EL PIS DE LOS
ANGELITOS
-Ahora
–dijo Juan- voy a dar una explicación posible; la lluvia es el pis de los
angelitos.
Se
rieron todos. Juan los provocó.
-¿Pensáis
que no es una explicación científica?
-¡Noooo!
–dijeron Mario, y Estrella, y Laura, y Manuel, y Jonathan, y todos los demás. Y
no paraban de reír.
-Me
parece que sois un saco de prejuicios –terció Juan-. ¿Qué es una explicación
científica?
Claro,
no lo sabían. La sonrisa se les congeló en los labios.
-Una
explicación científica es algo que se puede contrastar. Y vosotros creéis que
es toda idea que no contiene las palabras “ángeles”, “espíritus”, “poderes”, y
cosas así.
Evidentemente,
era lo que todos creían. Pero no se atrevieron a asentir porque no sabían por
dónde les iba a salir Juan.
-¿No
pensáis que la enfermedad es un espíritu que se mete en el organismo sano,
volviéndolo enfermo? Como los endemoniados de la Biblia.
Ahí
ya recuperaron la sonrisa. Estaban seguros de tener razón, y de que su razón
era irrefutable. Lo negaron.
-Y
sin embargo, es verdad –aseguró Juan.
Un
murmullo de desaprobación general se levantó de la clase. Juan sabía que
tendría que buscar argumentos demasiado contundentes para poder vencer. Pero no
le costó nada.
-Así
lo afirmaban los iatroquímicos en el siglo XVII. Y en el siglo XIX lo confirmó
Pasteur. Sólo que Pasteur, en vez de llamarlos espíritus, los llamó microbios.
Era
gracioso ver cómo la clase se quedaba congelada cada vez que Juan daba un golpe
de efecto.
-Vuestros
prejuicios no os dejan ver la realidad. Os dejáis cuadricular por las palabras.
Creéis que admitir la existencia de espíritus es superstición, mientras que la
de los microbios no lo es. Y no sabéis mirar la realidad detrás de las
apariencias. Lo que importa es la idea, no las palabras. La idea es que la
enfermedad está causada por la intromisión de un ser extraño en nuestro cuerpo;
cómo lo llamemos es secundario. Podemos llamarlos espíritu o microbio, da
igual. Es sólo cuestión de palabras. Vuestro rechazo a admitir ciertas palabras
en el lenguaje científico os incapacita para comprender el avance de la
ciencia.
Sólo
Sara se atrevió a decir:
-Lo
que dices es verdad, Juan. Pero debes reconocer que nosotros no estamos
acostumbrados a ver las cosas de esa manera.
-Claro.
Y para eso estoy yo: para agitar las conciencias. (Eso no lo digo yo, lo decía
Unamuno). La misión del profesor es combatir las supersticiones; y una
superstición engañosa es desterrar ideas que se expresan con palabras que
consideramos supersticiosas, sólo porque nos fijamos en ellas y no en sus
significados. Cuando un científico descubre una realidad nueva no tiene
palabras para nombrarla; unas veces se inventa una palabra nueva, y nos parece
científica (todos los neologismos nos lo parecen); pero otras veces recurren a
palabras ya existentes, y las utilizan dándoles un significado distinto; pero
si esas palabras ya estaban teñidas de sentido religioso, tenderemos a
rechazarlas; porque nos fijamos en el significado antiguo, no en el nuevo.
Estoy de acuerdo en que los sabios son torpes muchas veces, al usar términos
ambiguos para nombrar realidades científicas. Pero hay que tener en cuenta
también que el avance de la ciencia está unido a una controversia religiosa.
Las palabras les podían servir de camuflaje.
Álvaro
reconoció que tenía razón. Pero ellos no estaban entrenados en estas lides para
superar una batalla dialéctica.
-Volvamos
a nuestro ejemplo –continuó Juan-. Una idea científica no es la que no contiene
términos religiosos, sino la que se puede contrastar. Que la lluvia es el pis
de los angelitos será una idea científica si se puede contrastar; aunque
contenga la palabra “angelitos”. ¿Cómo la contrastaremos?
Se
dirigió a los alumnos en busca de respuesta. Después, ante la falta de
respuesta, cambió aquella pregunta silenciosa por una pregunta con palabras. En
lugar de limitarse a levantar ligeramente el mentón arqueando las cejas, ahora
dijo:
-¿A
quién se le ocurre un experimento para comprobar si nuestra hipótesis es
verdadera?
El
primero que habló fue Mario.
-Bastaría
con subir en avión hasta las nubes y buscar angelitos mientras llueve.
-Mm...
No está mal. Y si no los encontramos será que la hipótesis no era correcta.
-Claro
–dijo Mario.
Pero
Álvaro criticó esta conclusión.
-Podría
ser que los ángeles fueran invisibles. O que no fueran perceptibles con
nuestros habituales métodos de observación.
-Sí,
Álvaro, pero inventar uno nuevo sería quizá más difícil que resolver el
problema de la naturaleza de la lluvia. La ciencia no avanza planteando
problemas difíciles para resolver problemas sencillos.
Así
estuvieron un momento. Ante la falta de alternativas Juan propuso, por fin, la
suya.
-He
aquí un posible experimento: recogemos gotas de lluvia y las analizamos en el
laboratorio. Si encontramos amoniaco es que la lluvia es orín. Todavía quedaría
por saber si el autor del orín es un ángel o cualquier otro ser desconocido,
pero eso es secundario; lo mismo nos da llamarle ángel que microbio, o
partícula, u organismo. Da igual. No nos vamos a dejar asustar ni engañar por
las palabras.
Álvaro
hizo una objeción interesante.
-Podría
ser que el orín de los ángeles no contuviera amoniaco. Quizá los ángeles, como
son más puros que nosotros, tengan una composición distinta. –Y aclaró acto
seguido: -suponiendo que tengan cuerpo.
-Por
supuesto. Pero eso no nos hace avanzar, antes al contrario: nos paraliza.
Suponemos que la composición de los orines celestiales es distinta, y eso nos
abre todas las posibilidades del mundo; nos abre muchos caminos y no sabemos
cuál tomar. Necesitamos una hipótesis que nos oriente hacia uno de ellos.
Porque no podemos investigar a ciegas. El científico tantea el mundo con sus
hipótesis, y las hipótesis lo van guiando; lo que no hace es dar palos al azar
a ver si sale algo.
-Sí,
supongo –dijo Álvaro-. ¿Cómo procederíamos?
-Verás:
si después de haber analizado la lluvia encontramos amoniaco, es que es el pis
de... de alguien; por ejemplo, los angelitos.
-No
necesariamente. El amoniaco puede proceder de las emisiones de alguna fábrica,
que las haya vertido en forma de gas o en forma líquida.
-Cierto:
de modo que hay que descartar esas posibilidades hasta que sólo queden los
ángeles como única explicación plausible.
-Pero
eso no es posible, Juan. Siempre que descartemos una posibilidad será posible
imaginar otra. Nunca acabaríamos de idear explicaciones plausibles.
-Así
es: el número de hipótesis puede ser infinito; por eso una idea nunca está
probada de manera definitiva; cada prueba que le hagamos pasar la corroborará
más y más, y cuantas más pruebas supere será más plausible, pero nunca será
segura a cien por cien; siempre nos quedará la posibilidad de que un día
alguien diseñe un experimento que la refute.
-¿Entonces,
las leyes científicas no son seguras?
-No.
Sólo lo son las creencias religiosas, pero la seguridad que dan no es racional,
sino afectiva. Y la ciencia no puede avanzar con el corazón: avanza con la
cabeza.
-Pero
si yo tengo una canica blanca en una caja y saco todas las canicas menos una y
ninguna de las que he sacado es blanca, entonces tengo la seguridad de que la
única canica que queda es la blanca; aunque no la haya visto.
-Sí,
porque la caja de canicas contiene un número finito de elementos; la seguridad
desaparece en cuanto trabajamos con conjuntos infinitos: como en el estudio de
la lluvia; el número de hipótesis que pueden explicar su naturaleza es
potencialmente infinito.
-Es
verdad...
-Cuando
lees un prospecto farmacéutico siempre hay un apartado que dice “efectos adversos”:
fijaos que nunca se dice que no los haya; suele decir casi siempre: “hasta
ahora no se han descrito”; lo que no quiere decir que no los haya; tú puedes
ser el primero en experimentarlos.
Álvaro
escuchaba pensativo. Mientras tanto Estrella, que también estaba concentrada,
hizo una pregunta.
-Perdona,
pero me cuesta admitir que la ciencia no sea segura.
-¿Ves?
Ése es otro prejuicio. Creéis en la infalibilidad de la ciencia como antaño se
creía en la del papa. Si Newton no hubiera sido infalible no habría sido
corregido por Einstein.
-Quizá...
-Cuantas
más canicas negras saco de mi caja mayor es la probabilidad de que la próxima
vez saque la blanca; pero puede que la próxima vez salga otra negra; que una
cosa sea más probable no quiere decir que sea segura.
-Sí...
–Álvaro vacilaba.
-Las
hipótesis científicas son explicaciones que podemos comprobar; pero su
comprobación nunca es definitiva porque el fenómeno observado en el experimento
puede ser explicado por hipótesis alternativas. Cada experimento es como un
asalto, y la hipótesis es una muralla que se protege con toda suerte de
defensas, incluso con hipótesis auxiliares; cuantos más asaltos resista más
fortalecida saldrá, pero nunca sabremos si al siguiente asalto empezará a
desmoronarse. Las explicaciones científicas siempre son provisionales; aunque
una explicación que ha resistido numerosas pruebas nos puede dar una seguridad
moral, si no científica.
-¿Entonces
la gente de ciencia nunca puede decir taxativamente: esto es así?
-No.
La gente de ciencia es muy cauta. Dirá que es muy probable que esto sea así, o
que hay evidencias de que difícilmente será de otro modo... pero será prudente
a la hora de comunicar sus resultados. Cuando un científico es dogmático se
vuelve doctrinario, y entonces habla de la ciencia como si fuera una religión,
seguro de que no puede fallar, y él es el sacerdote del laboratorio.
Los
alumnos sonrieron. Entonces Juan puso una canción de Violeta Parra. En su
estribillo hablaba de “Valentina”. La melodía tenía brío, y su voz refutaba la
existencia de dios con mucha garra. Juan estaba convencido de que se trataba de
Valentina Tereshkova: la primera mujer astronauta. Ella, que surcó los cielos,
podría decirnos si había visto a dios.
-Pero
no lo había visto. Dios no estaba en el cielo y aquélla era la prueba
definitiva.
-No
estoy de acuerdo –gruñó Estrella-. Acabas de decirnos que una idea no está
nunca totalmente comprobada cuando se la compara con los hechos. Y ahora nos
dices que la demostración de que dios no está en el cielo es un hecho
definitivo. ¿En qué quedamos?
Sara
metió baza y argumentó lo siguiente:
-Valentina
Tereshkova viajó en una nave espacial. Surcó el cosmos. Pero no vio todo el
cielo. Sólo la parte del cielo que está más próxima a la tierra. ¡Quién sabe si
dios no estaba en las regiones más profundas del espacio!
-En
efecto –respondió Juan-. Y por muy lejos que navegue, nunca se podrá llegar al
final del cielo. El cosmos no tiene fin. Aunque nos pasáramos cien años
viajando y aunque tuviéramos combustible para tanto tiempo, nos moriríamos
antes de haber surcado el espacio mucho menos de un año luz. Y si no podemos
llegar al centro del cielo, mucho menos podremos contar en el cosmódromo lo que
hemos visto: hacer llegar allí nuestra voz requeriría casi tanto tiempo como el
que habríamos tardado en llegar. De modo que el concepto de cielo es muy vago,
potencialmente infinito e impracticable a escala humana. La naturaleza del
cielo no es observable, y mucho menos la presencia de dios en él. Dios y el
cielo no son conceptos empíricos; la existencia de dios, como hipótesis, no es
una idea científica, sino una creencia religiosa.
-¿Entonces,
la idea de que la lluvia es el pis de los angelitos tampoco es científica?
–preguntó Manuel.
-Me
temo que no –contestó Juan-. Mientras no definamos con exactitud la composición
de su orina no la podremos contrastar. Si admitimos que los orines de los
ángeles tienen la misma composición que los nuestros, la idea será
contrastable: luego será científica; si se descarta como resultado del
experimento será una hipótesis fallida, pero hipótesis al fin y al cabo.
-Perdona,
Juan –dijo Estrella-. Me parece que no está clara la diferencia entre lo que es
científico y lo que no lo es.
-Me
temo que no –concedió Juan-. Es científico lo que admite contrastaciones
sucesivas, y la existencia de dios no las admite. Tomemos el ejemplo de una
vacuna: si se ha administrado con éxito a un millón de pacientes su grado de
corroboración será elevado; pero bastaría con un solo caso en que no funcionase
para que pudiéramos cuestionarla. Como se dice en la literatura científica:
viendo un millón de cuervos negros no se comprueba que todos los cuervos son
negros; pero basta con que uno solo sea blanco para que esta afirmación quede descartada.
En otras palabras: el éxito nunca es definitivo, pero el fracaso sí.
-¡Qué
cosas! –dijo Álvaro mirando unos cuervos por la ventana.
Fantástico, impresionante!!!!
ResponderEliminarMuy bien redactado, simplemente, impresionante.
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