Un día escribí algo sobre el método
científico y mi amigo Eloy me hizo darles más vueltas a las cosas;
ampliar la perspectiva con la que yo las había enfocado en un principio; las
líneas que siguen son producto de esa incitación a pensar que viene de él, y por eso se las dedico con todo cariño, rogándole
que no deje nunca de criticar; la crítica es la única arma que tiene la razón.
EL MÉTODO AXIOMÁTICO
Las ciencias formales (fundamentalmente
lógica y matemáticas), a diferencia de las empíricas, utilizan el método
axiomático: plantean unas cuantas verdades básicas (tienen que ser muy pocas),
y a partir de ellas deducen teoremas; a esas verdades las solemos llamar
axiomas (es decir afirmaciones que se admiten sin discusión; que son tan evidentes
que no hace falta demostrarlas). A partir de unos pocos axiomas, pues, mediante
cadenas deductivas, podemos deducir toda la geometría de Euclides; dentro de
ella encontramos el teorema de Pitágoras, el teorema de Tales, el teorema del
cateto y un largo etcétera.
Para entenderlo bien vamos a
ilustrarlo con un ejemplo; uno que es gráfico y sencillo: la filosofía de
Parménides; filosofía axiomática donde las haya (aunque tengamos que esperar
hasta Aristóteles para que se popularice el término “axioma”). Parménides parte
de dos principios: primero, que el ser es; y segundo, que el no-ser no es;
estos dos axiomas son tan evidentes que a cualquiera le parece una estupidez
preocuparse por ellos; son tan claros que a nuestra mente le parece una pérdida
de tiempo pensarlos: y es lo que nosotros vamos a hacer ahora; pensemos en
ellos; nos sorprenderá que de lo que no se puede dudar se pueden desprender
consecuencias dudosas; y asombrosas.
Para ello baste con preguntarnos
cuántos seres hay. Intentemos responder a esa pregunta: si hubiera más de uno,
ambos estarían separados; y ¿qué es lo que puede separar a dos trozos de ser?
Un trozo de no-ser, por supuesto. Pero el no-ser no existe: por lo tanto el ser
no puede estar fragmentado en trozos, ser sólo hay uno; aunque la experiencia
nos diga que el mundo está hecho de múltiples seres que nos rodean. El primer teorema
de la axiomática de Parménides, que ser sólo hay uno, contradice a la evidencia
sensorial, pero concuerda con la evidencia racional: la experiencia y el
pensamiento van por caminos distintos; junto a las cosas que pensamos y que
están conformes con la realidad, tenemos que admitir que hay pensamientos que
contradicen a la experiencia. ¿A quién debemos creer? ¿A la experiencia o a la
razón? La experiencia me indica que el sol gira alrededor de la tierra, pero la
razón nos dice que es al revés.
Prosigamos. Hagámonos ahora otra
pregunta: ¿el ser se mueve? Intentemos responder; y hagámoslo, como antes,
partiendo del único sitio del que estamos autorizados a partir; de nuestros dos
axiomas. Si el ser se moviera ¿hacia dónde iría? Hacia el no-ser. Pero el
no-ser no existe; luego el ser no se mueve. Nuevamente la experiencia nos
muestra que casi todo es movimiento a nuestro alrededor; pero la razón nos dice
que nada se mueve. ¿A quién creemos? Vivimos en un mundo de apariencias que no
siempre corresponden a la realidad; y tenemos dos guías, uno que nos lleva por
la apariencia y otro que, traspasando el velo de lo aparente, nos lleva a la
lógica de lo real; veo que la cuchara parece que está doblada cuando la meto en
un vaso de agua: ¿me debo fiar de lo que veo, o de lo que pienso? Veo que el
sol es del tamaño de una naranja, pero la razón me dice que es mucho mayor que
la tierra. Y veo que el mismo objeto que es pequeño cuando lo miro de lejos se
vuelve grande cuando lo veo de cerca, pero la lógica me dice que, esté lejos o
cerca, su tamaño no cambia. También pruebo una fresa y veo que sabe a fresa,
pero a veces siento sabor a fresa y lo que como no es una fresa: es un caramelo
con saborizante.
La razón nos dice que de las
apariencias sólo podemos fiarnos cuando concuerdan con ella, y su lógica es el
método axiomático. Partiendo de dos axiomas (el ser es y el no-ser no es) hemos
llegado a dos teoremas: que no hay pluralidad de cosas en el mundo y que nada
se mueve. Lo hemos descubierto razonando. Un razonamiento es una operación
mediante la cual sacamos una conclusión de unos argumentos; a esos argumentos
los llamamos premisas, porque vienen antes de la conclusión (literalmente, “lo
que ponemos antes”: ése es su significado en latín). Las premisas de cualquier
razonamiento son conclusiones de un razonamiento anterior; las cuales, a su
vez, lo son de otro que alguien ha hecho antes, y así sucesivamente. Remontando
hasta el final en esta cadena deductiva encontraremos premisas que no son
conclusiones de nada: ésos son los axiomas. Los axiomas pueden ser evidencias
que no necesitan ser demostradas (como que cinco minutos antes de morir todavía
estaré vivo) o convenios más o menos arbitrarios. En el lenguaje común a las
evidencias las llamamos verdades de Perogrullo o, simplemente, perogrulladas:
imaginemos la cara que pondrían los padres de un alumno cuando se enteran de
que en clase de filosofía (o de matemáticas) aprenden cosas tan interesantes
como que si la luz está encendida es porque no está apagada.
Prosigamos. Con el ejemplo de
Parménides nos hemos acercado a axiomas evidentes, que eran los que usaban los
griegos (volvamos a Euclides: el todo es mayor que la parte; o a Aristóteles:
entre la verdad y la falsedad no hay nada). Hoy la ciencia utiliza axiomas que
no tienen por qué ser evidentes, y que se definen de manera operativa o son el
resultado de un convenio. Para entenderlo podemos pensar en un juego: por
ejemplo el ajedrez. El que lo inventó pensó que su funcionamiento se regulaba
por varios axiomas; citemos uno de ellos:
(p → d) ˄ ¬(p → ¬d) ˄ (d’ → ¬d) ˄ ((p ˄ c) → d’)
Vayamos por partes: (p → d)
significa que los peones se mueven hacia adelante; ¬(p → ¬d), que ningún peón
se mueve en ninguna dirección que no sea hacia adelante; (d’ → ¬d), que la
diagonal forma parte de las direcciones que no van hacia delante; y ((p ˄ c) →
d’), que si un peón come, es siempre en diagonal.
Hay tantos axiomas como figuras en
el ajedrez. Si un jugador mueve una pieza sin respetar las instrucciones de los
axiomas, está jugando mal. Podrá hacer que todas las fichas se muevan en
diagonal, pero entonces ya no tendrá sentido que tengan formas diferentes; y
con el cambio de morfología sólo habrá dos figuras básicas: la blanca y la
negra; habrán cambiado los axiomas y con ellos las figuras, y entonces ya no
estaremos jugando al ajedrez, sino a las damas. Del mismo modo una teoría
científica es un juego de axiomas del que se desprende una multitud de
teoremas; si alguno de los teoremas contradice a alguno de los axiomas, nos
habremos metido en una teoría bien distinta, aunque creamos que no nos hemos
salido de la misma; como aquel jugador que, en pleno partido, coge la pelota con
la mano; si sigues jugando al fútbol el árbitro pitará falta, y si no pita, es que ya no estás jugando al
fútbol, sino al rugby. Del mismo modo la teoría de la gravitación de Newton
reposa sobre tres axiomas: el principio de la inercia, la definición de la
fuerza como producto de la masa por la aceleración, y el principio de acción y
reacción. De estos axiomas se deriva la consecuencia de que dos velocidades que
se suman (por ejemplo un viajero que anda dentro de un tren en marcha) dan como
resultado una velocidad mayor. Si al calcular movimientos en el espacio
encontramos velocidades que se suman sin que el resultado sea mayor que los
sumandos, es que ya no estamos en la teoría de la gravitación, sino en la de la
relatividad; y no estaremos en el juego de Newton, sino en el de Einstein; y,
una de dos, o han cambiado los axiomas, o hemos añadido uno que nos faltaba.
Hagamos, en este punto, un pequeño
inciso. Cada científico descubre sus propias leyes usando el método
hipotético-deductivo (ya sabes, el del pis de los angelitos). Galileo descubrió
la ley del péndulo, y la de la caída de los cuerpos; Kepler, la de las órbitas
elípticas y la relación de la distancia con el período; Descartes, la de la
cantidad de movimiento; y así sucesivamente. Cada ley es como un juguete, y el
niño, cuando juega con ellos, no los guarda siempre en los mismos cajones (los
cajones que les corresponden). El científico que descubre leyes es como el niño
que juega con juguetes; y el que descubre teorías es como la madre que los coloca
todos después de haber jugado con ellos. El método hipotético-deductivo nos
permite descubrir cosas sobre la realidad; el método axiomático nos ayuda a
ordenarlas; Newton axiomatizó la ciencia de su época: matematizándola más allá
de donde llegaba Galileo. Euclides axiomatizó (ordenó) la geometría, Peano hizo
lo mismo con la aritmética, Russell y Hilbert con la lógica… Pero toda
axiomatización (es decir toda teoría) es una colocación provisional de la ciencia;
siempre podemos descubrir un armario que nos venga mejor que el que estábamos
utilizando: la relatividad mejoró la gravitación, las geometrías no-euclídeas
mejoraron a Euclides, Hilbert mejoró a Russell y las lógicas paraconsistentes
(como en Lesniewski o Newton da Costa) mejoraron la lógica bivalente que hemos
heredado de Aristóteles. Y si alguien se atreve a decir que una teoría vale
para siempre estará metiendo la pata: como Kant cuando dijo que la lógica había
salido ya completamente acabada de la cabeza de Aristóteles (y lo dijo un poco
antes de que Peirce, Morgan y Boole empezaran a matematizar la lógica).
Lewis Carroll[i] hace
decir a Alicia, desde el otro lado del espejo, que la cuestión es saber quién tiene
razón; y le contesta Humpty Dumpty que la cuestión es saber quién manda. (El
primer Wittgenstein seguiría luego la lógica de Alicia, y el segundo la de
Humpty Dumpty; la sintaxis y la semántica se transformarán, con él, en
pragmática). Creemos que nos asiste la razón cuando hacemos ciencia, y lo que
llamamos razón es sólo una parte de la razón; Aristóteles creía enunciar una
razón universal cuando afirmaba que entre lo verdadero y lo falso no había
posibilidades intermedias: hoy sabemos que sí las hay, y que la verdad es
borrosa; la bivalencia aristotélica nos ha permitido construir ordenadores, pero
necesitamos una lógica difusa para construir sistemas expertos (que en un
futuro se convertirán en androides). La ciencia, buscando leyes, es libertad;
pero ordenándolas (y ahí está el método axiomático) parece perderla: no es así;
cada nueva teoría tendrá que dejar paso a una más nueva porque, como nunca
paran de crecer, siempre necesitarán armarios; como el niño que un día se ahoga
en la cuna y empieza a necesitar una cama; y, corriendo los años, la cama de
matrimonio sustituirá a su vieja cama de soltero y después, un poco más tarde,
ya no le bastará cambiar de cama sino que tendrá, también, que cambiar de casa.
La ciencia siempre se está cambiando de casa. Y es que no puede parar.
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