sábado, 31 de mayo de 2014

Ocho apellidos vascos






OCHO APELLIDOS VASCOS


            Es una de las películas más taquilleras del cine español. Si no la que más. Para saber si es buena una película, la afluencia de público no es seguramente el mejor indicador; hay muchas películas de éxito que no son buenas, y muchas películas buenas que fracasan. Pero vamos a ser buenos; supongamos que las mismas personas que saborean los malos vinos son capaces de saborear también los vinos buenos; y que, aunque les gusten en cantidad los atracones llenos de sustancia, también saben saborear los platos finos; y que quien disfruta con una mala película también sabe apreciar películas buenas. Es mucho suponer. Supongamos. 


             Sabemos también que entre las cosas buenas unas son accesibles y otras no. Estas últimas son obras de arte incomprendidas. Pero Ocho apellidos vascos pertenece a la primera categoría. Es de esas obras cuya calidad penetra en el corazón de los espectadores. Entendámonos: no es una película perfecta; no es un producto irreprochable; pero es buena, muy buena; el humor que nos transmite ha sido creado en la fábrica del buen gusto; los clichés están vueltos del revés para sacar sonrisas sin disgustar a nadie; la carcajada nunca viene a costa de la desgracia ajena; y las manías de unos y otros, vista desde la distancia, no nos parecen vicios sino virtudes. Hay dos miradas que se cruzan en el entramado de la película: la del norte, empeñada en sacudirse el yugo del sur (aunque para los vascos de Donosti el sur es Vitoria), y la del sur, supurada de automatismo y tradiciones no cuestionadas; no cuestionadas por quienes viven entre ellas, como los del norte viven en esquematismos que no cuestionan tampoco; los árboles no nos dejan ver el bosque; las casas no nos dejan ver la ciudad. Esta película es una salida del bosque para ver bosque donde sólo veíamos árboles: porque estábamos dentro. Es una huida lejos de las casas para conseguir ver la ciudad. Tú no puedes ver las cosas cuando estás dentro de ellas.
            Esta película es un ejercicio de distanciamiento para poder ver las cosas que tenemos delante. Bertolt Brecht lo había convertido en teoría del arte: para poder ver a los personajes hay que evitar identificarse con ellos; que es lo que uno hace en los melodramas, en los culebrones, en los folletines decimonónicos. Ahora bien, cuando uno se aleja de las cosas uno no las siente. Las piensa. Ocho apellidos vascos es una película para pensar. Sin romperse mucho la cabeza, de sobremesa. Te abandonas a la risa y es una risa cálida, tierna; en ningún momento es una burla. Si alguien viene a verla para reírse del enemigo no encontrará en ella nada que predisponga al escarnio. El humor no es aquí sátira que azota, sino abrazo que une. La risa de Ocho apellidos vascos es entrañable. Estamos lejos de esos chistes fáciles que hacen unos para disfrutar a costa de los otros; de los que se ceban en las desgracias ajenas, buscando en la sordera o la mala pata la degradación de quienes la sufren; como los niños disfrutan viendo caer a la gente que tropieza, como si los coscorrones de unos tuviesen que ser el oxígeno de los otros.
            No. Cuando nos reímos de la kale borroka sentimos ternura. Porque eses muchachotes que llevan banderas por la noche son por el día corazones abiertos. Nos da pena el slogan, no la persona que lo grita. El esquema, no el corazón del hombre esquemático. La tradición del andaluz, no el andaluz que la vive. Por eso la película irradia optimismo. En los gestos guerreros no ve su autor al hombre como un lobo para el hombre, sino un hombre bueno que ha sido corrompido por la sociedad. Hobbes pierde la batalla frente a Rousseau. El cineasta cree sinceramente en el corazón de las personas, y por eso los esquemas (el albertzale, sí, pero también el guardia civil con su tricornio y su bandera) no son capaces de empañarlo; son el veneno con que la sociedad intenta intoxicar a las personas, pero en la película las personas resisten; porque no pueden las rigideces vanas acabar con la sonrisa del corazón bueno.
            Este humor no sirve para herir, sino para curar. Es una llamada a la tolerancia, a la solidaridad, a la ternura. Tampoco es la teoría de la distanciación que nos lanzaba Bertolt Brecht; desde la distancia, él quería hacernos pensar, y por eso nos vaciaba de sentimientos. La película, aquí, hace justamente lo contrario. Toma distancia para que las mentalidades sean abrazadas por la sonrisa, y al hacerlo, se dispara en el espectador un doble impulso liberador, una catarsis bifronte: porque al mismo tiempo que lo vemos con ojos críticos sentimos una gran ternura, yo lo llamaría teoría de la distancia íntima; es algo que de alguna manera encontramos en el gran filósofo y escritor Mariano Iberico. 


            Como obra de arte, su factura es académica. La película empieza en el mismo lugar donde termina. La recurrencia del vestido de la novia es humor teñido a golpes de efecto. Y hasta en la parte final hay algo que nos recuerda a Pretty woman: esto que has visto, espectador, no es más que un cuento de hadas; pero el cuento tiene la sonrisa amarga porque sabemos que la realidad que la sustenta la hemos vivido todos; no es obra de la imaginación, esta historia ha producido dolor, mucho dolor, miseria; por eso hay que enterrarla. Para enterrar el sinsentido (el de las boinas y los tricornios) son buenos los ocho apellidos vascos.
            Buena dirección. Fina ironía. Mucha incredulidad, porque en ningún momento se cree el espectador lo que está viendo. Pero detrás de todo esto, que es como si dijéramos el cuerpo de la película, lo más importante es el alma. El cuerpo es demasiado burdo. Las casas demasiado bonitas para ser auténticas. Las calles, los valles y el mar son hermosos cromos. Hasta la llegada a las tierras del norte, atravesando paisajes terribles y brumosos y una música cargada de dramatismo: todo, todo es humor, todo guiño. El espectador no se cree lo que está viendo, y en eso estriba la ironía. El realizador ha construido un país de cromos para reírse de él sin que la risa nos haga daño. Como hacía el horror en las tragedias griegas, aquí la risa nos libera de nuestras fobias y el pecho se nos ensancha respirando a pleno pulmón: es la catarsis de la risa. Al reírnos nos hemos purificado, sentimos que somos mejores, al salir del cine no somos los mismos que éramos cuando habíamos entrado. Que el cine, como todas las formas de arte, puede ser muy bueno y que lo vea poca gente, o que lo vea mucha gente aunque sea bueno, pero no tanto. Esta última, decíamos al principio, era la índole de los Ocho apellidos vascos. El cine, más que un medio de expresión, es aquí un medio para comunicarnos. Y nos ha comunicado. Todo el mundo parece entender el mensaje, puesto que ha sido un éxito de taquilla. Y lo que es más importante: también lo ha sido en el País Vasco.





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