LA MUERTE DEL ABUELO
1.
Así
también los pastores separaban a las ovejas: para la vida; para la muerte.
Cuando una oveja ya no sirve le cortan el rabo y entonces esa señal es para
morir. Los pastores no aman a los débiles, y los matan. Y los dejan reducidos a
carne. Carne ya para el matadero.
Así
también los vencedores separaban a los vencidos para la vida: para la muerte.
Veían en la patria un rebaño al que había que salvar, y para salvar a muchos
tenían que morir algunos. Muchos, aquellos días, murieron: pero eran pocos al
lado de los que vivieron. Sobrevivieron como espectros retorcidos, hércules
importantes, sombras del hades que ningún orfeo vino a rescatar. Sobrevivieron
como cuerpos sin espíritu, materia inerte y carne sin vida, y en su seno la
voluntad fue arrebatada. Los convirtieron en bultos obedientes y la obediencia
vivió en brazos del miedo. Los transformaron en ojos temerosos.
Y fueron
gentes sin cara, animales que trabajaron como ganado, bueyes nacidos de los
toros, brutos conducidos por los yugos, frentes agachadas, miradas cautivas.
Fue una inmensa cortina de trabajadores y se desparramaron por el campo, manso
ganado derrotado y guardado por los pastores: para la vida; para la muerte.
¿Qué voluntad
era aquélla que obraba con férrea libertad sobre las vidas ajenas? Las vidas se
convirtieron en granos de polen arrebatados a las flores por el viento,
dispersados por insectos en los campos, sembrados a los cuatro vientos por la
suerte. Como las olas arrastrando conchas hasta la tierra, como la tierra
llenándose (bosque, playa o roca) de miles de costras de moluscos, arrancados
por la suerte de su hábitat natural: para la tierra, para las aguas; para la
vida, para la muerte. El viento arrastra las semillas al azar de las cosechas y
lleva a unas hasta las flores, dejando a muchas en el desierto: para la vida;
para la muerte. Y ese azar que es la vida se cruza a veces con aquella voluntad
que quisiera gobernar lo ingobernable. La que se erige en juez y parte,
separando a la gente en malos y buenos, disponiendo a capricho de los juegos
del azar: para la vida; para la muerte.
Rebaños de
presos pacieron llevados por extraños pastores. Unos pastores que, como los que
iban a la trashumancia, llevaban a las ovejas por inexorables cañadas. Cañadas,
caminos separando a aquellos presos del rebaño, como ovejas enfermas y corderos
apestados; condenados al viaje sin retorno, sin remisión, como bestias
ponzoñosas que había que sacrificar para salvar al rebaño; como seres con el
estigma grabado de la muerte, insignificantes granos de polen arrastrados por
el aire a un viaje sin fin. Y aquel viaje (viento despiadado) fue la suerte
azarosa que repartieron voluntades sin corazón.
Había acabado
la guerra. Pero lo que vino después no fue la paz, sino la venganza. Unos
pastores habían sucedido a otros y allí estaba el rebaño, siempre manso, pasto
de pastores y ahora pasto nuevo. Pero sucedía que aquel no era un rebaño de
ovejas, no: no eran bueyes los que allí había sino toros; toros y niños. Los
bueyes eran rebaño que habían dejado para la vida. Yugos y cadenas habían
quedado para los bueyes, y monstruos para los toros, reptiles alados, y
sierpes. La tierra era un desierto en cuya superficie penaban los vivos y en
cuyo seno bramaban las tumbas. Cadena perpetua y pena de muerte. Bueyes
encadenados y toros de holocausto. En eso se había convertido España: en un
lugar donde se rendía culto a la vida, pero sólo para la muerte.
2.
El
mayoral del marqués de Alvaida tenía enferma a su mujer.
Marcelina iba a lavarle la ropa y a hacerle algunos menesteres de la casa, y la
familia, agradecida, empezó a mirar por ellos. Cuando llevaban vacas al
matadero avisaban a Marcelina y ella se llevaba vientres, entre tripas y
callos, y sacaba comida para algún tiempo. Y en el frío del invierno, con los
temporales, se moría algún choto o alguna vaca y también bajaba y se llevaba
toda la carne que podía. Un día le pegó una paliza tremenda a uno de sus hijos por faltar al trabajo; el
chico quería volver a casa para ir a la fiesta del pueblo, pero no era más que
una excusa para disimular la nostalgia de trabajar lejos de casa; sazonada
también con los malos consejos de otros mozos. Los malos tiempos hacen malos
genios, y a los sentimientos tiernos los endurecen los vientos; y la pobre
Marcelina, que cargaba con la responsabilidad de ver comer a sus hijos, la
enfureció la ira... Marcelo era cabrero en casa del tío Zoilo, en la parte
opuesta de la Pedriza,
en lo que se llamaba la Sierra
del Francés. Era duro trabajar en el monte lejos de casa y eso Mariano lo
sabía; por eso –él la había tenido algunas veces- supo comprender aquella
debilidad que se había apoderado de su hermano.
Duro
era el trabajo de la mujer.
Cansada y aburrida, sin consejo de nadie, la pobre Marcelina vivía su soledad
como una condena. Era la soledad de quien cargaba con todas las
responsabilidades; la soledad de decidir; la soledad del manager. De día
trabajaba cavando y sembrando judías. Recogía hierba cuando venía el tiempo,
segando mies a mano con la hoz. Trabajaba como los hombres. Pero luego iba a
casa y también trabajaba como las mujeres. Hacía la comida, cosía la ropa...
¡Cuántas veces la oyó cantar, cuando se despertaba a media noche, para no
dormirse mientras cosía!
-¡Pero
madre, acuéstese ya!
-Sí,
sí, ya voy.
La
dura rueda de la fortuna giraba entonces convertida en rueda de los
infortunios. Tras la matanza de los inocentes, los otros inocentes tenían que
sobrevivir. Sobrevivir era duro.
-Pero
madre, ¿todavía está usted ahí? ¡Váyase a la cama!
Cualquier
exceso que la hubiera podido cegar estaba perdonado de sobra.
Y
entre tantos sinsabores descollaba el del hermano más pequeño, el de su hermano
Casto. Desde los cuatro años tuvo que ir a guardar cerdos; corría detrás de
ellos y no los podía seguir, y entonces se caía, los huesos se le salían de su
sitio; a Casto se le descoyuntaron los brazos, las muñecas, los pies, las
clavículas. Una mujer de Colmenar se los arreglaba. Desde muy pequeñito tuvo
que ganarse el pan y por eso era inculto. Por las noches llegaba a casa,
pasadas las once, y le decía a su hermano:
-Mariano,
ponme una cuenta y una muestra para escribir.
Pero
el hombre se quedaba dormido. Tenía que madrugar, llegaba cansado... No
consiguió más que mal leer y hacer los principios de las cuentas. Otros lo
tienen a mano y lo desaprovechan; muchos hay que no había quien les metiese las
letras en la cabeza; pero algunos, como él, buscaban leer, buscaban escribir y
les gustaba contar, pero la rosa de los vientos no estaba orientada hacia ellos,
no les apuntaba. Quiso ser algo en la vida, vivir de lo suyo y no depender de
nadie, y no pudo disipar la niebla que había en su mente. Duros tiempos en los
que no se vive por sobrevivir. Cuando se cubrió su cara de arrugas y los aires
del otoño empezaron a soplar, muchas veces recordaron aquellas noches; unas
noches eternas que habían pasado juntos arropados por la lumbre:
-Mariano,
¿te acuerdas de cuando me leías el Quijote? ¡Qué panzadas de reír!
3.
El
esclavo se somete al amo como si el amo le estuviera haciendo un favor; tal es
la estrechez de la mente, o la afrenta de la necesidad. En la primavera de 1944
entró Mariano a trabajar bajo las órdenes de Pascual Palomino, que se
vanagloriaba de ser un santo cuando su aureola se iluminaba solamente de
inhumanidad. Con él aprendió lo que era la esclavitud. Se levantaba a las cinco
de la mañana para limpiar la vacas suizas, antes de que él las fuera a ordeñar.
Después le preparaba la yegua para que se fuese a Colmenar, donde estaba su
molinero. Tenía que cogerle un pie para que subiese a la montura y después
tenía que hacerle una reverencia y decirle.
-Que
lo pase usted bien, señor.
Cuando
regresaba, por la tarde, tenía que hacerle otra reverencia mientras le ayudaba
a bajar, y le decía:
-Señor,
¿qué tal lo ha pasado usted hoy?
Y
él, a menudo, le respondía:
-Bien,
gandul.
Por
la mañana tenía que labrar la tierra y sembrar judías y patatas. Por la tarde
trabajaba a las órdenes de un montañés, que tenía atribuciones para que hiciera
de él lo que quisiera. Se acostaba a las doce de la noche, pero antes tenía que
ponerse de rodillas y decirle:
-Señor,
¿me puedo ir ya a mi casa?
Aquel
verano Pascual comenzó a construirse una casa junto a la iglesia. Mariano y el
montañés se pasaban el día segando y trillando, y por la noche, después de
cenar, tenían que coger dos carretas de bueyes y marcharse a Colmenar en busca
de piedra; llegaban al amanecer, cargaban y llegaban a las diez a Chozas;
almorzaban y otra vez a segar; segar la mies, recoger la hierba, cargarla en el
carro y meterla en el pajar. Así estuvieron el verano. Dormían lo que dormían
en las carretas; y los bueyes, que no llevaban guía, se paraban a comer en la
cuneta y se salían de la carretera. Fue un milagro que no volcaran nunca, o que
no se los llevara por delante un coche alguna vez.
Cobraba
ciento cincuenta pesetas más la comida. Como la comida no era buena, alguna vez
le quitó un queso y lo metió a orillas del río en un agujero; de vez en cuando
iba allí a comer un trozo, y pronto vio que tenía algunos compañeros; los
ratones, que se invitaban solos al banquete.
Llegó
el verano de 1945. Al molinero que tenía Pascual se le recalentó un callo en la
mano y Mariano tuvo que acudir al molino a requerimiento de aquél. Quince días
trabajó en el molino. Trabajaba sin descansar, comía trabajando y Pascual,
mientras comía, lo miraba por una ventanilla y le decía:
-Mariano,
Marianito, que te veo y la tolva se va a quedar sin grano.
De
día molían con luz eléctrica. Por la noche, la daban de estraperlo. De once a
doce se lavaban un poco y comían algo, y a las doce llegaban los cargueros con
trigo de estraperlo para seguir moliendo sin descansar. Molían hasta las cinco
de la madrugada, porque a esa hora cortaban la luz y aprovechaban para tomar
café con churros; a las seis la volvían a dar. Eso duró quince días. Quince
días sin dormir. Quince noches trabajando mientras Pascual se metía en su
cuarto y echaba un sueño. Un día, mientras arreglaban unos fusibles, se fueron
a comer a casa de unos amigos del amo; Mariano se cayó de cabeza encima de la
mesa y lo echaron en un sofá: allí estuvo media hora, hasta que Pascual lo
despertó; lo levantó, le hizo comer de prisa y se lo llevó de nuevo a trabajar.
Quince
días. Quince días con sus noches. Agotado, exhausto, sin dormir. Hasta que,
fuera de sí, abrió la cebadera que regulaba la caída del grano y saltaron todos
los fusibles; fue la única manera de parar aquello. Hubo que desmontar las
piedras del molino, limpiarlas, picar las que estaban desgastadas; aquella obra
duró cinco días. Aquel día iba Pascual para Chozas desde Colmenar, que era
donde estaba el molino, y a Mariano hubo que atarlo con la correa; vencido por
el sueño, no se tenía ya en la caballería. Llegados a Chozas le dejó ir a su
casa; a que se echara un rato. Era el quince de agosto, día de la virgen. Quedó
en volver a las siete. Su madre estaba impaciente porque apenas sabía de él,
pero no pudo hablarle apenas; se acostó sin comer y, para despertarlo, mucho lo
tuvo su madre que zarandear. Eran las siete. Las siete, sí, pero del día
siguiente. Pascual Palomino no lo quiso ni ver.
-Vete
–le dijo-. Ya no te necesito.
Ese
fue el premio que le dio por sus desvelos. Pascual, el santo, que siempre
llevaba el hábito de San Antonio. Siempre rezando, siempre pidiéndole a dios
que protegiera a sus criados; él, que tan bien se portaba con ellos, ¡qué mal
se portaban ellos con él!
4.
Chozas
era un pueblo clavado en la sierra madrileña. Había un camino de tierra que
circulaba entre dos muros de piedra, de esos que rodean las dehesas donde se
guardaban las vacas. En la tierra del camino crecían hierbas sueltas, algunas
tramas, mudos matojos. Caminando, en primavera, podía oírse el canto de los
pájaros, de la cigarra, de los grillos. Su casa estaba a la izquierda, rodeada
de los mismos muros de piedra que guardaban las vacas; de aquellas parecillas
que podían ser de gnomos o de enanos: liliputienses. Las paredes eran de piedra
enterrada en barro y el suelo no tenía baldosas: podía ser de tierra apretada y
enjuta o de barro y cemento, y podía ser -no lo recordaba ahora- de cualquier
otro suelo compacto que no levantara polvo. A la entrada del corral, a la
derecha, había una cuadra; allí guardó Marcelo sus dos vacas; allí pacían los
animales alimentando el estiércol; y
allí, entre la paja, había telarañas espesas que tapizaban el suelo. Unas
brillaban a la luz de la puerta abierta; otras, eran tan densas que sólo
abrigaban oscuridad. Del arácnido techo colgaban, aquí y allá, sobre la cabeza
de las vacas, dos enormes arañas negras.
Frente
al camino estaba la entrada de la casa. Hemos atravesado el patio, dejando
atrás la vaquería. Estamos frente a la puerta. A un lado, antes de entrar, hay
una palangana en una jofaina. El espejo gira sobre su eje para poder ver las
caras desde todos los ángulos; de frente, en picado, en contrapicado, de
perfil.
Entramos.
Vamos a dejar los cuartos, a la izquierda, y el retrete situado a la derecha.
Sigamos de frente: allí hay una cocina con un perol colgado de un gancho, un
gancho negro, envejecido, arrugado, que se ha llenado (como los árboles) de
capas de humo superpuestas, y de grasa, y de metal quemado. El gancho pendía de
un lugar recóndito, lejano, invisible, que se perdía allá arriba, en un pozo de
misterio, entre las tripas de la chimenea.
La
casa. Sales de ella y vuelves a la pared de la dehesa. El camino. Te detienes
en él y miras frente a ti, a lo lejos; el cielo inmenso y el manso pedregal de la Pedriza. Sigues.
Dejas la casa a un lado y avanzas hasta la iglesia. Su torre alta, su
campanario, sus piedras duras son testigo recio de la historia. De muchas
historias que descansaban allí, o que lloran y penan, debatiéndose entre el
dolor y la miseria. Sigues andando y por detrás hay un puente: por allí debajo
corre el Mediano. El Mediano; un riachuelo casi anónimo, sin importancia, que
baja discretamente sobre su lecho de piedra; su lecho de piedra y tierra que
lame el agua en busca del mar de Madrid, el embalse (junto al castillo de
Manzanares) de Santillana.
El
Mediano corta el pueblo en dos mitades que no se pueden separar, porque hay
puentes; de todas formas el río se puede saltar de piedra en piedra. Las casas
son humildes. Paredes de tierra, paredes de piedra, paredes de adobe de piedra
y paja, paredes de chimeneas y cuartos, y cuadras para las bestias, paredes que
callan. En medio de las casas hay caminos pedregosos que serpentean suavemente,
apenas sin meandros; por ellas pasa el carro de la basura, del tío Jerónimo;
por ellas las ovejas y las vacas, con su rastro de boñigas, paja y cagarrutas;
por ellas las mujeres y los pastores, y los amos que no sufren y las mozas. Por
allí una colmena de gentes, levitando,
flotando sobre el huerto de la vida, apenas sin posarse en ella, por
sobrevivir.
Así
era Chozas en los primeros años de posguerra. Todo era piedra y tierra, matojos
y monte bajo, animales y pastores, amos y criados, albañiles, peones, cabreros,
molineros, vaqueros, sembrados. Y dehesas que pacían en la indolencia de la
tarde donde pastaba el ganado. Sufrimientos sin cuento y pobreza; mucha
pobreza. El alma humilde, no se sabe si cobarde o austera, acostumbrada a
callar como es de rigor en los templos, habitados por dios, en los monasterios:
calla y trabaja. Por las tardes, en los primeros días de posguerra, venía un
hombre vestido de militar que les hablaba en la plaza a todos.
-¡No
creáis que esto ha venido para los ricos! ¡Esto ha venido para los pobres! ¡Los
pobres, que son la sal de la tierra! ¡Las venas de España!
Y
ponía junto al pilón a unos jóvenes maniatados. Sacaba unas correas y las
mojaba en agua, y les daba unos correazos que enmudecían en su terrible
chasquido. Un mensaje de terror se elevaba desde el púlpito mudo de la plaza, y
la gente enmudecía para no hablar ya; el escalofrío que recorría las venas del
cuerpo dejaba para siempre las bocas cerradas. Una mujer, que gritaba con el
corazón helado, sudaba lamentos en la profundidad del alma; y, con el alma
supurando, en los pechos partidos se le oyó decir:
-¡Ay,
madres, para qué criáis hijos, para que los maten!
La
madre de la esclavitud es la ignorancia; que tiene por madre a la tiranía.
Mariano fue a una casa de Colmenar para ayudar en la siembra. Él había arado
ya, pero no sabía arar; sabía ordeñar, pero no le dejaban hacerlo; sabía
dirigir una carreta de vacas, pero nunca le dejaban soltarse. Muy bien se
cuidaban los amos de que no aprendiera. Bien sabía, sin haber leído a Bacon,
que saber es poder.
Además,
estaba desnutrido. Querían que arase como los demás, con la misma rapidez y la
misma destreza, pero no podía ser; además de no enseñarle, no le habían dejado
crecer. Estaba desnutrido, encanijado y sin fuerza: ¡eso no es ser vago, vive
dios! Cogía el arado por la mañana y lo hacía bien, pero la falta de pericia le
agotaba las muñecas; la muñeca derecha, que era la que llevaba el arado, le
dolía tanto que se abrió; y tuvo que atarse una cuerda para poder seguir
arando. Tal vez él mismo acababa siendo culpable por verse flojo e inservible.
Tal vez, si los demás hubieran sido mejores amigos, él habría trabajado mejor.
El atraso, el raquitismo, la represalia por ser hijo de rojo, todo se juntaba
porque no le daban alimentos, ni para levantar cabeza ni para ver el sol. Un
día la criada de don Julián de dijo que a Román le daban mejor desayuno que a
él, y era verdad. Para comprobarlo entró sin avisar y lo pilló a la mesa; comía
chorizo con pan, y sopas de leche cuando a él le daban café con sopas solas.
¿Por qué? ¿Por qué aquella diferencia en el trato? Para él era un misterio cuya
causa quería conocer.
Luego
estaba la tristeza. Terminada la siembra, en otoño, lo llevó a guardar las
ovejas que tenía en unos montes detrás de La Cabeza, cerca de Hoyo de Manzanares, entre
Colmenar y Manzanares el Real. Allí, donde no había más que lagartos, culebras
y mochuelos, se apoderó de él su vieja amiga la nostalgia. Y un día que venía a
dejarle la comida le dijo que se quedara con las ovejas; y se fue. A veces se
marchaba sin decir nada y no volvía; le pasó con Fernando, y con Ricardo; le pasó
seguramente alguna vez más. Pero es que hay un límite al aguante, todos tenemos
el nuestro, y no sabemos nunca cuándo el saco del sufrimiento está a punto de
romper.
Podía
soportar las calamidades físicas, pero la nostalgia no; su corazón estaba roto
desde los seis años que iba solo con las vacas, y que lloraba viendo alejarse a
su madre cuando él tenía que dormir. Fue albañil. Trabajó en el lavadero, en
los grupos escolares, en la reparación y
acondicionamiento de la iglesia... Sí, la puerta de la torre que daba a la
calle la abrió él. Le costó quince días abrir el hueco en el muro a base de
puntero y maceta. Un día le dio un chasquido en los riñones y se quedó doblado,
sin poderse enderezar. El médico le dijo que era reúma, y él así lo creyó. Pero,
como no se le pasaba, su madre lo llevó a la tía Cesárea, la misma que había
curado a su hermano Casto; vivía en Colmenar.
La
curandera estaba a la puerta de su casa.
-Os
estaba esperando. Pasad.
No
se lo creyeron mucho; por lo menos, no se lo creyó él. Le dijo lo que le pasaba
y, antes de que terminase, ella le dijo:
-Bájate el
pantalón.
Sorprendido
(pues no acababa de creerse que ella adivinara el pensamiento), hizo lo que le
mandaba. Ella se mojó los dedos en aceite, se los puso en los riñones y al
punto le entró una suavidad que le hizo sentirse bien. Le explicó que,
definitivamente, no era reúna. Eran sólo los tendones que por culpa del
esfuerzo se le habían montado.
-Ponte derecho
e incorpórate.
Como
si nada hubiese tenido.
Mariano
era escéptico y no creía en supersticiones. Pero sí creía que podía haber una
fuerza magnética que le permitiera curarle. Y podía transmitir pensamientos y
estar dotada de cierta telepatía; en efecto, él mismo, desde su escepticismo,
tuvo ocasión de vivir experiencias similares. “Esa mujer era una santa. Esas
mujeres no se debieran morir nunca. Yo no creo en los milagros, pero no cabe
duda de que tenía un poder”, pensaría después Mariano, escribiendo sus
memorias; cuando su pelo se volvió plateado y el vello del pecho, que se
juntaba con la barba, se le puso blanco como la nieve.
5.
La
vida noble es casta de sangre, casta de siembra. La sangre es la herencia que
nos dejaron nuestros padres, en ella hemos nacido para comer y dormir. La
siembra, como alma que cultivamos al viento, es horizonte nublado en el que
espoleamos el caballo. Almas nobles, nido de gestas, corazón sintiente;
aristocracia de la vida. La aristocracia de la vida vive del esfuerzo y no la
aristocracia de la sangre; el corazón sintiente no vive de recuerdos y no es
corazón sangrante, pero a veces sangra; movido a defenderse cuando la sangre
parásita se asienta en su nido de hidalgos, desde el que espolea, para vivir de
las rentas, cabalgaduras mercenarias contra la aristocracia de la vida. Los
parásitos que viven de las rentas a costa de las almas esforzadas y valientes
son la aristocracia de la sangre.
Nobleza
de Casto, corazón de Sepúlveda, horizontes buscados; lucha en la frontera
polvorienta y difícil. Y el marqués de Santa Cruz, apostado en privilegios,
desde su atalaya contempla la cabalgata del pasado; y detiene su mirada en las
glorias y en su sangre azul, convertido en príncipe. En lontananza cabalga,
montado en su silueta, Fernán González.
6.
Podría
ser la cárcel de Porlier. Mil novecientos treinta y nueve, Madrid, once de
noviembre. Por el ventanuco veía caer las hojas, volando entre los árboles, y
el viento rudo le calaba hasta los huesos. La humedad de aquella prisión,
colándose en su celda, envolvía los barrotes con aire helado. Casto apretaba su
chaqueta, se abrigaba con los brazos, y su boca exhalaba el alma en los vahos
que respiraba. La pana estaba vieja, abombada por los bordes, ennegrecida del
trabajo, castigada por el tiempo. Y su mente, enferma, temblaba salpicada por
la fiebre; una fiebre que le nacía en el alma, no que le brotara del cuerpo;
cuando la impaciencia lo hundía en el delirio, cuando pasaban las horas, las
noches y los días, cuando el cartero no le traía las noticias que le quitaban
el sueño; noticias que él necesitaba para respirar hasta el último momento.
Había
estado preso en Colmenar. Los muros de aquella cárcel habían sido convento
antes que celdas habilitadas para tanto preso. Allí lo juzgaron. Allí le
echaron pena de muerte y conocieron sus huesos el siniestro estremecer de las
puertas del infierno. Luego se la levantaron. Casto, mediante oficio, le había
pedido a don Julián que viniera a la cárcel para dar testimonio de su vida: y
fue en vano. Otra vez lo volvieron a condenar y otra vez lo estaba llamando en
vano; y otra vez, calado entre las rejas, voló la misericordia, que no prendía
en el corazón del secretario: o acaso fuera miedo. Por segunda vez le
levantaron la pena porque tampoco encontraban causa para ajusticiarlo. Se lo
llevaron a Madrid, un día de otoño, clavado en el viento, para revisarle la
causa. Hablaron las hojas muertas y arrancaron la flor del verano.
En
el aire se ovillaban los vientos fríos. Por la calle pasaban los niños
corriendo, entre ruinas, las cabezas peladas –algunas como tiña-, alfombradas
por las sonrisas del viento. Una mujer llevaba un niño en brazos envuelto en
una manta; entre las rayas, negras y grises, de la lana, el infeliz mordía con
sus dientes un duro trozo de pan; la mujer, envuelta en la misma manta, comía
de otro mendrugo y los dos parecían enfundados en el mismo cuerpo: como dos
centauros. En un alargado bulto formaba cola la gente para buscar alimento; y
los abrigos, los jerseys, las chaquetas, entre faldas largas de lunares
pequeños se comían las miradas pícaras, las inocentes risas, en los niños de
caras largas porque no tenían comida. Sobre la acera, sentados en el bordillo,
zapatillas atadas con cordones o con cuerdas, o alpargatas y abarcas, o
sandalias de tiras tristes que parecían cosidas en casa. Todo era triste en el
corazón de la gente, porque la miseria vivía instalada en los pozos del
estómago. Y los niños, abandonados, condenados a vagar por el mundo. El piojo
verde.
La
cárcel de Porlier. Las rachas de otoño sobre la acera, quizá las hojas muertas,
las esperanzas varadas. La mirada febril que sigue agarrada a la vida, con el
pecho encogido, el corazón en un puño, y un nudo de acero en la garganta.
Tragaba saliva, tragaba. Era el sudor frío lo que las gotas dejaban en la
frente, era temor desnudo, dolor vencido y estropajos de muerte, sentir en un
trago el aliento contenido: no atreverse a respirar. Eran, en otoño, rumor de
hojas y alambres de espino, temblor del tiempo y fragor de olas, rumor de alas
que volaban siempre: era la cárcel de Porlier, Madrid, y era el once de
noviembre. De mil novecientos treinta y nueve.
7.
La
mirada perdida le daba a su rostro un aire indefenso. Sentir el abandono era un
eco de piedad, y la barba, sin afeitar, sembraba toques de desnudez en el erial
de las prisiones. Aquellos ojos claros, como espejos de pasión, se reflejaban
en el rizo de sus aguas. Por su pecho anudaba el eco donde la desesperación,
derramada, se desbordaba lentamente: hasta la muerte. La vida en aquella pared
era sólo un reflejo de la muerte. Y el muro lóbrego, enjalbegado, desconchado,
ensombrecido de humedad y de tedio, era una pared que parecía paredón. Por el
ventanuco enjaulado desfilaban las sombras del vacío, y era un cielo azul donde
el pájaro lejano trinaba y volaba. Allá a lo lejos las nubes –suspiros del
cielo- surcaban el espacio que recortaba el ventanuco. Sus ojos habían
aprendido a mirar sin horizonte. La carta que esperaba no llegaba. El tiempo
estaba próximo a expirar.
Y
expiró. En sus labios suspiraba la nada, en su pecho un nudo inmenso le
apretaba, sin hacerle daño en el cuerpo, pero ahogándolo en el alma: y era alma
viva que ya se sentía muerta, colores que se esfumaban en la frente,
fundiéndose en un blanco y en un gris, hojas de otoño que no volvían, alas de
un pájaro que no volaban y una cría herida, con la pata rota, sin una mano
cálida para dar consuelo. Casto era muda pregunta en el estertor de la tarde y
una pálida mirada sin respuesta, un silencioso grito sin fuerza para tronar. El
estupor se agolpaba en su pecho, y paralizaba, incapaz de combatir, las
ventanas abiertas de la tarde. En el ventanuco enrejado le visitaba una sombra
descarnada: ¡la muerte!
¿Qué
aspecto tendría, qué extraño umbral se abriría en su seno, ahora que se sentía
próximo a sucumbir? La muerte. Inimaginable imagen del viento de la eternidad.
Un viento helado que se clavaría en su seso, en forma de bala, donde
florecerían claveles rojos en el tiempo de los disparos. La muerte. Hilillos
escarlata sobre el cráneo estallado, enseñoreándose de la vida en el momento de
partir, tachonando el cielo de estrellas cuando los luceros mueran. La nada. Le
habían dicho que en el cuerpo, en el instante supremo, no se sentiría nada.
Todo iba a ser rápido y si una bala dolía, otras balas vendrían que no dejarían
tiempo para que el dolor se enseñorease con el cuerpo. Hay agonías más
dolorosas que el fusilamiento. Sí, pero ¿y después? ¿Qué vendría después de la
muerte?
La
muerte era como un sueño. Un sopor suave en un túnel negro, donde etéreas
formas desprenderían lentamente, como una caricia, el eco de las tinieblas
secándose al sol. Y eran velos de colores grises que volvían a las sábanas,
intrépidas sábanas blancas oscureciéndose, como una caricia sin cuerpo, hasta
la total ausencia de color.
Y
entonces se habría ido Mariano. Se habría ido Marcelina, Victoria, Casto,
Marcelo. Su tiempo se borraría de la conciencia, se borrarían los hijos que se
habían muerto –Marianín, Conchita-, los inocentes. La vida era una inocencia
desnuda escindida entre el inocente que se iba y el inocente que quedaba; el
que no podría sufrir, porque el máximo sufrimiento era la muerte, y los que
vivirían en un sufrimiento permanente. Era un agujero negro lo que en aquellas
paredes le esperaba –un acabar del tiempo, en la desgarradora angustia de la
eternidad, allí donde las luces se volvían inmortales-: y él era un rayo de luz
proyectado en el espacio lejos del tiempo.
Las
celdas estaban hacinadas pero ahora se encontraba solo. El ruido de los presos
que bullían, que gritaban, muertos de hambre, y otros que volvían, con los
huesos rotos en los interrogatorios. El griterío estaba allí pero no los oía;
cuando sentía que se le escapaba la vida la voz se le quebró, y sus oídos ya no
eran capaces de oír nada porque sólo escuchaban las voces del otro mundo. Hacia
Mariano volvió, como un autómata, la estela del pensamiento. Y una pasión
infinita le sembró en el alma infinitos pozos de metralla. Entonces sintió lo
que Mariano había sentido, los callos del corazón se le cayeron; supo entender
la pena, el dolor, el frío, el aguacero; supo sentir fatigas como las que
sentía su hijo, por aquellos cerros de dios, abandonado con las ovejas; supo
abrirse a las penurias que se cerraban en su mente cuando había que trabajar,
cuando no había tiempo para llorar, cuando el mundo era duro. Y se acordó de
las gallinas. De la carita del pobre Mariano –tan niño aún- cuando lo estaba
esperando en la cocina: de aquel día aciago que no pudo sino castigarlo sin
cenar, después de los latigazos que le había dado la pobre Marcelina, cuando
Marianín, jugando a los carniceros, había matado las gallinas. Sólo se había
escapado el gallo.
Los
recuerdos se agolpaban en su alma y era un nudo doloroso donde expiraba la
vida. Lamentaba haber sido tan duro con él. ¡Si ahora lo pudiera enmendar! Pero
ya no había tiempo. La sentencia sería ejecutada al alba. Aquella noche,
eterna, prefiguraba con su angustia las infinitas agujas del sueño. Sobre el
papel escribía una carta para su hijo. Y las lágrimas nublaban sus ojos,
velándolos apenas, en una época en que apretar los puños era aguantar para que
los hombres no lloraran.
Así
estuvo no sé cuánto hasta que lo despertó la visión de la buena Marcelina.
Había vagado en un limbo, sin sentir, y en esa atonía extraña no sentía ya
porque ya no dejaba de sentirlo. Tenía que concentrar en una noche todo el
caudal de su vida y por eso la emoción era intensa. Sus ojos lloraban sin
lágrimas; y lloraban con desesperación, porque sólo el alba lo despertaría. De
aquel sueño ya no se despertaría: nunca más.
Aquella
respiración marcaba el ritmo de un tiempo denso, muy denso: unos minutos que
alojaban en su seno los cuarenta y nueve años de su vida. Entonces se entiende
la voz del poeta: ¿comprendes que la vida quepa toda entera en un suspiro? Quiso
mantener la calma y llegó a no perder la compostura. Entonces le vino una
angustia que le atenazaba el cuello: ¡vivir, vivir, siempre vivir! Pero se
aferraba a la tierra cuando le iban a quitar la vida, cuando empezarían sus
desposorios eternos con la tierra, cuando la tierra sería una manta y no un
regazo donde el calor no fuera frío. ¡Quería trotar por los montes, errar por
los caminos y adentrarse en el monte bajo, las retamas, las dehesas! ¡Recorrer
las viejas cañadas por donde había visto pasar las ovejas! ¡Querer inmensamente
a sus hijos –Casto, el pequeño Casto, ¡tan niño!- y decirles todas las cosas
bonitas que no había tenido tiempo de decirles! ¡Susurrarles al oído todo lo
que había callado, cuando la vida era larga y había tiempo para decirlo todo, y
por eso las cosas no se decían nunca, y por eso el tiempo se llenaba de
silencio! Y no tuvo tiempo de confesarse más porque, ante el invisible
sacerdote de su alma, su aliento desnudo ya no se podía confesar. Porque, en el
silencio agresivo de la noche, el gallo no cantaba aunque ya apuntara el alba.
Y cantó el gallo que quedó vivo ante el hacha impasible de Mariano (tenía que
haberlo matado). Estaban erguidos los soldados, con el fusil al hombro y el
uniforme sujeto por la correa. La noche iluminó con su faz las inquietantes
figuras.
Se
abrió la puerta. Llegó la hora. Por las rejas de la ventana aún no aclaraba el
día, pero nacía el alba y tuvo que levantarse: como un niño bueno. Dejó que lo
llevaran, resignado, para que pudiera cumplirse el destino. Un último deseo. El
portalón que se abría en su alma en el cuerpo no tardaría en cerrársele. La
mente que se apagaría sería, también, un apagón en las ventanas del cerebro.
Unas balas, no más, serían el cerrojo de la muerte: y con ellas acabaría el
sufrimiento.
8.
Y
cuando acaba el sufrimiento de los fusilados empieza la orfandad de los
inocentes. Cuando le contaron la muerte de su padre Mariano estaba frío. Fue un
mazazo, un golpe en el umbral de la conciencia, un rayo que lo dejaba muerto.
Deambuló solitario, extraviado como un judío errante, pasando por la vida sin
darse cuenta. Pero un día se derrumbó. Lloró amargamente y sólo lo oyeron las
cabras; las cabras que lo acompañaban, sin poder consolarlo siquiera, en las
extrañas soledades del campo.
Los
hombres no lloran, pero Mariano lloró. Los hombres no sienten, pero su pecho
sintió. Tampoco flaquean, pero él desfalleció; aquel día del mes de noviembre,
cuando los fríos navegaban por el aire y el agua de los charcos empezó a
volverse hielo. Mariano lloró. Y lloró tan desconsolado que le temblaba el
cuerpo como si fueran las fiebres palúdicas. Se mordía el puño y en aquel
gesto, agazapado en posición fetal, lloró en silencio durante nunca supo cuánto
tiempo. El temblor del alma se trasladó al cuerpo y fueron espasmos y
estremecimientos. Los ojos se juntaron con la nariz y las lágrimas se hicieron
mocos; en su puño llovió un mar de babas que le corrían por los nudillos,
siguiendo la línea de los dedos. Y su llanto lo oyeron las cabras; y la luna, que
brillaba, helada en el frío raso, descendió con la escarcha y lo cubrió todo de
frío.
Su
corazón se llenó de frío. La escarcha se volvió hielo y le heló el pecho
durante toda su vida; y se quedó partido de dolor, y el dolor no pudo atravesar
aquellos duros cascotes, ahíto de sentir, pero incapaz de expresar el
sentimiento. Su corazón, desde entonces, fue una caja dura como para los
físicos era el cuerpo negro: sensible a todos los rayos de la vida, pero
incapaz de dejarlos salir. Fue todo en su vida corazón y alma pero pareció
insensible y desalmado. Por eso no fueron muchos los que lo comprendieron.
Y cuando fue noche cerrada Mariano quedó
inmóvil, tumbado en el suelo. El sollozo lo había cansado; había evaporado las
energías que lo oprimían, los instintos que lo apresaban con sus grilletes, las
fuerzas que lo atenazaban. Quedó relajado de tanto llorar, como tras la
tempestad viene la calma. Y se abandonó a su suerte; con el dolor del padre
marcado a fuego, con la desgracia impresa en su existir; con la inexorable
presencia del destino y aceptándolo ya. Comprendió que Jesús exclamara un
aciago día: “así sea”; “hágase según tu voluntad”; “dios lo quiere”. Pero
también comprendió que dijera: “dios mío, dios mío, ¿por qué me has
abandonado?” Y él, que había sido siempre espíritu de lucha, conoció de repente
el abismo donde sólo mora la resignación.
9.
Los
campos de Castilla son áridos. Son hoscos y sus collados están yermos, pero hay
pastos desparramados por toda la geografía: anchas llanuras, angostos senderos,
piedras sembradas, desiertos pedregosos, lastras; vastos caminos donde se
siembran las ovejas, lanas y lluvia, churras, merinas, ejércitos de ovejas
surcando los mares de Castilla; con sus vellones tupidos, con sus matas de
algodón; con los sucios jirones que les cuelgan por el cuello, por los lomos,
por sus patas irregulares, los ovillos percherones –las ovejas churras-:
arrastrando en su fealdad el duro caminar de los pastores.
Era
un día de niebla ovillada en el cielo. El aire estaba sembrado de matas que se
enredaban en sus hilos, lana espesa del corazón de las nubes, niebla
ensortijada entre nudos, matas de niebla que se desparramaba en las cañadas.
Era como una antorcha, como una mancha lánguida que rompía la niebla con su
vellón amarillo; cansada de lucir, cansada de estar, rendida y sin fuerzas,
como un fantasma. Y era un rostro de acero emergiendo en la niebla, aquel
hombre se acercaba a ella. Y cuanto más andaba, su rostro implacable emergía en
la oscuridad, como un hosco guerrero, en un espectro fiero; unos pómulos
clavados en el aire, y un aire de penumbra que endurecía los ojos. La mirada se
acercaba a ese rostro con un rayo de aproximación. Y a medida que emergía entre
las sombras se disipaba la niebla; en el foco de luz mortecina su faz apagada
se proyectaba fuera del fondo filamentoso, y en su seno la figura se dibujaba
más y más. Era porque la mirada del caminante, aguda como un águila, al
acercarse, pausadamente, le arrancaba de los hilos la niebla donde se
entreveraban, como si no se quisieran disipar.
Sus
pómulos duros. Sus mejillas metálicas, partidas por un hachazo, y en el surco
del hacha arando la barba, como una espada abierta, junto a la boca. Aquella
barba dura, hermética como el carbón, latiendo bajo la cortina de la cota de
mallas. El yelmo erguido, con el protector nasal, parecía en la bruma el
espectro de un vikingo. Se acercaron los ojos sobre él y de pronto aquel rostro
tuvo un cuerpo. Un cuerpo envuelto en correajes, con una capa cayendo sobre la
figura, cubriéndola en su tosquedad hasta los tobillos. Era la capa un telón
que se cerraba por ambos lados, pero todavía dejaba adivinar las aceradas
puntas de una toga roja sobre su cota de mallas. Duras correas sobre la cadera,
bajo la hebilla, junto a la pierna izquierda, sujetaban la funda de su espada.
Todo
él era una figura épica flotando en la niebla. Su brazo, adelantado, sujetaba
una lanza que escribía en el cielo (como una pluma sangrienta) el fragor de las
batallas; guerras que se perdían en la noche de los tiempos: Fernán González. Y
como un cartel de cine, las figuras inmensas, como murallas ciclópeas,
descansaban sobre ejércitos de hormigas; fondo y figura, protagonistas
acaparando la escena, robándoles la gloria, el fiero paladín flotaba, como el
plano del cielo en el entierro del conde de Orgaz, sobre un caballo que le
seguía, empequeñecido en la distancia. El pueblo de Castilla bullía trémulo a
sus pies, y era todo una masa de gente en el pastel de la historia; y el conde,
clavado en el hojaldre –hojas de días y años errando en la leyenda-, era la
mano de hierro en el mar del tiempo que movía los hilos; y el tiempo lo movía a
él. Como si flotara en sus aguas, como si nadara en los siglos, como un muñeco
del tiempo: un juguete del destino.
Pero
el caminante llegó hasta él y sus ojos vieron, al disiparse la niebla, la
realidad desnuda. Sus facciones eran duras, pero no era un guerrero. La capa
que le confería majestad no era la del jefe implacable, sino la de un humilde
pastor; la lanza era cayada. El pastor era, en el bulto pesado de la lejanía,
un espíritu solitario atravesando la cañada. Su majestad, envuelta en la capa y
curtida por el viento, era una figura legendaria atravesando los campos, los
montes, los valles –el puerto de Miravete-: las inhóspitas tierras. Era una
estrella errante que recorría el mundo de la trashumancia vomitado por el
hambre, exiliado de su pueblo, alejado de su mujer, desterrado de sus hijos:
durante los nueve meses que duraba el invierno, sin la comida caliente de
patatas y migas, con algún garbanzo errante, y bellotas y queso, y fiambre. Y
eran dos mastines lo que parecían caballos –uno delante, otro detrás-, en el
cruce de cañadas de Segovia. En tiempo detenido se convertiría mucho más tarde.
En la memoria del pastor. En monumento.
El
pastor avanzaba cansado sobre las tierras de Sepúlveda. El terreno pedregoso,
salpicado de pastos, era yesca sobre las lastras de pedernal. Abrasaba el sol
en los días de julio, y los árboles lejanos no daban sombra –aquí una retorcida
encina, allá un álamo- bajo la sombra del milano augusto que planeaba sobre sus
alas. Y los troncos resecos eran altos pedestales donde el volar a los cuatro
vientos se convertía en estatua. Salpicado de milanos cuya majestad estaba en
ser libres; el campo de Sepúlveda era un desierto desamparado de hierbas
calcinadas.
Allá
a lo lejos el campo se pierde en hondonadas. Te hundes en ellas y emerges de
nuevo en un mar de buitres. El pastor oteaba, con su mano en la frente, a modo
de visera, lo que en lontananza había. Podía ser el espacio o podía ser el
tiempo. El río Duratón cavaba hoces en el suelo para recordar a los segadores
de Castilla, a los de Galicia, a los extremeños. Por aquellos barrancos
crecían, en torno a la ermita, el tomillo y el espliego; y las matas de hierba
brotando entre las piedras, y el cielo que las veía, desplomándose en el río.
Eran aguas azules, láminas de acero, era un río celeste. Entre los riscos
volaba sobre las negras cuevas, despeñándose entre picachos, una bandada de
buitres. Encima de las aguas planeaban alegres entre el aire, como la flor del
espliego. Las alas extendidas, dominando el aire que las llevaba, surcaban los
espacios, remando al viento. Y eran libres.