OCHO APELLIDOS VASCOS
Es
una de las películas más taquilleras del cine español. Si no la que más. Para
saber si es buena una película, la afluencia de público no es seguramente el
mejor indicador; hay muchas películas de éxito que no son buenas, y muchas
películas buenas que fracasan. Pero vamos a ser buenos; supongamos que las
mismas personas que saborean los malos vinos son capaces de saborear también los
vinos buenos; y que, aunque les gusten en cantidad los atracones llenos de
sustancia, también saben saborear los platos finos; y que quien disfruta con
una mala película también sabe apreciar películas buenas. Es mucho suponer.
Supongamos.
Sabemos también que entre las cosas buenas
unas son accesibles y otras no. Estas últimas son obras de arte incomprendidas.
Pero Ocho apellidos vascos pertenece
a la primera categoría. Es de esas obras cuya calidad penetra en el corazón de
los espectadores. Entendámonos: no es una película perfecta; no es un producto
irreprochable; pero es buena, muy buena; el humor que nos transmite ha sido
creado en la fábrica del buen gusto; los clichés están vueltos del revés para
sacar sonrisas sin disgustar a nadie; la carcajada nunca viene a costa de la
desgracia ajena; y las manías de unos y otros, vista desde la distancia, no nos
parecen vicios sino virtudes. Hay dos miradas que se cruzan en el entramado de
la película: la del norte, empeñada en sacudirse el yugo del sur (aunque para
los vascos de Donosti el sur es Vitoria), y la del sur, supurada de automatismo
y tradiciones no cuestionadas; no cuestionadas por quienes viven entre ellas,
como los del norte viven en esquematismos que no cuestionan tampoco; los
árboles no nos dejan ver el bosque; las casas no nos dejan ver la ciudad. Esta
película es una salida del bosque para ver bosque donde sólo veíamos árboles:
porque estábamos dentro. Es una huida lejos de las casas para conseguir ver la
ciudad. Tú no puedes ver las cosas cuando estás dentro de ellas.
Esta
película es un ejercicio de distanciamiento para poder ver las cosas que
tenemos delante. Bertolt Brecht lo había convertido en teoría del arte: para
poder ver a los personajes hay que evitar identificarse con ellos; que es lo
que uno hace en los melodramas, en los culebrones, en los folletines
decimonónicos. Ahora bien, cuando uno se aleja de las cosas uno no las siente.
Las piensa. Ocho apellidos vascos es
una película para pensar. Sin romperse mucho la cabeza, de sobremesa. Te
abandonas a la risa y es una risa cálida, tierna; en ningún momento es una
burla. Si alguien viene a verla para reírse del enemigo no encontrará en ella
nada que predisponga al escarnio. El humor no es aquí sátira que azota, sino
abrazo que une. La risa de Ocho apellidos
vascos es entrañable. Estamos lejos de esos chistes fáciles que hacen unos
para disfrutar a costa de los otros; de los que se ceban en las desgracias
ajenas, buscando en la sordera o la mala pata la degradación de quienes la
sufren; como los niños disfrutan viendo caer a la gente que tropieza, como si
los coscorrones de unos tuviesen que ser el oxígeno de los otros.
No.
Cuando nos reímos de la kale borroka sentimos ternura. Porque eses muchachotes
que llevan banderas por la noche son por el día corazones abiertos. Nos da pena
el slogan, no la persona que lo grita. El esquema, no el corazón del hombre
esquemático. La tradición del andaluz, no el andaluz que la vive. Por eso la
película irradia optimismo. En los gestos guerreros no ve su autor al hombre
como un lobo para el hombre, sino un hombre bueno que ha sido corrompido por la
sociedad. Hobbes pierde la batalla frente a Rousseau. El cineasta cree
sinceramente en el corazón de las personas, y por eso los esquemas (el
albertzale, sí, pero también el guardia civil con su tricornio y su bandera) no
son capaces de empañarlo; son el veneno con que la sociedad intenta intoxicar a
las personas, pero en la película las personas resisten; porque no pueden las
rigideces vanas acabar con la sonrisa del corazón bueno.
Este
humor no sirve para herir, sino para curar. Es una llamada a la tolerancia, a
la solidaridad, a la ternura. Tampoco es la teoría de la distanciación que nos
lanzaba Bertolt Brecht; desde la distancia, él quería hacernos pensar, y por
eso nos vaciaba de sentimientos. La película, aquí, hace justamente lo
contrario. Toma distancia para que las mentalidades sean abrazadas por la
sonrisa, y al hacerlo, se dispara en el espectador un doble impulso liberador,
una catarsis bifronte: porque al mismo tiempo que lo vemos con ojos críticos
sentimos una gran ternura, yo lo llamaría teoría de la distancia íntima; es
algo que de alguna manera encontramos en el gran filósofo y escritor Mariano
Iberico.
Como
obra de arte, su factura es académica. La película empieza en el mismo lugar
donde termina. La recurrencia del vestido de la novia es humor teñido a golpes
de efecto. Y hasta en la parte final hay algo que nos recuerda a Pretty woman: esto que has visto,
espectador, no es más que un cuento de hadas; pero el cuento tiene la sonrisa
amarga porque sabemos que la realidad que la sustenta la hemos vivido todos; no
es obra de la imaginación, esta historia ha producido dolor, mucho dolor, miseria;
por eso hay que enterrarla. Para enterrar el sinsentido (el de las boinas y los
tricornios) son buenos los ocho apellidos vascos.
Buena
dirección. Fina ironía. Mucha incredulidad, porque en ningún momento se cree el
espectador lo que está viendo. Pero detrás de todo esto, que es como si
dijéramos el cuerpo de la película, lo más importante es el alma. El cuerpo es
demasiado burdo. Las casas demasiado bonitas para ser auténticas. Las calles,
los valles y el mar son hermosos cromos. Hasta la llegada a las tierras del
norte, atravesando paisajes terribles y brumosos y una música cargada de
dramatismo: todo, todo es humor, todo guiño. El espectador no se cree lo que
está viendo, y en eso estriba la ironía. El realizador ha construido un país de
cromos para reírse de él sin que la risa nos haga daño. Como hacía el horror en
las tragedias griegas, aquí la risa nos libera de nuestras fobias y el pecho se
nos ensancha respirando a pleno pulmón: es la catarsis de la risa. Al reírnos
nos hemos purificado, sentimos que somos mejores, al salir del cine no somos
los mismos que éramos cuando habíamos entrado. Que el cine, como todas las
formas de arte, puede ser muy bueno y que lo vea poca gente, o que lo vea mucha
gente aunque sea bueno, pero no tanto. Esta última, decíamos al principio, era
la índole de los Ocho apellidos vascos.
El cine, más que un medio de expresión, es aquí un medio para comunicarnos. Y
nos ha comunicado. Todo el mundo parece entender el mensaje, puesto que ha sido
un éxito de taquilla. Y lo que es más importante: también lo ha sido en el País
Vasco.
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