EN LA NOCHE DE LOS TIEMPOS
Si
remontamos el tiempo como remonta las aguas el salmón, encontraremos imágenes
de leyenda; mundos e historias que a nadie le es dado contemplar. El mundo son
los ropajes del tiempo, y el tiempo, honda sustancia que se vierte, como los
ríos, en el mar. Las aguas fluyen turbulentas en su cauce alto, y se serenan,
en los tranquilos valles, próximas a morir. Las aguas no remontan nunca el río,
su único destino es la mar; pero se evaporan, como emanaciones del cielo, las
nubes que se precipitan en nuevas lluvias que alimentarán su nacimiento; aunque
a veces la fuente se encuentra también en las entrañas de la tierra.
Así es la historia: tiempo que corre
y renacer continuo. Pero el tiempo sólo corre hacia abajo, y las nubes que
renacen no son más que sus imágenes. La historia se repite, pero con actores
nuevos. Mundos diferentes que pasan por los mismos avatares, pero con distintos
trajes; con distintos nombres; el tiempo de sus venas recorre los mismos
sitios, pero con distintas aguas. La revolución parió un tirano que se comió a
su pueblo, pero fue primero en Grecia, luego en Roma, llegó a Rusia, aunque
antes hubiera estado en Francia; la historia del tiempo fue siempre la misma,
pero la del mundo siempre fue nueva; siempre con nuevos decorados, siempre con
páginas blancas: el futuro, aunque los cauces sean los mismos, siempre está por
escribir.
Tiene el tiempo sus meandros y sus
filtros, su suelo de decantaciones, su relieve labrándose en tierra, sus
caminos subterráneos, sus honduras, sus cavernas. Las cavernas del tiempo son
la memoria de su paso por el mundo, y son columnas en penumbra, sus lágrimas
estalactitas, estalagmitas que se levantan para apoyar el techo buscándolo en
la cueva sin luz. La memoria de la gente es también una caverna, labrada en su
cabeza, como en los sótanos del mundo donde había labrado grutas el río del
tiempo. Y son dendritas tejiendo telas de araña por doquiera, cuerpos
eléctricos labrando paredes en el cerebro, laberintos de locura: cilindroejes
tejiendo caminos sin fin. El cerebro conforma la mente y tiene estalactitas y
estalagmitas, y columnas que sujetan el techo rocoso para que el pasado no se
derrumbe. También tiene lagunas, sus cascadas espumosas, sus torrentes; y tiene
ríos serenos que surcan sus valles cobrizos de parte a parte; los oídos y los
ojos, el olor, la lengua y el tacto, ventanas donde se vierten los recuerdos en
el mar; la memoria que no tiene ventanas se duerme en el olvido.
Allí, en las cavernas del tiempo,
late la noche. Noches negras y estrelladas, noches llenas de niebla, noches
heladas, noches de lluvia. Copos que se derraman sobre un cielo algodonoso
volviéndolo cálido en su belleza. Allí, latiendo en profundidades insondables,
duerme el sueño más profundo en la noche de los tiempos. De allí emerge a la
superficie de muy distintas maneras. Lo puede despertar un recuerdo más triste,
un golpe duro, un traumatismo; o lo puede despertar el ensueño más dulce en las
hermosas pasiones con las que sueña el alma; o el abrupto estado de embriaguez,
el que precede al sueño, que a veces antes de soñar remueve rocas y precipita
aludes. De muy diversas maneras pueden despertarse leyendas en las simas del
recuerdo. De muy diversas formas surcan la luz, hurgando en la noche de los
tiempos.
2. Los celtas.
Hay un camino santo que trazaron los
druidas. Un puente frío, alzado sobre lomas de acuarela, flotando entre la
niebla, cargado de humedad. La costa de la muerte. Por sus piedras centenarias
sube un frío de siglos que se cuela por los pies del antiguo guerrero,
sandalias que se funden en la oscuridad. Son unos pantalones atados con correas
que serpentean en las piernas, como metálicos reptiles. Una espada colgada en
la cintura, y un collar claveteado rodeando el cuello, entre vestidos. La capa
roja recoge el guerrero sobre el antebrazo, y le cae por la espalda, como una
sombra legendaria de sí mismo, hasta los gemelos. El casco es una amenaza de
metal en la sombra que apenas brilla.
Los celtas. Un pueblo que se
diseminaba por Europa al alba de su historia. Los celtas. Guerreros temibles
enfrentados con los iberos. Los celtas. Parientes de germanos y escandinavos,
de los arios y los indos, parientes de los dorios, de los hiksos. Y primos
lejanos de las tribus germánicas que se desbordaron sobre el imperio romano,
siglos después. Vinieron los suevos, los vándalos, los alanos. Vinieron esos
bestias que no eran más brutos que los romanos que los combatieron. ¿Más
cultos? ¡Quién sabe! Quizá de una racionalidad menos tecnologizada, pero llena
de historias y leyendas. La brutalidad, desde luego, sólo la da la necesidad,
no la densidad de su cultura.
El conde Fernán González y los
repobladores de Sepúlveda eran descendientes de los visigodos. En su memoria
latían recuerdos del pasado, aunque el último suelo que pisaban fuese el de
Cristo. La noche de los tiempos de los germanos vibraba en su mente, cabalgando
corceles que con sus cascos arañaban la hierba, clavaban su herradura, surcaban
los mares de leyendas que el cristianismo no había dejado del todo en el
olvido. Y allí estaban los ríos brumosos de Europa central, los bosques umbríos
del norte y los fiordos y lagos de Escandinavia. Aguas plateadas dormían bajo
la bruma en la noche de los tiempos. Aguas serenas que reflejaban la luna en su
espejo de metal.
Y allí, en aquel imaginario, en
aquel inconsciente colectivo, estaba el horrendo abismo. Hielo y fuego. Y un
extranjero misterioso llamando a las puertas, embozado y polvoriento, como un
trotamundos. La noche del tiempo helaba como sólo hiela el cielo raso en la
noche de los fríos.
-¿Quién eres? ¿Qué buscas?
En aquel depósito de sueños se abrió
el manantial de las leyendas. Fue remontarse muy lejos, hasta donde sólo la
imaginación puede responder a la esterilidad de la ciencia. Donde el tiempo no
tenía ropajes, donde palpitaba desnuda la esencia, cuando no existía ni
siquiera la sombra del mundo. Un caos lo bañaba todo, como niebla ocupando la
nada, y de él surgió un abismo: se llamaba Ginungagap[1]. Una
boca entreabierta como un fantástico bostezo[2]. Bajo
él, en el caos que flotaba al sur, se formaba una lengua de fuego[3], un
lugar que todavía no era mundo, una región del espacio ocupada sólo por fuego;
un caos ígneo cuyas lenguas sombrías de luz eran verdaderamente un lugar
extraño: el Muspel; lo habitaba el primer ser de la existencia, un ser extraño
que se llamaba Surt, y tenía una espada flamígera.
Después, al otro lado del abismo,
más al norte apareció el país del frío: era Niflheim. La región helada, el mundo
de las nieblas; de ella se alimentaban doce ríos que surcaban el espacio, al
norte del gigantesco abismo que los separaba del fuego[4]; y
del fuego brotaban también siniestras corrientes de aguas ponzoñosas[5]. Los
ríos del Niflheim fueron llenando aquel gélido Ginungagap, donde sus aguas se
helaron. Pero cerca del Muspel el calor hacía que se levantaran grandes chorros
de vapor, que caían en forma de escarcha[6]: eran
vapores que erraban por el espacio, salidos de los ríos venenosos, que se
condensaron. La escarcha cayó al abismo. Y las chispas que saltaban de la
región del fuego fundieron el hielo, de sus gotas nació el gigante progenitor
de todos los gigantes: el inquietante Ymir. Y luego surgió el mundo. Todo
empezó cuando se mezclaron los ríos helados con la ponzoña del fuego[7];
cuando se juntaron el hielo del norte con el fuego del sur[8]. Y
así todo es mezcla, todo es contradicción. El mundo que surgió de allí era
orden y estaba poblado por su contrario, el caos que lo originó.
¡Vasto abismo del tiempo antes del
tiempo, Ginungagap! Era el caos un bostezo entre el cielo ígneo y la tierra por
fecundar, que decían los griegos; pero los germanos decían que entre el frío
del norte y el fuego del sur. El caos, la boca entreabierta, fue un crisol
donde se mezclaron los elementos del universo; en ellos se miraba la tierra. La
gran abertura fue una estrella original, y somos nosotros polvo de estrellas.
Vasto abismo del tiempo antes del tiempo, Ginungagap. El tiempo antes de nacer
era caos. Savia universal que todo lo ocupaba, sustancia elemental que todo lo
contenía. Un día se derramó y desde entonces se metió en el cuerpo de los seres
que nacieron, y ya no pudieron volver a la fuente original, ya no fue posible
remontar el río. Y formó sus leyes, cambió sus ropas, creó sus cavernas cavando
el cielo, surcando el viento y horadando el suelo. El cielo cristalizó luego en
la memoria. Y la memoria surca el pasado para ver, en las noches de tormenta y
de locura, el bálsamo que puede curarnos con la caricia original; en la noche
helada de los tiempos; aunque no siempre la nostalgia corona con éxito la dulce
empresa, dolorosa y sublime, de regresar.
[1] Velasco, M. Breve
historia de los vikingos. Madrid, 2005: Nowtilus; p. 108.
[2] Barrera, A. “Mitologías
nórdicas y germánicas”, en Muy especial: mitología de hoy y de siempre,
nº 70, verano 2005, p. 56.
[3] Velasco, M. Ibídem, p.
108.
[4] Muy especial, nº
70, p. 56.
[5] Manuel Velasco, ibídem, p.
108.
[6] Las mejores leyendas
mitológicas, recopiladas por José Repollés. Barcelona, 1972: Editorial
Bruguera; p. 249.
[7] Muy especial, nº
70, p. 56.
[8] Velasco, M, ibídem, p.
108.
Muchísimas gracias Mariano, por regalarnos otro texto bellísimo.
ResponderEliminarPilar G
Gracias a ti, Pilar. Cuando me hundo en el mundo misterioso de la mitología mezclada con la ciencia, en ese espacio fantástico surge la historia; confieso que me tiene subyugado con el relato de las cosas que ya no hacen daño porque están lejanas; porque las espadas que algún día se clavaron en la carne, la historia las domestica y ya no pueden matar. La historia se hace literatura, y el relato es poesía que suspira en las noches invernales junto al fuego; donde el hielo cae sin helar y tras de las ventanas brilla la pupila sedienta de historias; de historias y de ganas de soñar.
ResponderEliminar