volvía a casa, a ser posible sin encontrarse con nadie.
Paco
iba a hacer algunas cosas aquella tarde. La víspera había quedado con ella en
que iría a casa de su hermana Berta, pero ella no fue porque ni siquiera la
había llamado. Berta vivía en la otra parte del pueblo. Gervasia y Berta
llevaban semanas sin verse. Y eran hermanas. Si eso pasaba entre ellas ¿qué no
sería con extraños?
-¿Te
ha llamado alguien?
-No
creo. El teléfono no parpadea. Tú verás.
Los
teléfonos de entonces tenían un piloto que se encendía. Si alguien llamaba
cuando no había nadie en casa, se encendía la luz; y la luz parpadeaba hasta
que alguien descolgara para ver las llamadas recibidas. Gervasia no sabía
hacerlo. ¡Cuántas veces Paco se lo había querido enseñar! Y ella, terca como
una mula, le decía a su hijo siempre:
-¡Yo
no entiendo de esas cosas!
-¡Pero
escucha! –le decía él-. ¡Te estoy explicando! ¿No lo quieres entender?
Gervasia
callaba.
Entonces
él, para no ensañarse con su madre, dejaba de preguntarle cosas. Ella se
quejaba de que nunca la llamaban, y él siempre le decía: ¿cómo te van a llamar,
si tú huyes de todos?
No
obstante, para que ella no se sintiera sola le hacía siempre el mismo
recorrido. Miraba las llamadas del teléfono (casi nunca había ninguna). Miraba
el buzón de las cartas (siempre estaba vacío). Cuando a veces, muy de pascuas a
ramos, sonaba el timbre, era que llegaba el cartero; o el recibo de la luz, o
el que leía el contador del agua, o el presidente de la comunidad. Pero ella no
tenía comunidad siquiera: su casa era individual, y, a pesar de que se lo
habían propuesto, ella nunca quiso compartir recibos ni tener calefacción
compartida.
Paco
ya había decidido quedarse con ella. Estaría un par de horas, y luego se
volvería a casa. Alguna vez, para hacerse la víctima, ella le decía:
-No
te quedes aquí. Tú vete con los tuyos.
Y
le dolía que le dijese eso. Aquella forma de hablarle le partía el corazón.
Pero él estaba resuelto a no ceder al chantaje. El egoísmo de la gente mayor,
cuando se vierte en la persona que la cuida, se vuelve tan solitario como
tirano.
Gervasia
llevaba una semana sin salir de casa. Paco iba
ver a su madre todas las tardes pero había días que tenía las tardes
ocupadas: entonces se preocupaba de que estuviera con la tía Berta; y, cuando
ya él lo había dejado todo listo, Gervasia rehusaba coger el teléfono para
llamarla: y se quedaba sola. Su desidia era tal, que prefería estar días sin
salir ni hablar antes que hablar con nadie por propia iniciativa; y luego los
malos humos, el hastío, el abatimiento, la depresión, se los cargaba a Paco.
Salieron
a pasear aquella tarde. Ella lo agarraba del brazo, y andaban a pasitos cortos
mientras salían de casa, enfilaban por la calle, llegaban hasta la plaza, recorrían
el paseo lleno de bancos y salían al prado; para volver de nuevo a casa,
andando por el pinar. Por el paseo saludaban a la gente, y las vecinas de los
bancos a veces los paraban, se dirigían a su madre y le empezaban a hablar. Él,
entonces, se iba apartando sin marcharse, pero ella abandonaba a las mujeres
que le hablaban y, con una despedida cortante, se volvía hacia su hijo.
Cuando
volvieron a casa estaban cansados los dos. Gervasia se quejaba de la rodilla.
Paco, sabiendo de su reuma, no la forzaba demasiado; pero siempre la obligaba a
pasear, y ella, que al principio se resistía, cuando volvían a casa disfrutaba
de una sensación de bienestar que la embriagaba. La había obligado su hijo. La
había obligado a hacer lo que a ella le gustaba (manda narices); porque, cuando
él lo ponía en manos de ella, ella se podía pasar semanas enteras sin salir.
Era como un bulto: lo dejas en el cuarto y ahí se puede estar las horas
muertas, hasta que vuelves a cogerlo; porque la iniciativa de cambiar de sitio
no va a salir nunca de él.
Paco
se despidió de su madre. Al día siguiente volvería a verla de nuevo. Salió por
la puerta verde, junto a la ventana por cuyas rendijas, agazapada tras la
persiana (Paco lo sabía), Gervasia lo miraba. Paco caminó entre los coches,
pasó por el supermercado del rincón, dobló por la esquina y se dirigió hacia la
plaza. En una de aquellas calles estaba la
casa de Isaac. Por su ventana salía, como un lamento, en una exhalación
de la persiana, la petenera:
¡Qué
pocos amigos tiene
el que no tiene que dar!
Muy bonito. Me suena bastante. ¿Por qué será? :)
ResponderEliminarEcos de la historia cotidiana.
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