MARÍA ZAMBRANO
-Has
escrito un texto magnífico; pero la puntuación es horrible.
-Bueno,
eso se arregla con una pequeña corrección
No.
Corregir los signos de puntuación no es tarea pequeña.
-Peor
sería escribir “burro” con uve.
No.
Escribir “burro” con uve daría sólo vergüenza. Tanto es así que el propio
García Márquez le restaba importancia a la ortografía. La ortografía es
convención, y está fijada por la costumbre; ver la palabra “burro” escrita con
uve podrá hacernos saltar de la silla, pero en ningún caso afectará al texto.
En cambio la puntuación tiene que ver con la naturaleza, porque lo que codifica
es el ritmo, corregir la puntuación de un escritor que no sabe escribir el
ritmo de sus palabras es traicionarlo; cuando uno pone puntos y comas las
palabras se vuelven música, y el que corrige no sabrá nunca si esa música es la
que el autor traía en la cabeza mientras estaba escribiendo. Dadme el texto de
un escritor analfabeto y yo le corregiré las jotas y las uves; pero no me digáis
que le arregle la puntuación porque nunca sabré poner los puntos y las comas;
es como si Beethoven hubiera escrito Para
Elisa sin indicaciones expresivas, y fuera el intérprete el que tuviera que
escribirlas; habría tantas sonatas diferentes como interpretaciones posibles; y
aun así, cada interpretación sería también una escritura distinta; cada
director no reproduce solamente el fragmento que hay en el papel, sino que, al
interpretarlo, lo sigue componiendo y lo termina.
Un
texto es la expresión de un pensamiento. Y en la palabra, como advirtiera María
Zambrano, la razón se vuelve poética. Porque no hay texto sin puntuación, porque
no existe palabra sin ritmo. Escribimos con la mano y la mano es pulso. Es
imposible pensar sin sentir porque la cabeza se alimenta del corazón, de la
sangre, del pulso, y mientras escribimos respiramos, y mientras respiramos las
palabras fluyen: y fluyen según la respiración sea rápida o lenta, según como
venga nuestro ritmo cardiaco. La palabra viene del cuerpo y el cuerpo es ritmo,
y por lo tanto música. Lo que dice la palabra lo hemos visto antes con los
ojos, con el tacto, por lo tanto es ritmo: proporción entre líneas, y colores:
geometría. En un principio la palabra era poesía. Homero, Parménides,
Anaximandro escribieron en verso; el propio Pitágoras llegó a pensar que todo
en el mundo era música, y que había una música impresa en el corazón mismo del universo.
Luego vinieron los filósofos y se produjo un desgarro; el pensamiento se separó
de la poesía, y por ahí andan los dos ahora, como un ser dividido.
El
museo de arte contemporáneo Esteban Vicente acogió, en su día, un concierto de
profesores y alumnos del conservatorio de Segovia; y fue, milagrosamente, un
espacio donde confluyeron la pintura y la música: dos formas (la visual y la
sonora) donde se manifestaba el ritmo. Años más tarde programó el mismo
conservatorio sendas conferencias en las que se habló de medicina y de música.
Y yo no pude dejar de acordarme de María Zambrano.
La
razón poética. Un espacio donde la razón se vuelve poesía. Podríamos decir que
en el principio no fue la palabra, sino la música; el corazón unido a la
cabeza, la respiración del cuerpo. Poesía es en griego crear, y crear es
producir un contenido y producirlo con belleza. En el principio era el cuerpo,
la música, la palabra. El primer instrumento musical era el cuerpo. Ha
advertido Altenmüller que la música no se percibe sólo con la audición, sino a
través de la visualización de la mano que la toca; también memorizamos un
número de teléfono visualizando la posición de los números en las teclas; la
información auditiva depende de los datos sensomotores, y por eso la sinestesia
es importante: el tacto; con un tacto diferente la imaginación se nos activa,
sentimos vibrar una membrana y se nos desbloquean los músculos. Las adicciones paralizan
y la música crea movilidad en el cuerpo que ha sido bloqueado por las drogas. Música
en directo; que en la música grabada no nos llega el resonar de las personas, y
por eso los sonidos son iguales y no los mismos. Resonar: conectar mi pulso con
el de los demás, influir en él, cambiarlo o dejarme cambiar, sonar todos al
unísono y sentir ese sustrato común que ideara Nietzsche frente al principio de
individuación. Yo me tomo el pulso y con la otra mano golpeo la silla
reproduciendo mi ritmo. Los demás hacen lo mismo. Al final descubro que empecé marcando mi
ritmo y acabé marcando el de todos. A todos les pasaba igual. Resonancia. Por
resonancia bajó nuestra frecuencia cardíaca y pensábamos mejor, porque también
subió el oxígeno en la sangre, y es necesario tener la sangre oxigenada para
poder pensar; la sangre oxigenada sube mejor al cerebro lo mismo si estás
escuchando como si cantas. Cantar. Hablar. Latir. Respirar.
Cantar
es respirar. Necesitamos respirar para vivir, por eso el canto alegra. Hoy
sabemos que la sede de las emociones no es el corazón sino la cabeza. Tenemos
tres partes en el cerebro, como asegura Raoul Mac Lean. Tres cerebros
imbricados, como tres muñecas rusas. Dentro, en lo más profundo, está la parte
reptiliana: en ella duerme lo más mecánico de nosotros, lo que no piensa: el
ritmo. Sobre ella se extiende, envolviéndola, el sistema límbico, sede de las
emociones: y es la melodía; ya no son sonidos únicos sino sucesivos; un sonido
detrás de otro, con principio y final (el ritmo no termina ni empieza, es una
secuencia monótona, repetitiva, eterna); y al activarse se activan, con la
amígdala y el hipotálamo, la alegría, la tristeza; sobre ellas, como una última
cubierta, el neocórtex: la armonía; suma de sonoridades para crear una nueva,
otra global; sumas, restas, trabalenguas, sinapsis complejas que activan también
lo que hay debajo, en los otros dos cerebros. Luego el área de Broca. El de
Wernicke. La palabra. La música. La emoción. La inteligencia creadora. La razón
poética.
En
un principio la audición cumplía funciones de supervivencia; se trataba de
protegernos de los depredadores, de sobrevivir. Pero nosotros la hemos asociado
con las emociones, y eso, evolutivamente, es un salto gigantesco. El
estremecimiento. Antiguamente nos alertaba de la presencia de un depredador, y
estremecerse era sudar, disparársele a uno el corazón. Pero hoy nos estremecimos
por las emociones; la música activa las mismas áreas cerebrales que las
emociones, pero no es que las evoque, sino que las provoca. Si la emoción
musical viene dada por el tempo (la velocidad) o por el modo (mayor o menor),
tendremos que admitir que tiene traducciones corporales: el estremecimiento, la
taquicardia… Y entonces la música se hace danza.
Los
escalofríos activan el sistema límbico, el cerebro de las emociones. Esto
sucede cuando comemos, cuando flotamos en las olas recónditas de las drogas, en
las zonas extáticas de la sexualidad: aquí está la música. La música que nos
gusta y que libera endorfinas (los opioides endógenos): y eso potencia la
memoria, porque recordamos mucho mejor la música cuando nos produce
escalofríos. De las emociones básicas, la ira se asocia musicalmente a la
alegría; la tristeza, al sosiego; y también parece que existe una música
universalmente emotiva que trasciende las diferencias entre las culturas. Si
cada persona tiene una identidad sonora propia (lo que técnicamente se denomina
un ISO); y si ésta está conformada por los ISOS gestalt, complementario, grupal
y cultural: entonces habría que admitir que existe también un ISO universal, y
serían los sonidos que nos han llegado antes de nacer: la respiración, los
latidos, la escala pentatónica... El ritmo binario es la vibración del corazón,
presente ya en el líquido amniótico. Del líquido amniótico recuerda también
nuestro inconsciente el sonido del agua. Por eso los sonidos acuáticos son tan
importantes para el autismo. Parece que también la nana es un ISO universal.
A
Alberto Lázaro le debemos interesantes observaciones desde la medicina. A Ana
María Sánchez, desde la musicoterapia. Ambos intervinieron en el ciclo de
conferencias organizadas por el conservatorio de Segovia. Sus observaciones
arrojaron luz sobre el tema que nos preocupaba al principio de estas líneas; y
sospechamos ahora que, en un texto, la puntuación es una suerte de ISO
universal, una identidad sonora que organiza los silencios, y las palabras son
el sonido. La ortografía puede determinar si hay que poner una uve o una be
para el mismo sonido sin que el sonido cambie; también un la bemol puede ser lo
mismo que un do sostenido; pero poner un punto en lugar de una coma altera
sustancialmente el ritmo del texto. Separarlo todo con comas, sin distinguir
entre pausas largas y cortas, no es reproducir nuestra mente, pues en ella hay,
mientras escribimos, pausas largas y cortas que van apareciendo: y si no las
sabemos escribir nos arriesgamos a que ese ritmo se pierda; porque, cuando nos
corregimos nosotros mismos, es igual que si nos corrige un extraño; que en el
momento de corregir ya no corre por nuestra mente el mismo tempo que corría
cuando estábamos creando.
Ésa
es la razón poética. Una palabra atenta a su música, a su ritmo. Un neocórtex
atento a su sistema límbico, a su hipotálamo. Es la palabra originaria. La que
aún no se había disociado entre filósofos y poetas. Muchos discípulos de María
Zambrano sospechamos que han traicionado, de manera unas veces incauta, otras
egoísta, el profundo pensamiento de la maestra. Como si decir poesía fuera lo
mismo que renegar de la ciencia. El pensamiento se descoordina, se vuelve
absurdo, autista. Hemos visto fotografías de María Zambrano con Guillermo de la
Torre, con Amancio Prada, con Ortega; con Gerardo Diego, con Pedro Salinas.
Filosofía, pintura, música. Literatura. Quizá sería interesante estudiar la
razón poética desde una perspectiva lógica, ontológica; y desde la música y la
medicina. Lo mismo con el pensamiento místico. Descubrir, de la mano de la
ciencia, lo que puede ser la razón convertida en poesía. Porque la ciencia
también tiene su momento poético. El rigor no puede divorciarse de la poesía
porque entonces, inevitablemente, dejaría de haber científicos: sólo nos
quedarían los datos; hasta para ser buen ingeniero hace falta ser creativo. Reivindico a Miró Quesada cuando, desde la profunda
rigidez de las matemáticas, reclamaba para los algoritmos la catapulta de la
razón poética.
Y
es que la filosofía de María Zambrano corre, en manos de algunos de sus discípulos,
el riesgo de volverse insustancial y dejar de ser rigurosa. La razón no puede
abrirse a la poesía dándole la espalda a la ciencia. Que la razón, dice la
filósofa, tiene necesidad de hacerse poética, pero hay en estas palabras una
coletilla que algunos olvidan: “sin dejar de ser razón”, nos recuerda ella.
Porque la flexibilidad se cae si no hay un orden que la sostenga; porque el
edificio se tumba si no hay estructura que lo agarre. Como el jazz, como el
flamenco, como la música hindú, podemos improvisar poéticamente con libertad
creativa: pero desde un fondo bien estructurado y repetitivo. Pues hace falta siempre
un fondo si queremos que se destaque la figura.
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