viernes, 10 de noviembre de 2017

MIGUEL DELIBES




MIGUEL DELIBES  


             Función de noche. Josefina Molina. Cinco horas con Mario. Lola Herrera. Lola Herrera interpretó en el teatro el monólogo de Miguel Delibes. Con gran éxito de público. Por eso estuvo en cartel tantos días, y durante tantos días en Lola Herrera se iba filtrando la viuda de Mario. Lentamente, gota a gota, de manera callada, sin precipitaciones, pero sin parar. El corazón de la actriz se fue contagiando con el de su personaje: cada gota de la psicología del personaje era una célula que resbalaba sobre el corazón de la actriz, y se instalaba en su arquitectura carnal; cada gota era, también, una gota de su sangre: y la sangre de uno se iba empapando de la sangre de otro, sustituyéndola, desplazándola, ocupando su corazón; paso a paso, gota a gota. Al final cada suspiro del personaje era un suspiro de la actriz y sus anhelos eran los suyos, y la sustancia psicológica fue trasvasándose del personaje que hablaba en el libro con voz propia a la actriz que le prestaba su voz en el teatro. Por ósmosis. Así como el agua pasa de la cazuela al garbanzo con la lentitud de la noche a través de la membrana, así también la psicología pasaba de la idea a la voz a través de la palabra; porque la palabra, membrana certera entre el autor y el público, se destila en el texto: y la voz del actor, con el impulso imparable del corazón, se la toma prestada. El actor es una voz en busca de palabra; la palabra está en el texto, y el texto, íntimo fluido del autor, es una disolución del corazón en la idea por donde la vida fluye hasta llegar al espectador.
            Así Lola Herrera, ensayando cientos de veces la densidad de su papel, se convirtió en su personaje. O fue más bien al revés; fue su personaje el que se transformó en ella, viendo las cosas con sus ojos, hablando con su garganta, palpitando con su pecho, sintiendo a través de él. Lola Herrera fue una persona traspasada por su personaje y entonces se descubrió a sí misma. Había estado viviendo en un sopor, en una modorra; ahora estaba despierta. Las cosas que antes no veía las veía ahora, al otro lado del espejo. El juego del actor es el filtro por donde el verbo, la palabra, pasa con el corazón al corazón y el verbo del actor. El juego es el espejo por donde el actor se identifica con su personaje; pasa a ser él mismo y, como una transfiguración dramática, el actor ya no es actor como el pan no es pan; el actor es autor como el pan se ha convertido en cuerpo de Cristo; y el autor, que habla a través de su personaje, ha producido esa transustanciación por donde la mentira se ha convertido en verdad: allí mismo donde la ficción ha empezado a ser la realidad viva.


            Lola Herrera fue atravesada por el rayo del autor, de su personaje. Miguel Delibes supo descubrir en el personaje las hondas palpitaciones del actor, de manera que, cuando escribía “Cinco horas con Mario”, estaba retratando, sin saberlo, la vida de Lola Herrera. Lola Herrera la puso en manos de una realizadora: Josefina Molina. Y el resultado fue “Función de noche”, una película que no habla de “Cinco horas con Mario”, sino de su representación; y a través de ella Lola Herrera desmonta uno a uno los ladrillos de su vida para diseccionarlos al bisturí, para separar los falsos y dejar sólo los auténticos; un poco como el ama de casa prepara el cocido del día siguiente separando los garbanzos negros.
            Lola Herrera se dio cuenta de que casi todos los ladrillos de su vida eran falsos; estaban adulterados, hechos con materiales de escasa calidad, puestos en su sitio como si se tratara de primerísimas calidades. Ana, que acababa de ver la película, se quedó escrutando el vacío. Buscaba en el horizonte oscuro los enigmáticos ladrillos de los que ella también estaba hecha. ¿Habría que desmontar alguno?
            Primero su vida sexual. Lola Herrera había llamado a su marido, Daniel Dicenta: él aceptó. Se trataba de desnudarse mutuamente ante las cámaras. De desplumarse. De descubrir, bajo las plumas, una piel que temblaba, y bajo la piel, un corazón que tendría que estar vibrando, pero a veces no vibraba; temblaba no más, en sus piruetas convulsas, atronando en sufrimiento entre rayos y truenos; con los fúlgidos relámpagos que produce el dolor de una vida deshecha. No, Daniel. Yo no he sido feliz contigo en la cama.
            -¡Cómo que no! ¿Y los gemidos? ¿Y los aullidos de placer que proferías, cuando te tenía en mis brazos?
            -Mentira, todo mentira.
            -¿Fingías?
            -Sí.
            -¿Por qué?
            -Por no destrozar tu ego. Tú, el hombre feliz, el poderoso, el hombre de éxito, el conquistador. Tú, el don Juan de Valladolid, el que había hecho delirar a tantas mujeres; aquel por el que todas suspiraban, el soltero de oro, tú te casaste conmigo; y no me hiciste feliz en la cama.
            Daniel la escuchaba atónito, mudo de estupor.
            -Tenemos ya hijos mayores, Daniel: pues bien, en todos estos años que he dormido contigo todavía no he sentido un orgasmo; no lo he sentido, no lo he tenido, no sé lo que es.
            -Pues lo fingías muy bien.
            -Ficción: puro teatro.


            Tú, Ana, te miras fijamente en el espejo: pero ahora tu espejo es Marcos, no es tu personaje. Y con Marcos has tenido una vida seguramente normal, sin altibajos ni abismos. Ha habido momentos en los que has conocido el éxtasis, atrapada entre sus manos; y momentos en que te has quedado sin viaje porque no ha funcionado: como todas las parejas; supones. Tu vida erótica te ha reservado alegrías y has conocido el corazón, el intestino, la pasión, el entusiasmo y la vida. Sobre todo siempre viviste cada unión como una comunión, cada coito con un desahogo, cada sensación como un depósito de amor: y el erotismo siempre fue para ti un estallido del corazón ansiosamente aferrado a la carne. No, tú no eres infeliz; sin ser un portento erótico, tú no eres Lola Herrera.
            ¿Y las tardes en los bares de Valladolid? ¿Las cervezas tomadas al mediodía? ¿Los paseos con los amigos en las terrazas? ¡Tú hablabas de tantas cosas...! Y eras brillante. Siempre tus comentarios, tus opiniones, siempre poniendo el toque justo, siempre el dedo en la llaga. Tus palabras llenas de cultura, tus conocimientos de política, de arte, de literatura, de teatro. Yo, sin embargo, me sentía disminuida. Me sentía siempre inferior a ti. Y cuando me decidía a hacer un comentario, tantas veces con inseguridad, siempre con mucho miedo, ¡cuántas me hiciste callar porque yo de aquello no entendía! Yo la ignorante. Yo la bruta. Tú el ilustrado.
            Como Mario. La mujer de Mario era una mente estrecha, una ignorante, una conservadora; supongo que su mente sería estrecha más por conservadora que por ignorante. Siempre con intereses mezquinos, siempre con su rutina, siempre pobreza de espíritu, siempre su rigidez mental, su incomprensión con la gente y con los chicos, su absurda cerrazón, su esquematismo, su afán por clasificar a la gente (unos en lunáticos y normales, otros en buenos y malos). Mario, en cambio, sabía mucho de política. De cultura, de sociología, de literaturas y de artes. Mario era profesor. Siempre preocupado por la sociedad, por las opresiones, por la libertad de conciencia, por el cambio. También Gabriel Celaya pintaba a aquellos hombres cultos que se pasaban reunidos arreglando el mundo y luego se iban a comer: “y el cocido ¿quién lo hace?” Así Mario era más inteligente que su mujer, pero más mezquino. La mandaría callar muchas veces, como Daniel Dicenta: “porque de esas cosas, tú no sabes”. Y así se arreglaba el mundo: compadeciéndonos de los que están lejos; despreciando a los que están cerca.
            Tú, Ana, no eres Lola Herrera. Tú no sabes de muchas cosas, pero Marcos nunca te ha menospreciado. Tú sabes que tu cultura no es rica. Ni siquiera hiciste el bachillerato. Pero Marcos nunca te ha mandado callar, por lo menos a sabiendas. ¡Cuántas veces has hablado con él! De las cosas que os interesaban. Habéis hablado de la niña muchas veces. De las cosas del colegio, de sus problemas de aprendizaje, de su relación con los otros niños, de sus desobediencias y sus vicios. Habéis hablado de una película que habéis visto juntos, de noche al salir del cine, con una jarra en la mano. Habéis hablado con los amigos, de paseos y de libros, de cuadros y canciones, de aquella zarzuela que os gustaba, de Lluis Llach en el Andrés Laguna, de los coros rusos y los festivales de España, de Ana Belén y Kurt Weil, de tantas cosas habéis hablado... Él nunca te mandó callar. Siempre quería hablar contigo, siempre te pedía tu opinión y tú buscabas la de él, porque te daba seguridad; porque sabía cosas que ignorabas, y porque ignoraba también muchas cosas que tú sabías; y se las enseñabas.


            No, Ana, tú no eres Lola Herrera; tú no eres la viuda de Mario. Y sin embargo te sientes identificada con ellas. No sabes qué, pero hay algo que compartís... Insatisfacción. Frustraciones. Sensación de vacío. Angustia. Un sentir amargo. Lola, cuando rompió con su marido, quiso empezar sola y empezó desde cero. Lo primero que hizo fue estudiar el bachillerato. Era ya una mujer madura, sus hijos se hacían mayores; sin embargo tenía que volver a empezar y empezó a ser ella misma. Se buscó, primero, sin la máscara de su marido, que la había alejado de sí tanto tiempo.
            El tiempo, el tiempo. Quiso salir en busca del tiempo perdido. Pero el tiempo que se ha perdido no se puede recuperar; perdido está, hay que aceptarlo. Lo que había que hacer era no perder el tiempo que le quedaba; según sus cálculos, aún era mucho. La mitad de su vida. Era como si hasta entonces hubiese vivido en la noche y no tuviese estrellas por donde mirar el espacio. Se había pasado el tiempo escondida detrás del maquillaje, detrás de su marido, detrás de sus ficciones, detrás de sus personajes; ahora tenía que mirar la realidad a la cara; buscar horizontes donde trazar caminos, estrellas que la iluminaran, caminos donde situarse. Tenía que ser ella allí donde pasara, mirar al mundo y hablar con todos, reconocer cuánta gente hay en él; pero afirmar su cuerpo, su alma, su ser, sus potencias, sus limitaciones, que todos las tenemos; su cultura, sus propias perspectivas, su entusiasmo, sus opiniones, su fuerza viva. Ser ella misma como todo el mundo, como el más listo o el más torpe, como el más grande o el más pequeño, como Daniel Dicenta y como Marcos, como Ana; ser ella misma, como todos: ser Miguel Delibes.
            Ana miró, asustada. Buscaba estrellas en el cielo, pero había nubes; y aquélla iba a ser una noche oscura, negra e insondable: una noche tremenda. ¿Dónde están los caminos? Se acordó de Machado. ¿Dónde están las estrellas? Se hace camino al andar.  Se acordó de los astrónomos: en los cristales de los telescopios; en el cristalino de tus ojos. ¿Y dónde está dios? Se acordó de San Agustín: en ti misma. De modo que tenía que buscar y nadie le podía mostrar la salida. La salida la tenía que encontrar ella. El mundo le parecía un cielo más oscuro y más negro, poblado de ignotas y lejanas galaxias, una oscuridad inexpugnable: un mundo sin fin.
            Pero un rayo de luz atravesó su mirada como un flechazo. El mismo resplandor atravesó su mente. Iluminó su corazón, al par que su cabeza. Aquel rayo había sido lanzado por Zeus; o por Eros, el dios del entusiasmo, rayo amoroso, resplandor de Afrodita; o de Atenea, nacida de la cabeza de Zeus, toda inteligencia. ¡El bachillerato! ¡Ahí estaba la solución! Estudiar. Salvar las barreras de su ignorancia adquirida. Poder hablar aunque no te lo impida nadie, cuando te lo impide la ignorancia: ¡poder hablar porque hay cosas que sabes, poder responder a tus preguntas, a las preguntas de los interlocutores, poder hablar contigo, con los demás, tener mucho que decir! La sabiduría se cifra en el entusiasmo, que viene y va desde el asombro y te abre los caminos en los que buscas, pues si caminas vas mirando. Y quien mira aprende, y quien aprende sabe, y quien sabe pregunta, porque conoce cuanto más aprende cuánto más le queda por aprender. Juan repetía mucho una frase de Stendhal: “una novela es un espejo que se pasea a lo largo del camino”. Su vida era una novela. ¡Una novela! Hay que vivir como si fuese un espejo y en los caminos de su vida todas las cosas se tuvieran que reflejar. Daniel Dicenta era el espejo de Lola Herrera, y ese espejo no servía. Estaba cegado porque ocultaba las cosas en vez de reflejarlas. Hasta que un día, a través de “Cinco horas con Mario”, Lola Herrera tuvo por espejo a Miguel Delibes. Entonces cambió su vida.
            En la vida –pensaba Ana- cada uno es un espejo surcando múltiples caminos. Del cruce entre ellos sale una realidad caleidoscópica, un mundo poliédrico, un cruce de perspectivas. Cada espejo te descubrirá una parte de ti que tú misma desconocías. El espejo de Marcos es valiosísimo para mí, pero no puede ser el único. En él no pueden estar resumidas mis vivencias. Hay múltiples espejos por ahí, esperándome. Pero tengo que aprender a mirar. Tengo que aprender a leerlos. Porque hay espejos deformantes y no puedo confundir la realidad con su deformación, con el esperpento. Tengo que aumentar mi cultura, tengo que estudiar bachillerato. De pequeña perdí el tiempo, fui vaga, no estudié. Ahora tengo que empezar. Como Lola Herrera; aunque esté en la mitad de mi vida; aunque ahora tenga cuarenta años. Lola Herrera quería que ningún Daniel le dijera nunca: “cállate, tú de esto no entiendes”. Eso Marcos no se lo decía, pero era ella la que se decía a sí misma, mientras la él escuchaba: “cállate; tú de esto no entiendes”.


            Aprender. Caminar. Explorar el mundo. Abrir nuevos horizontes. La cultura es abono que riega nuestros campos; de sus semillas nacen nuevos brotes en nuestras vidas, los riega y los mima con sus fertilizantes, y a la postre nos estamos haciendo más ricos. La cultura ensancha los corazones a la par que abre caminos. Y al hacerlo, se llena el tiempo y desaparece el tiempo entrecortado. Desaparece la angustia. Desaparece el desánimo. El tiempo se llena de brotes que multiplican las posibilidades de nuestra existencia. Quién sabe... a lo mejor hasta puedo empezar a dar clases. Siempre me gustó la historia, ¿por qué no puedo ir a la universidad? Seré licenciada, como Marcos. Seré maestra. Seré yo misma. ¿Ves?, antes no sabía lo que quería porque no sabía quién era. Ahora sé lo que busco, me estoy descubriendo, investigaré quién soy y entonces, estoy segura, ayudaré también a Marcos a descubrirse a sí mismo; porque mi nuevo espejo le dará, quizá, una nueva perspectiva.
            Ana sonrió. Estaba sola. En algún momento tendría que buscar a la niña en el colegio, pero aún no era la hora; quería disfrutar del momento que estaba viviendo, quería empezar a descubrirse, quería explorar y que aquella exploración sin final fuera su vida. Aquel estimulante subidón de adrenalina. Su realidad corporal, supurando a Miguel Delibes, la había regado de endorfinas. Quería encontrarse y por fin estaba llamando a su puerta. Como Beethoven. El destino, con sus cuatro aldabonazos, llamaba a su puerta y era la llamada de la libertad. En el horizonte de su ser se desdibujaba ya la figura de Lola Herrera y quería retenerla con la mano. Quería decirle cuánto le estaba agradecida. Porque en el cruce de caminos dispares, perdidos en la selva y atrapados por el follaje, cada cual había cortado sus brezos, sus matas, sus arbustos, sus espinas; y detrás, como una exhalación de su cordura, estaba la liberación de sus ataduras; las que ellas mismas habían cultivado durante tanto tiempo.




No hay comentarios:

Publicar un comentario