EL POSO DE LOS DÍAS
Su mirada, serena, estaba abandonada
en el suelo. Su cara era pálida; sus cabellos invernales escaseaban ya, en un
bosque donde la vegetación se retiraba. Eran sus ojos fijos los que miraban,
melancólicamente, al pasado. La buena mujer estaba al filo de sus ochenta años,
y su memoria, despertada por los azares caprichosos, se disponía lánguidamente
a remontar el vuelo.
Su hijo estaba sentado junto a ella.
En el sillón del declive, su cara sonrosada y juvenil se escondía tras una
barba espesa y negra; y aquella barba poblada, con los densos mechones blancos
que la salpicaban, en otoño anunciaban la melancólica escarcha que habría de
helarle el corazón. El paso del tiempo se hacía pesado y duro. Los tiempos de
siega vendrían, cuando el campo, con el vientre preñado de grano nutricio, ya
no despertara sino al filo inexorable de la guadaña.
El cielo se llenaba de estrellas
tristes. Melancólicos humos flotaban con la presencia de los tiempos
preteridos, exhalando columnas blancas en las cálidas chimeneas del recuerdo.
Las volutas en el fuego revoloteaban, juguetonas, bajo la cáscara ruda del
perol, espesada con las costras del metal y de las brasas y la leña y las
cenizas; como las conchas adheridas, tal un lastre del tiempo, en el duro
cascarón de los navíos. Las cenizas petrificadas en el perol, como paisaje
lunar sobre lava de volcanes, eran
cenizas acumuladas bajo los ropajes del tiempo. Dentro del perol, cual cálida
sopa para el espíritu frío, pugnaban por salir a borbotones toneladas y toneladas
de recuerdos; los recuerdos que se habrían solidificado y que ahora, llamados
por la dulce llama del espíritu, se habían vuelto ondas de agua que habían
dejado de pesar.
Sus ojos se miraron en aquellas
ondas. Atraídas mágicamente por un imán misterioso, sus cálidas pupilas volaban
como atunes remontando la corriente. El tiempo era ligero. El tiempo ya no
pesaba. Hundiéndose en las entrañas de las ondas, penetró al otro lado del
espejo recobrando una época donde todo era dulce, por muy amargo que todo
hubiera sido. Una épica en que los años no pesaban; como ahora pesan, empujando
la espalda hacia el suelo, como si buscaran el abrazo de la tierra.
Era una casa humilde. Sus paredes
miraban mansamente hacia la iglesia. El corral, pedregoso y tosco, se extendía
por los lugares que luego se llenaron de casas, invadiendo los corrales,
tapando la luz, cegando el suelo donde jugaban los niños y ahogando el aire.
Era un corral donde vivía la gente pobre como se podía vivir, comiendo como se
podía comer, a veces pasando hambre; a veces viento.
Tenía unas alcobas sin puerta con
unas camas sin dormitorio, y daban a un comedor sin comida. Eran unas alcobas
tapadas con cortinas, y él las recordaba todavía, cuando era pequeño, en un no
sé qué que estremece el cuerpo; suspendido en el limbo, flotando; en una
nebulosa de recuerdos que no se recuerdan. Su madre, con los ojos abiertos bajo
las cejas levantadas, veía en el perol del tiempo las claras imágenes de su
remota infancia. Sus padres, todavía en aroma y frescor de juventud; la frente
de su madre con el alma seca. Sus hermanas. Recordaba que su pobre hermano,
cuando aún contaba unos pocos meses, enfermó y se murió de meningitis. Su padre
preparaba la pobre caja, el triste ataúd, y durante unos días las llevó a casa
de unos tíos mientras duraba el entierro. Recordaba a sus primos, traviesos,
riéndose de ellas. Recordaba con todo dolor cómo se reían de ellas por lo
pobres que eran. Y cómo –despiadadas maldades en el corazón de los niños- les
escupían en el plato donde iban a comer; y ellas se aguantaban; se aguantaban
con el cuerpo sembrado de hambre, tragándose la vergüenza y el orgullo y
aguantándose el hambre que también las sembraba de ira; haciendo crecer en sus
corazones el duro resentimiento que las iba a apretar con sus grilletes durante
toda la vida.
Luego vino su abuelo. Un viejo de
aquellos tiempos, viejo de trabajar tanto, viejo prematuro, viejo de vestirse
de viejo; y todavía trabajaba en sus postreros días, para ganarse unas
perrillas, cortando paja. Se sentaba al borde del comedor junto a los tres
peldaños que subían al corral, con su hoz curvada. Le llevaban los haces de
paja y él las cortaba, en trocitos pequeños, en las tardes largas que no
terminaban nunca. Y el comedor se llenaba de briznas que se metían por todas
partes. Las barrían, las recogían, las cambiaban, y nunca terminaban de
marcharse. Las lentas tardes en que hablaba el estío. Con su silencio.
Recordaba que un día vino el dueño
de la casa con un racimo de uvas. Eran uvas pequeñas, picoteadas por los
pájaros, la mayoría negras. “Toma, para que se las coman las niñas”, les dijo;
y las pobres niñas (y él no lo sabía) se habían hartado aquella misma tarde de
comer uvas, cogiéndolas de la pared; de una pared sobre la que caían los
racimos y las ramas y sarmientos que daban al corral. ¡Pobrecitas! Una vez al
año, porque la naturaleza lo quería, tenían la comida al alcance de la mano.
Aquel año estalló la guerra y se
llevaron al tío Loreto. Su tía Pepa se vino con ellos mientras estaba él en la
cárcel, y fueron largos años de compartir miserias y descubrir maldades. ¡Cuántas veces se
quedaron sin desayunar! En la cocina, detrás de la puerta, había un arcón donde
guardaban el pan. Todos los hermanos lo tenían racionado y por las noches,
antes de dormir, engañaban al estómago y dejaban la mitad para comérselo al día
siguiente. Y cuando se habían ido a dormir, la tía Pepa se encerraba sola en la
cocina y se ponía a comer a escondidas. ¡Quién sabe lo que comería en aquellas
soledades! Sólo sabían que por las mañanas, con el estómago maltrecho de un
pajarito, aquellas criaturas no tenían pan que comer. Cada una tenía su lata de
sardinas, que le compraba su madre, y a la hora de la comida no había latilla
porque alguien se la había comido... y todas las miradas señalaban hacia la tía
Pepa.
El barrio de San Millán era un
dédalo de calles tortuosas y estrechas. Eran calles ínfimas por donde pasaban
las bicicletas. La iglesia, con su figura imponente, le daba al barrio un
aspecto solemne. La calle Fernández Ladreda no era entonces lo que se dice una
calle, era una cañada; por debajo del acueducto pasaban las ovejas, que iban
calle abajo a doblar por el camino nuevo, por los jardinillos de San Roque, y
seguían por el cuartel de la guardia civil en dirección a la era; después
seguían de frente y, dejando baterías a la derecha, se internaban en los
caminos que llevaban a la sierra. Años más tarde pondrían allí mismo, en aquel
cruce de caminos, un monumento al pastor. Un pastor cubierto con una manta y
dos gruesos mastines, con unos pies enormes como poderosos imanes que los
fijaban a la tierra. La estatua de los pastores que durante tantos años fueron
haciendo la trashumancia, buscando tierras lejanas, en el frío invierno,
caminando para Extremadura.
Algunos años más tarde, siendo ya
jóvenes, iban a Santa Columba. Era una cafetería grande bajo la gran explanada
donde antaño hubo una iglesia, en el azoguejo. Bajo la silueta protectora del
acueducto, mesas y mesas, en una superficie grande que ocupaba toda la fachada
(hoy es la oficina de turismo), iban los jóvenes de una generación perdida. Su
madre, con sus hermanas, iba los domingos a tomar café, o chocolate, y a pasar
la tarde. Iban pronto para encontrar sitio cerca de las animadoras. Las
animadoras, cubiertas de largos vestidos, amenizaban la tarde cantando; y
cantaban canciones que no hacían ruido, con micrófonos que no chillaban, en las
tardes tranquilas de verano mecidas por los claroscuros de las hojas, antes de
que la música se llenara de ruido. Y eran unos días maravillosos en la mente de
la chica. Hoy, bajo su cara pálida y su pelo de vieja, soplaba el viento de la
sierra y las nieves se helaban antaño sin que en su corazón anidaran los fríos.
Hoy hace frío en su corazón. Cubierto de invierno, con la mirada triste y la
cara pálida, en las manos secas los sarmientos de los dedos se van llenando de
reuma; el tiempo inexorable dice, con la vida breve de las fuerzas declinantes,
que el verano que renace sólo trae viento; un viento que se esfuma llenando las
nubes de recuerdos. Por el silencio del verano ya nunca volvería el sol.
Hermosa narración, el desenlace estalla en un lirismo melancólico que me crispa en recuerdos y nostalgias serenos.
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