sábado, 17 de mayo de 2014

El pis de los angelitos



EL PIS DE LOS ANGELITOS


              -Ahora –dijo Juan- voy a dar una explicación posible; la lluvia es el pis de los angelitos.
            Se rieron todos. Juan los provocó.
            -¿Pensáis que no es una explicación científica?
            -¡Noooo! –dijeron Mario, y Estrella, y Laura, y Manuel, y Jonathan, y todos los demás. Y no paraban de reír.
            -Me parece que sois un saco de prejuicios –terció Juan-. ¿Qué es una explicación científica?
            Claro, no lo sabían. La sonrisa se les congeló en los labios.
            -Una explicación científica es algo que se puede contrastar. Y vosotros creéis que es toda idea que no contiene las palabras “ángeles”, “espíritus”, “poderes”, y cosas así.
            Evidentemente, era lo que todos creían. Pero no se atrevieron a asentir porque no sabían por dónde les iba a salir Juan.
            -¿No pensáis que la enfermedad es un espíritu que se mete en el organismo sano, volviéndolo enfermo? Como los endemoniados de la Biblia.
            Ahí ya recuperaron la sonrisa. Estaban seguros de tener razón, y de que su razón era irrefutable. Lo negaron.
            -Y sin embargo, es verdad –aseguró Juan.
            Un murmullo de desaprobación general se levantó de la clase. Juan sabía que tendría que buscar argumentos demasiado contundentes para poder vencer. Pero no le costó nada.
            -Así lo afirmaban los iatroquímicos en el siglo XVII. Y en el siglo XIX lo confirmó Pasteur. Sólo que Pasteur, en vez de llamarlos espíritus, los llamó microbios.
            Era gracioso ver cómo la clase se quedaba congelada cada vez que Juan daba un golpe de efecto.
            -Vuestros prejuicios no os dejan ver la realidad. Os dejáis cuadricular por las palabras. Creéis que admitir la existencia de espíritus es superstición, mientras que la de los microbios no lo es. Y no sabéis mirar la realidad detrás de las apariencias. Lo que importa es la idea, no las palabras. La idea es que la enfermedad está causada por la intromisión de un ser extraño en nuestro cuerpo; cómo lo llamemos es secundario. Podemos llamarlos espíritu o microbio, da igual. Es sólo cuestión de palabras. Vuestro rechazo a admitir ciertas palabras en el lenguaje científico os incapacita para comprender el avance de la ciencia.
            Sólo Sara se atrevió a decir:
            -Lo que dices es verdad, Juan. Pero debes reconocer que nosotros no estamos acostumbrados a ver las cosas de esa manera.
            -Claro. Y para eso estoy yo: para agitar las conciencias. (Eso no lo digo yo, lo decía Unamuno). La misión del profesor es combatir las supersticiones; y una superstición engañosa es desterrar ideas que se expresan con palabras que consideramos supersticiosas, sólo porque nos fijamos en ellas y no en sus significados. Cuando un científico descubre una realidad nueva no tiene palabras para nombrarla; unas veces se inventa una palabra nueva, y nos parece científica (todos los neologismos nos lo parecen); pero otras veces recurren a palabras ya existentes, y las utilizan dándoles un significado distinto; pero si esas palabras ya estaban teñidas de sentido religioso, tenderemos a rechazarlas; porque nos fijamos en el significado antiguo, no en el nuevo. Estoy de acuerdo en que los sabios son torpes muchas veces, al usar términos ambiguos para nombrar realidades científicas. Pero hay que tener en cuenta también que el avance de la ciencia está unido a una controversia religiosa. Las palabras les podían servir de camuflaje.
            Álvaro reconoció que tenía razón. Pero ellos no estaban entrenados en estas lides para superar una batalla dialéctica.
            -Volvamos a nuestro ejemplo –continuó Juan-. Una idea científica no es la que no contiene términos religiosos, sino la que se puede contrastar. Que la lluvia es el pis de los angelitos será una idea científica si se puede contrastar; aunque contenga la palabra “angelitos”. ¿Cómo la contrastaremos? 


            Se dirigió a los alumnos en busca de respuesta. Después, ante la falta de respuesta, cambió aquella pregunta silenciosa por una pregunta con palabras. En lugar de limitarse a levantar ligeramente el mentón arqueando las cejas, ahora dijo:
            -¿A quién se le ocurre un experimento para comprobar si nuestra hipótesis es verdadera?
            El primero que habló fue Mario.
            -Bastaría con subir en avión hasta las nubes y buscar angelitos mientras llueve.
            -Mm... No está mal. Y si no los encontramos será que la hipótesis no era correcta.
            -Claro –dijo Mario.
            Pero Álvaro criticó esta conclusión.
            -Podría ser que los ángeles fueran invisibles. O que no fueran perceptibles con nuestros habituales métodos de observación.
            -Sí, Álvaro, pero inventar uno nuevo sería quizá más difícil que resolver el problema de la naturaleza de la lluvia. La ciencia no avanza planteando problemas difíciles para resolver problemas sencillos.
            Así estuvieron un momento. Ante la falta de alternativas Juan propuso, por fin, la suya.
            -He aquí un posible experimento: recogemos gotas de lluvia y las analizamos en el laboratorio. Si encontramos amoniaco es que la lluvia es orín. Todavía quedaría por saber si el autor del orín es un ángel o cualquier otro ser desconocido, pero eso es secundario; lo mismo nos da llamarle ángel que microbio, o partícula, u organismo. Da igual. No nos vamos a dejar asustar ni engañar por las palabras.
            Álvaro hizo una objeción interesante.
            -Podría ser que el orín de los ángeles no contuviera amoniaco. Quizá los ángeles, como son más puros que nosotros, tengan una composición distinta. –Y aclaró acto seguido: -suponiendo que tengan cuerpo.
            -Por supuesto. Pero eso no nos hace avanzar, antes al contrario: nos paraliza. Suponemos que la composición de los orines celestiales es distinta, y eso nos abre todas las posibilidades del mundo; nos abre muchos caminos y no sabemos cuál tomar. Necesitamos una hipótesis que nos oriente hacia uno de ellos. Porque no podemos investigar a ciegas. El científico tantea el mundo con sus hipótesis, y las hipótesis lo van guiando; lo que no hace es dar palos al azar a ver si sale algo.
            -Sí, supongo –dijo Álvaro-. ¿Cómo procederíamos?
            -Verás: si después de haber analizado la lluvia encontramos amoniaco, es que es el pis de... de alguien; por ejemplo, los angelitos.
            -No necesariamente. El amoniaco puede proceder de las emisiones de alguna fábrica, que las haya vertido en forma de gas o en forma líquida.
            -Cierto: de modo que hay que descartar esas posibilidades hasta que sólo queden los ángeles como única explicación plausible.
            -Pero eso no es posible, Juan. Siempre que descartemos una posibilidad será posible imaginar otra. Nunca acabaríamos de idear explicaciones plausibles. 


            -Así es: el número de hipótesis puede ser infinito; por eso una idea nunca está probada de manera definitiva; cada prueba que le hagamos pasar la corroborará más y más, y cuantas más pruebas supere será más plausible, pero nunca será segura a cien por cien; siempre nos quedará la posibilidad de que un día alguien diseñe un experimento que la refute.
            -¿Entonces, las leyes científicas no son seguras?
            -No. Sólo lo son las creencias religiosas, pero la seguridad que dan no es racional, sino afectiva. Y la ciencia no puede avanzar con el corazón: avanza con la cabeza.
            -Pero si yo tengo una canica blanca en una caja y saco todas las canicas menos una y ninguna de las que he sacado es blanca, entonces tengo la seguridad de que la única canica que queda es la blanca; aunque no la haya visto.
            -Sí, porque la caja de canicas contiene un número finito de elementos; la seguridad desaparece en cuanto trabajamos con conjuntos infinitos: como en el estudio de la lluvia; el número de hipótesis que pueden explicar su naturaleza es potencialmente infinito.
            -Es verdad...
            -Cuando lees un prospecto farmacéutico siempre hay un apartado que dice “efectos adversos”: fijaos que nunca se dice que no los haya; suele decir casi siempre: “hasta ahora no se han descrito”; lo que no quiere decir que no los haya; tú puedes ser el primero en experimentarlos.
            Álvaro escuchaba pensativo. Mientras tanto Estrella, que también estaba concentrada, hizo una pregunta.
            -Perdona, pero me cuesta admitir que la ciencia no sea segura.
            -¿Ves? Ése es otro prejuicio. Creéis en la infalibilidad de la ciencia como antaño se creía en la del papa. Si Newton no hubiera sido infalible no habría sido corregido por Einstein.
            -Quizá...
            -Cuantas más canicas negras saco de mi caja mayor es la probabilidad de que la próxima vez saque la blanca; pero puede que la próxima vez salga otra negra; que una cosa sea más probable no quiere decir que sea segura.
            -Sí... –Álvaro vacilaba.
            -Las hipótesis científicas son explicaciones que podemos comprobar; pero su comprobación nunca es definitiva porque el fenómeno observado en el experimento puede ser explicado por hipótesis alternativas. Cada experimento es como un asalto, y la hipótesis es una muralla que se protege con toda suerte de defensas, incluso con hipótesis auxiliares; cuantos más asaltos resista más fortalecida saldrá, pero nunca sabremos si al siguiente asalto empezará a desmoronarse. Las explicaciones científicas siempre son provisionales; aunque una explicación que ha resistido numerosas pruebas nos puede dar una seguridad moral, si no científica.
            -¿Entonces la gente de ciencia nunca puede decir taxativamente: esto es así?
            -No. La gente de ciencia es muy cauta. Dirá que es muy probable que esto sea así, o que hay evidencias de que difícilmente será de otro modo... pero será prudente a la hora de comunicar sus resultados. Cuando un científico es dogmático se vuelve doctrinario, y entonces habla de la ciencia como si fuera una religión, seguro de que no puede fallar, y él es el sacerdote del laboratorio.
            Los alumnos sonrieron. Entonces Juan puso una canción de Violeta Parra. En su estribillo hablaba de “Valentina”. La melodía tenía brío, y su voz refutaba la existencia de dios con mucha garra. Juan estaba convencido de que se trataba de Valentina Tereshkova: la primera mujer astronauta. Ella, que surcó los cielos, podría decirnos si había visto a dios.
            -Pero no lo había visto. Dios no estaba en el cielo y aquélla era la prueba definitiva.
            -No estoy de acuerdo –gruñó Estrella-. Acabas de decirnos que una idea no está nunca totalmente comprobada cuando se la compara con los hechos. Y ahora nos dices que la demostración de que dios no está en el cielo es un hecho definitivo. ¿En qué quedamos?
            Sara metió baza y argumentó lo siguiente:
            -Valentina Tereshkova viajó en una nave espacial. Surcó el cosmos. Pero no vio todo el cielo. Sólo la parte del cielo que está más próxima a la tierra. ¡Quién sabe si dios no estaba en las regiones más profundas del espacio!
            -En efecto –respondió Juan-. Y por muy lejos que navegue, nunca se podrá llegar al final del cielo. El cosmos no tiene fin. Aunque nos pasáramos cien años viajando y aunque tuviéramos combustible para tanto tiempo, nos moriríamos antes de haber surcado el espacio mucho menos de un año luz. Y si no podemos llegar al centro del cielo, mucho menos podremos contar en el cosmódromo lo que hemos visto: hacer llegar allí nuestra voz requeriría casi tanto tiempo como el que habríamos tardado en llegar. De modo que el concepto de cielo es muy vago, potencialmente infinito e impracticable a escala humana. La naturaleza del cielo no es observable, y mucho menos la presencia de dios en él. Dios y el cielo no son conceptos empíricos; la existencia de dios, como hipótesis, no es una idea científica, sino una creencia religiosa.
            -¿Entonces, la idea de que la lluvia es el pis de los angelitos tampoco es científica? –preguntó Manuel.
            -Me temo que no –contestó Juan-. Mientras no definamos con exactitud la composición de su orina no la podremos contrastar. Si admitimos que los orines de los ángeles tienen la misma composición que los nuestros, la idea será contrastable: luego será científica; si se descarta como resultado del experimento será una hipótesis fallida, pero hipótesis al fin y al cabo.
            -Perdona, Juan –dijo Estrella-. Me parece que no está clara la diferencia entre lo que es científico y lo que no lo es.
            -Me temo que no –concedió Juan-. Es científico lo que admite contrastaciones sucesivas, y la existencia de dios no las admite. Tomemos el ejemplo de una vacuna: si se ha administrado con éxito a un millón de pacientes su grado de corroboración será elevado; pero bastaría con un solo caso en que no funcionase para que pudiéramos cuestionarla. Como se dice en la literatura científica: viendo un millón de cuervos negros no se comprueba que todos los cuervos son negros; pero basta con que uno solo sea blanco para que esta afirmación quede descartada. En otras palabras: el éxito nunca es definitivo, pero el fracaso sí.
            -¡Qué cosas! –dijo Álvaro mirando unos cuervos por la ventana. 




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