sábado, 20 de septiembre de 2014

Santander



         Un día hubo en Santander un congreso de filosofía. De dentro y fuera de España acudieron historiadores y filósofos. Y cuando todo había acabado, un viejo profesor, del norte, nos enseñó un paraje directamente sacado de la leyenda: el valle del Nansa; allí vimos bosques enteros sin árboles, como cabelleras peladas, desde que en otro tiempo decidieran talarlos par construir los viejos barcos de madera; y vimos caminos donde un recio Unamuno, remando contra el viento y montado en su caballo, subía estoicamente por las inhóspitas laderas. Pero antes decidí volver a mi habitación a pie junto a la arena; y un profesor de Madrid, un profesor entrañable, se unió a mí para compartir aquel camino durante dos horas; el mar nos arrullaba y las palabras del corazón, acurrucadas, conocieron el sosiego: de aquellos mares en calma surgieron estos recuerdos.
            A mi buen amigo Pedro Ribas.



SANTANDER, 3 abril 09.
 
 
            Caminar por el borde del mar. Vagar por el paseo, pisando las losas de granito. Acercarse a las aguas. Mirar la luna rielando en las ondas tranquilas. Ver las luces que se proyectan sobre el agua, plegándose como una cortina, moviéndose en un temblor callado, bailando sobre la costa, como una suave cadencia. A lo lejos, luces que se encienden y se apagan, como el faro que da vueltas, muy pausadamente. Hay una lengua de arena que separa al puerto de alta mar. Entre el paseo y la arena, el mar, como una lengua apresada en tierra, sestea. Es una noche tranquila dormitando en el mes de abril.
            Ya no se ve el horizonte nebuloso porque todo se funde entre las sombras. Pero queda una brisa que refresca la tarde, en las ropas de dos caminantes solitarios, en la noche enigmática y oscura. Recorren la orilla de punta a punta como dos viejos estoicos. Nada los perturba, todo los conmueve. En sus palabras fluye el mundo como dos claras sombras de la oscuridad.
            El cielo los envuelve en la hermosa playa de Santander. Los Riesgos. Los pasos los llevan lentamente hasta la vieja playa del Sardinero. Hay una paz serena que se apodera, con las palabras, de sus corazones. Han hablado de Herder, de Hegel, de Ossian, de Platón, de Kant. Han resucitado en sus palabras a Rousseau, a Voltaire, a Pascal, a Descartes. Y a Miró Quesada y a Ortega, a Unamuno, el sturm und drang. Y el tiempo se ha posado en sus mentes como se posan las mariposas en la flor, con un aleteo frágil, trémulo, indeciso, de cristal. Y han habitado los tiempos en sus cabezas mientras hablaban, y hablaban del lenguaje; y el lenguaje, acariciado por la claridad estoica, se ha mecido en las sombras como las ondas de la mar.
            Caminar por la playa. Pisar la arena, escarbar el suelo. Manchar la orilla con el cincel de las pisadas. Tocar la noche, acariciar el cielo con las mejillas del aire. Ver las luces, pasear tranquilos, desde el malecón hasta la playa, tocando apenas el tiempo con los dedos. La brisa marina depositando en la cara unas pocas semillas de eternidad.


SANTANDER, Tudanca, 4 abril 09.

 
            Del fuego en la chimenea sólo queda un rescoldo. Sólo el leño brilla en la oscuridad, pero es de una luz roja, opaca, mortecina. En su interior aún hay puntos incandescentes, pero el leño es una tea lánguida, cenicienta, cuarteada. Su cuerpo es de un gris que palpita en luces irisadas que se encienden y se apagan; la luz en los lados, y por las rajas interiores, las láminas de incandescencia. Por arriba su cuerpo es negro, pero detrás gime la llama, pálida, amarilla, que dibuja su borde en la oscuridad del hogar. Por abajo, formando un círculo, el tocón ha empezado a sembrar el suelo de ascuas.
            Encima del fuego está el perol. Es un caldero de cobre, de un rojo cuarteado con vetas verdes por fuera, irisado y mortecino como un fuego fatuo, como un palpitar sin fuerza. Tiene un asa que corona el caldero con la mitad de un aro; y en medio, arriba, un gancho tira de él hacia lo más recóndito de la chimenea. Juan medita en los misterios que arropa con su manto la oscuridad de la noche.
            En las paredes, en torno al caldero, hay bancos adosados. Los niños juegan armando ruido y los adultos los regañan. Hay sentados hombres muy viejos, viejas muy negras, las manos en la garrota, los dedos en la calceta. Y mientras la vieja hace punto el viejo atiza la lumbre, con un gancho negro, lleno de hollín, de hierro oxidado y fundido, de escoria ahumada por el fuego. El tocón crepita, se rompe y chisporrotea; y al partirse, saltan las chispas de las llamas y llenan la estancia de fuegos efímeros.
            Hay un hombre apoyado en su cayado contando historias. Afuera cae la nieve y se agolpa en las piedras, en las puertas, llenando las jambas de las casas, tapando las ventanas. La nieve busca intersticios donde colarse, donde abrigarse buscando refugio, y se acurruca bajo las piedras, entre la hierba, por los tejados, en las paredes y en los picachos. Ya el manto se ha hecho blanco y ahora el blanco se ha hecho espeso. Los tejados y los suelos son terrones de algodón y trepan por las esquinas de las casas, van cubriendo las tejas, como estalactitas y estalagmitas que se buscan para formar columnas; una masa tierna, blanda como un colchón, pero fría y llena de agujas en su torso algodonoso.
            Afuera está el valle. Tudanca es un trozo de vida en el desierto gélido y nevado, que se pierde, entre los riscos duros, sobre la faz de la tierra; como cornisas a punto de desplomarse. Sopla la ventisca. Y como las tejas bajo la nieve, Tudanca ha quedado cubierta por la nieve risueña de Tanca. Nieve del sueño y ventiscas del alma, que van depositando, sobre las piedras, nieblas que nacen mojadas en la humedad de la mente.
            Está curvado en el banco, mirando la lumbre, calentándose al fuego, reponiendo fuerzas. Afuera, el valle trepa por las sendas cada vez más empinadas y se pierde de vista, en el techo que lo cubre, donde se desploma el río como una serpiente, como una cinta plateada. Arriba está Peñalabra. Peñasagra en medio, y al otro lado, fugitiva como el tiempo, la sierra del Escudo.
            Se ha sentado al fuego don José María Pereda. Y en sus ojos brilla el fuego, el tocón agonizante, mientras ve en las ascuas los fantasmas de su cerebro. Allí está Chisco, esperando la cacería. Allí la sombra del oso, junto a la cueva. Allí el niño con su tío, los árboles, las matas, los riscos, los valles, el sabor de la tierruca. Ha nacido en sus ojos durante aquella noche una novela. La caza del oso, como una película de aventuras, ha cobrado vida en los ojos febriles donde se van formando las imágenes de su cerebro. Las imágenes, alimentadas por el calor del fuego, de la aventura que se fraguó entre peñascos. Peñas arriba.
            Todo esto lo vio en el perol, que descansaba inexpresivo sobre una leña que nadie había encendido. Mientras escuchaba las cosas que le contaba el guía de la casona. La casona solariega –torre, capilla y casa-, que era la casa museo, el guardián del valle, la fachada del pueblo; la casa dura y blanca, el testigo del tiempo; la muda biblioteca, silenciosa y parlanchina, donde recibía a los artistas (poetas y toreros) don José María de Cossío.

 
SANTANDER, Rasines, 6 abril 09.

 
 
            No había nada en el campo que estuviera desnudo. Ni las piedras siquiera. Una alfombra verde cubría la tierra, las rocas, los árboles, los riscos, los caminos, las casas, los ríos. Bajo las aguas lucía el azul del cielo; y entre las nubes,  fugitivas sábanas reflejadas en las ondas, unos hierbajos rebeldes eran los cabellos del agua. Las piedras estaban cubiertas de musgo y hasta los árboles, en su estoica quietud, se vestían de hiedra.
            El campo todo era una paleta de color. Los matices del verde se habían dado cita en una borrachera de notas que se juntaban para formar las múltiples variaciones de una sinfonía. El color verde se aclaraba como se aclaran los cantantes la garganta, y era un terciopelo suave, de una claridad uniforme, la que forraba las piedras a la vera del río. Abajo, retocadas por el agua, los hilos se trenzaban sin orden ni concierto: y eran unas hilachas largas, que se mecían en la ribera, como una baba pegajosa desprendida de las piedras viscosas y frías.
            Los árboles, en la orilla, se inclinaban sobre el agua para verla pasar. Unos troncos verdes, tocados de musgo, cubiertos de raíces, les crecían como venas por la superficie de su piel; rodeados de hojas de hiedra que los envolvían con escamas verdes, con láminas oscuras, con pizarra incrustada en mil capas como un reptil.
            El suelo era de matojos; y la hierba alta caía doblándose a los lados, como delgados tentáculos que se desparramaban en círculo, como una estilizada actinia; como un pulpo fino y largo, como láminas derramándose desde una boca invisible de la que irradiaban sin mirar. Y a sus lados, con una anarquía de garabatos verdes, miles de filamentos enredados en la hojarasca, tréboles, ortigas, tomillo, menta, las espinas del mar.
            En el cielo se desperezaba el sol. Y como el vaho, hilachas de nubes cortaban las rocas por abajo mientras los picos crecían por arriba enseñoreándose del cielo. Eran hilos de nube apenas densa, casi transparente, que recorrían en su evanescencia las rocas y se fundían en retazos de tul. Su cresta levantaba al cielo, con orgullo y arrogancia, la nítida figura del pico San Vicente.
            Y cuando se adentraba en el bosque veía el reino de fantasmagoría. Visto de lejos, el follaje parecía una niebla clara en cuya densidad se difuminaban los bordes algodonosos de la hiedra; la hiedra, encaramada a los troncos, detenida sobre su piel. Por la ladera bajaban como estacas, alineadas en formación, los troncos delgados y largos de los eucaliptos. Los ramajes se enredaban en el suelo y la vista descansaba cuando veía, en los cuatro puntos cardinales, los matices del verde entreverándose al alimón.
            El campo estaba vestido de un manto verde mientras asomaba el sol por la mañana. El manto de musgo cubría la piedra, el de la hiedra vestía los árboles, el de los helechos tapizaba el suelo, el de la hierba crecía en los campos. La mañana era, al irrumpir el sol entre las nubes, un enjambre de abejas que volaban. Y los árboles, con las copas enredándose en los troncos, eran la piel del caminante desparramándose en el espacio. Una nube de ramas como un tul translúcido, difuminándolo todo con su neblina, un vaho mojado: era un bostezo del sol.



            Rasines…Hace frío en la calle. El monte huele a eucalipto. La leña arde en la chimenea y el niño, tocando la guitarra, hace bailar el aire. Hay platos humeantes ya vacíos en la mesa. Entre las sábanas del silencio los demás escuchan, o hablan.
            Para mi buen amigo Gilberto.



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