viernes, 2 de mayo de 2014

Los placeres de la vida



LOS PLACERES DE LA VIDA


Estaban en el mesón. Toda la mañana buscaron las playas de la península del Morrazo, al salir de Pontevedra, y no habían tenido suerte. En realidad salieron a las doce. Quizá fueran las doce y media. Buscaban las zonas boscosas, los árboles altos que se hacían frondosos unos contra otros, junto a la costa. Los atravesarían y llegarían de pronto a una franja blanca, blanca o amarilla, color canela, que lamían a ritmo constante las azules aguas; pero no dieron con ella. No se pueden buscar en el coche las playas salvajes. Hay que andar y desnudar a la naturaleza cuando está dormida; sorprenderla; pasar entre su pelo robándole los ojos mientras respira, escurrirse entre sus dedos, mecerse por sus brazos y está ahí; esperándote sin saberlo, despreocupada en su paciencia. Sorbiendo con sus poros la luz del sol, entregándose, perezosa; está la playa esperándote ahí, y tú no llegas. Porque estás en coche. 


Penetraron en un camino de playa y pronto al camino le salieron bordes profundos. Las ruedas levantaban polvo y al lado, sondeando la profundidad del dique, estaban temiendo caerse. Aparcaron. Ignacio se acercó al borde y estar de pie en él le daba vértigo; se apartó en seguida; anduvo bordeando el dique apartado de la vertical, porque caía a pique; lo mismo hicieron Iñigo y Fernando; Doris ni lo intentó; no estaba para aventuras. Penetraron en el dique que penetraba a su vez en el mar, y lo vieron lleno de barcas. A un lado se bamboleaban amarradas algunas barcas llenas de algas; parecían hiedra cubriendo las paredes, frondosa y umbría, aquellas algas adheridas al esqueleto de madera varado allí durante lunas y lunas. Arriba, junto al dique, había dos barcas viejas; su madera estaba sucia, cocida por la sal, y sus hierros oxidados estaban tendidos al sol; su ancla de seis patas (aunque quizá fueran ocho) estaba trenzada por su eje con hábiles nudos de marinero. Más allá había otra, también con la pintura desconchada, y la madera llena de espinas, como púas cuarteadas por la mar y por el sol, tumbada sobre un lado como los gatos; durmiendo la siesta del verano, una siesta de esas en que el sol caldea sin abrasar, sol de Galicia, sol del norte, sol que no quema como el de Andalucía. Y al otro lado del dique, tendido y revuelto en un confuso montón, también sesteaban las redes; entre sus mallas brotaba como una espuma, por los bordes, un algodón de hilos blancos y finos como una maraña de alambres de seda, tal una trabazón de telarañas que hubieran sido arrancadas y revueltas por el filo de una guadaña. Iñigo creyó ver en ellos una niebla; y pensó en las brumas celtas del castro encaramado al monte de Santa Tecla, el día de antes, cuando los suspiros del cielo se colaban por los huecos de las piedras y las casas y la hierba y las cruces y los árboles; se figuró una bruma de hilos enmarañados en la rueda del destino, donde la fuerza del sol hacía la luz brumosa, por las playas de Atlántico, sesteando un sopor agradable y dulce, en el mar. 
 

Y Ahora estaban en Cangas de Morrazo. Habían recorrido sus calles sorprendiéndose de ver no un dédalo de calles en el pueblo, sino una hilera de casas en línea recta, sobre el mar. Habían llegado a ver hasta tres hileras por las calles empinadas, y seguramente había más, pero tenían hambre y el hambre se lleva la paciencia de destripar ciudades que hay en la imaginación del hombre aventurero y curioso, cuando pasea por lo desconocido. Ahora tenían hambre y sólo pensaban en comer. Serían las tres, acaso las tres y media o un poco más, cuando encontraron un mesón que les hizo esperar un poco; mientras esperaban, vieron en la tele un partido agónico donde España intentaba hacerse con la medalla de plata de baloncesto: por fin los llamaron.
           Sentados a una mesa cuadrada, con ricos manjares pero en un ambiente casero, comieron. Íñigo e Ignacio comieron un tierno chuletón de ternera; Fernando, carne empanada con patatas fritas; y Doris un revuelto de gambas con huevo y ajo que estaba tan rico que Dorisita decía: “¡teta!” Tomaron un vino  muy rico (un albariño, seguramente) que sólo había cometido el pecado de no estar bastante frío. Se chuparon los dedos. Al salir, las barrigas llenas no recompusieron la curiosidad de explorar las calles porque estaban cansadas y las rodeaba una niebla de sopor; pero las invadió una curiosidad intelectual, que requiere menos esfuerzos, y le dieron a la filosofía. 
 -¿Sabes, Doris? -dijo Ignacio-. Ahora me acuerdo de una conversación que tuve con Jobar. Él admiraba a Epicuro y yo le decía que la suya era una filosofía de viejos. Epicuro decía que había que buscar los placeres, pero eran los suyos unos placeres serenos. No hagas deporte (decía), porque te vas a excitar demasiado. Por la misma razón no te metas en política. Ni te enamores tampoco, porque el amor te va a romper el corazón y te va a nublar la mente. ¿Entonces, qué te queda? Los placeres tranquilos. ¡Placeres de viejos!
-¿Cómo? ¿Cómo, amorcito, cómo dices?
-Digo que la ética de Epicuro es una ética sólo para viejos. Los viejos no pueden comer carne, porque tienen ácido úrico; ni grasa, porque les da el colesterol. Ni tampoco azúcar. Lo único que les queda son los placeres tranquilos. Y no les funciona la perinola, de manera que tampoco pueden enamorarse. En cuanto al deporte, ya no tienen fuerzas. ¿Y yo voy a buscar placeres así, privándome de todo? ¡Anda y que les den! -hizo un gesto característico; como un brazo golpeando sobre el otro a modo de corte de mangas.
-¡Caramba!- dijo ella. Uno lee lo que dicen los filósofos, tan bien trabado y tan bien puesto, y lo convencen. Pero luego escucha lo que tú dices ahora y las cosas se ven de una manera muy distinta.
-Sí –prosiguió él-. Querer ser imperturbable como quiere Epicuro es una solemne tontería, porque la vida es perturbación; sólo son indiferentes los muertos. Ser imperturbable es ser insensible, y sólo los muertos carecen de sensibilidad. ¡Anda y que te den!
Doris escuchaba admirada esta desmitificación de la filosofía.
-¡Los placeres tranquilos! ¡Y no poder degustar este chuletón que me he comido! ¡Saborear esta albariño tan rico, disfrutar la victoria de España sobre Lituania en baloncesto! ¿Y yo me voy a privar de estos placeres, con lo buenos que son? No, por supuesto. Claro, estos placeres sensoriales, que nacen y viven y se agotan en el presente, no son suficientes. También necesito placeres espirituales; que consisten en vivir el pasado y el futuro, disfrutando al evocar lo que gocé ayer, o soñando con alegría en lo que haré mañana. La pintura. La música. Y no sólo los olores, los sabores, las caricias y los colores, y las sombreas y la luz. Todo eso lo necesito, si quiero vivir bien. 
 

Entonces se acordó de Santa Tecla. De la evocación de los celtas, arrancados a la niebla en la noche de los tiempos. Del placer que supuso para él sumergirse en aquella civilización perdida, saborear sus misterios y costumbres, y las ruedas desdentadas, los cascos alados, las ruedas de molino. ¿Por qué disfrutamos tanto con la historia, con el estudio de la naturaleza, con la religión, las matemáticas, la filosofía? ¿Por qué disfrutamos con el asombro, por qué? Bécquer lo supo ver con mucho tino:
Mientras haya un misterio para el hombre
                                   ¡habrá poesía!
Luego se acordó del partido de baloncesto. Del gusto que da ver jugar bien en la cancha, que un partido bien jugado es una obra de arte, un desbordamiento de fuerzas, un derroche de creatividad. Y supo de la belleza que hay en las voluntades agónicas. Pensó en la ética de los estoicos, recordando que consistía en luchar por las cosas que son posibles, y resignarse a lo imposible, porque nada se puede hacer cuando todo está perdido. Se acordó de cuando llegaron, ávidos de juego, con ganas de bañarse, en la playa de la Lanzada. Soplaba un viento terrible y la gente abandonaba la playa. Ellos aparcaron el coche y se pusieron los bañadores. Habían estado dos horas buscando una playa y eran las siete de la tarde; y ahora que la habían encontrado, sedientos de sol y hambrientos de baño, no lo iban a dejar porque hiciera viento. 
 

Saltaron a la arena como el toro salta al ruedo, y el aparcamiento se vaciaba, la gente abandonaba la playa, y sólo un puñado de aventados se quedaba, entre arena y algas, a desafiar la fuerza de los elementos. El pecho recibía latigazos de aire y arena y el cabello lo azotaban las furiosas ráfagas de viento. Ignacio miraba a Fernando, y lo veía pequeñín, frágil y vulnerable, y se temía que en cinco minutos se volviese al coche quejándose del frío. Pero no ocurrió nada de eso. Él y su hermano descubrieron las olas que se estrellaban en la playa. Venían por momentos en oleadas sucesivas, y sus asaltos reventaban en sablazos y espuma donde se revolcaban, quien no hincando cuerpo y brazos para romper el muro de agua, saltando sobre la espuma y sintiendo sobre su cuerpo la fuerza arrolladora. Y aquello duró una hora con sus minutos y sus segundos. A lo lejos, una vela surcaba las olas labrándose entre ellas un camino. Y un montón de surfistas habían venido a poner sus tablas sobre su lomo, cabalgando en el agua como un corcel. Aquello duró una hora. Después disminuyó la fuerza del viento y amainó el temporal. Y fue una brisa serena paseándose en las dunas, apenas caricia del aire bajo un sol de playa, lo que contemplaba el ir y venir del agua domada, por fin, bajo el peso de la tarde, con fuerza casi insuficiente ahora para ondear al viento. Iñigo y Fernando, privados de las olas, jugaban arrancándole formas, haciéndole muros y canales, levantándolos sobre lomas, haciendo castillos. 
 

Ignacio pensaba en los estoicos. Si hubieran aceptado el destino jamás se habrían metido en la playa. Pero retaron al aire y desafiaron al viento. Lucharon denodadamente contra la adversidad, porque no renunciaban a la tarde de playa que llevaban dos horas buscando. Si se hubieran dejado amedrentar, no habrían disfrutado la calma que había sucedido al vendaval. Está bien abandonar la lucha con imposibles, ¿pero quién nos dice lo que es imposible? Si nos hubiéramos resignado ante la adversidad, como los estoicos, no habríamos descubierto la plácida calma que aquella tarde sucedió al vendaval. Si España se hubiera resignado a la victoria persistente de Lituania, nunca habría protagonizado la remontada: de modo que no hay que resignarse nunca. Siempre hay que luchar, por más que la derrota parezca inevitable. Nunca se sabe lo que puede pasar. A veces el triunfo está a la vuelta de la esquina. Y suele venir cuando ya parece todo perdido.
Los placeres tranquilos; los que cautivan el espíritu. Los placeres agitados; los que surgen de vivir el momento presente, los del cuerpo. Y el placer de la lucha; el de vencer al destino cuando el destino parece inevitable. Los tres placeres le parecían necesarios; ya se encargaría la vida, cuando la mermaran las fuerzas, de írselos limitando; de momento los necesitaba todos. No quería vivir su juventud llenándola sólo con los placeres de los viejos. ¡Era pecaminoso aquel desperdicio!
 

Doris, mientras tanto, jugaba con la arena. Estaba agachada y la cogía a puñados, puñados que se deslizaban mansamente entre sus dedos. A su espalda la arena guardaba suavemente sus húmedas pisadas, y el mar, con su impaciencia, aún no las había borrado. Doris jugaba. Y el aire y el tiempo parecían fluir inexorablemente entre sus dedos. Jugaba con la arena, con las piedras, con las conchas, con el cielo; porque la vida es un juego. A su lado, con las palas y la pelota, los niños jugaban. Y detrás jugaban las algas (lentas, largas, filamentosas), que en la cresta de las olas se habían varado en la playa. Ahora habían dejado de jugar. En sus cintas inmóviles, verdes, amarillas, color aceituna, picoteaban las gaviotas cuyas alas jugaban con el viento. Y era un sueño planeado. Más allá, lejos de las olas, la fuerza de los elementos había arrojado algas sobre las dunas. Trozos de algas. Fragmentos de duna. Entre las ramas filamentosas había, como frutos, globos pequeños y grandes con una piel de granos dispersos en toda su anatomía: como carne de gallina. Tal parece como si el viento les hubiera dejado marcado el frío. Y en su cuerpo, la vida, montañas de clorofila arrancándole su luz al sol (el fuego verde), se había secado. Sobre los cadáveres de las algas se movían unas orugas negras, negras y blancas, y verdes, que no sesteaban cuando ya habían empezado a alimentarse. La vida. Porque también comer era en la soledad de la playa un juego al caer la tarde. Era la vida y vivir era comer entre arena y piedra, y conchas y guijarros. Y comer era bajo aquel sol poniente un destello del alma que reanimaba al cuerpo; y comer era también en aquella tarde (con todo su drama) tan sólo un juego.




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