sábado, 24 de mayo de 2014

La impertinencia de la lechuza






LA IMPERTINENCIA DE LA LECHUZA


            Oír hablar a un filósofo puede ser provocativo. Cuestionar los mitos viejos, desmontar los grandes dogmas, ponerlo todo en solfa y enfocar con gafas nuevas; el edificio se resquebraja y se tambalean las ideas. ¿Y si Sócrates no hubiera sido intelectualista? Lo que hemos aprendido de él ¿es posible que  fuera el fruto de un error?

SÓCRATES

            Se ha atribuido a Sócrates una concepción de la ética: que para obrar bien haría falta conocer el bien, o lo que es el bien, lo que está bien hecho; el que conoce lo recto actuará con rectitud, y el que obra mal no es porque sea una persona malvada, sino porque es ignorante. Cristo no dijo otra cosa: “perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Por eso se ha llegado a comparar a Sócrates con Jesucristo. Ambos, recordémoslo, fueron injustamente condenados a muerte.
            Para obrar bien hay que conocer el bien. Si uno conoce lo que es el bien y lo que es el mal, jamás obrará de manera distinta a lo que el conocimiento le ordena. Eso es el intelectualismo moral: quien manda no es la voluntad, sino la inteligencia; dicho de otro modo, la voluntad no es más que la inteligencia mandándonos seguir rigurosamente sus dictados.
            Una piedra no puede obrar bien. Ni una babosa, ni un calamar. La piedra no puede conocer, y las babosas y calamares, aunque conocen, no saben nada de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto. Hay un tipo de oraciones que llamamos condicionales y que tienen una estructura que nos dice que, para que suceda algo (llamémoslo x), tiene que suceder antes otra cosa (llamémosla y). En lógica lo escribiríamos de esta manera: xy. Lo que hay a la  derecha de la flecha es una condición necesaria; para que llueva hace falta que haya nubes, o lo bueno tiene que ser breve (si, como dice el poeta, admitimos que, cuando es breve, es dos veces bueno).
            Ahora bien, no tenemos derecho a leerlo al revés, porque entonces (yx) para que hubiera nubes haría falta que lloviera, y todos sabemos que no es así; para que llueva hacen falta nubes, sí, pero muchas veces hay nubes y no llueve. Vayamos con el segundo ejemplo: lo bueno ha de ser breve, pero no todo lo breve tiene por qué ser bueno. Y ahora volvamos al intelectualismo socrático: para obrar bien hay que conocer el bien, pero conocer el bien no es suficiente para que seamos buenos.


            Recordemos lo que era la oración condicional (xy). Lo que hay a la izquierda de la flecha es lo que llamamos razón (o condición) suficiente. Estamos encerrados en el baño y preguntamos a cuantos, por estar cerca de la ventana, están viendo el suelo de la calle pero no el cielo (porque el tejado se lo impide):
            -¿Hay nubes?- preguntamos.  
            -Sí –nos contesta él.
            -¿Cómo lo sabes?- le replicamos.
            -Porque está lloviendo.
            Claro. Si llueve, estamos seguros de que tiene que haber nubes. Basta con que algo sea bueno para saber que es breve. Y volviendo al intelectualismo moral: para obrar bien basta con conocer el bien; y aquí viene el problema.
            ¿Cómo deberíamos entender a Sócrates? ¿El conocimiento, para Sócrates, es una condición suficiente? Si así lo fuera, bastaría con conocer el bien para comportarnos correctamente. ¿Es, por el contrario, una condición necesaria? En ese caso sería preciso que supiéramos dónde está el bien para comportarnos correctamente, pero no bastaría con eso; para dejar de fumar haría falta saber qué es lo que conviene a nuestro organismo, pero hay mucha gente que lo sabe y sin embargo sigue fumando; es más, ni siquiera quiere que se lo recuerden; por ejemplo, muchos compran estuches de metal o de cuero para meter en ellos la cajetilla de tabaco y no ver, así, la fotografía que muestra los estragos del tabaco en nuestro cuerpo.
            El intelectualismo socrático no significaría lo mismo si entendiéramos que el conocimiento del bien no solamente es necesario, sino también suficiente. Platón, en el Protágoras (352 b-c), parece asegurar que con conocer el bien ya no necesitaríamos más para obrar bien: “si uno conoce lo que es el bien y lo que es el mal, jamás (…) obrará de manera distinta a lo que (…) el conocimiento le ordena”; nadie hace mal a sabiendas; o, como dice Emilio Lledó, “nadie, a sabiendas, obra contra su propio provecho”.
            Eso significaría que nadie quiere hacerse daño. O sea, que para obrar bien es necesario conocer lo que es el bien, aunque eso solo no baste: pues es preciso, además, quererse a sí mismo hasta el punto de no querer hacerse mal; lo que equivale también a admitir que obrar bien no es sólo conocer las cosas, sino sobre todo quererlas: que es el principio de placer, pues hay que querer lo que se conoce. El intelectualismo socrático concibe el bien como una condición necesaria, pero insuficiente, de la acción correcta. ¿Cuál es entonces la condición suficiente? El placer. La felicidad. Pero entonces la ética de Sócrates ya no sería un intelectualismo. Sería un hedonismo. Una búsqueda del placer. La razón, y el conocimiento, estarían al servicio del sentir, de la felicidad. Y Sócrates se identificaría con Hume, que es antiintelectualista. El intelectualismo socrático sería sólo una de las máscaras del emotivismo moral.
O sea que no había tanta diferencia entre Sócrates y Hume…



           

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