EDUCAR ES VIVIR
La vida
es niebla. Humo granulado que se deposita sobre las cosas, aleja lo cercano,
las sustrae a nuestra mirada. En ese mar de niebla que son las cosas muchas
veces no vale encender la luz; cuanto más alumbramos, menos vemos. La niebla es
un lugar oscuro donde hay que entornar los ojos para ver mejor. El grano del
aire, unas veces espeso, otras más claro, deja ver mucho o deja ver poco, y en
ocasiones no deja ver nada, pero nunca ocurre que nos lo deje ver todo; porque
todo lo que vemos es siempre parte de lo que miramos. Siempre hay un velo entre
el ojo y el mundo. Siempre hay interpuestas diminutas gotas de agua; unas gotas
que, reflejando el mundo en sus espejos, reflejan entre ellas las innúmeras
imágenes y acaban enfundándolas en un barro oscuro; un barro opaco hecho de
demasiadas transparencias; demasiadas imágenes que, entorpeciéndose unas a
otras, acaban por desaparecer.
El aire
de los mil reflejos es un laberinto que deforma la realidad cuando la miramos.
Y acaso la realidad esté hecha de gotas que se estorban, de granos que la
ensucian, como el manto aéreo donde la tenemos que ver. Si la realidad es
evanescente, no sé. Pero sí sé que el aire en que flotamos es para los ojos una
eterna evanescencia.
Enseñar.
Convivir a través de la niebla es penetrar en los granos, en un afán por querer
ver. Las gentes son misterio porque no las
vemos. Los impresos son tinieblas que lo ocultan todo con sus datos. Los
cuestionarios son filtros que no dejan pasar las principales cosas que buscamos.
Las palabras, en el recreo; los gestos, las distancias, las miradas, son
múltiples caminos que llevan a los misteriosos secretos del ser. ¿Quién eres
tú, quién soy yo? ¿Por qué sentimos otras cosas si en el fondo somos iguales?
¿Qué es
un alumno? Una niebla de la que sólo tenemos vaga presencia. Un presentimiento
que a veces no sabemos medir. Enseñar es transportar cosas, y el problema es
que el alumno las entienda; entonces debe leer en nuestra niebla e intentar
descifrar sus claves. Saber enseñar es penetrar en su bruma y conocer la
estructura de sus granos. Cada alumno tiene en su mente una niebla distinta,
cada uno aprende de una manera, y cada escuela tiene una bruma que crece entre
el profesor y sus alumnos. Y cada profesor, como es frágil, tiene en su mente
sus pequeñas brumas pero no sabe en cada momento con cuál les tiene que
enseñar. Nuestra mente tiene un espejo y una mano. En el espejo se refleja el
mundo con sus nieblas. Con las neblinas que el profesor le ha puesto, y con las
que enturbian el propio espejo de nuestra mente cuando aprendemos. Y con la
mano cambiamos el mundo, impulsados por lo que hemos aprendido de él. Así,
sabremos cómo es el mundo y sabremos también cómo cambiarlo.
Pero
educar es otra cosa. Educar es conformar con ese espejo y esa mano el pozo de
sentimiento que hay dormido en nosotros. No es enseñar ni es instruir. No es
aprender cosas. No es aprender a hacerlas. Es aprender a ser desde las nieblas
precisas en donde se está. Hay quien dice que la educación es tarea exclusiva
de los padres, y que no se debe pedir que los maestros eduquen, porque los
maestros sólo sirven para enseñar. Los maestros son enciclopedias enriquecidas
con las muchas cosas que saben. Los padres no saben nada. Los que saben,
enseñan; los ignorantes, educan. Y así gira el mundo con los planetas navegando
en torno al sol, cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa, por los
siglos de los siglos: amén.
Por
desgracia para tan idílico sistema, el mundo no es transparente. El mundo es
niebla. No existen los perfiles diáfanamente delimitados, como los maestros
enseñando y los padres volcados en la tarea de educar. Si enseñar y aprender es
atravesar la niebla que nos separa, la propia vida no es más que un continuado
aprender y enseñar. Si no hubiese niebla, el maestro soltaría su saber y el
discípulo se limitaría a recibirlo; y no habría nada más que hacer. Pero entre
los dos hay una niebla que dificulta el entendimiento. Un obstáculo que
entorpece la comunicación. Conectar, atravesar ese obstáculo, es tarea previa a
la de enseñar. Es ponerse en lugar del otro para comprender por qué no entiende
lo que le explican. Es meterte en sus sentimientos para sentir sus
frustraciones, vivir sus miserias, entender, en suma, las cosas que pasan por
su cabeza cuando aprender le cuesta tanto. Es ver cuándo hay que tener
paciencia y cuándo tenemos que meter prisa, cuándo hay que dar tiempo para que
el árbol madure y cuánto tenemos que forzarlo porque ya ha empezado a madurar.
Regarlo primorosamente y darle nuestro cariño. Cuidarlo y mimarlo para que se
sienta fuerte. Retarlo y disciplinarlo para desarrollar su fuerza, darle
plenitud, solazarse en toda su expansión; castigando cuando no persevera la
semilla que ha brotado, pero mimándola cuando duerme y todavía tiene que
brotar. Se puede pedir fortaleza cuando hay fuerza desarrollada, pero exigirlo
cuando aún es débil sería aplastarla en su proceso; abortar el huevo;
estrangular y ahogar.
Eso es
educar. El maestro que enseña, educa. Con su sola presencia. Mal que le pese.
Porque si no educara se podría sustituir al maestro por un robot: y eso no es
posible. Enseñar es comunicar pensamientos. Abrir caminos para transitarlos
juntos. Avanzar entre el follaje. Abrirse paso entre la niebla. Enseñar es
comunicar, y en esa comunión simpatizar de veras, reconocerse como amigos,
soltar el lastre y abrir el corazón. Unos lo harán de forma científica porque
sabrán pedagogía. Otros, que no la hayan estudiado, se informarán como puedan a
salto de mata. Y otros ni siquiera se informarán. Pero todos, con nuestra sola
presencia, estaremos educando. Porque educar es existir. Flotamos en un mundo
de luces y de sombras, en una niebla donde hay que adivinar las cosas, porque
no se pueden ver. Quien sea capaz de sentir amor, que eduque: no hace falta ser
maestro; ni padre ni madre ni tío: basta con ser amigo; con querer a los
amigos; con querer enriquecerse enriqueciendo a los demás. O seremos unos
desalmados. Hasta las autoridades habrán de sentir cariño si de verdad quieren
mandar. Padres hay que no saben educar a los hijos, los educarán con sólo
quererlos. Así, la educación se vuelve sencilla para el simple, aunque se
complique para quien hace profesión de educar. Basta, para ello, con una sola
mirada. Basta con un intento. Basta con sentir las leyes sagradas del amor.
Flotamos
en un mundo de luces y sombras. La barca nos lleva entre la niebla, surcamos
los mares del destino, calamos en las playas de la idea, nadando entre
corazones, llevando, entre tinieblas, la llamarada de amor que también nos
lleva. Abrimos todas las puertas y desgarramos todos los velos. Buscamos la
vida entre la muerte y llegamos, a la postre, a nuestro puerto. El puerto que
nos estaba esperando en el horizonte, divisándonos entre la niebla. Nos veía
porque nos sentía, desde las vibraciones ufanas del corazón.
Educar,
en sordina, es amar a la gente.
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