viernes, 2 de junio de 2017

CARTA DE UN VIEJO PROFESOR




CARTA DE UN VIEJO PROFESOR


            Me dirijo a ti, lector: no sé quién eres. Me hubiera gustado escribirle a todo el mundo, pero siento que no me van a comprender: los hombres que me rodean son machistas o ignorantes, y no tengo cerca a ningún hombre libre que quiera escucharme; las mujeres que me rodean son feministas o sumisas, y ninguna de ellas entenderá tampoco lo que les digo; sólo tú lo entiendes, Ingrid: tú me quieres igual que te quiero yo a ti (quizá en el fondo escribo sólo para ti); porque entre los hombres, como entre las mujeres, unos son cristianos de la vieja escuela y no hay quien los saque de la costilla de Adán; otros son musulmanes y sus oídos carecen de órganos cerebrales para hablar de la mujer; otros son ateos, y están demasiado ocupados en atacar a dios como para ocuparse de las personas; otros son cirenaicos y creen defender la libertad de la mujer cuando en realidad no buscan mujeres libres, sino liberadas; y, a falta de poder escribir a todo el mundo, me veo obligado a escribir a todo el mundo que me comprende: o sea, a nadie; salvo a ti. De modo que no me queda más remedio que escribirme a mí mismo: yo sí me puedo comprender, pero no me puedo dar ánimos; necesito una mano amiga que no sea yo; necesito una palmadita de alguien, no me basta con que mi propio cerebro, en un acto de libertad, concluya que tengo razón.
            Siempre he querido ser feliz sin meterme con nadie; y no se puede encontrar felicidad más que haciendo felices a quienes nos rodean: de modo que he pretendido llevar una vida sencilla, con mucha ambición, sí, pero sin pretensiones; teniendo amigos y entregándome a ellos hasta donde uno se puede entregar; y queriendo a mi familia, a mis padres, a mis tíos y a mis primos, y a mis abuelos; y queriendo a mi mujer y a mis hijos, a mis vecinos, a todos los amigos pasados y presentes que viven, o que murieron; y entre éstos todavía hablo con aquellos que me dejaron en las bibliotecas algo interesante que leer. He sufrido por el dolor ajeno, por quienes tienen hambre, por quienes han sido abandonados, por quienes no son libres, y hasta por quienes viven prisioneros del dinero y las pasiones que les quitan la vida. He creído en la educación y por eso soy maestro; pero sólo he visto maestros de título que no lo son de vocación, enemigos de sus alumnos, recelosos con sus padres, amargados por el mundo; y estoy alejado de esos pocos maestros que quieren a los chicos y los quieren sacar de la ignorancia: pero estos últimos, por desgracia, no se han cruzado mucho en mi camino; de modo que apenas tengo a quien escribir.
            Hace algún tiempo me pidieron en clase que habláramos de las mujeres. Hicimos un debate. Eran adolescentes, y como todos los adolescentes, exaltados, pero buenos; impetuosos, pero razonables; hablaban, pero escuchaban; eso fue lo que creí. No fue así, sin embargo. Descubrí que sus cerebros habían sido deformados por los prejuicios. Contaminados por las modas. Infectados por la propaganda. Y en lugar de hablar ellos, hablaba el partido o el sindicato o la asociación a la que se habían afiliado. No hablaban para buscar la verdad, sino para imponerme sus verdades; ni para descubrir cosas nuevas entre las palabras, sino para esconder y borrar todo lo que en el verbo no se ajustaba a sus esquemas; para redimir al mundo, sin preguntar si el mundo quería que lo redimieran. Porque, según ellos, la gente no dice lo que piensa, sino lo que piensa la sociedad que los ha  criado; y, como un virus, sus pensamientos son agentes infecciosos que no hay que escuchar, y hay que silenciarlos; no comprenderlos, sino extirparlos, con el bisturí si es necesario; si no basta la vacuna. 


            De modo que empecé a hablar creyendo que me querían escuchar cuando sólo se escuchaban a sí mismos. Aquel día había nevado. Unas pisadas madrugadores habían escrito sobre la nieve unas letras gigantescas: “la revolución será feminista o no será”. Yo las miraba por la ventana y se me ocurrió decir que aquello me hacía gracia: inmediatamente unos cuantos ojos se clavaron sobre mí con la saña del inquisidor. Les dije que no conocía el significado de la palabra “revolución”; y también mostré mis reservas sobre lo que entendemos por feminismo. Revoluciones habíamos conocido algunas, casi todas comunistas; el marxismo, el anarquismo, el polpotismo, y ninguna me parecía satisfactoria; suponía yo, cuando hablaban de revolución, que se referían a otra cosa; en seguida descubrí que no. En cuanto al feminismo…
            “El feminismo no tiene nada que ver con el machismo”, repetían algunas chicas la nueva consigna; por lo visto machismo es pregonar la superioridad del hombre sobre la mujer, pero feminismo no es querer que la mujer sea superior al hombre, sino que ambos sean iguales. Un chico dijo que no, y las nuevas defensoras de la nueva ortodoxia saltaron a degüello: “eso no es feminismo, es hembrismo”; y el chico se calló. Se me ocurrió sugerir que el feminismo en abstracto no existía, y que en la realidad se daban varios feminismos distintos unos de otros; en algunos de ellos se había llegado a denigrar la figura del varón. “Eso no es feminismo: es androfobia”, dijo otra; y me callé. Y mientras ellas hablaban, mi mente, en silencio, estaba buscando qué era lo que fallaba. De repente lo encontré. Se habían inventado una terminología que cuadriculaba la realidad; y todas las impurezas que salpicaban la palabra “feminismo” las cercaban minuciosamente, las cazaban, las metían en una palabra nueva, la tiraban al basurero y así mantenían la palabra “feminismo” limpia y radiante; intangible, impoluta.
            Así se habían creado su propia escolástica. Con sus palabras, sus definiciones, sus axiomas y toda la parafernalia; a partir de ellos, que eran intangibles, creaban la doctrina que iban a calzar sobre la realidad, aunque fuese un zapato demasiado pequeño y la realidad tuviera unos pies grandes que sufrían dentro: no importaba; la realidad tenía que entrar en la ortodoxia, meterse dentro de esos dogmas y callarse cuando hablaban ellos. Y si alguien se siente incómodo con el exhibicionismo homosexual, ya es homófobo. Si alguien no quiere excitarse viendo chicas semidesnudas hasta el occipucio, es un violador en potencia. Y si una chica sueña y se desvive por ser madre, es que está totalmente alienada; tienes, sí, derecho a vivir tu maternidad, eso no te lo va a cuestionar el feminismo; pero sospechará de ti si la vives con demasiada vehemencia.
            Ahora bien, cuando uno se inventa un vocabulario tiene que procurar que el significado de las palabras  corresponda a la realidad que representan. ¿Existe el feminismo tal y como lo definen esas feministas? ¿Existe un hembrismo que no se solape en nada con algún tipo de feminismo? ¿El feminismo y la androfobia son realmente conjuntos disyuntos? Esas mismas feministas suelen llevarse bien con algunos revolucionarios que pregonan su fe en una educación… para el pueblo. Quieren una educación gratuita, y unos cuantos de quienes lo gritan en la calle la tienen ya y la desprecian, haciendo novillos. Quieren una educación de calidad, y la tienen delante quienes, sin escuchar al profesor, esconden el móvil debajo del pupitre para conocer los emparejamientos de la champions. Quieren una educación pública, sin advertir que a la enseñanza privada no van sólo las clases pudientes, sino también, de entre los humildes, aquellos que se avergüenzan de su humildad y quieren huir de ella. Y quieren, en fin, una educación feminista, sin darse cuenta de que no son lo mismo los derechos de la mujer que el partido político o el movimiento social que se atribuye el protagonismo en esa lucha; siempre he querido distinguir entre la fruta y el frutero, porque la patria que necesita salvación no debe confundirse con el salvapatrias. 


            Luego está eso de que quieren una educación “para el pueblo”. ¿Y qué es eso del pueblo? ¿Lo sabe alguien? ¿El pueblo que votó al frente popular es el mismo que el que votó a Hitler? ¿El que optó por Salvador Allende es el mismo que opta por Donald Trump? ¿O hay que decir que el que vota a la derecha no lo es? Supongamos que así sea: ¿cómo se comprende, entonces, que buena parte del electorado comunista de ayer haya acabado votando hoy en Francia por el frente nacional? ¿Es que han pasado de ser pueblo a no serlo? ¿Qué quiere decir, en boca de los nacionalistas catalanes, que el deseo de independencia es un clamor del pueblo? El pueblo es una abstracción. De lo que en realidad queremos hablar es de la gente. Cuando la gente hace lo que queremos le ponemos, como una corona, la palabra “pueblo” y la convertimos en rey, en soberano: porque nos viene bien la soberanía popular. Pero cuando hace lo que no queremos, entonces le quitamos la corona y la degradamos de gente a chusma; a vulgo, a canalla, a populacho. En una vieja canción francesa la gente se enorgullecía de ser de la canalla cuando sus opresores la trataban así peyorativamente; y lo hacían invirtiendo los valores.
            Una educación para el pueblo. ¿Eso qué es? Supongo que lo que están pidiendo es una educación para todos, pero ésa la tenemos ya. A menos que quieran pedir una educación con los dogmas del partido del pueblo, en cuyo caso confundiremos al frutero con la fruta. Sin olvidar que las huelgas de estudiantes sirven para que los alumnos no tengan clase y puedan ir a la manifestación; en la realidad tenemos bastantes alumnos en huelga y muy pocos manifestándose: ¿cómo se come eso? Los abanderados del pueblo tendrán que tener en cuenta esa realidad, y no las fabulaciones de la propaganda, si quieren evitar que la gente identifique huelga de estudiantes con vacaciones anticipadas.
            Un día me pusieron un cortometraje para que lo viera. Me querían enseñar, sin duda, cosas que yo desconocía sobre la mujer: y supe que no la dejaban salir de casa, que se tenía que callar cuando hablaban los hombres, que si se vestía con elegancia era una provocadora, que no podía ir más que con su novio, que no podía hablar con nadie (y menos con un chico), porque en seguida la acosaba, la controlaba, la maltrataba con sus celos. Acabó el corto: cinco minutos apenas; y se quedaron todas calladas para ver cómo reaccionaba yo; cómo me habían apabullado con sus verdades. Yo no dije nada. Al cabo de un rato se atrevió una de aquellas chicas a preguntar: ¿qué te  parece? Yo no quise ofender, pero tuve que decir lo que pensaba. Que de qué país estaban hablando. Y de qué época. Parece que hablaban de España. Entonces tuve que decir que sería de la España de hace cuarenta años, pero desde luego no la de ahora. Que yo sepa, hoy no prohíben a las chicas que salgan de casa; no las mandan callar cuando habla un hombre; y ya no visten con elegancia, sino con descaro, subiéndose el pantalón o la falda hasta la mismísima ingle, recortándolo por detrás hasta enseñar las nalgas, dejando el vientre al aire y mostrando los rincones más ocultos de los pechos en escotes imposibles. La España que ellas pintaban, desde luego, no es la del siglo XXI: es la del siglo XX. Eso sí, hay control, acoso, celos y violencia de género: pero eso, claro, supongo que no me lo querrían enseñar, porque no creo que me creyeran tan tonto que no lo supiera. 


            Si mostráis esos cortos parecerá que en vez de reportajes hacéis propaganda. Con el tono listillo de la mujer que está inventando la pólvora. Si queréis convencer a los hombres tendréis que hablarles de otro modo, no enfrentaros a ellos. “Pues sí”, me dijeron; “las cosas siguen siendo así”. Me eché las manos a la cabeza. “Llevo treinta años en la educación”, les dije. “He enseñado a vuestros padres, a vuestras  madres, les he hablado de la igualdad de derechos, de los derechos del consumidor, de la educación sexual, de la educación para la paz. ¿Y me decís ahora que vuestras madres os enseñan  ahora las mismas cosas que les enseñaron a ellas vuestras abuelas? No me lo creo. Pero si eso fuera verdad, entonces habrían fallado treinta años de educación”. Se quedaron mudas.
            No habéis hablado del machismo en el lenguaje. En filosofía hablábamos del lugar del hombre en el mundo, hasta que descubrí que ese masculino singular que se empleaba para los dos géneros en realidad estaba escondiendo a la mujer, la estaba escamoteando; nunca antes se me había ocurrido pensarlo, pero desde que me lo hicieron ver no he vuelto a hablar de esa manera; no creo que me hayáis oído hablar en clase de los hombres, sino de las personas: si acaso del ser humano. También les recordé cómo humillamos a las mujeres con el lenguaje: si una película nos gusta decimos que está “de cojones”, pero si nos aburre decimos que es un coñazo. Les dije que, para mí, el verdadero combate por la mujer es la paridad en la toma de decisiones, la igualdad de salarios, no esos absurdos prejuicios decimonónicos. Les conté que la liberación de la mujer cuando yo era joven pasó por el cambio de la falda al pantalón, porque la falda era incómoda para trabajar en las fábricas; por cortarse las tupidas cabelleras de la feminidad y dejarse crecer el pelo “à lo garçon”, porque trabajar con el pelo corto es la mejor garantía de que no nos lo vamos a enredar en las máquinas. Les conté que las mujeres de mi época empezaron a sacarse el carnet de conducir, luchando contra la presión social (“ya sabes, una mujer al volante, peligro en la carretera”): eran otros tiempos.
            Les hablé, también, de cuando mis alumnas querían ser enfermeras, hace más de veinte años, y yo les decía: “¿y por qué no médicas?” Hoy hay tantas médicas como médicos y en los hospitales hay enfermeras y enfermeros. En los supermercados no sólo hay cajeras, también hay cajeros. Y si antes las mujeres casi sólo podían ser maestras (las llamaban “señoritas”), hoy también son juezas, alcaldesas, diputadas, ministras; y si todavía no hemos tenido presidentas de gobierno, nada impide que las podamos tener. Las universidades están llenas de mujeres, y que nadie me diga que estudiar es un privilegio masculino; lo fue en tiempos de Madame Curie, de Mary Hanning: ya no.
            Entonces una mujer me dijo que por qué no aparecen las mujeres en la historia de la cultura. Le di una respuesta obvia: porque habían sido sistemáticamente silenciadas y reprimidas; las pocas que se habían impuesto lo habían hecho con nombre masculino: Fernán Caballero era Cecilia Bohl de Faber; George Sand era Aurora Dupin; conocíamos a Madame de Sévigné. Poco a poco hemos oído hablar de Clara Campoamor, Emilia Pardo Bazán, Federica Montseny, Dolores Ibárruri, Rosalía de Castro, Anfonsina Storni, María Zambrano… Pocas, muy pocas. Pero no descubriremos la pólvora si nos limitamos a quejarnos de que la mujer fuera silenciada en el pasado; lo que tenemos que hacer es seguir trabajando para que hable con voz propia en la actualidad, y en ese terreno se han hecho progresos notables; pero mal servicio le hacemos a la mujer si nos empeñamos en defenderla con cuatro clichés anacrónicos; denunciando situaciones que se dieron una vez, pero ya no se dan. ¿Quién puede negar que se han hecho unos avances legislativos formidables? Lo que pasa es que la sociedad avanza mucho menos que los políticos. Las leyes van mucho más rápido que las costumbres. Y los mismos que defienden a la mujer ahora quieren cargarse a los políticos. No deja de ser irónico. 


            Las chicas de mi época siempre tenían que juntar las piernas, y eso era más incómodo que abrirlas como hacían los chicos: pero cuando se generalizó el pantalón desapareció el problema. ¿Alguien en su sano juicio podría reivindicar que las chicas  abrieran las piernas usando falda? Si alguien contesta que sí, es que no tiene sentido común, no ya decoro. Pero hoy, cuando voy por la calle, oigo continuamente decir a las jovencitas: “¡esto es la polla!” Un lenguaje machista que, hoy por hoy, viene a ser transmitido en parte por las propias mujeres. Como antaño eran las amas de casa un potente vector de machismo. ¡Que no se te ocurriera estar en la cocina, lavar un plato, freír un huevo! Eso era coto privado de ellas. Eso sí, siempre se estaban quejando de lo mucho que trabajaban mientras los hombres estaban en el bar con los amigotes. La mujer ha venido a sufrir, y con eso se tenían ganada la mitad del cielo. La otra cara del machismo la ponían los hombres, con las órdenes, las palizas, el menosprecio; los hombres tenían descanso dominical en el trabajo (las mujeres no); tenían vacaciones pagadas (la mujer trabajaba de criada cuando los otros estaban de vacaciones); los hombres se jubilaban y cobraran la pensión, pero ¿cuándo se jubilaban las mujeres? Cuando el cuerpo ya no les daba de sí. Cuando la vejez se transformaba en senilidad.
            Todas esas cosas han cambiado. Y mucho. Siguen quedando rémoras, claro que sí. Todavía hay cosas que cambiar, por supuesto. La violencia de género es una lacra y hay que seguir luchando contra ella, ¿alguien lo duda? Pero ¿cómo? ¿Alguien tiene una idea de cómo se podría erradicar de las costumbres? El objetivo está claro, pero no hemos encontrado el método. Construir una escolástica feminista plagada de dogmas que le dan la espalda a la realidad no es el camino. Hay que empezar a reconocer que ya no estamos en las cavernas. Hace cuarenta años, un grupo musical se hizo famoso cantando que debían estar los chicos con las chicas; porque hasta entonces todavía se veían a escondidas, y en las clases aún estaban separados por sexos; y si ya entonces se decía que “la edad de piedra ya pasó”, ¿vamos a pretender ahora que todavía vivimos en la edad de piedra? ¿Ignorando los incontables progresos que se han hecho en materia de derechos de la mujer? Claro que todavía faltan cosas por hacer, nadie niega que tengamos que seguir avanzando. Pero no podemos ponerlo todo patas arriba como si los jóvenes estuvieran descubriendo la pólvora mientras que los que un día fuimos jóvenes resulta que ahora somos unos pardillos.
            Aquel día, en clase, tomó la palabra una chica inteligente y buena. Y se quejaba. “Nuestros padres”, decía, “nos dicen que no volvamos solas a casa, y a los chicos no”. Lo que no sabía es que hace cuarenta años ni siquiera las dejaban salir con los chicos; ni siquiera para volver a casa. Yo me esforzaba en mostrarle lo obvio, lo que no puede ver una mente que ha sido cegada por la propaganda: que a las chicas las pueden violar de noche y a los chicos, que yo sepa, no; y que es una preocupación lógica que tienen los padres y que también deberían tener ellas; reconocerles a las chicas los mismos derechos que a los chicos no es incompatible con reconocer también que, de hecho, los peligros que acechan a las chicas no son los mismos que los que acechan a los chicos. Si yo fuera chica, seguramente, agradecería que, en situación de incertidumbre, me acompañaran mis amigos a casa. Yo no lo vería como un agravio, sino como un buen gesto. Agravio es que todavía haya gente que piense en abusar de una chica cuando es de noche y nadie ve nada, y eso es lo que hay que combatir; no que los chicos acompañen a las chicas para defenderlas. Repito, yo no lo vería como un agravio, sino como una señal de amistad. De todas formas en España hay muchos sitios donde las mujeres pueden volver de noche solas a casa, y Segovia es uno de ellos. Pero eso no impide que a veces tengamos que tomar precauciones. 


            Se me ocurrió pensar un día (cosas que tiene uno) que el feminismo había ganado la guerra. Digo la guerra, no la lucha (se puede luchar con ideas, pero la guerra se gana con las balas). Al fin y al cabo, ellas mismas han escrito con letras grandes debajo de los puentes: “mujeres en guerra”. En el pueblo empezó a entrar gente armada, y entonces cambiaron las cosas. Llegaron a casa de mi vecina: la encontraron cuidando a su hermanita (sus padres habían salido) y le preguntaron si tenía hermanos; como ella dijera que sí, lo esperaron allí mismo; y cuando volvió su hermano lo sacaron a la plaza, le dieron unos latigazos y lo expusieron al escarnio público. “A partir de ahora no se obligará a las chicas  cuidar de nadie; ni a hacer la comida, ni a cuidar la casa; no tendrán que coser, pero podrán leer y estudiar, y se prohibirán los piropos, y en la fábrica se las tratará igual que a los hombres”. Mi vecina se llamaba Alicia. Les quiso decir que en el pueblo había habido abusos, pero en casa nadie abusaba de nadie. En la fábrica agradecía que no la obligaran a cargar los palets pesados que cargaban los hombres. Les contó que su madre hacía la comida y se ocupaba de la casa porque ahora estaba en paro, pero cuando había sido al revés era su padre el que se había encargado de la casa y la comida; de todas formas, cuando estaban los dos en casa colaboraban el uno con el otro, y en vacaciones todos hacían de todo, no solamente su madre.
            Les dijo, también, que los hombres las miraban por la calle, las perseguían y acosaban, mirándoles las tetas y el culo, sacándoles la lengua con ojos lascivos y diciéndoles barbaridades y groserías. Pero que a ella le gustaban los piropos si se los decía su novio, no si se los soltaban por la calle sin ton ni son. Un piropo delicado en el momento adecuado para nada se podía confundir con las vulgaridades barriobajeras; le agradaban, la animaban, esos elogios la hacían sentirse guapa, inteligente, interesante y hasta más fuerte y segura; y la mayoría de los chicos, cuando veían en su mirada que no estaba por la labor, se callaban y pasaban de largo, o la saludaban con simpatía, pero nunca la habían dejado de respetar.
            Les contó también que muchas veces su hermano había cuidado de su hermanita. Pero hoy, hoy precisamente hoy, ella se sentía mal y él se había ofrecido a traerle unas compresas. Y que por la noche, cada vez que vuelve a casa, les pide a sus amigos que la acompañen porque se aburre si no tiene con quien hablar; y nunca se le ocurriría ofenderse ni sentirse disminuida. Y que le gusta la lectura pero también le encanta coser, ¿por qué le van a impedir que cosa? ¿Por qué? Bien está que castiguen a quienes obligan a las mujeres a hacer unas tareas mientras les prohíben otras, pero no veo por qué me van a quitar de coser si a mí me gusta. Ya sé que a muchas mujeres las obligan, pero a mí no; yo no vivo atrapada en mi casa.  


            Volví a la realidad. Mis ojos todavía estaban ausentes, y yo, absorto en mis ensimismamientos, todavía imaginaba utopías. Un mundo ideal donde la gente vive sin esquemas ni estereotipos, sin ideas preconcebidas, sin prejuicios que les cuadriculen la mente. Sin el condicionamiento que obligaba a las chicas a hacer labores de chicas y a los chicos labores de chicos. Sin imposiciones. Sin insultos. Sin desprecios. Mi mente había recreado un mundo en el que la mujer no era propiedad del hombre, y en el que amar, ante todo, significaba respeto. Un mundo en el que las chicas no necesitaban que las acompañaran, y no se dejaban engañar, no les daban a los chicos sus claves de internet, no se fotografiaban ligeras de ropa en las redes sociales y sabían siempre hablar, porque tenían tanta cultura como los chicos. Un mundo donde los chicos no se sentían inferiores por tener menos músculo en el cuerpo que conocimiento en la cabeza; donde no estuviera mal visto que los hombres llorasen, ni que las mujeres mandasen, y donde el destino de la gente estuviera escrito en su talento y no en su sexo. Un mundo donde un chico no se encontrara en la biblioteca con una chica medio en cueros que lo desconcentrara de los libros; y donde las chicas comprendieran que no provocar con la ropa no significara ser reprimidas en su cuerpo. Un mundo donde no se acusara a nadie de homófobo por pedirles a los homosexuales que sean discretos, igual que les pedimos que sean discretos a los heterosexuales; que la delicadeza de la discreción nada tiene que ver con la obligación de ocultarse. Un mundo donde no se obligara a nadie a vivir según los estereotipos de su sexo. Y donde los hombres no se sintieran perdedores porque las mujeres fueran ganadoras, donde nadie la emprendiera a palos con nadie por hacer bien las cosas, porque el hombre no tendría que hacerlas mal (si le hubieran enseñado que ser aplicado y respetuoso no tiene nada que ver con no sentirse hombre y masculino). Un mundo donde nadie tuviera que llorar como mujer lo que no hubiera sabido defender como hombre, porque ni el destino de la mujer es llorar ni el del hombre defenderse. Un mundo, en fin, donde todos fuéramos iguales en derechos por muy distintos que fuéramos en nuestros gustos, en nuestro cuerpo, y en nuestros sentimientos. Y donde el cuerpo de la mujer no fuera un objeto ni erótico ni reivindicativo, pues tan vulgar y degradante es mostrar los pechos en una fiesta de machos salidos como en una manifestación en defensa del feminismo. El cuerpo no es nuestra propiedad, no es un objeto con el que tenemos derecho a hacer lo que queramos, y al que no le guste, que se aguante; el cuerpo es una parte importante del alma; el cuerpo nos identifica.
            Yo sólo soy un profesor empeñado en enseñar a la gente a ser buena. Antaño fui maestro de los niños: hoy enseño a los jóvenes, a los adultos. Mi única pasión es aprender; y he aprendido muchas cosas de mis alumnos. Pero ahora algunos de ellos, cuando apenas han abierto los ojos, han empezado a ver mundo; y creen saberlo todo cuando casi no han empezado a viajar. Estoy triste. Necesito el diálogo y la palabra como el agua de mayo, pero ellos no quieren dialogar; hablan, pero no escuchan; y el placer que he tenido aprendiendo con ellos se desvanece cuando ellos se empeñan en enseñarme lo que no saben: porque a mí me interesan sus ideas, no sus prejuicios; su mente, no la mente que los coloniza; lo que piensan ellos, no lo que piensa la sociedad; lo que sale de su cabeza, no lo que meten en ella; me apasiona su mundo, no el teatro donde representan su farsa; aprendo, y no me canso de aprender, pero no me interesan para nada sus disfraces; me engañan; me hacen perder el tiempo; y me aburren.
            Y en esta noche oscura donde casi no se puede ver, te encuentro a ti; miro tus ojos limpios, transparentes y nítidos; veo en tu frente inmaculada latir el corazón que vibra; siento el temblor del ser en tus manos que tiemblan sobre las mías: y entonces se esfuma la nada; veo brotar la luz, otra vez, como en un fundido encadenado; vuelvo a creer en la humanidad, después de haber dudado del mundo; me reconcilio con la vida, porque tú me escuchas; revivo gracias a ti, Ingrid; y entonces respiro.




2 comentarios:

  1. Sobre todo crítico. La crítica es el bisturí que abre los corsés del culto para liberar a la cultura y, como el espejo en que nos miramos, poder ver la realidad, no nuestros prejuicios. Me halagan tus elogios y los tomaré como una incitación a seguir, procurando no ceder a la vanidad, que siempre nos acecha; sobre todo viniendo de ti, que tienes, en la observación y en la lógica, un bisturí afilado y lúcido.

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