sábado, 31 de diciembre de 2016

Día de Reyes



 
DÍA DE REYES

 

La fuerza de la vida no son los músculos: es el amor. El amor es el músculo del alma y los brazos, si no tienen alma, no tienen fuerza. El alma de los brazos no es la fuerza del brazo sino la de todo el cuerpo; fuerza, ímpetu, energía que mana del ánimo, fortaleza; alegría que brota de la fuente de la vida, del sentimiento. Dos personas pueden ser fuertes sin ser iguales porque una tiene fuerza y la otra fortaleza. La fuerza, cuando viene sola, es bruta, inerte, sorda y ciega; pero si viene de dentro es una fuerza sensible, enérgica, que siente y escucha porque te mira: esa fuerza es la que corrió ayer por las venas de una familia de verdad.
 Ignacio oyó ruido de pasos sordos, calzados en zapatillas; ruido de pijama silencioso que susurra en el silencio matinal. Alicia dormía. Se levantó a orinar y miró en la habitación de Fernando. Sus sueños lo arrullaban plácidamente con sus párpados cerrados, dulcemente acostados, abrazados a los ojos, tiernos e infantiles. Íñigo dormía también: Alicia soñaba.
Ignacio volvió a la cama y se arrulló perezosamente entre las sábanas. Nada turbaba el silencio de la aurora. Los chicos dormían. Alicia soñaba.
No sé cómo fue cuando se despertaron todos. ¿Cómo fue? ¿Cómo empezó? Ignacio sólo oía las risas de los chicos. Se levantó, caminó hasta el fondo del pasillo y vio a Fernando, metido en la cama de Íñigo, estremeciéndose mientras soltaba carcajadas.
-¡Mira, papá! –dijo Íñigo sin poder contener la risa-. Mira lo que hago, y cómo se ríe mi hermanito.
Íñigo, metiendo la palma de la mano en la axila, bajaba el brazo produciendo ruidos de pedos que despertaban las carcajadas de Fernando. Ignacio, que lo había aprendido a hacer de pequeño, arrancó de sus axilas tal variedad de ventosidades (roncas y agudas, largas y cortas, bruscas y aflautadas), que Fernando se retorcía bajo la risa. También metió Íñigo su brazo debajo de la camiseta; y el puño cerrado, golpeando con la ropa como si se le saliera del pecho, producía hiperbólicos latidos en su corazón.
-¡Mira, Fernando, mira cómo me late el corazón!
Y la risa del niño palpitaba, estallaba, se retorcía.
Sin saber cómo se encontraron los cuatro juntos en el comedor. Íñigo había abierto su paquete, descubriendo todos los pantalones que se había comprado la tarde anterior con Alicia.
-¡Oh, qué sorpresa! –dijo con ironía-. ¡Qué sorpresa!- enfatizó, simulando no saber nada.
Fernando abrió su paquetito porque de entre los paquetes sobresalía una caja de plástico que contenía un disco.
-¡Mi videojuego! ¡Justo el que yo quería! –dijo, simulando también sorpresa; porque aquella misma tarde lo había ido a comprar con Íñigo y con su madre.
Ignacio lo fotografiaba todo. La cámara colgaba de su cuello para no caerse, y él disparaba y miraba las fotos por la pequeña pantalla: unas salían quemadas por la luz, otras disueltas en la oscuridad; decidió, pues, quitar el modo automático y abrir el diafragma jugando con la velocidad, hasta que encontró la exposición idónea marcada por el fotómetro. Aun así tuvo que borrar fotos falladas hasta dar con las pocas que podían salvarse: y las salvó. 

 

Alicia estaba sentada, con el brazo estirado y una pecera en la mano que, como Hamlet, parecía decir: “ser o no ser; he ahí el dilema”. Ignacio la guardó porque, a pesar de las ojeras de la cama, Alicia tenía, mirando desde sus legañas, tanta concentración en la mirada que sus ojos irradiaban fuerza, convicción, vitalidad en el asombro.
Seis años atrás Fernando le había roto su pecera. Era una pecera redonda, de esas pequeñitas en cuyas aguas Íñigo había metido los dos peces que le había comprado Alicia: uno rojo y otro negro; él los había llamado Cleo y Fígaro, como el perro y el gato de Pinocho. Un día vino Ralf y les echó polvo de chocolate y entonces se murieron. Entonces Alicia vació el agua y llenó de conchas la pecera. Eran conchas grandes y pequeñas que habían recogido en la playa. Eso pasó cuando Fernando todavía no había nacido. Pero cuando era pequeño, como siempre curioseaba con las cosas, cogió la pecera y empezó a sacar las conchas hasta que en un descuido se le cayó al suelo y se rompió todo. Íñigo se puso triste; también se entristeció Alicia; pero recogieron los trozos, los tiraron a la basura, le riñeron un poco y luego le dieron un beso.
Y ahora, de regalo, había encontrado al pie del árbol una pecera. Alicia la miró y la encontró toda llena de piedras: bueno, hasta la mitad. Pero vino Íñigo y le explicó el significado de las piedras; una por una: ésta es un belemnites (y le enseñaba la forma tubular de aquel trozo, mirando, como en un catalejo, a través del agujero que tenía en medio); ésta es un trilobite (y señalaba en la piedra, negra como el carbón, los tres lóbulos estriados que se enseñoreaban ávidamente de la materia inerte); y aquí, un ammonite (y le enseñaba una concha enrollada muchas veces sobre sí misma).
-Es un caracol –dijo Ignacio, buceando en una curiosidad poética.
-No, papá, es un ammonite.
Ignacio se quedó sorprendido.
-El ammonite es un cefalópodo; y el caracol un gasterópodo: no es lo mismo.
Ignacio recordaba, de sus tiempos de estudiante, que a los caracoles los llamaban gasterópodos porque parecía que tenían el estómago en los pies (pues andaban arrastrándose sobre la barriga, cimbreándola, formando sinusoides). En cambio el cefalópodo le recordaba a pulpos y calamares, que tenían los pies en la cabeza: los tentáculos.
-Los cefalópodos tienen la concha compartimentada para regular la profundidad del agua. La concha de los gasterópodos no es así: es un hueco fusiforme, retorcido sobre sí mismo, donde se mete el bicho.
Ignacio se imaginaba dos conchas cerradas en espiral: por el hueco de una salía un caracol; por el de la otra, un calamar. Ahora comprendía lo que era un ammonite.
Los ojos de Alicia se llenaron de lágrimas.
-Hijo mío, qué regalo tan bonito me has hecho. 

 

La emoción le embargaba el ánimo. Y sentía en su pecho ensancharse el corazón, que parecía por momentos que queríasele salir de dentro. Y aunque reprimía sus lágrimas, no lo conseguía; de modo que les dio rienda suelta, contenta de disfrutar de sus emociones, entregada a la mirada de sus hijos que se enternecían también. Íñigo había limpiado aquellas piedras con agua, palillos y un cepillo de dientes. A ratos lo ayudaba Fernando. A veces Alicia pasaba por su habitación, que parecía una leonera, y le gritaba desde el fondo de la casa:
-¡Hijo, si no quitas estas piedras te las voy a tirar! ¡Ya estoy hasta las narices de verlas desparramadas aquí!
Y no sabía que eran para ella.
Sí que se ocupaba de ellas. A ratos las limpiaba con mucha paciencia, pero se cansaba y las dejaba para el día siguiente. Y no eran unas piedras cualesquiera: cuando las rascaba, las cepillaba e introducía los palillos por los agujeros pegados, las piedras mostraban, como quería Miguel Ángel, la forma que tenían dentro. Poco a poco unas piedras negras, sucias y sin forma habían dejado de ser carbón o pizarra y bajo los terrones duros aparecieron husos, caracoles, conchas, almejas…
-Mira –le dijo a su padre-: un bivalvo.
Y es que a él le había reservado, en una cajita de plástico (la cajita de un bucal del rugby), las figuras que aparecían multiplicadas en la pecera: ammonites, belemnites, cuchiconchas, trilobites y bivalvos. Ignacio sintió un hilo bailar en su corazón y sus lágrimas resistieron, con una fuerza aparente, bajo los párpados.
Antes de que ocurriera todo esto, cuando no la veía nadie, los ojos de Alicia se empañaron por primera vez. Fue porque había leído una hoja que había al pie del árbol, junto a los regalos. Estaba firmada por sus dos hijos, y en ella decían algo así como que, si los reyes magos eran los padres, qué bonitos eran sus reyes magos; a pesar de no tener dinero para comprarles regalos como se los compraban antes.
Luego Fernando anunció que iba a tocar cuatro canciones.
-Dos de ellas le gustan a papá.
Y cogió el atril, la silla, puso el pie en el taburete, y buscó las partituras; mientras buscaba, su padre le acercó la guitarra. Como un músico experimentado Fernando fue presentando, una por una, sus canciones. Y las tocó con cariño. Las tocó separando la mano de las cuerdas –como tenía que ser-, para que las hicieran vibrar sólo los dedos: sonaron sin vibraciones parásitas, sin la cacofonía chirriante que le salía a veces cuando tocaba. Ahora las canciones producían un sonido limpio. Las tocaba con amor; y mejoraba la técnica. Amor a sus padres, que le hacía poner el alma en las cuerdas, y amor por la guitarra: de allí le venía el perfeccionamiento técnico. 

 

Las pequeñas marionetas. El samurai. El pequeño poema.
-Ésta es una de las que le gustan a papá –dijo; y su padre, con la sonrisa en los labios y el corazón alegre, asentía.
Llegó el momento de presentar la última canción. Fernando la presentó, como las otras, diciendo:
-Ésta es la que más le gusta a papá. Se llama…
-Désirée –dijeron los dos al unísono; Alicia miró a Íñigo al tiempo que Íñigo la miraba, y los cuatro quedaron suspendidos en un lugar del espacio que era como una montaña rusa flotando entre las nubes. Todos los ojos estaban empañados, en todos brotaba una lágrima; la de Alicia, por enésima vez, resbaló sobre su mejilla; y la de Ignacio sintió que, si no se contenía, le resbalaba. En momentos como ése fortaleza es dejarse llevar por las expansiones; por la felicidad que palpita; y ésas que flotan son las lágrimas de la fuerza, no las de la voluntad claudicante.
Ignacio se comió a besos a Fernando. Alicia se acercó a ellos, abrazándolos. Y luego Íñigo, abarcando las espaldas de todos con sus brazos de oso, fundió los abrazos en uno y no hubo mano que no  tocara mano, cara que no acariciara cara, frente que no buscara frente; en esa dulce pasión se dejaron atravesar los sentimientos, dejando que los corazones se abrazaran.
En sus manos Alicia tomó una tarjeta. Ignacio había estado recogiendo poesías y estaban los espíritus de los poetas; los había metido en un cuadernillo, les había puesto letras bonitas y todo era una hoja aérea que parecía volar sobre la acera, como las hojas del otoño. Era día de reyes y la nieve no venía; y la lluvia pegaba en el suelo las hojas grises, amarillas, entrañables y bonitas; allá al fondo sobre la sierra –Peñalara cubierta de frío- la nevada relucía. 

 

Había hecho una hoja de color pergamino, delicada, que se doblaba con elegancia como las pastas de un libro; de un libro infantil y diminuto del tamaño de una tarjeta. Por fuera, con letras preciosas, había escrito: “Fernando”; y por dentro, a la derecha, una foto del niño; y un pequeño texto dialogando con la foto, donde hablaba con palabras del padre la voz escrita, danzarina y cantante de los poetas. Los textos los había buscado Ignacio; Alicia había creado la tarjeta.
Fernando tenía once años. No había hecho la comunión, ni tampoco la pedía. Pero Ignacio veía en los estantes del armario la foto de Iñigo, en la navidad de sus ocho años, y sentía que le faltaba la de Fernando. Por eso quiso hacer aquella tarjeta con una foto de su pelo rubio (un rubio pajizo, iluminado por el sol); su piel clara, sus ojos claros (que miraban desde unas gafas transparentes) y sus labios que mordisqueaban una pajita; unos labios dulces, suaves, perfectos, que dibujaban una sonrisa apenas esbozada; y en aquella sonrisa la bondad aparecía envuelta en un halo de seguridad y de firmeza. Al fondo, con sus tonos oscuros, grises y plateados como el acero, entre vetas marrones de piedra, la pared que desciende verticalmente desde las rocas: una pared fuerte y recia que ahora no tenía agua porque era verano, pero que en primavera visten de plata los chorros donde vierten su ímpetu, en el sitio mismo de su nacimiento, las cascadas del Asón.
El niño se hace mayor: pero todavía es niño. Hace un alto en el camino y siente una fiesta; no es consciente de ella, pero su padre la alienta. Una niebla en los corazones, como la que brota en la cascada del Asón, le recuerda, desde el mar nebuloso de sus innúmeras gotitas, que el niño está cambiando; y quiere retratar este cambio, este paso que da en un momento de su vida, quiere algo para el recuerdo: una ceremonia de iniciación, una prueba de madurez, su primera comunión…
Mi primera juventud. Primera porque aún no soy adolescente; juventud porque ya he dejado de ser niño. Mi vida es un camino y mientras lo ando, cantando, me van hablando los poetas; me envuelven sus canciones, me iluminan, me cuidan, me quieren como mis padres y me llenan de consejos; me están hablando con música y me enseñan.
Dentro, en el cuadernillo, se oye la voz del poeta:
Khalil Gibran: “vuestros hijos no son vuestros hijos”. Y luego, explayándose en los márgenes del tiempo, despliega el esplendor, el suspiro, la esencia de este fornido pensamiento:
   “Y aunque estén a vuestro lado
no os pertenecen.
   Podéis darles vuestro amor,
pero no vuestros pensamientos.
   Porque ellos tienen
sus propios pensamientos”.
Luego viene la palabra del evangelio. San Lucas: “la vida es más importante que el alimento; y el cuerpo lo es más que el vestido”.
   “En todas las personas me veo a mí mismo”.
Walt Whitman.
   “El pájaro no canta porque tenga nada que decir.
Canta porque tiene algo que expresar”.
Anthony de Mello.
Y luego, en los senderos y caminos por donde andamos, resuena el eco ronco de Walt Whitman:
   “Ni yo ni nadie puede recorrer ese camino por ti.
Habrás de recorrerlo tú mismo”.
Los ojos del niño lo miraban desde el pasado:
Recuerdo de mi primera juventud.
6 de enero de 2012.
Día de reyes. En el almuerzo, la abuela se desmayó y hubo que llevarla al hospital. Fernando no protestó a pesar de que era su fiesta. Se asustó un poco y pensó en la abuela, deseando que se curase pronto. Su padre la acompañó al hospital. Y mientras Alicia intentó seguir la fiesta, sabía, en el fondo de su ser, que no habría fiesta para Fernando. El niño no protestaba, no sufría, no se encaprichaba con nada y lo comprendía todo: se estaba comportando como mayor.
Pero el que sufría como un niño era su padre; su padre, que tenía el corazón en un puño y estaba envuelto en la tristeza: porque estaban celebrando su primera juventud. 

 




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