LA CRISIS DE 2008
En
el año 2001 salieron a la luz cosas que ya tenían una existencia. Latente. Dos
aviones se estrellaron contra las torres gemelas. Estaban cargados de pasajeros
y, por primera vez, los medios de transporte eran utilizados como bombas
humanas. Antes se habían utilizado como bombas pero ahora el mismo piloto era
una bomba; los vehículos se habían usado para matar, sí, pero ahora se usaban
para morir matando. El suicidio iba a convertirse en arma de combate. Mucho
antes había habido ya ejércitos suicidas, los más conocidos eran los del Japón;
pero ahora los objetivos ya no eran militares. Lo que querían aquellos
combatientes era morir matando al mayor número de personas posible. Apareció el
suicida convertido en arma de destrucción masiva. Con Hitler se había buscado
la destrucción de poblaciones enteras, pero el que mataba no pretendía morir;
los kamikazes morían para matar, pero mataban soldados, no poblaciones
indefensas; la novedad de los asesinos islámicos era que morían para matar
civiles, cuantas más víctimas mejor. Se habían empeñado en patentar una nueva
versión de la masacre de los inocentes. Derrumbaron, en las torres gemelas, el
símbolo económico de la cultura occidental. Nueva York.
Los
locos islámicos inauguraron la era de la muerte total. Morían en esta vida para
ganar el más allá. Y con ellos debía morir cualquier rasgo de existencia no
islámico. El rasgo común a casi todas las religiones (sacrificar esta vida para
ganar la otra) había sido criticado por Nietzsche como la cobardía de los
resentidos, de los fracasados, de los débiles. A Nietzsche no le dolía que
hubiera gente que fracasara después de luchar; lo que le dolía era el fracaso
de la gente que no luchaba, de quienes fabrican un dios y luego se entregan a él,
de quienes disfrazan su cobardía como valor porque no tienen agallas para
luchar de veras. La debilidad que él condenaba no era la del enfermo que lucha
por salvarse, sino la del sano que quiere morir; la debilidad de quien ha
renunciado a la lucha y se inventa un combate falso con enemigos inexistentes:
para tener la ilusión de vencer cuando lo único que hace, suicidándose, es
demostrarle al mundo su derrota. El terrorismo islámico es la voluntad de no
querer nada, voluntad disfrazada de quererlo todo, voluntad de poder: ese deseo
de ser impotente es la verdadera rebelión contra Nietzsche. Nietzsche,
mofándose de la compasión convertida en espectáculo, era compasivo de verdad.
Ser bueno no es matar para ir al cielo, sino respetar tu deseo de vivir en la
tierra. Nietzsche criticó, en las religiones, a toda la cultura occidental.
Ahora, en oriente están rescatando al occidente enfermo que criticaba
Nietzsche; y de nuevo se libera el virus de aquella terrible enfermedad. Dios,
poderoso, quiere que el ser humano sea impotente; y el ser impotente se
destruye para no poder ser nunca el reflejo de dios; dios, que nos creó desde
el principio como un pálido reflejo de sí mismo, a imagen y semejanza suya. Y
ahora no queremos parecernos a Nietzsche. La rebelión contra Nietzsche esconde,
terrible paradoja, la última rebelión contra dios. Las religiones despiadadas
son un último eco del canto del cisne de las religiones.
Los
países islámicos son una fuerza de
trabajo desparramada por el mundo: fuerza cargada de energía, pero sin materia
sobre la que trabajar; sin instrumentos de trabajo, pues hasta las bombas con
las que matan han sido producidas por occidente (e incluso el reloj que tiene
Bin Laden en la muñeca, cuando lo graban con la Kalashnikov); fuerza sin
tecnología, trabajadores sin ingenieros, sólo les queda la ideología como
fuerza de combate; como no pueden luchar por la vida porque no tienen recursos,
luchan contra ella; pero necesitan disfrazar de potencia esta rebelión de los
impotentes. Porque, debajo de la agitación islámica, lo que hay en sus mentes
es un sentimiento de frustración, un futuro hipotecado, un presente postrado,
por suerte, sólo hay una llama que brilla con resplandor: la del pasado. El
pasado (predicaciones, invasiones, califatos, territorios llenos de emires) es
la gasolina que alimenta la llama; y la llama salta con la chispa de la
necesidad mezclada con el poder: necesidad de la inmensa mayoría, desgarrada entre
el hambre y la incultura; y poder que sale del petróleo, que es el arma que les
permite comprar tecnología sin desarrollo. Sobre una mentalidad generalizada de
postración secular crece una mentalidad coyuntural de poder ficticio; y ésta se
encarna en una yihad que arrasa el mundo a sangre y fuego, pero que tiene sus
días contados: porque nadie puede construir destruyendo. Lo ilustró muy bien
Ortega y Gasset comparando a Napoleón con Gengis Khan: el primero espoleó la
guerra para extender sobre Europa la cultura y el culto de la libertad; el
segundo no extendió sobre el mundo más que la guerra; y si hoy sobreviven
muchas cosas de Napoleón (entre ellas el código de leyes que lleva su nombre),
de Gengis Khan no quedan, desparramadas en la historia, más que sus cenizas.
El
mundo que está sembrando la yihad no es el de la competencia, sino el de la
competición; no busca desarrollarse, sino adaptarse; la agresión y la guerra
sustituyen a la felicidad y la plenitud. Pero sucede que las culturas que
permanecen en la historia tienen una doble raíz en sus corazones: sentido
crítico para tocar tierra en la realidad, y entusiasmo para anclar el presente
en la utopía; el realismo del presente debe prolongarse hacia el futuro en un
horizonte de plenitud. Si no se dan esos dos ingredientes, las sociedades
desaparecen; y en el islam del terror hoy no se da ninguno de ellos.
De
modo que los éxitos del islam hay que buscarlos en los fallos de occidente. Y,
dentro de occidente, de Europa. Una Europa deshumanizada ha crecido (está
creciendo) en las entrañas del atlantismo; junto con la Europa del humanismo y
de la humanidad. En esa misma Europa todavía florece la irracionalidad en sus
estertores (dos muestras terribles son las dos guerras mundiales). Pero
indudablemente occidente es, hoy por hoy, la cultura de la vida: sus dos caras
son como la cara y la cruz de la misma moneda; el atlantismo es su versión más
primitiva, puritana y militarizada; y el europeísmo su rostro más humano: con
Kant y con la epifanía de los derechos humanos.
Occidente
ha descubierto sus dos caras y ambas se completan la una a la otra: la defensa
del individuo (en el liberalismo) y la defensa de la persona (en el socialismo
y la socialdemocracia). Marx es un producto típicamente europeo: pero tenía
rasgos despóticos, orientales; queriendo redimir a la humanidad, ha construido,
sin querer, imperios terribles. Sin embargo Kant, europeo hasta la médula, es
profundamente occidental sin ninguna contaminación del despotismo de oriente.
Sólo Europa ha sabido construir sobre tierra lo más parecido a un paraíso; que
es el Estado del bienestar, el welfare State. Los Estados Unidos, compartiendo
nuestra tradición democrática, no la han llenado de contenido humanístico: su
cultura es menos espiritual y más despótica; y hay, quizá, más rigidez mental
donde tenía que haber más espiritualismo. Y estando profundamente hermanados (porque
compartimos las libertades de occidente), hay algo que nos separa al europeísmo
y al atlantismo: el amor por la humanidad en el primer caso; y en el segundo,
la obcecación por el individuo.
Este
Estado del bienestar ha garantizado protección universal para los
desprotegidos; y ha reconocido derechos humanos para todos. Pero los excesos
del liberalismo dieron al traste con ello. Se empezó a decir que las empresas
debían tener menos cargas sociales para producir más. Y el Estado, bajando los
impuestos de los ricos, se quedó con menos recursos para ocuparse de los
pobres. Los agujeros de la seguridad social tuvieron que ser colmatados por las
obras de beneficencia; por las ONG y las asociaciones humanitarias. En oriente este
vacío fue siendo ocupado por el radicalismo islámico. Los militantes crearon
comedores populares y embriones de asistencia médica en los espacios
abandonados por el Estado; y la caridad quedó asociada a una política agresiva;
los ciudadanos, al votar por quienes les ayudaban con la comida, votaban también a quienes les
llevaban la yihad. Y así las masas se fueron radicalizando. Si occidente no hubiera
desertado de la asistencia social, oriente no habría podido extender su mensaje
de guerra. Esto rebotó contra occidente. El Estado Islámico contrataba con el
dinero del petróleo a los musulmanes que en occidente malvivían con el paro; si
en occidente no se hubiera retirado la seguridad social, la tercera y la cuarta
generación de musulmanes no habría sido carne de cañón para los violentos. A
esto se une que el racismo visceral que imperaba en las calles de Inglaterra o
de Francia no habría despertado en muchos el impulso de volver a los orígenes;
y de abrazar una cultura de la opresión después de haber estado, sin conocerla
verdaderamente, en la Francia de la libertad. También en España se llegó a
gritar un día, sin que la gente se sonrojase lo más mínimo, “¡que vivan las
cadenas!”
Estas
cosas empezaron a pasar en Europa en las postrimerías del siglo XX. Pero en el
año 2008 el sistema se colapsó. Se hundió la bolsa de Nueva York, la riqueza cambió de manos y se hundieron
también muchas empresas. El paro se disparó. Y como habían vivido en el Estado
del bienestar, mejoró la asistencia sanitaria y los viejos ahora se morían más
viejos; había que pagar más pensiones. Los jóvenes, en su deseo de buscar la
felicidad, se extraviaron en el placer y, para huir de las privaciones,
tuvieron menos hijos; había menos gente para trabajar, y por lo tanto menos
cotizaciones, y el Estado se quedó con menos dinero. Siguieron oyéndose las
voces de que había que bajar los impuestos para que las empresas produjeran
más. Al mismo tiempo había que rescatar a los bancos, que se hundían sin
liquidez. El cóctel fue explosivo: el número de parados se triplicó en España y
el dinero que tenía el Estado para atenderlos siguió bajando; y como muchos de aquellos
parados se habían endeudado para comprar casas en los tiempos de bonanza, se
ejecutaron las hipotecas y empezaron los deshaucios. Al mismo tiempo España se
endeudaba y tenía que pagar la deuda externa. El equilibrio presupuestario, al
asfixiar al país, asfixió también a las comunidades autónomas, a las
diputaciones, a los ayuntamientos. La única política posible era una política
de recortes. Menos jueces, menos médicos, menos maestros, menos ambulancias,
menos de todo. No fue por culpa de Rajoy. También lo había empezado a hacer
Zapatero, que tenía un corazón inmensamente más grande. No había dinero para
gastar, la realidad mandaba.
El
mismo vacío que aprovecharon los radicalismos islámicos (el de la asistencia
social) lo aprovechó el nacionalismo catalán. La culpa no era de la crisis: era
de España. España nos roba. Y la ideología, lenta y soterradamente supurada en
las escuelas, produjo, después de cuarenta años, un inmenso lavado de cerebro.
Sólo unos ojos deslumbrados por la ficción pudieron ver sometimiento donde
había libertad. Los mismos espacios que repoblaba Israel con viviendas judías
para que no pudieran volver los palestinos, los repobló la ideología catalana
para que no pudiera volver la verdad, enterrada bajo cascotes de mentiras;
entiéndase, mentiras ideológicas. Y lo peor fue que los políticos no supieron
estar a la altura de las circunstancias. Todos, desde Iglesias hasta Rajoy,
pasando por Sánchez y la mismísima Colau, se la pasaron defendiendo intereses
mezquinos sin amplitud de miras; como si un ciclista se entretuviera mirándose
las ruedas en lugar de mirar el horizonte. Enfrente, en el bloque catalanista,
se extendía un movimiento populista cuya calidad democrática caía a marchas
forzadas y adquiría lentamente ribetes cada vez más parecidos al fascismo. Y lo
defendía una izquierda demodada y obsoleta. Quienes representaban a la clase
trabajadora defendían a capa y espada, en Cataluña, los intereses de la
burguesía. Valle Inclán resucitado: ¡el esperpento!
¿Qué
nos quedaba a los españoles con la crisis? ¿Luchar? ¿Contra quién? ¿Contra el
gobierno? El gobierno poco podía hacer, tanto si mandaban los unos como los otros,
porque había que mantener el equilibrio presupuestario: “no se construye un
paraíso social”, decía aquel loco, “sobre ruinas económicas”. Pero no se
trataba de construir un paraíso; se trataba simplemente de evitar el infierno.
Entonces, ¿contra quién había que luchar? ¿Contra el Estado? ¿Que se hundiera
Roma para que entraran los bárbaros? Ya sabemos contra quién lucha Rajoy,
contra quienes quieren que también colaboren los empresarios. Pero Iglesias
¿contra quién lucha? ¿Contra nosotros mismos? ¿Contra España? ¿No hay ninguna
izquierda que quiera defender a los pobres sin cargarse a los pobres y a los
ricos? ¿No hay nadie que tenga visión histórica, sentido de la responsabilidad,
preocupación por el futuro? Hoy, más que nunca, hace falta escuchar el imperativo
de responsabilidad. Ya lo dijo Hans Jonas: actúa de tal manera que mañana siga
siendo posible la existencia de una vida humana sobre la tierra.
La
solución no es matar ricos, como en el 36. Ni sinvergüenzas, ni ideólogos, ni
aprovechados, ni fanáticos. La solución es crear utopías y ser listos. Creer
que es posible un mundo mejor y para eso es necesario conservar el que hemos
creado ya, aunque no sea perfecto: Europa. Aunque siga habiendo cosas que no
nos gusten. Aunque a veces se nos escarapele la piel. Si para salvar a los
pobres nos cargamos a Europa so pretexto de atacar a los malvados que viven en
ella, es que vamos al suicidio. Atacar a España desde Venezuela es preferir el
despotismo. Menospreciar la democracia que tenemos. Suele ocurrir que no vemos
lo que tenemos precisamente porque lo tenemos cerca, y solamente lo podemos ver
claramente desde lejos; así, no valoramos la libertad más que cuando la hemos
perdido. Europa es, con todos sus defectos, la única isla de humanidad que
flota en el mundo. La quiere destruir Rusia, y su arma es la división. Rusia
alimenta cualquier foco de división que hay en Europa. Le ha venido bien el
bréxit en Inglaterra. En Francia y Holanda no ha podido lograr que gane el
Frente Nacional, lo está intentando ahora con Cataluña. ¿Qué quedará en el
vacío de una Europa dividida? El nacionalismo. Las naciones europeas,
espoleadas por ideologías agresivas y excluyentes, se enfrentarán entre sí y
Rusia se frotará las manos. La mejor de sus visiones sería una guerra europea.
También Donald Trump ha querido dividirnos, pero Estados Unidos son el
atlantismo y comparten, con nosotros, la idea de occidente; por mucho que
algunas voluntades en la superficie quieran cosas, no pueden evitar ser
arrastrados por corrientes subterráneas; y la corriente que arrastra a Europa
rema en el mismo sentido que la que arrastra a los Estados Unidos. Hubo un
momento, cuando cayó el bloque soviético, que se habló de integrar a Rusia en
la casa común europea. No fue posible. No era posible. Rusia no estaba madura
para dar el vuelco hacia el humanismo.
Oriente
es, como lo era desde las guerras médicas, el despotismo. Y aunque Grecia se
hiciera despótica cuando invadió Persia, y Roma cuando se adueñaba del
Meditarráneo, el espíritu grecorromano era el de una humanidad fecundada por el
cristianismo (que también en sus momentos despóticos masacró a diestro y
siniestro). Toda la antigüedad, toda la Edad Media fueron campos de exterminio,
pero la política flotaba sobre un terreno fértil lleno de semillas: semillas de
humanidad, que venían de Grecia, del cristianismo; y cristalizaron los ideales
de la Revolución francesa a pesar de la guillotina y de las guerras. Hasta
llegar a Kant. Y a Andrés Laguna, que teorizaron lo mismo pero sin las guerras.
Lo
interesante del cristianismo es que viene de oriente. Es la prueba visible de
que en oriente hay también semillas de humanidad. Pero todavía no cristalizan.
En oriente tenemos la intransigencia islámica. La intolerancia rusa. La
opresión deshumanizada que palpita en China. Y algunos brotes de demencia en
Corea del norte. Sin hablar de la intolerancia religiosa en Indonesia, en
Filipinas. Pero hay islotes de occidente (aunque de colores muy tenues) en la
India y en Japón; por supuesto que en Australia; y en Nueva Zelanda. Al ver un
mapamundi está claro que oriente se enfrenta a occidente. Quienes, desde
Podemos u otras atalayas, se alinean contra occidente, se está equivocando de
enemigo.
Entonces
¿qué tenemos que hacer? Salir de la crisis sin salir de Europa. La crisis le ha
quitado a Europa lo mejor que tenía: la humanidad. Hay que salir de la crisis
sin dejar de ser europeos porque el mayor peligro no es el terrorismo islámico,
sino que estallemos nosotros mismos desde dentro. Europa debe mantenerse unida.
No debe desaparecer. Y, cuando las circunstancias lo permitan, recuperar lo más
sagrado de nuestras esencias: la seguridad social; la educación gratuita; la
justicia renovada, independiente y buena; la solidaridad; la persona que nos
enriquece, la densidad del individuo; la humanidad y la cultura, que la cultura
nos humaniza; la objetividad en la historia, el sentido crítico; la búsqueda de
la plenitud, la naturaleza que nos lleva, la espiritualidad que hemos perdido;
la libertad, la democracia. Todo eso está en peligro. Lo perderemos si nos
suicidamos, como se pierde el islam en el suicidio. Saber bien adónde vamos,
adónde queremos ir, tener amplitud de miras. No confundir la solidaridad con
los pobres con la defensa de los intereses que nos fagocitan; y nuestros
intereses, hoy por hoy, no están en Venezuela ni en Rusia. Si Cataluña se les
entrega y acaba en sus manos, estará dando un gran paso hacia oriente y se
desconocerá a sí misma. Lamentará luego haber abandonado la tierra que fue su
cuna.
No
caben hoy las revoluciones marxistas. Si Marx levantara la cabeza seguro que
renegaría de sí mismo. Hace falta estar ciego para no darse cuenta de su
fracaso. Pero en su propio fracaso se encuentra su éxito: si falló la teoría,
todavía está vivo el espíritu, la emancipación de los oprimidos; la búsqueda de
la felicidad sobre la tierra y, de la mano de Nietzsche, la esperanza de que el
espíritu del cielo no nos robe esta tierra que nos pertenece: la tierra donde
hemos nacido; que es, en sentido propio, el espacio limitado por la cuna y la
tumba, y en sentido figurado, una búsqueda de plenitud: cada tiempo tiene sus
jalones en esta búsqueda, y el tiempo presente lo ha encontrado en Europa.
Europa tiene que ser, en adelante, la cuna de las utopías realizables, pero
realistas; ideales, pero libres; y que el ansia de un mundo nuevo no nos impida
evitar los cantos de sirena, las ganas de felicidad que esconden bajo sus alas
el despotismo; hay que saber mirar para no dejarse deslumbrar por las apariencias.
Esta
crisis durará lo que tenga que durar. La agresión islamista se enquistará en
nosotros durante muchos años, pero no constituirá un peligro de fondo. Dentro
de nosotros hay un lobo malo y un lobo bueno: hay que alimentar al lobo bueno,
que el mismo país que ha engendrado a Trump ha engendrado también a Obama; de
modo que América podrá tener sus diferencias con Europa, pero en el fondo son
dos hijas de la misma madre. Como llamaba Laguna a la unidad de Europa frente
al peligro turco, así debemos hacer nosotros frente a Rusia. Pero Laguna parece
que escribió un Viaje de Turquía que
quería comprender al adversario en lugar de atacarlo; ponerse en su pellejo:
así nosotros también con Rusia; debemos empaparnos de la cultura rusa, apreciarla
y conmovernos; despertar las semillas de bondad que duermen en ella,
impregnarnos de Turgeniev; de Chejov, de Tolstoi, de Tchaikovsky; sumergirnos
en sus cuadros, en sus películas, en su folklore, en sus edificios; Einsenstein
y Dostoievsky; sólo el conocimiento, crítico y espiritual, realista y soñador,
del espíritu ruso nos permitirá aspirar la plenitud bajo la superficie; que hay
un corazón ruso debajo de la voluntad descorazonada, mucho Raskolnikov debajo
de Putin. Rusia es, hoy, nuestro peligro, pero aspiramos a una casa común y será
también, un día, nuestro futuro.
Mientras
tanto las ONG trabajan por la gente pobre. Hay mucha solidaridad bajo tanto
egoísmo, pero no hay que permitir que el amor al prójimo nos nuble la vista:
como cuando queremos tanto a un pajarillo que las ansias de ternura se agarran
a la mano y, queriendo acariciarlo, lo ahogan; no, no hay que dejar que nuestro
amor le lleve al prójimo la asfixia en nuestro arrebato por ayudarlo. Ada Colau
se cubrió de gloria cuando defendía, como abogada, a los deshauciados; hoy,
como alcaldesa de Barcelona, y sobre todo como miembro de su partido, ya no se
sabe qué intereses defiende. También Sendero Luminoso mató sin piedad, y en su
afán murieron pobres y ricos, queriendo ayudar a los pobres. Hoy la crisis nos
plantea profundos retos. Uno de ellos es no empeñarse en defender al débil con
ideologías desfasadas, obsesivas, inoperantes y suicidas: tener demasiado
corazón a veces es lo mismo que ahogar abrazando. La única solución es escuchar
al corazón con la cabeza; y no desesperarse si hay bolsas de pobreza que no
podemos erradicar, y abusos en el mundo que no podemos arreglar, no
desesperarse; hay cosas intolerables pero no es bueno perder la paciencia. Y
mirar en el horizonte sin perder el rumbo, porque en él está anunciado, aunque
tarde, como una redención inexorable, el destino de la humanidad. Será el
lucero del alba.
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