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viernes, 29 de diciembre de 2017

ANTES DEL SORTEO DE NAVIDAD


ANTES DEL SORTEO DE NAVIDAD



1.

            Elecciones autonómicas en Cataluña. Vísperas del sorteo de navidad. Es el día 21 de diciembre de 2017 y han ganado las fuerzas de la independencia. Pero en la misma victoria tienen su derrota porque han hecho campaña contra una España franquista que les ha permitido votar limpiamente y esa misma España ha reconocido, democráticamente, su derrota. ¿No quedamos en que España era franquista? ¿No era Franco un dictador, un enemigo de la democracia? Nos habían estado engañando.
Más bien los dictadores serían los políticos de la independencia, que habían dicho que, si ganaban, las elecciones serían limpias y en caso contrario todo habría sido un pucherazo. Curiosa forma de respetar la voluntad popular, como había hecho un año atrás Donald Trump, otro unilateralista.
            Los electores se han equivocado de partido, como si hubieran ido a jugar al rugby mientras nos decían que era fútbol; y lo peor es que todavía querían que dijéramos que era fútbol. No ha vencido la democracia contra la dictadura, sino la mentira contra la decencia. Los electores, libremente, han votado contra la libertad. Por unos partidos despóticos que les han vendido despotismo envuelto en independencia. Pero han perdido. Con su triunfo, muy a pesar de ellos (y esto seguro que les duele), lo que ha triunfado ha sido la realidad de una España esencialmente antifranquista. Irónicamente parece que hubiera vencido Hobbes.

2.

            El bloque constitucionalista ha ganado en votos, pero perdido en escaños. Dicho de otro modo, se ha rebelado el campo contra la ciudad. Porque el campo necesita muchos menos votos para conseguir un diputado y en las ciudades los votos salen más caros.  Por lo tanto, con más votos en ellas salen menos diputados. La ciudad debe pagar caro su derecho a la palabra.


            También en Yugoslavia se rebeló el campo contra la ciudad. Los campesinos serbios se levantaron en armas contra Sarajevo: que, como era una población culta, estaba desarmada. Y fue una masacre. En Francia también se levantó el campo contra la ciudad. La Iglesia contra el pensamiento laico. Y Trump, en Estados Unidos, con muchos menos votos, se alzó también con el triunfo; le había votado el campo contra California, contra Nueva York. La ciudad se desdibuja cuando se nominaliza la cultura, cuando las palabras derrotan a las ideas, cuando la inteligencia se sacraliza y el arte se transforma en postureo. Frente a ella, el campo vive un arte y una literatura más vistosos que reales, más intensos y auténticos, sí, pero más que de cultura, de culto: más de consigna que de ideas, más de refranes que de inteligencia; en el campo se vota a la apariencia que te llena, mientras que en la ciudad, que contiene realidades profundas, éstas se cubren de un halo de apariencias vacías. En el triunfo del campo aplasta el corazón vacío a los corazones llenos, el humo dulzón a los vapores sosos, la superficie intolerante se yergue sobre la superficie de la humanidad: y la llaman la América profunda porque en el campo se puede amar profundamente la falta de ideas, se prefiere el rito a la técnica, el mito a la ciencia, la fe a la duda, lo fácil a lo que cuesta, la tradición a la crítica, la intolerancia nos hace más seguros porque no es fácil ponerse en lugar del otro; y confunden la ignorancia con la profundidad. Ha ganado la América profunda.
            Lo dijo Marx y luego Unamuno: la cultura está en las ciudades (el campo inculto prefiere el culto), en la cultura está la civilización. De “civis”, que significa “ciudad” en latín, viene la palabra “civilizado”. En el campo confunden el gobierno con la sencillez, pero las cosas del gobierno son complicadas. En el campo se suelen arreglar las cosas de un plumazo y las estropean más todavía: eso sí, el campesino nunca reconocerá que se ha equivocado. Ha ganado la obsesión. El empecinamiento. La tozudez. Confunden la tenacidad con la testarudez. Tener constancia es para el campesino ser cabezota. El único campesino culto fue Sancho Panza, que escuchaba humildemente los consejos de ese viejo al que llamaban loco porque tenía razón; y tan culto era Sancho que supo meter cordura en las locuras de don Quijote, pero no lo hizo con su discurso dogmático, sino con su ejemplo: el ejemplo de un aldeano sencillo cuya profundidad no estaba en ser ignorante, sino en vivir sus convicciones íntimas desde la raíz.
            Ése es el campo que puede redimir a las ciudades. El que escucha la voz de la tradición sometiéndola a crítica. El de Sancho Panza. No el de los cabezotas de Cataluña. Ni el de un inexistente buen salvaje. Ni tampoco el de Donald Trump. 

3.

            Los hijos van creciendo en casa de sus padres y cuando se hacen mayores se independizan; nadie va a guardarles rencor por haberse separado: es ley de vida, lo anómalo sería lo contrario. Pero ni España es la madre de Cataluña ni Cataluña es una hija de España. Son dos comunidades que han crecido al mismo tiempo y la llegada de la madurez para nada supone que se tengan que separar; semejante a los esposos que, cuando más viejos se hacen, más quieren estar juntos.


Podría ser una fábrica de cerveza que se ha asociado con unos campos de cereales; campos que, además, tienen yacimientos de sílice de la que se fabrican las botellas con las que hacen los envases. Si un día esos campos dejaran de producir o se agotara el silicio, la fábrica de cerveza querría romper la asociación que la une a ellos y se declararía independiente para sentirse libre. Pero Cataluña no es así con el resto de España. Lo que la une a ella no son sólo unos intereses económicos, sino una historia común que les hace tener a veces los mismos recuerdos; y esa memoria compartida les aumenta las ganas de seguir viviendo juntos.
O podría ser como dos coches en una misma carretera, uno de los cuales avanza más rápido que el otro. Si Cataluña avanzase a un ritmo más rápido que el resto de España, se comprende que quisiera separarse de ella para no ser frenada en su ímpetu. ¿Es eso lo que sucede?
O como un colegio donde los alumnos más aventajados reclaman que los junten a ellos solos en una misma clase. O como los menos aventajados cuando piden que los separen para poder recibir atenciones adaptadas a sus necesidades. En el primer caso sería la rebelión de los ricos. En el segundo, la rebelión de los pobres. Parece que Cataluña podría estar entre las primeras. Querría separarse del resto para no ocuparse de los menos aventajados y que ellos se las apañaran solos; sería, en suma, una forma de insolidaridad y de egoísmo.
Pero ocurre que Cataluña y España no son empresas que se reúnen sólo para formar una empresa mayor. Son una convivencia entre pueblos que se comprenden y se ayudan, y si uno tiene más de unas cosas el otro tiene más de lo que al primero le falta, allí están para ayudarse en su desarrollo: no para rivalizar. Ayudarse no es estar siempre pendientes el uno del otro sino, como decía Kalil Gibrán, ser como las columnas del templo: que están lo suficientemente juntas para sujetar el techo y lo suficientemente lejos como para no estorbarse. Ese tipo de asociación es una fraternidad, no un comercio. Y si uno adelanta y el otro atrasa, el más lento debe ser generoso en dejar libre al rápido y el rápido no desentenderse nunca de los problemas del lento; ayudarse en los tiempos oportunos y no sacrificar su desarrollo para construir el desarrollo ajeno, y que el otro lo comprenda: eso es amistad y compartir los buenos tiempos. En unas cosas aprovechan los unos y los otros aprovechan en otras, y hasta el más desprotegido le da una nota de humanidad a la deshumanización del que lo tiene todo y por eso todo le falta. 
Los hijos se separan de los padres y se hacen independientes: eso es ley de vida. Una empresa se separa de otra porque ya no le interesa: eso es egoísmo. El listo se separa del torpe porque quiere ir más rápido y el torpe ya ha dejado de servirle: eso es falta de generosidad. La independencia de Cataluña ¿es natural, es egoísta o es insolidaria? Acaso sea corta de miras porque no vea en su retrato la riqueza que le aportan los otros. Acaso cometa la soberbia de creer que todo lo que tiene lo ha conseguido sola sin depender de los méritos de nadie. Quizá un día se lamente por haberse podado las ramas para que le crecieran mejor, pues en esa amputación habrá perdido algo de la esencia que latía en sus raíces; y lo habrá pagado con el porte y la presencia, renunciando, a cambio, al vigor que le daba su autenticidad.


4.

            Es un edificio de varios pisos. En cada piso hay varias casas. Allí viven varias familias cada una en su casa respectiva: pero cuanto tenemos problemas se reúne la junta de vecinos para conversar.
            Hay un vecino que no quiere reunirse con nadie. Dice que prefiere arreglar sus problemas solo y, claro, no pueden caerle goteras porque precisamente vive en el último piso. Lo encontramos por el pasillo y no nos dirige la palabra.
            Ese edificio es España. Cada casa es una comunidad autónoma. El que no nos habla no quiere cuentas con nadie porque se basta a sí mismo y su deporte favorito es pelearse con todos; sobre todo con la comunidad, a la que odia. Se cree independiente porque está solo y, porque odia al mundo, también se cree que es libre: pero lo único que ha conseguido es no querer a nadie y que nadie lo quiera; en los pasillos y escaleras la gente se da la vuelta para no saludar.

5.

            Han defendido su libertad con el voto. Peleando por su gobierno en el exilio. Por sus ministros encarcelados. Por sus apóstoles maniatados. Por sus presos políticos. Han luchado subidos al carro de los mitos. A la escena épica de la historia. A los mundos grandilocuentes de los pueblos tiranizados. A los grandes frescos históricos donde ingentes masas humanas, guiadas por Delacroix, se sacuden el despotismo entregando su vida, paladines de la justicia, de la libertad que los guía por el destino, de los momentos irrepetibles y grandiosos, pueblo desnudo de Madrid alzado contra Napoleón, débil pastor de cabras derrotando a Goliath.
            Pero se levanta el telón y la realidad cruda aflora: naciendo de la rotura del vientre como la verdad, el telón rompe el vientre de las apariencias. Detrás del gobierno en el exilio no hay más que delincuentes que se han fugado. En los presos políticos sólo hay políticos presos. Los ministros no están en la cárcel por ser ministros, sino por violar la ley. El pueblo que arriesga su vida cifra su valor en que delante no tiene a un enemigo que quiera matarlo. La libertad que los guía es un cuadro de Delacroix en donde los patriotas han sido sustituidos por traidores. La grandeza se ha transformado en grandilocuencia. La sordidez del solidario está disfrazada de generosidad. El triunfo de la mentira se viste de honradez. La ausencia de épica se tapa con épicas batallas. Y el vacío de ideas nos aparece como una idea arrollando clamorosamente las malvadas armas del enemigo.
            Nada era verdad. Todo estaba en un teatro. Se había alzado el telón y había aparecido un escenario, pero ahora, en el camerino, sólo estaban las ropas de los actores, colgadas en el armario, después de que los actores se las quitaran por haber terminado la función. ¿Cuándo terminarán esta función en Cataluña? ¿Cuándo se cansarán de hacer teatro? ¿Cuándo se hartarán de engañarnos? Cuando el pueblo entero de Cataluña oiga, como Sancho Panza, la voz de don Quijote dispuesto a escucharlo. Cuando Sancho reconozca que sólo se manda en las ínsulas para alumbrar justicia, no para reinar en ellas: entonces reconocerá don Quijote que aquello no era un ejército sino un rebaño. Cuando media Cataluña escuche a la otra media podrá la otra media renovarle su abrazo. Cuando media Cataluña se canse de mentir encontrará, con la verdad, su destino en España. Pero, ¡ay!, que para eso tendrá que caer el telón. Tendrán que dejar de confundir la realidad con el teatro. Y tendrán que aprender a convivir con los otros catalanes que hicieron de Cataluña una ciudad culta impregnada de su campo.




viernes, 24 de noviembre de 2017

EL CUENTO DEL PRISIONERO




EL CUENTO DEL PRISIONERO


            Un día paseaba Rea Justa por el campo. Disfrutaba de un rayo de sol que se colaba entre las nubes cuando, entre los pinos, apareció Vicente. Hablaron un rato y lo notó triste. Entonces Rea Justa, para darle ánimos, le contó una historia. Decía así:

            Había una vez un hombre que vivía en una cueva. Estaba atado a la roca bajo la estrecha vigilancia de un dragón. No se alimentaba más que de unas ramas que el dragón le acercaba cada día, y del humo de un fuego que había delante de él y que le quitaba el hambre. Frente a él había una extraña flor que era capaz de alimentarlo; pero estaba en una urna, cerrada bajo llave. Todas las noches el dragón se convertía en hombre y jugaba con él a las cartas; y sólo le desataba las manos para que pudiese jugar; cuando terminaban, se las ataba de nuevo.
            Un día, paseando por el campo, me entretuve buscando unas raíces. Al arrancarlas encontré un hueco, y escarbando con las manos vi que se hacía más grande: era la cueva. Entré en ella y descubrí al hombre atado junto al dragón. Expulsé al dragón, después de haber luchado contra él, y desaté al hombre. Apagué el fuego que expulsaba aquel humo soporífero y abrí la urna; el hombre, de inmediato, se comió la flor. Entonces le dije que todos los días había que plantar en la urna la semilla que había en el corazón de la flor para que creciera al día siguiente. Sólo podía crecer dentro de la urna; si la plantaba fuera, el aire que estaba viciado por el humo no la dejaría crecer. Le dejé la llave y me fui.
            Volví por la cueva después de unos días y lo encontré hambriento. Delante tenía la llave, en el mismo lugar donde yo se la había dejado. No la había cogido nunca. No había plantado ninguna flor, no había dejado nunca que creciera. Estaba desnutrido y se había acostumbrado al hambre. Me di cuenta de que si lo dejaba solo causaría su perdición, y decidí volver todos los días, para plantar la flor y que aquel hombre tuviera comida.
            Pronto me di cuenta de que la comida no le gustaba. Un día prendió un fuego como el que había al principio y el humo le hacía caer en un sopor. El humo arrastraba partículas del suelo que lo alimentaban, pero no tenían la riqueza nutricia que tenía la flor.
            Resolví volver todos los días para verle coger la llave. Él guardaba las semillas, las plantaba en la urna y la cerraba. Pero sólo lo hacía bajo mi vigilancia: cuando yo no estaba se volvía a abandonar. Hasta que, un buen día, mi presencia ya no fue indispensable. Pero descubrí que, cada día, tiraba la flor en lugar de comérsela; sólo le quitaba la semilla, la plantaba en la urna y la volvía a cerrar con llave. Sólo se alimentaba del humo del fuego.
            De modo que un día, enfadándome con él, apagué el fuego y lo vigilé para que no lo volviera a encender. Le miré los ojos y vi que estaba enfermo. Su cuerpo se volvía más flaco y entre las costillas, trabajosamente, se podían ver ya los movimientos del pecho cada vez que respiraba. Pronto se le verían también los latidos del corazón. Resolví dormirlo con una planta narcótica que llevaba encima. Y con mucho cuidado, mirando a través de la nariz, descubrí como una costra que se le había alojado en el cerebro. Se la quité procurando no hacerle daño y, cuando despertó, recobró el apetito. Era una costra de hollín que se había dejado el humo a fuerza de respirarlo tanto tiempo. Aquella costra le quitaba el hambre y, con el hambre, los olores; los olores, los sabores, el sonido; su tacto había perdido agudeza, y las imágenes de los ojos habían adquirido un tono gris. Al recuperar los sentidos volvió a sentir la alegría de la vida.

  

            Pero sólo duró unos días. Al poco tiempo volvió a abandonarse. No abría la urna todos los días, a pesar de que tenía la llave. Unos días la plantaba, otros no. Comía a deshoras, intermitentemente, y a veces se pasaba días sin comer. Desesperada, miré a través de sus ojos en el cerebro y descubrí que en una parte de él yacía la pereza; no era producto del fuego, ni del abandono ni de sus ataduras cuando vivía prisionero del dragón; la pereza formaba parte de él, estaba en su cerebro, no era otra costra formada por el humo; era una naturaleza que había venido al mundo con él, desde el mismo día en que nació: e incluso antes.
            Entonces ya no pude hacer nada. Me convertí en su ángel guardián y lo visitaba todos los días, para que sembrase la flor. Me preocupaba de que todos los días la comiese, de que no volviese a encender el fuego, para que fuera feliz. Los sentidos, felizmente recuperados, le hacían disfrutar de la vida. Y aquel hombre ya no pudo vivir solo. Necesitaba que alguien lo sacara de sus instintos naturales para no abandonarse a sí mismo. Sólo así pudo conservar la felicidad.
           
            Rea miró a Vicente. Le explicó que así nos pasa a todos cuando queremos ser felices. Unos no pueden porque dependen del mundo en el que viven, dejándose llevar por las malas influencias. Otros no tienen costumbres sanas, porque se han acostumbrado a lo fácil; y lo fácil, por lo general, es lo que nos hace daño. Otros tienen dentro el veneno del mundo, como una costra alimentada por el humo que nos intoxica; unas veces se sienten atraídos por él y otras no, pero siempre sin ser conscientes de lo que les pasa. Y otros, en fin, tienen en su naturaleza debilidades que no pueden vencer solos y necesitan la compañía de alguien que les quiera de verdad.
            Muchas veces nos liberamos de las malas influencias: entonces unos cambian, pero otros no; y tenemos que cambiar nuestras costumbres. Quienes ni aun así pueden llegar a ser felices deben quitarse el encantamiento que el mundo les ha puesto dentro. Que es como una fantasía, un engaño, una superstición. Para quienes siguen aún con dificultades para ser felices, la única escapatoria es hallar un buen amigo; o una estupenda pareja, alguien que tenga la fuerza de cambiarlos solamente por amor.

                                                         

MUNDO, HÁBITO, ENFERMEDAD Y TENTACIÓN
 
            Juan Luis pensaba en la historia del prisionero. Pensaba en el dragón, que lo tenía sometido dentro de la gruta; en la llave que abría la urna, para introducir la flor; en la costra de su cerebro, y en la naturaleza. Y pensó en los grandes obstáculos que impiden nuestro desarrollo. El mundo. El hábito. Las tentaciones. La naturaleza.
            El mundo. El mundo a veces nos atenaza como si fuera un dragón. Los amigos que nos llaman por la ventana, cuando estamos estudiando. Las modas que nos hacen obrar como toda la gente, aunque no nos guste. Los bailes, los horarios, el botellón, los vestidos: costumbres en las que crecemos y que nos mueven impulsados por la sociedad, como si fueran un barco en el que estamos viajando. Las costumbres son los caminos del mundo, y cada cual tiene sus propios caminos. Caminante, no hay camino: se hace camino al andar. El mundo. El diablo mundo. Rousseau decía que el mundo nos corrompe porque destruye nuestra naturaleza. Y la naturaleza es buena. Tenemos que liberarnos de las malas influencias, romper las cadenas que nos atan al mundo. También para los cristianos el mundo es un enemigo del alma. Pero ¿y el cuerpo? ¿El cuerpo también forma parte del mundo que nos ataca?
            Los hábitos. Las costumbres. La rutina nos cubre y nos marca como un vestido. El hábito no hace al monje (decimos), pero ¿es verdad? Nosotros sabemos que hay hábitos buenos y hábitos malos. Los hábitos buenos manan del esfuerzo y alimentan el esfuerzo, la capacidad de vivir, el espíritu de lucha. Los hábitos malos surgen de la esclavitud de lo fácil, que rebaja la calidad de nuestros deseos; de conformarse con poco, pudiendo aspirar a mucho; y es la costumbre de renunciar al trabajo, de perder el espíritu de lucha, de rendirse. Lo bueno es plantar en la urna la semilla para que crezca la flor que nos alimenta y hacerlo todos los días: nosotros tenemos la llave. De lo contrario nos queda el abandono, y nos acostumbramos a no disfrutar de los placeres más fecundos porque cuestan; nos acostumbramos a no comer por no trabajar; nos acostumbramos al hambre.
            Las tentaciones. Los deseos que nos nublan el cerebro como una costra, los narcóticos que nos quitan el hambre y la alegría, y las ganas de vivir. Las pasiones que precipitan nuestra caída, los impulsos ciegos, los vehículos que se salen del camino, el anillo del nibelungo, el oro del Rhin. Hay que quitarse las costras que el mundo va labrando en nuestra naturaleza. Hay que quitarse los encantamientos que nos pone el mundo, las drogas, los narcóticos, los filtros de amor. Suele haber una cara escondida detrás de las tentaciones, es como la cara oculta de la luna: está ahí, pero no la vemos. La fantasía es un imán que nos impulsa, pero a veces las fantasías esconden engaños;   y es un imán que nos paraliza, un espejismo, una superstición. Las tentaciones que no son buenas precipitan nuestra caída, son como drogas, nos llevan a la adicción. Y son los hechizos que no nos dejan ser libres, pues nos atan  y no nos dejan caminar.
            La naturaleza. A veces la naturaleza está lastrada, tocada, enferma. La naturaleza es fuerza, y es espíritu de trabajo, que es espíritu. Es voluntad. Pero hay naturalezas perezosas que no son débiles porque las haya torcido el mundo, sino porque son así. Es bueno lo que nos hace fuertes, lo que despierta el ánimo, la vitalidad, porque el ánimo, que es espíritu, que es gana de vivir, también es bueno. Lo malo es la debilidad, la depresión, la flojera. Pero cuando la pereza no procede del mundo, es que es parte de nuestra propia naturaleza. Y hay que luchar contra ella. Cada naturaleza es un cúmulo de límites y posibilidades, y cuando nuestros límites son grandes hay que combatirlos. ¿Con qué, si nos faltan las fuerzas? Con la ayuda de los demás. Hay que encontrar gente que pueda y quiera ayudarnos a luchar contra nuestra naturaleza; resistir ante sus defectos, reforzar nuestras potencias, prosperar. Puede ser un amigo o una pareja: alguien que quiera cambiarnos por amor. Ser dueños de nuestro destino y no esclavos del mundo. Así lo decía Ernest Henley:
                                   Caído en las garras de la circunstancia,
                                   nadie me vio llorar ni pestañear.
            Y Henley aclaraba poco después:
                                   Soy el dueño de mi destino;
                                   soy el capitán de mi alma.
            Hay que combatir los fallos y debilidades de nuestra naturaleza. No a la naturaleza sana. Porque la naturaleza sana es buena, ¿no es así?
            -No –contestaba Hobbes.
            -Sí –le respondía Rousseau.