Un día hubo en Santander un congreso de filosofía. De dentro y fuera de
España acudieron historiadores y filósofos. Y cuando todo había acabado, un
viejo profesor, del norte, nos enseñó un paraje directamente sacado de la
leyenda: el valle del Nansa; allí vimos bosques enteros sin árboles, como
cabelleras peladas, desde que en otro tiempo decidieran talarlos par construir
los viejos barcos de madera; y vimos caminos donde un recio Unamuno, remando
contra el viento y montado en su caballo, subía estoicamente por las inhóspitas
laderas. Pero antes decidí volver a mi habitación a pie junto a la arena; y un
profesor de Madrid, un profesor entrañable, se unió a mí para compartir aquel
camino durante dos horas; el mar nos arrullaba y las palabras del corazón, acurrucadas,
conocieron el sosiego: de aquellos mares en calma surgieron estos recuerdos.
A mi buen amigo Pedro
Ribas.
SANTANDER, 3 abril
09.
Caminar
por el borde del mar. Vagar por el paseo, pisando las losas de granito.
Acercarse a las aguas. Mirar la luna rielando en las ondas tranquilas. Ver las
luces que se proyectan sobre el agua, plegándose como una cortina, moviéndose
en un temblor callado, bailando sobre la costa, como una suave cadencia. A lo
lejos, luces que se encienden y se apagan, como el faro que da vueltas, muy
pausadamente. Hay una lengua de arena que separa al puerto de alta mar. Entre
el paseo y la arena, el mar, como una lengua apresada en tierra, sestea. Es una
noche tranquila dormitando en el mes de abril.
Ya
no se ve el horizonte nebuloso porque todo se funde entre las sombras. Pero
queda una brisa que refresca la tarde, en las ropas de dos caminantes
solitarios, en la noche enigmática y oscura. Recorren la orilla de punta a
punta como dos viejos estoicos. Nada los perturba, todo los conmueve. En sus
palabras fluye el mundo como dos claras sombras de la oscuridad.
El
cielo los envuelve en la hermosa playa de Santander. Los Riesgos. Los pasos los
llevan lentamente hasta la vieja playa del Sardinero. Hay una paz serena que se
apodera, con las palabras, de sus corazones. Han hablado de Herder, de Hegel,
de Ossian, de Platón, de Kant. Han resucitado en sus palabras a Rousseau, a
Voltaire, a Pascal, a Descartes. Y a Miró Quesada y a Ortega, a Unamuno, el
sturm und drang. Y el tiempo se ha posado en sus mentes como se posan las
mariposas en la flor, con un aleteo frágil, trémulo, indeciso, de cristal. Y
han habitado los tiempos en sus cabezas mientras hablaban, y hablaban del
lenguaje; y el lenguaje, acariciado por la claridad estoica, se ha mecido en
las sombras como las ondas de la mar.
Caminar
por la playa. Pisar la arena, escarbar el suelo. Manchar la orilla con el
cincel de las pisadas. Tocar la noche, acariciar el cielo con las mejillas del
aire. Ver las luces, pasear tranquilos, desde el malecón hasta la playa,
tocando apenas el tiempo con los dedos. La brisa marina depositando en la cara
unas pocas semillas de eternidad.
SANTANDER, Tudanca, 4
abril 09.
Del
fuego en la chimenea sólo queda un rescoldo. Sólo el leño brilla en la
oscuridad, pero es de una luz roja, opaca, mortecina. En su interior aún hay
puntos incandescentes, pero el leño es una tea lánguida, cenicienta, cuarteada.
Su cuerpo es de un gris que palpita en luces irisadas que se encienden y se
apagan; la luz en los lados, y por las rajas interiores, las láminas de
incandescencia. Por arriba su cuerpo es negro, pero detrás gime la llama,
pálida, amarilla, que dibuja su borde en la oscuridad del hogar. Por abajo,
formando un círculo, el tocón ha empezado a sembrar el suelo de ascuas.
Encima
del fuego está el perol. Es un caldero de cobre, de un rojo cuarteado con vetas
verdes por fuera, irisado y mortecino como un fuego fatuo, como un palpitar sin
fuerza. Tiene un asa que corona el caldero con la mitad de un aro; y en medio,
arriba, un gancho tira de él hacia lo más recóndito de la chimenea. Juan medita
en los misterios que arropa con su manto la oscuridad de la noche.
En
las paredes, en torno al caldero, hay bancos adosados. Los niños juegan armando
ruido y los adultos los regañan. Hay sentados hombres muy viejos, viejas muy
negras, las manos en la garrota, los dedos en la calceta. Y mientras la vieja
hace punto el viejo atiza la lumbre, con un gancho negro, lleno de hollín, de
hierro oxidado y fundido, de escoria ahumada por el fuego. El tocón crepita, se
rompe y chisporrotea; y al partirse, saltan las chispas de las llamas y llenan
la estancia de fuegos efímeros.
Hay
un hombre apoyado en su cayado contando historias. Afuera cae la nieve y se
agolpa en las piedras, en las puertas, llenando las jambas de las casas,
tapando las ventanas. La nieve busca intersticios donde colarse, donde
abrigarse buscando refugio, y se acurruca bajo las piedras, entre la hierba,
por los tejados, en las paredes y en los picachos. Ya el manto se ha hecho
blanco y ahora el blanco se ha hecho espeso. Los tejados y los suelos son
terrones de algodón y trepan por las esquinas de las casas, van cubriendo las
tejas, como estalactitas y estalagmitas que se buscan para formar columnas; una
masa tierna, blanda como un colchón, pero fría y llena de agujas en su torso
algodonoso.
Afuera
está el valle. Tudanca es un trozo de vida en el desierto gélido y nevado, que
se pierde, entre los riscos duros, sobre la faz de la tierra; como cornisas a punto
de desplomarse. Sopla la ventisca. Y como las tejas bajo la nieve, Tudanca ha
quedado cubierta por la nieve risueña de Tanca. Nieve del sueño y ventiscas del
alma, que van depositando, sobre las piedras, nieblas que nacen mojadas en la
humedad de la mente.
Está
curvado en el banco, mirando la lumbre, calentándose al fuego, reponiendo
fuerzas. Afuera, el valle trepa por las sendas cada vez más empinadas y se
pierde de vista, en el techo que lo cubre, donde se desploma el río como una
serpiente, como una cinta plateada. Arriba está Peñalabra. Peñasagra en medio,
y al otro lado, fugitiva como el tiempo, la sierra del Escudo.
Se
ha sentado al fuego don José María Pereda. Y en sus ojos brilla el fuego, el
tocón agonizante, mientras ve en las ascuas los fantasmas de su cerebro. Allí
está Chisco, esperando la cacería. Allí la sombra del oso, junto a la cueva.
Allí el niño con su tío, los árboles, las matas, los riscos, los valles, el
sabor de la tierruca. Ha nacido en sus ojos durante aquella noche una novela.
La caza del oso, como una película de aventuras, ha cobrado vida en los ojos
febriles donde se van formando las imágenes de su cerebro. Las imágenes,
alimentadas por el calor del fuego, de la aventura que se fraguó entre
peñascos. Peñas arriba.
Todo
esto lo vio en el perol, que descansaba inexpresivo sobre una leña que nadie
había encendido. Mientras escuchaba las cosas que le contaba el guía de la
casona. La casona solariega –torre, capilla y casa-, que era la casa museo, el
guardián del valle, la fachada del pueblo; la casa dura y blanca, el testigo
del tiempo; la muda biblioteca, silenciosa y parlanchina, donde recibía a los
artistas (poetas y toreros) don José María de Cossío.
SANTANDER, Rasines, 6
abril 09.
No
había nada en el campo que estuviera desnudo. Ni las piedras siquiera. Una
alfombra verde cubría la tierra, las rocas, los árboles, los riscos, los
caminos, las casas, los ríos. Bajo las aguas lucía el azul del cielo; y entre
las nubes, fugitivas sábanas reflejadas
en las ondas, unos hierbajos rebeldes eran los cabellos del agua. Las piedras
estaban cubiertas de musgo y hasta los árboles, en su estoica quietud, se
vestían de hiedra.
El
campo todo era una paleta de color. Los matices del verde se habían dado cita
en una borrachera de notas que se juntaban para formar las múltiples
variaciones de una sinfonía. El color verde se aclaraba como se aclaran los
cantantes la garganta, y era un terciopelo suave, de una claridad uniforme, la
que forraba las piedras a la vera del río. Abajo, retocadas por el agua, los
hilos se trenzaban sin orden ni concierto: y eran unas hilachas largas, que se
mecían en la ribera, como una baba pegajosa desprendida de las piedras viscosas
y frías.
Los
árboles, en la orilla, se inclinaban sobre el agua para verla pasar. Unos
troncos verdes, tocados de musgo, cubiertos de raíces, les crecían como venas
por la superficie de su piel; rodeados de hojas de hiedra que los envolvían con
escamas verdes, con láminas oscuras, con pizarra incrustada en mil capas como un
reptil.
El
suelo era de matojos; y la hierba alta caía doblándose a los lados, como
delgados tentáculos que se desparramaban en círculo, como una estilizada
actinia; como un pulpo fino y largo, como láminas derramándose desde una boca
invisible de la que irradiaban sin mirar. Y a sus lados, con una anarquía de
garabatos verdes, miles de filamentos enredados en la hojarasca, tréboles,
ortigas, tomillo, menta, las espinas del mar.
En
el cielo se desperezaba el sol. Y como el vaho, hilachas de nubes cortaban las
rocas por abajo mientras los picos crecían por arriba enseñoreándose del cielo.
Eran hilos de nube apenas densa, casi transparente, que recorrían en su
evanescencia las rocas y se fundían en retazos de tul. Su cresta levantaba al
cielo, con orgullo y arrogancia, la nítida figura del pico San Vicente.
Y
cuando se adentraba en el bosque veía el reino de fantasmagoría. Visto de
lejos, el follaje parecía una niebla clara en cuya densidad se difuminaban los
bordes algodonosos de la hiedra; la hiedra, encaramada a los troncos, detenida
sobre su piel. Por la ladera bajaban como estacas, alineadas en formación, los
troncos delgados y largos de los eucaliptos. Los ramajes se enredaban en el
suelo y la vista descansaba cuando veía, en los cuatro puntos cardinales, los
matices del verde entreverándose al alimón.
El
campo estaba vestido de un manto verde mientras asomaba el sol por la mañana.
El manto de musgo cubría la piedra, el de la hiedra vestía los árboles, el de
los helechos tapizaba el suelo, el de la hierba crecía en los campos. La mañana
era, al irrumpir el sol entre las nubes, un enjambre de abejas que volaban. Y
los árboles, con las copas enredándose en los troncos, eran la piel del
caminante desparramándose en el espacio. Una nube de ramas como un tul
translúcido, difuminándolo todo con su neblina, un vaho mojado: era un bostezo
del sol.
Rasines…Hace frío en la calle. El monte
huele a eucalipto. La leña arde en la chimenea y el niño, tocando la guitarra,
hace bailar el aire. Hay platos humeantes ya vacíos en la mesa. Entre las
sábanas del silencio los demás escuchan, o hablan.
Para mi buen amigo
Gilberto.
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