sábado, 10 de mayo de 2014

María Zambrano



MARÍA ZAMBRANO

 
            -Has escrito un texto magnífico; pero la puntuación es horrible.
            -Bueno, eso se arregla con una pequeña corrección
            No. Corregir los signos de puntuación no es tarea pequeña.
            -Peor sería escribir “burro” con uve.
            No. Escribir “burro” con uve daría sólo vergüenza. Tanto es así que el propio García Márquez le restaba importancia a la ortografía. La ortografía es convención, y está fijada por la costumbre; ver la palabra “burro” escrita con uve podrá hacernos saltar de la silla, pero en ningún caso afectará al texto. En cambio la puntuación tiene que ver con la naturaleza, porque lo que codifica es el ritmo, corregir la puntuación de un escritor que no sabe escribir el ritmo de sus palabras es traicionarlo; cuando uno pone puntos y comas las palabras se vuelven música, y el que corrige no sabrá nunca si esa música es la que el autor traía en la cabeza mientras estaba escribiendo. Dadme el texto de un escritor analfabeto y yo le corregiré las jotas y las uves; pero no me digáis que le arregle la puntuación porque nunca sabré poner los puntos y las comas; es como si Beethoven hubiera escrito Para Elisa sin indicaciones expresivas, y fuera el intérprete el que tuviera que escribirlas; habría tantas sonatas diferentes como interpretaciones posibles; y aun así, cada interpretación sería también una escritura distinta; cada director no reproduce solamente el fragmento que hay en el papel, sino que, al interpretarlo, lo sigue componiendo y lo termina.
            Un texto es la expresión de un pensamiento. Y en la palabra, como advirtiera María Zambrano, la razón se vuelve poética. Porque no hay texto sin puntuación, porque no existe palabra sin ritmo. Escribimos con la mano y la mano es pulso. Es imposible pensar sin sentir porque la cabeza se alimenta del corazón, de la sangre, del pulso, y mientras escribimos respiramos, y mientras respiramos las palabras fluyen: y fluyen según la respiración sea rápida o lenta, según como venga nuestro ritmo cardiaco. La palabra viene del cuerpo y el cuerpo es ritmo, y por lo tanto música. Lo que dice la palabra lo hemos visto antes con los ojos, con el tacto, por lo tanto es ritmo: proporción entre líneas, y colores: geometría. En un principio la palabra era poesía. Homero, Parménides, Anaximandro escribieron en verso; el propio Pitágoras llegó a pensar que todo en el mundo era música, y que había una música impresa en el corazón mismo del universo. Luego vinieron los filósofos y se produjo un desgarro; el pensamiento se separó de la poesía, y por ahí andan los dos ahora, como un ser dividido.
            El museo de arte contemporáneo Esteban Vicente acogió, en su día, un concierto de profesores y alumnos del conservatorio de Segovia; y fue, milagrosamente, un espacio donde confluyeron la pintura y la música: dos formas (la visual y la sonora) donde se manifestaba el ritmo. Años más tarde programó el mismo conservatorio sendas conferencias en las que se habló de medicina y de música. Y yo no pude dejar de acordarme de María Zambrano.
            La razón poética. Un espacio donde la razón se vuelve poesía. Podríamos decir que en el principio no fue la palabra, sino la música; el corazón unido a la cabeza, la respiración del cuerpo. Poesía es en griego crear, y crear es producir un contenido y producirlo con belleza. En el principio era el cuerpo, la música, la palabra. El primer instrumento musical era el cuerpo. Ha advertido Altenmüller que la música no se percibe sólo con la audición, sino a través de la visualización de la mano que la toca; también memorizamos un número de teléfono visualizando la posición de los números en las teclas; la información auditiva depende de los datos sensomotores, y por eso la sinestesia es importante: el tacto; con un tacto diferente la imaginación se nos activa, sentimos vibrar una membrana y se nos desbloquean los músculos. Las adicciones paralizan y la música crea movilidad en el cuerpo que ha sido bloqueado por las drogas. Música en directo; que en la música grabada no nos llega el resonar de las personas, y por eso los sonidos son iguales y no los mismos. Resonar: conectar mi pulso con el de los demás, influir en él, cambiarlo o dejarme cambiar, sonar todos al unísono y sentir ese sustrato común que ideara Nietzsche frente al principio de individuación. Yo me tomo el pulso y con la otra mano golpeo la silla reproduciendo mi ritmo. Los demás hacen lo mismo.  Al final descubro que empecé marcando mi ritmo y acabé marcando el de todos. A todos les pasaba igual. Resonancia. Por resonancia bajó nuestra frecuencia cardíaca y pensábamos mejor, porque también subió el oxígeno en la sangre, y es necesario tener la sangre oxigenada para poder pensar; la sangre oxigenada sube mejor al cerebro lo mismo si estás escuchando como si cantas. Cantar. Hablar. Latir. Respirar.
            Cantar es respirar. Necesitamos respirar para vivir, por eso el canto alegra. Hoy sabemos que la sede de las emociones no es el corazón sino la cabeza. Tenemos tres partes en el cerebro, como asegura Raoul Mac Lean. Tres cerebros imbricados, como tres muñecas rusas. Dentro, en lo más profundo, está la parte reptiliana: en ella duerme lo más mecánico de nosotros, lo que no piensa: el ritmo. Sobre ella se extiende, envolviéndola, el sistema límbico, sede de las emociones: y es la melodía; ya no son sonidos únicos sino sucesivos; un sonido detrás de otro, con principio y final (el ritmo no termina ni empieza, es una secuencia monótona, repetitiva, eterna); y al activarse se activan, con la amígdala y el hipotálamo, la alegría, la tristeza; sobre ellas, como una última cubierta, el neocórtex: la armonía; suma de sonoridades para crear una nueva, otra global; sumas, restas, trabalenguas, sinapsis complejas que activan también lo que hay debajo, en los otros dos cerebros. Luego el área de Broca. El de Wernicke. La palabra. La música. La emoción. La inteligencia creadora. La razón poética.
            En un principio la audición cumplía funciones de supervivencia; se trataba de protegernos de los depredadores, de sobrevivir. Pero nosotros la hemos asociado con las emociones, y eso, evolutivamente, es un salto gigantesco. El estremecimiento. Antiguamente nos alertaba de la presencia de un depredador, y estremecerse era sudar, disparársele a uno el corazón. Pero hoy nos estremecimos por las emociones; la música activa las mismas áreas cerebrales que las emociones, pero no es que las evoque, sino que las provoca. Si la emoción musical viene dada por el tempo (la velocidad) o por el modo (mayor o menor), tendremos que admitir que tiene traducciones corporales: el estremecimiento, la taquicardia… Y entonces la música se hace danza.
            Los escalofríos activan el sistema límbico, el cerebro de las emociones. Esto sucede cuando comemos, cuando flotamos en las olas recónditas de las drogas, en las zonas extáticas de la sexualidad: aquí está la música. La música que nos gusta y que libera endorfinas (los opioides endógenos): y eso potencia la memoria, porque recordamos mucho mejor la música cuando nos produce escalofríos. De las emociones básicas, la ira se asocia musicalmente a la alegría; la tristeza, al sosiego; y también parece que existe una música universalmente emotiva que trasciende las diferencias entre las culturas. Si cada persona tiene una identidad sonora propia (lo que técnicamente se denomina un ISO); y si ésta está conformada por los ISOS gestalt, complementario, grupal y cultural: entonces habría que admitir que existe también un ISO universal, y serían los sonidos que nos han llegado antes de nacer: la respiración, los latidos, la escala pentatónica... El ritmo binario es la vibración del corazón, presente ya en el líquido amniótico. Del líquido amniótico recuerda también nuestro inconsciente el sonido del agua. Por eso los sonidos acuáticos son tan importantes para el autismo. Parece que también la nana es un ISO universal. 
 

            A Alberto Lázaro le debemos interesantes observaciones desde la medicina. A Ana María Sánchez, desde la musicoterapia. Ambos intervinieron en el ciclo de conferencias organizadas por el conservatorio de Segovia. Sus observaciones arrojaron luz sobre el tema que nos preocupaba al principio de estas líneas; y sospechamos ahora que, en un texto, la puntuación es una suerte de ISO universal, una identidad sonora que organiza los silencios, y las palabras son el sonido. La ortografía puede determinar si hay que poner una uve o una be para el mismo sonido sin que el sonido cambie; también un la bemol puede ser lo mismo que un do sostenido; pero poner un punto en lugar de una coma altera sustancialmente el ritmo del texto. Separarlo todo con comas, sin distinguir entre pausas largas y cortas, no es reproducir nuestra mente, pues en ella hay, mientras escribimos, pausas largas y cortas que van apareciendo: y si no las sabemos escribir nos arriesgamos a que ese ritmo se pierda; porque, cuando nos corregimos nosotros mismos, es igual que si nos corrige un extraño; que en el momento de corregir ya no corre por nuestra mente el mismo tempo que corría cuando estábamos creando.
            Ésa es la razón poética. Una palabra atenta a su música, a su ritmo. Un neocórtex atento a su sistema límbico, a su hipotálamo. Es la palabra originaria. La que aún no se había disociado entre filósofos y poetas. Muchos discípulos de María Zambrano sospechamos que han traicionado, de manera unas veces incauta, otras egoísta, el profundo pensamiento de la maestra. Como si decir poesía fuera lo mismo que renegar de la ciencia. El pensamiento se descoordina, se vuelve absurdo, autista. Hemos visto fotografías de María Zambrano con Guillermo de la Torre, con Amancio Prada, con Ortega; con Gerardo Diego, con Pedro Salinas. Filosofía, pintura, música. Literatura. Quizá sería interesante estudiar la razón poética desde una perspectiva lógica, ontológica; y desde la música y la medicina. Lo mismo con el pensamiento místico. Descubrir, de la mano de la ciencia, lo que puede ser la razón convertida en poesía. Porque la ciencia también tiene su momento poético. El rigor no puede divorciarse de la poesía porque entonces, inevitablemente, dejaría de haber científicos: sólo nos quedarían los datos; hasta para ser buen ingeniero hace falta ser creativo. Reivindico a Miró Quesada cuando, desde la profunda rigidez de las matemáticas, reclamaba para los algoritmos la catapulta de la razón poética.
            Y es que la filosofía de María Zambrano corre, en manos de algunos de sus discípulos, el riesgo de volverse insustancial y dejar de ser rigurosa. La razón no puede abrirse a la poesía dándole la espalda a la ciencia. Que la razón, dice la filósofa, tiene necesidad de hacerse poética, pero hay en estas palabras una coletilla que algunos olvidan: “sin dejar de ser razón”, nos recuerda ella. Porque la flexibilidad se cae si no hay un orden que la sostenga; porque el edificio se tumba si no hay estructura que lo agarre. Como el jazz, como el flamenco, como la música hindú, podemos improvisar poéticamente con libertad creativa: pero desde un fondo bien estructurado y repetitivo. Pues hace falta siempre un fondo si queremos que se destaque la figura. 





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