MIGUEL DELIBES
Así Lola
Herrera, ensayando cientos de veces la densidad de su papel, se convirtió en su
personaje. O fue más bien al revés; fue su personaje el que se transformó en
ella, viendo las cosas con sus ojos, hablando con su garganta, palpitando con
su pecho, sintiendo a través de él. Lola Herrera fue una persona traspasada por
su personaje y entonces se descubrió a sí misma. Había estado viviendo en un
sopor, en una modorra; ahora estaba despierta. Las cosas que antes no veía las
veía ahora, al otro lado del espejo. El juego del actor es el filtro por donde
el verbo, la palabra, pasa con el corazón al corazón y el verbo del actor. El
juego es el espejo por donde el actor se identifica con su personaje; pasa a
ser él mismo y, como una transfiguración dramática, el actor ya no es actor
como el pan no es pan; el actor es autor como el pan se ha convertido en cuerpo
de Cristo; y el autor, que habla a través de su personaje, ha producido esa
transustanciación por donde la mentira se ha convertido en verdad: allí mismo
donde la ficción ha empezado a ser la realidad viva.
Lola
Herrera fue atravesada por el rayo del autor, de su personaje. Miguel Delibes
supo descubrir en el personaje las hondas palpitaciones del actor, de manera
que, cuando escribía “Cinco horas con Mario”, estaba retratando, sin saberlo,
la vida de Lola Herrera. Lola Herrera la puso en manos de una realizadora:
Josefina Molina. Y el resultado fue “Función de noche”, una película que no
habla de “Cinco horas con Mario”, sino de su representación; y a través de ella
Lola Herrera desmonta uno a uno los ladrillos de su vida para diseccionarlos al
bisturí, para separar los falsos y dejar sólo los auténticos; un poco como el
ama de casa prepara el cocido del día siguiente separando los garbanzos negros.
Lola
Herrera se dio cuenta de que casi todos los ladrillos de su vida eran falsos;
estaban adulterados, hechos con materiales de escasa calidad, puestos en su
sitio como si se tratara de primerísimas calidades. Ana, que acababa de ver la
película, se quedó escrutando el vacío. Buscaba en el horizonte oscuro los
enigmáticos ladrillos de los que ella también estaba hecha. ¿Habría que
desmontar alguno?
Primero
su vida sexual. Lola Herrera había llamado a su marido, Daniel Dicenta: él
aceptó. Se trataba de desnudarse mutuamente ante las cámaras. De desplumarse.
De descubrir, bajo las plumas, una piel que temblaba, y bajo la piel, un
corazón que tendría que estar vibrando, pero a veces no vibraba; temblaba no
más, en sus piruetas convulsas, atronando en sufrimiento entre rayos y truenos;
con los fúlgidos relámpagos que produce el dolor de una vida deshecha. No,
Daniel. Yo no he sido feliz contigo en la cama.
-¡Cómo
que no! ¿Y los gemidos? ¿Y los aullidos de placer que proferías, cuando te
tenía en mis brazos?
-Mentira,
todo mentira.
-¿Fingías?
-Sí.
-¿Por
qué?
-Por no destrozar
tu ego. Tú, el hombre feliz, el poderoso, el hombre de éxito, el conquistador.
Tú, el don Juan de Valladolid, el que había hecho delirar a tantas mujeres;
aquel por el que todas suspiraban, el soltero de oro, tú te casaste conmigo; y
no me hiciste feliz en la cama.
Daniel la
escuchaba atónito, mudo de estupor.
-Tenemos
ya hijos mayores, Daniel: pues bien, en todos estos años que he dormido contigo
todavía no he sentido un orgasmo; no lo he sentido, no lo he tenido, no sé lo
que es.
-Pues lo
fingías muy bien.
-Ficción:
puro teatro.
Tú, Ana,
te miras fijamente en el espejo: pero ahora tu espejo es Marcos, no es tu
personaje. Y con Marcos has tenido una vida seguramente normal, sin altibajos
ni abismos. Ha habido momentos en los que has conocido el éxtasis, atrapada
entre sus manos; y momentos en que te has quedado sin viaje porque no ha
funcionado: como todas las parejas; supones. Tu vida erótica te ha reservado
alegrías y has conocido el corazón, el intestino, la pasión, el entusiasmo y la
vida. Sobre todo siempre viviste cada unión como una comunión, cada coito con
un desahogo, cada sensación como un depósito de amor: y el erotismo siempre fue
para ti un estallido del corazón ansiosamente aferrado a la carne. No, tú no
eres infeliz; sin ser un portento erótico, tú no eres Lola Herrera.
¿Y las
tardes en los bares de Valladolid? ¿Las cervezas tomadas al mediodía? ¿Los
paseos con los amigos en las terrazas? ¡Tú hablabas de tantas cosas...! Y eras
brillante. Siempre tus comentarios, tus opiniones, siempre poniendo el toque
justo, siempre el dedo en la llaga. Tus palabras llenas de cultura, tus
conocimientos de política, de arte, de literatura, de teatro. Yo, sin embargo,
me sentía disminuida. Me sentía siempre inferior a ti. Y cuando me decidía a
hacer un comentario, tantas veces con inseguridad, siempre con mucho miedo,
¡cuántas me hiciste callar porque yo de aquello no entendía! Yo la ignorante.
Yo la bruta. Tú el ilustrado.
Como
Mario. La mujer de Mario era una mente estrecha, una ignorante, una
conservadora; supongo que su mente sería estrecha más por conservadora que por
ignorante. Siempre con intereses mezquinos, siempre con su rutina, siempre
pobreza de espíritu, siempre su rigidez mental, su incomprensión con la gente y
con los chicos, su absurda cerrazón, su esquematismo, su afán por clasificar a
la gente (unos en lunáticos y normales, otros en buenos y malos). Mario, en
cambio, sabía mucho de política. De cultura, de sociología, de literaturas y de
artes. Mario era profesor. Siempre preocupado por la sociedad, por las
opresiones, por la libertad de conciencia, por el cambio. También Gabriel
Celaya pintaba a aquellos hombres cultos que se pasaban reunidos arreglando el
mundo y luego se iban a comer: “y el cocido ¿quién lo hace?” Así Mario era más
inteligente que su mujer, pero más mezquino. La mandaría callar muchas veces,
como Daniel Dicenta: “porque de esas cosas, tú no sabes”. Y así se arreglaba el
mundo: compadeciéndonos de los que están lejos; despreciando a los que están
cerca.
Tú, Ana,
no eres Lola Herrera. Tú no sabes de muchas cosas, pero Marcos nunca te ha
menospreciado. Tú sabes que tu cultura no es rica. Ni siquiera hiciste el bachillerato.
Pero Marcos nunca te ha mandado callar, por lo menos a sabiendas. ¡Cuántas
veces has hablado con él! De las cosas que os interesaban. Habéis hablado de la
niña muchas veces. De las cosas del colegio, de sus problemas de aprendizaje,
de su relación con los otros niños, de sus desobediencias y sus vicios. Habéis
hablado de una película que habéis visto juntos, de noche al salir del cine,
con una jarra en la mano. Habéis hablado con los amigos, de paseos y de libros,
de cuadros y canciones, de aquella zarzuela que os gustaba, de Lluis Llach en
el Andrés Laguna, de los coros rusos y los festivales de España, de Ana Belén y
Kurt Weil, de tantas cosas habéis hablado... Él nunca te mandó callar. Siempre
quería hablar contigo, siempre te pedía tu opinión y tú buscabas la de él,
porque te daba seguridad; porque sabía cosas que ignorabas, y porque ignoraba
también muchas cosas que tú sabías; y se las enseñabas.
No, Ana,
tú no eres Lola Herrera; tú no eres la viuda de Mario. Y sin embargo te sientes
identificada con ellas. No sabes qué, pero hay algo que compartís...
Insatisfacción. Frustraciones. Sensación de vacío. Angustia. Un sentir amargo.
Lola, cuando rompió con su marido, quiso empezar sola y empezó desde cero. Lo
primero que hizo fue estudiar el bachillerato. Era ya una mujer madura, sus
hijos se hacían mayores; sin embargo tenía que volver a empezar y empezó a ser
ella misma. Se buscó, primero, sin la máscara de su marido, que la había
alejado de sí tanto tiempo.
El
tiempo, el tiempo. Quiso salir en busca del tiempo perdido. Pero el tiempo que
se ha perdido no se puede recuperar; perdido está, hay que aceptarlo. Lo que
había que hacer era no perder el tiempo que le quedaba; según sus cálculos, aún
era mucho. La mitad de su vida. Era como si hasta entonces hubiese vivido en la
noche y no tuviese estrellas por donde mirar el espacio. Se había pasado el
tiempo escondida detrás del maquillaje, detrás de su marido, detrás de sus
ficciones, detrás de sus personajes; ahora tenía que mirar la realidad a la
cara; buscar horizontes donde trazar caminos, estrellas que la iluminaran,
caminos donde situarse. Tenía que ser ella allí donde pasara, mirar al mundo y
hablar con todos, reconocer cuánta gente hay en él; pero afirmar su cuerpo, su
alma, su ser, sus potencias, sus limitaciones, que todos las tenemos; su
cultura, sus propias perspectivas, su entusiasmo, sus opiniones, su fuerza
viva. Ser ella misma como todo el mundo, como el más listo o el más torpe, como
el más grande o el más pequeño, como Daniel Dicenta y como Marcos, como Ana;
ser ella misma, como todos: ser Miguel Delibes.
Ana miró,
asustada. Buscaba estrellas en el cielo, pero había nubes; y aquélla iba a ser
una noche oscura, negra e insondable: una noche tremenda. ¿Dónde están los
caminos? Se acordó de Machado. ¿Dónde están las estrellas? Se hace camino al
andar. Se acordó de los astrónomos: en
los cristales de los telescopios; en el cristalino de tus ojos. ¿Y dónde está
dios? Se acordó de San Agustín: en ti misma. De modo que tenía que buscar y
nadie le podía mostrar la salida. La salida la tenía que encontrar ella. El
mundo le parecía un cielo más oscuro y más negro, poblado de ignotas y lejanas
galaxias, una oscuridad inexpugnable: un mundo sin fin.
Pero un
rayo de luz atravesó su mirada como un flechazo. El mismo resplandor atravesó
su mente. Iluminó su corazón, al par que su cabeza. Aquel rayo había sido
lanzado por Zeus; o por Eros, el dios del entusiasmo, rayo amoroso, resplandor
de Afrodita; o de Atenea, nacida de la cabeza de Zeus, toda inteligencia. ¡El
bachillerato! ¡Ahí estaba la solución! Estudiar. Salvar las barreras de su
ignorancia adquirida. Poder hablar aunque no te lo impida nadie, cuando te lo
impide la ignorancia: ¡poder hablar porque hay cosas que sabes, poder responder
a tus preguntas, a las preguntas de los interlocutores, poder hablar contigo,
con los demás, tener mucho que decir! La sabiduría se cifra en el entusiasmo,
que viene y va desde el asombro y te abre los caminos en los que buscas, pues
si caminas vas mirando. Y quien mira aprende, y quien aprende sabe, y quien
sabe pregunta, porque conoce cuanto más aprende cuánto más le queda por
aprender. Juan repetía mucho una frase de Stendhal: “una novela es un espejo
que se pasea a lo largo del camino”. Su vida era una novela. ¡Una novela! Hay
que vivir como si fuese un espejo y en los caminos de su vida todas las cosas
se tuvieran que reflejar. Daniel Dicenta era el espejo de Lola Herrera, y ese
espejo no servía. Estaba cegado porque ocultaba las cosas en vez de reflejarlas.
Hasta que un día, a través de “Cinco horas con Mario”, Lola Herrera tuvo por
espejo a Miguel Delibes. Entonces cambió su vida.
En la
vida –pensaba Ana- cada uno es un espejo surcando múltiples caminos. Del cruce
entre ellos sale una realidad caleidoscópica, un mundo poliédrico, un cruce de
perspectivas. Cada espejo te descubrirá una parte de ti que tú misma
desconocías. El espejo de Marcos es valiosísimo para mí, pero no puede ser el
único. En él no pueden estar resumidas mis vivencias. Hay múltiples espejos por
ahí, esperándome. Pero tengo que aprender a mirar. Tengo que aprender a
leerlos. Porque hay espejos deformantes y no puedo confundir la realidad con su
deformación, con el esperpento. Tengo que aumentar mi cultura, tengo que
estudiar bachillerato. De pequeña perdí el tiempo, fui vaga, no estudié. Ahora
tengo que empezar. Como Lola Herrera; aunque esté en la mitad de mi vida;
aunque ahora tenga cuarenta años. Lola Herrera quería que ningún Daniel le
dijera nunca: “cállate, tú de esto no entiendes”. Eso Marcos no se lo decía,
pero era ella la que se decía a sí misma, mientras la él escuchaba: “cállate;
tú de esto no entiendes”.
Aprender.
Caminar. Explorar el mundo. Abrir nuevos horizontes. La cultura es abono que
riega nuestros campos; de sus semillas nacen nuevos brotes en nuestras vidas,
los riega y los mima con sus fertilizantes, y a la postre nos estamos haciendo
más ricos. La cultura ensancha los corazones a la par que abre caminos. Y al
hacerlo, se llena el tiempo y desaparece el tiempo entrecortado. Desaparece la
angustia. Desaparece el desánimo. El tiempo se llena de brotes que multiplican
las posibilidades de nuestra existencia. Quién sabe... a lo mejor hasta puedo
empezar a dar clases. Siempre me gustó la historia, ¿por qué no puedo ir a la
universidad? Seré licenciada, como Marcos. Seré maestra. Seré yo misma. ¿Ves?,
antes no sabía lo que quería porque no sabía quién era. Ahora sé lo que busco,
me estoy descubriendo, investigaré quién soy y entonces, estoy segura, ayudaré
también a Marcos a descubrirse a sí mismo; porque mi nuevo espejo le dará,
quizá, una nueva perspectiva.
Ana
sonrió. Estaba sola. En algún momento tendría que buscar a la niña en el
colegio, pero aún no era la hora; quería disfrutar del momento que estaba
viviendo, quería empezar a descubrirse, quería explorar y que aquella
exploración sin final fuera su vida. Aquel estimulante subidón de adrenalina.
Su realidad corporal, supurando a Miguel Delibes, la había regado de
endorfinas. Quería encontrarse y por fin estaba llamando a su puerta. Como
Beethoven. El destino, con sus cuatro aldabonazos, llamaba a su puerta y era la
llamada de la libertad. En el horizonte de su ser se desdibujaba ya la figura
de Lola Herrera y quería retenerla con la mano. Quería decirle cuánto le estaba
agradecida. Porque en el cruce de caminos dispares, perdidos en la selva y
atrapados por el follaje, cada cual había cortado sus brezos, sus matas, sus
arbustos, sus espinas; y detrás, como una exhalación de su cordura, estaba la
liberación de sus ataduras; las que ellas mismas habían cultivado durante tanto
tiempo.
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