EL CUENTO DEL
PRISIONERO
Un día
paseaba Rea Justa por el campo. Disfrutaba de un rayo de sol que se colaba
entre las nubes cuando, entre los pinos, apareció Vicente. Hablaron un rato y
lo notó triste. Entonces Rea Justa, para darle ánimos, le contó una historia.
Decía así:
Había una
vez un hombre que vivía en una cueva. Estaba atado a la roca bajo la estrecha
vigilancia de un dragón. No se alimentaba más que de unas ramas que el dragón
le acercaba cada día, y del humo de un fuego que había delante de él y que le
quitaba el hambre. Frente a él había una extraña flor que era capaz de
alimentarlo; pero estaba en una urna, cerrada bajo llave. Todas las noches el
dragón se convertía en hombre y jugaba con él a las cartas; y sólo le desataba
las manos para que pudiese jugar; cuando terminaban, se las ataba de nuevo.
Un día,
paseando por el campo, me entretuve buscando unas raíces. Al arrancarlas
encontré un hueco, y escarbando con las manos vi que se hacía más grande: era
la cueva. Entré en ella y descubrí al hombre atado junto al dragón. Expulsé al
dragón, después de haber luchado contra él, y desaté al hombre. Apagué el fuego
que expulsaba aquel humo soporífero y abrí la urna; el hombre, de inmediato, se
comió la flor. Entonces le dije que todos los días había que plantar en la urna
la semilla que había en el corazón de la flor para que creciera al día
siguiente. Sólo podía crecer dentro de la urna; si la plantaba fuera, el aire
que estaba viciado por el humo no la dejaría crecer. Le dejé la llave y me fui.
Volví por
la cueva después de unos días y lo encontré hambriento. Delante tenía la llave,
en el mismo lugar donde yo se la había dejado. No la había cogido nunca. No había
plantado ninguna flor, no había dejado nunca que creciera. Estaba desnutrido y
se había acostumbrado al hambre. Me di cuenta de que si lo dejaba solo causaría
su perdición, y decidí volver todos los días, para plantar la flor y que aquel
hombre tuviera comida.
Pronto me
di cuenta de que la comida no le gustaba. Un día prendió un fuego como el que
había al principio y el humo le hacía caer en un sopor. El humo arrastraba
partículas del suelo que lo alimentaban, pero no tenían la riqueza nutricia que
tenía la flor.
Resolví
volver todos los días para verle coger la llave. Él guardaba las semillas, las
plantaba en la urna y la cerraba. Pero sólo lo hacía bajo mi vigilancia: cuando
yo no estaba se volvía a abandonar. Hasta que, un buen día, mi presencia ya no
fue indispensable. Pero descubrí que, cada día, tiraba la flor en lugar de comérsela;
sólo le quitaba la semilla, la plantaba en la urna y la volvía a cerrar con
llave. Sólo se alimentaba del humo del fuego.
De modo
que un día, enfadándome con él, apagué el fuego y lo vigilé para que no lo
volviera a encender. Le miré los ojos y vi que estaba enfermo. Su cuerpo se
volvía más flaco y entre las costillas, trabajosamente, se podían ver ya los
movimientos del pecho cada vez que respiraba. Pronto se le verían también los
latidos del corazón. Resolví dormirlo con una planta narcótica que llevaba
encima. Y con mucho cuidado, mirando a través de la nariz, descubrí como una
costra que se le había alojado en el cerebro. Se la quité procurando no hacerle
daño y, cuando despertó, recobró el apetito. Era una costra de hollín que se
había dejado el humo a fuerza de respirarlo tanto tiempo. Aquella costra le
quitaba el hambre y, con el hambre, los olores; los olores, los sabores, el
sonido; su tacto había perdido agudeza, y las imágenes de los ojos habían
adquirido un tono gris. Al recuperar los sentidos volvió a sentir la alegría de
la vida.
Pero sólo
duró unos días. Al poco tiempo volvió a abandonarse. No abría la urna todos los
días, a pesar de que tenía la llave. Unos días la plantaba, otros no. Comía a
deshoras, intermitentemente, y a veces se pasaba días sin comer. Desesperada,
miré a través de sus ojos en el cerebro y descubrí que en una parte de él yacía
la pereza; no era producto del fuego, ni del abandono ni de sus ataduras cuando
vivía prisionero del dragón; la pereza formaba parte de él, estaba en su
cerebro, no era otra costra formada por el humo; era una naturaleza que había
venido al mundo con él, desde el mismo día en que nació: e incluso antes.
Entonces
ya no pude hacer nada. Me convertí en su ángel guardián y lo visitaba todos los
días, para que sembrase la flor. Me preocupaba de que todos los días la
comiese, de que no volviese a encender el fuego, para que fuera feliz. Los
sentidos, felizmente recuperados, le hacían disfrutar de la vida. Y aquel
hombre ya no pudo vivir solo. Necesitaba que alguien lo sacara de sus instintos
naturales para no abandonarse a sí mismo. Sólo así pudo conservar la felicidad.
Rea miró
a Vicente. Le explicó que así nos pasa a todos cuando queremos ser felices.
Unos no pueden porque dependen del mundo en el que viven, dejándose llevar por
las malas influencias. Otros no tienen costumbres sanas, porque se han
acostumbrado a lo fácil; y lo fácil, por lo general, es lo que nos hace daño.
Otros tienen dentro el veneno del mundo, como una costra alimentada por el humo
que nos intoxica; unas veces se sienten atraídos por él y otras no, pero
siempre sin ser conscientes de lo que les pasa. Y otros, en fin, tienen en su
naturaleza debilidades que no pueden vencer solos y necesitan la compañía de
alguien que les quiera de verdad.
Muchas
veces nos liberamos de las malas influencias: entonces unos cambian, pero otros
no; y tenemos que cambiar nuestras costumbres. Quienes ni aun así pueden llegar
a ser felices deben quitarse el encantamiento que el mundo les ha puesto
dentro. Que es como una fantasía, un engaño, una superstición. Para quienes
siguen aún con dificultades para ser felices, la única escapatoria es hallar un
buen amigo; o una estupenda pareja, alguien que tenga la fuerza de cambiarlos
solamente por amor.
MUNDO, HÁBITO,
ENFERMEDAD Y TENTACIÓN
Juan Luis
pensaba en la historia del prisionero. Pensaba en el dragón, que lo tenía
sometido dentro de la gruta; en la llave que abría la urna, para introducir la
flor; en la costra de su cerebro, y en la naturaleza. Y pensó en los grandes
obstáculos que impiden nuestro desarrollo. El mundo. El hábito. Las
tentaciones. La naturaleza.
El mundo.
El mundo a veces nos atenaza como si fuera un dragón. Los amigos que nos llaman
por la ventana, cuando estamos estudiando. Las modas que nos hacen obrar como
toda la gente, aunque no nos guste. Los bailes, los horarios, el botellón, los
vestidos: costumbres en las que crecemos y que nos mueven impulsados por la
sociedad, como si fueran un barco en el que estamos viajando. Las costumbres
son los caminos del mundo, y cada cual tiene sus propios caminos. Caminante, no
hay camino: se hace camino al andar. El mundo. El diablo mundo. Rousseau decía
que el mundo nos corrompe porque destruye nuestra naturaleza. Y la naturaleza
es buena. Tenemos que liberarnos de las malas influencias, romper las cadenas
que nos atan al mundo. También para los cristianos el mundo es un enemigo del
alma. Pero ¿y el cuerpo? ¿El cuerpo también forma parte del mundo que nos
ataca?
Los
hábitos. Las costumbres. La rutina nos cubre y nos marca como un vestido. El
hábito no hace al monje (decimos), pero ¿es verdad? Nosotros sabemos que hay
hábitos buenos y hábitos malos. Los hábitos buenos manan del esfuerzo y
alimentan el esfuerzo, la capacidad de vivir, el espíritu de lucha. Los hábitos
malos surgen de la esclavitud de lo fácil, que rebaja la calidad de nuestros
deseos; de conformarse con poco, pudiendo aspirar a mucho; y es la costumbre de
renunciar al trabajo, de perder el espíritu de lucha, de rendirse. Lo bueno es
plantar en la urna la semilla para que crezca la flor que nos alimenta y
hacerlo todos los días: nosotros tenemos la llave. De lo contrario nos queda el
abandono, y nos acostumbramos a no disfrutar de los placeres más fecundos
porque cuestan; nos acostumbramos a no comer por no trabajar; nos acostumbramos
al hambre.
Las
tentaciones. Los deseos que nos nublan el cerebro como una costra, los
narcóticos que nos quitan el hambre y la alegría, y las ganas de vivir. Las
pasiones que precipitan nuestra caída, los impulsos ciegos, los vehículos que
se salen del camino, el anillo del nibelungo, el oro del Rhin. Hay que quitarse
las costras que el mundo va labrando en nuestra naturaleza. Hay que quitarse
los encantamientos que nos pone el mundo, las drogas, los narcóticos, los
filtros de amor. Suele haber una cara escondida detrás de las tentaciones, es
como la cara oculta de la luna: está ahí, pero no la vemos. La fantasía es un
imán que nos impulsa, pero a veces las fantasías esconden engaños; y es un imán que nos paraliza, un espejismo,
una superstición. Las tentaciones que no son buenas precipitan nuestra caída,
son como drogas, nos llevan a la adicción. Y son los hechizos que no nos dejan
ser libres, pues nos atan y no nos dejan
caminar.
La
naturaleza. A veces la naturaleza está lastrada, tocada, enferma. La naturaleza
es fuerza, y es espíritu de trabajo, que es espíritu. Es voluntad. Pero hay
naturalezas perezosas que no son débiles porque las haya torcido el mundo, sino
porque son así. Es bueno lo que nos hace fuertes, lo que despierta el ánimo, la
vitalidad, porque el ánimo, que es espíritu, que es gana de vivir, también es
bueno. Lo malo es la debilidad, la depresión, la flojera. Pero cuando la pereza
no procede del mundo, es que es parte de nuestra propia naturaleza. Y hay que
luchar contra ella. Cada naturaleza es un cúmulo de límites y posibilidades, y
cuando nuestros límites son grandes hay que combatirlos. ¿Con qué, si nos faltan
las fuerzas? Con la ayuda de los demás. Hay que encontrar gente que pueda y
quiera ayudarnos a luchar contra nuestra naturaleza; resistir ante sus
defectos, reforzar nuestras potencias, prosperar. Puede ser un amigo o una
pareja: alguien que quiera cambiarnos por amor. Ser dueños de nuestro destino y
no esclavos del mundo. Así lo decía Ernest Henley:
Caído
en las garras de la circunstancia,
nadie
me vio llorar ni pestañear.
Y Henley
aclaraba poco después:
Soy
el dueño de mi destino;
soy
el capitán de mi alma.
Hay que
combatir los fallos y debilidades de nuestra naturaleza. No a la naturaleza
sana. Porque la naturaleza sana es buena, ¿no es así?
-No
–contestaba Hobbes.
-Sí –le
respondía Rousseau.