LOS PLACERES DE LA VIDA
Estaban en el
mesón. Toda la mañana buscaron las playas de la península del Morrazo, al salir
de Pontevedra, y no habían tenido suerte. En realidad salieron a las doce.
Quizá fueran las doce y media. Buscaban las zonas boscosas, los árboles altos
que se hacían frondosos unos contra otros, junto a la costa. Los atravesarían y
llegarían de pronto a una franja blanca, blanca o amarilla, color canela, que
lamían a ritmo constante las azules aguas; pero no dieron con ella. No se pueden
buscar en el coche las playas salvajes. Hay que andar y desnudar a la
naturaleza cuando está dormida; sorprenderla; pasar entre su pelo robándole los
ojos mientras respira, escurrirse entre sus dedos, mecerse por sus brazos y
está ahí; esperándote sin saberlo, despreocupada en su paciencia. Sorbiendo con
sus poros la luz del sol, entregándose, perezosa; está la playa esperándote
ahí, y tú no llegas. Porque estás en coche.
Penetraron en
un camino de playa y pronto al camino le salieron bordes profundos. Las ruedas
levantaban polvo y al lado, sondeando la profundidad del dique, estaban
temiendo caerse. Aparcaron. Ignacio se acercó al borde y estar de pie en él le
daba vértigo; se apartó en seguida; anduvo bordeando el dique apartado de la
vertical, porque caía a pique; lo mismo hicieron Iñigo y Fernando; Doris ni lo
intentó; no estaba para aventuras. Penetraron en el dique que penetraba a su
vez en el mar, y lo vieron lleno de barcas. A un lado se bamboleaban amarradas
algunas barcas llenas de algas; parecían hiedra cubriendo las paredes, frondosa
y umbría, aquellas algas adheridas al esqueleto de madera varado allí durante
lunas y lunas. Arriba, junto al dique, había dos barcas viejas; su madera
estaba sucia, cocida por la sal, y sus hierros oxidados estaban tendidos al
sol; su ancla de seis patas (aunque quizá fueran ocho) estaba trenzada por su
eje con hábiles nudos de marinero. Más allá había otra, también con la pintura
desconchada, y la madera llena de espinas, como púas cuarteadas por la mar y
por el sol, tumbada sobre un lado como los gatos; durmiendo la siesta del
verano, una siesta de esas en que el sol caldea sin abrasar, sol de Galicia,
sol del norte, sol que no quema como el de Andalucía. Y al otro lado del dique,
tendido y revuelto en un confuso montón, también sesteaban las redes; entre sus
mallas brotaba como una espuma, por los bordes, un algodón de hilos blancos y
finos como una maraña de alambres de seda, tal una trabazón de telarañas que
hubieran sido arrancadas y revueltas por el filo de una guadaña. Iñigo creyó
ver en ellos una niebla; y pensó en las brumas celtas del castro encaramado al
monte de Santa Tecla, el día de antes, cuando los suspiros del cielo se colaban
por los huecos de las piedras y las casas y la hierba y las cruces y los árboles;
se figuró una bruma de hilos enmarañados en la rueda del destino, donde la
fuerza del sol hacía la luz brumosa, por las playas de Atlántico, sesteando un
sopor agradable y dulce, en el mar.
Y Ahora
estaban en Cangas de Morrazo. Habían recorrido sus calles sorprendiéndose de
ver no un dédalo de calles en el pueblo, sino una hilera de casas en línea
recta, sobre el mar. Habían llegado a ver hasta tres hileras por las calles
empinadas, y seguramente había más, pero tenían hambre y el hambre se lleva la
paciencia de destripar ciudades que hay en la imaginación del hombre aventurero
y curioso, cuando pasea por lo desconocido. Ahora tenían hambre y sólo pensaban
en comer. Serían las tres, acaso las tres y media o un poco más, cuando
encontraron un mesón que les hizo esperar un poco; mientras esperaban, vieron
en la tele un partido agónico donde España intentaba hacerse con la medalla de
plata de baloncesto: por fin los llamaron.
Sentados a una
mesa cuadrada, con ricos manjares pero en un ambiente casero, comieron. Íñigo e
Ignacio comieron un tierno chuletón de ternera; Fernando, carne empanada con
patatas fritas; y Doris un revuelto de gambas con huevo y ajo que estaba tan
rico que Dorisita decía: “¡teta!” Tomaron un vino muy rico (un albariño, seguramente) que sólo
había cometido el pecado de no estar bastante frío. Se chuparon los dedos. Al
salir, las barrigas llenas no recompusieron la curiosidad de explorar las
calles porque estaban cansadas y las rodeaba una niebla de sopor; pero las
invadió una curiosidad intelectual, que requiere menos esfuerzos, y le dieron a
la filosofía.
-¿Sabes,
Doris? -dijo Ignacio-. Ahora me acuerdo de una conversación que tuve con Jobar.
Él admiraba a Epicuro y yo le decía que la suya era una filosofía de viejos.
Epicuro decía que había que buscar los placeres, pero eran los suyos unos
placeres serenos. No hagas deporte (decía), porque te vas a excitar demasiado.
Por la misma razón no te metas en política. Ni te enamores tampoco, porque el
amor te va a romper el corazón y te va a nublar la mente. ¿Entonces, qué te
queda? Los placeres tranquilos. ¡Placeres de viejos!
-¿Cómo? ¿Cómo,
amorcito, cómo dices?
-Digo que la
ética de Epicuro es una ética sólo para viejos. Los viejos no pueden comer
carne, porque tienen ácido úrico; ni grasa, porque les da el colesterol. Ni
tampoco azúcar. Lo único que les queda son los placeres tranquilos. Y no les
funciona la perinola, de manera que tampoco pueden enamorarse. En cuanto al
deporte, ya no tienen fuerzas. ¿Y yo voy a buscar placeres así, privándome de
todo? ¡Anda y que les den! -hizo un gesto característico; como un brazo
golpeando sobre el otro a modo de corte de mangas.
-¡Caramba!-
dijo ella. Uno lee lo que dicen los filósofos, tan bien trabado y tan bien
puesto, y lo convencen. Pero luego escucha lo que tú dices ahora y las cosas se
ven de una manera muy distinta.
-Sí –prosiguió
él-. Querer ser imperturbable como quiere Epicuro es una solemne tontería,
porque la vida es perturbación; sólo son indiferentes los muertos. Ser
imperturbable es ser insensible, y sólo los muertos carecen de sensibilidad.
¡Anda y que te den!
Doris
escuchaba admirada esta desmitificación de la filosofía.
-¡Los placeres
tranquilos! ¡Y no poder degustar este chuletón que me he comido! ¡Saborear esta
albariño tan rico, disfrutar la victoria de España sobre Lituania en
baloncesto! ¿Y yo me voy a privar de estos placeres, con lo buenos que son? No,
por supuesto. Claro, estos placeres sensoriales, que nacen y viven y se agotan
en el presente, no son suficientes. También necesito placeres espirituales; que
consisten en vivir el pasado y el futuro, disfrutando al evocar lo que gocé
ayer, o soñando con alegría en lo que haré mañana. La pintura. La música. Y no
sólo los olores, los sabores, las caricias y los colores, y las sombreas y la
luz. Todo eso lo necesito, si quiero vivir bien.
Entonces se
acordó de Santa Tecla. De la evocación de los celtas, arrancados a la niebla en
la noche de los tiempos. Del placer que supuso para él sumergirse en aquella
civilización perdida, saborear sus misterios y costumbres, y las ruedas
desdentadas, los cascos alados, las ruedas de molino. ¿Por qué disfrutamos
tanto con la historia, con el estudio de la naturaleza, con la religión, las
matemáticas, la filosofía? ¿Por qué disfrutamos con el asombro, por qué?
Bécquer lo supo ver con mucho tino:
Mientras haya un misterio para el hombre
¡habrá
poesía!
Luego se
acordó del partido de baloncesto. Del gusto que da ver jugar bien en la cancha,
que un partido bien jugado es una obra de arte, un desbordamiento de fuerzas,
un derroche de creatividad. Y supo de la belleza que hay en las voluntades
agónicas. Pensó en la ética de los estoicos, recordando que consistía en luchar
por las cosas que son posibles, y resignarse a lo imposible, porque nada se puede
hacer cuando todo está perdido. Se acordó de cuando llegaron, ávidos de juego,
con ganas de bañarse, en la playa de la Lanzada. Soplaba un viento terrible y
la gente abandonaba la playa. Ellos aparcaron el coche y se pusieron los
bañadores. Habían estado dos horas buscando una playa y eran las siete de la
tarde; y ahora que la habían encontrado, sedientos de sol y hambrientos de
baño, no lo iban a dejar porque hiciera viento.
Saltaron a la
arena como el toro salta al ruedo, y el aparcamiento se vaciaba, la gente
abandonaba la playa, y sólo un puñado de aventados se quedaba, entre arena y
algas, a desafiar la fuerza de los elementos. El pecho recibía latigazos de
aire y arena y el cabello lo azotaban las furiosas ráfagas de viento. Ignacio
miraba a Fernando, y lo veía pequeñín, frágil y vulnerable, y se temía que en
cinco minutos se volviese al coche quejándose del frío. Pero no ocurrió nada de
eso. Él y su hermano descubrieron las olas que se estrellaban en la playa.
Venían por momentos en oleadas sucesivas, y sus asaltos reventaban en sablazos
y espuma donde se revolcaban, quien no hincando cuerpo y brazos para romper el
muro de agua, saltando sobre la espuma y sintiendo sobre su cuerpo la fuerza
arrolladora. Y aquello duró una hora con sus minutos y sus segundos. A lo
lejos, una vela surcaba las olas labrándose entre ellas un camino. Y un montón
de surfistas habían venido a poner sus tablas sobre su lomo, cabalgando en el
agua como un corcel. Aquello duró una hora. Después disminuyó la fuerza del
viento y amainó el temporal. Y fue una brisa serena paseándose en las dunas,
apenas caricia del aire bajo un sol de playa, lo que contemplaba el ir y venir
del agua domada, por fin, bajo el peso de la tarde, con fuerza casi
insuficiente ahora para ondear al viento. Iñigo y Fernando, privados de las
olas, jugaban arrancándole formas, haciéndole muros y canales, levantándolos
sobre lomas, haciendo castillos.
Ignacio
pensaba en los estoicos. Si hubieran aceptado el destino jamás se habrían
metido en la playa. Pero retaron al aire y desafiaron al viento. Lucharon
denodadamente contra la adversidad, porque no renunciaban a la tarde de playa
que llevaban dos horas buscando. Si se hubieran dejado amedrentar, no habrían
disfrutado la calma que había sucedido al vendaval. Está bien abandonar la
lucha con imposibles, ¿pero quién nos dice lo que es imposible? Si nos
hubiéramos resignado ante la adversidad, como los estoicos, no habríamos
descubierto la plácida calma que aquella tarde sucedió al vendaval. Si España
se hubiera resignado a la victoria persistente de Lituania, nunca habría
protagonizado la remontada: de modo que no hay que resignarse nunca. Siempre
hay que luchar, por más que la derrota parezca inevitable. Nunca se sabe lo que
puede pasar. A veces el triunfo está a la vuelta de la esquina. Y suele venir
cuando ya parece todo perdido.
Los placeres
tranquilos; los que cautivan el espíritu. Los placeres agitados; los que surgen
de vivir el momento presente, los del cuerpo. Y el placer de la lucha; el de
vencer al destino cuando el destino parece inevitable. Los tres placeres le
parecían necesarios; ya se encargaría la vida, cuando la mermaran las fuerzas,
de írselos limitando; de momento los necesitaba todos. No quería vivir su
juventud llenándola sólo con los placeres de los viejos. ¡Era pecaminoso aquel
desperdicio!
Doris,
mientras tanto, jugaba con la arena. Estaba agachada y la cogía a puñados,
puñados que se deslizaban mansamente entre sus dedos. A su espalda la arena
guardaba suavemente sus húmedas pisadas, y el mar, con su impaciencia, aún no
las había borrado. Doris jugaba. Y el aire y el tiempo parecían fluir
inexorablemente entre sus dedos. Jugaba con la arena, con las piedras, con las
conchas, con el cielo; porque la vida es un juego. A su lado, con las palas y
la pelota, los niños jugaban. Y detrás jugaban las algas (lentas, largas,
filamentosas), que en la cresta de las olas se habían varado en la playa. Ahora
habían dejado de jugar. En sus cintas inmóviles, verdes, amarillas, color
aceituna, picoteaban las gaviotas cuyas alas jugaban con el viento. Y era un
sueño planeado. Más allá, lejos de las olas, la fuerza de los elementos había
arrojado algas sobre las dunas. Trozos de algas. Fragmentos de duna. Entre las
ramas filamentosas había, como frutos, globos pequeños y grandes con una piel
de granos dispersos en toda su anatomía: como carne de gallina. Tal parece como
si el viento les hubiera dejado marcado el frío. Y en su cuerpo, la vida,
montañas de clorofila arrancándole su luz al sol (el fuego verde), se había
secado. Sobre los cadáveres de las algas se movían unas orugas negras, negras y
blancas, y verdes, que no sesteaban cuando ya habían empezado a alimentarse. La
vida. Porque también comer era en la soledad de la playa un juego al caer la
tarde. Era la vida y vivir era comer entre arena y piedra, y conchas y
guijarros. Y comer era bajo aquel sol poniente un destello del alma que
reanimaba al cuerpo; y comer era también en aquella tarde (con todo su drama)
tan sólo un juego.
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