LA IMPERTINENCIA DE LA LECHUZA
Oír hablar a un filósofo puede ser
provocativo. Cuestionar los mitos viejos, desmontar los grandes dogmas, ponerlo
todo en solfa y enfocar con gafas nuevas; el edificio se resquebraja y se
tambalean las ideas. ¿Y si Sócrates no hubiera sido intelectualista? Lo que
hemos aprendido de él ¿es posible que
fuera el fruto de un error?
SÓCRATES
Se
ha atribuido a Sócrates una concepción de la ética: que para obrar bien haría
falta conocer el bien, o lo que es el bien, lo que está bien hecho; el que
conoce lo recto actuará con rectitud, y el que obra mal no es porque sea una
persona malvada, sino porque es ignorante. Cristo no dijo otra cosa:
“perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Por eso se ha llegado a comparar a
Sócrates con Jesucristo. Ambos, recordémoslo, fueron injustamente condenados a
muerte.
Para
obrar bien hay que conocer el bien. Si uno conoce lo que es el bien y lo que es
el mal, jamás obrará de manera distinta a lo que el conocimiento le ordena. Eso
es el intelectualismo moral: quien manda no es la voluntad, sino la
inteligencia; dicho de otro modo, la voluntad no es más que la inteligencia
mandándonos seguir rigurosamente sus dictados.
Una
piedra no puede obrar bien. Ni una babosa, ni un calamar. La piedra no puede
conocer, y las babosas y calamares, aunque conocen, no saben nada de lo bueno y
de lo malo, de lo justo y de lo injusto. Hay un tipo de oraciones que llamamos
condicionales y que tienen una estructura que nos dice que, para que suceda
algo (llamémoslo x), tiene que suceder antes otra cosa (llamémosla y). En
lógica lo escribiríamos de esta manera: x⇒y. Lo que hay a la derecha de la flecha es una condición
necesaria; para que llueva hace falta que haya nubes, o lo bueno tiene que ser
breve (si, como dice el poeta, admitimos que, cuando es breve, es dos veces
bueno).
Ahora
bien, no tenemos derecho a leerlo al revés, porque entonces (y⇒x)
para que hubiera nubes haría falta que lloviera, y todos sabemos que no es así;
para que llueva hacen falta nubes, sí, pero muchas veces hay nubes y no llueve.
Vayamos con el segundo ejemplo: lo bueno ha de ser breve, pero no todo lo breve
tiene por qué ser bueno. Y ahora volvamos al intelectualismo socrático: para
obrar bien hay que conocer el bien, pero conocer el bien no es suficiente para
que seamos buenos.
Recordemos
lo que era la oración condicional (x⇒y). Lo que hay a la izquierda de la flecha es lo que
llamamos razón (o condición) suficiente. Estamos encerrados en el baño y
preguntamos a cuantos, por estar cerca de la ventana, están viendo el suelo de
la calle pero no el cielo (porque el tejado se lo impide):
-¿Hay
nubes?- preguntamos.
-Sí
–nos contesta él.
-¿Cómo
lo sabes?- le replicamos.
-Porque
está lloviendo.
Claro.
Si llueve, estamos seguros de que tiene que haber nubes. Basta con que algo sea
bueno para saber que es breve. Y volviendo al intelectualismo moral: para obrar
bien basta con conocer el bien; y aquí viene el problema.
¿Cómo
deberíamos entender a Sócrates? ¿El conocimiento, para Sócrates, es una
condición suficiente? Si así lo fuera, bastaría con conocer el bien para
comportarnos correctamente. ¿Es, por el contrario, una condición necesaria? En
ese caso sería preciso que supiéramos dónde está el bien para comportarnos
correctamente, pero no bastaría con eso; para dejar de fumar haría falta saber
qué es lo que conviene a nuestro organismo, pero hay mucha gente que lo sabe y
sin embargo sigue fumando; es más, ni siquiera quiere que se lo recuerden; por
ejemplo, muchos compran estuches de metal o de cuero para meter en ellos la
cajetilla de tabaco y no ver, así, la fotografía que muestra los estragos del
tabaco en nuestro cuerpo.
El
intelectualismo socrático no significaría lo mismo si entendiéramos que el
conocimiento del bien no solamente es necesario, sino también suficiente.
Platón, en el Protágoras (352 b-c),
parece asegurar que con conocer el bien ya no necesitaríamos más para obrar
bien: “si uno conoce lo que es el bien y lo que es el mal, jamás (…) obrará de
manera distinta a lo que (…) el conocimiento le ordena”; nadie hace mal a
sabiendas; o, como dice Emilio Lledó, “nadie, a sabiendas, obra contra su
propio provecho”.
Eso
significaría que nadie quiere hacerse daño. O sea, que para obrar bien es
necesario conocer lo que es el bien, aunque eso solo no baste: pues es preciso,
además, quererse a sí mismo hasta el punto de no querer hacerse mal; lo que
equivale también a admitir que obrar bien no es sólo conocer las cosas, sino
sobre todo quererlas: que es el principio de placer, pues hay que querer lo que
se conoce. El intelectualismo socrático concibe el bien como una condición
necesaria, pero insuficiente, de la acción correcta. ¿Cuál es entonces la condición
suficiente? El placer. La felicidad. Pero entonces la ética de Sócrates ya no
sería un intelectualismo. Sería un hedonismo. Una búsqueda del placer. La
razón, y el conocimiento, estarían al servicio del sentir, de la felicidad. Y
Sócrates se identificaría con Hume, que es antiintelectualista. El
intelectualismo socrático sería sólo una de las máscaras del emotivismo moral.
O sea que no había
tanta diferencia entre Sócrates y Hume…
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