DÍA DE REYES
La fuerza de la vida no son los
músculos: es el amor. El amor es el músculo del alma y los brazos, si no tienen
alma, no tienen fuerza. El alma de los brazos no es la fuerza del brazo sino la
de todo el cuerpo; fuerza, ímpetu, energía que mana del ánimo, fortaleza;
alegría que brota de la fuente de la vida, del sentimiento. Dos personas pueden
ser fuertes sin ser iguales porque una tiene fuerza y la otra fortaleza. La
fuerza, cuando viene sola, es bruta, inerte, sorda y ciega; pero si viene de
dentro es una fuerza sensible, enérgica, que siente y escucha porque te mira:
esa fuerza es la que corrió ayer por las venas de una familia de verdad.
Ignacio oyó ruido de pasos sordos, calzados en
zapatillas; ruido de pijama silencioso que susurra en el silencio matinal.
Alicia dormía. Se levantó a orinar y miró en la habitación de Fernando. Sus sueños
lo arrullaban plácidamente con sus párpados cerrados, dulcemente acostados,
abrazados a los ojos, tiernos e infantiles. Íñigo dormía también: Alicia soñaba.
Ignacio volvió a la cama y se
arrulló perezosamente entre las sábanas. Nada turbaba el silencio de la aurora.
Los chicos dormían. Alicia soñaba.
No sé cómo fue cuando se
despertaron todos. ¿Cómo fue? ¿Cómo empezó? Ignacio sólo oía las risas de los
chicos. Se levantó, caminó hasta el fondo del pasillo y vio a Fernando, metido
en la cama de Íñigo, estremeciéndose mientras soltaba carcajadas.
-¡Mira, papá! –dijo Íñigo sin
poder contener la risa-. Mira lo que hago, y cómo se ríe mi hermanito.
Íñigo, metiendo la palma de la
mano en la axila, bajaba el brazo produciendo ruidos de pedos que despertaban
las carcajadas de Fernando. Ignacio, que lo había aprendido a hacer de pequeño,
arrancó de sus axilas tal variedad de ventosidades (roncas y agudas, largas y
cortas, bruscas y aflautadas), que Fernando se retorcía bajo la risa. También
metió Íñigo su brazo debajo de la camiseta; y el puño cerrado, golpeando con la
ropa como si se le saliera del pecho, producía hiperbólicos latidos en su
corazón.
-¡Mira, Fernando, mira cómo me
late el corazón!
Y la risa del niño palpitaba,
estallaba, se retorcía.
Sin saber cómo se encontraron
los cuatro juntos en el comedor. Íñigo había abierto su paquete, descubriendo
todos los pantalones que se había comprado la tarde anterior con Alicia.
-¡Oh, qué sorpresa! –dijo con
ironía-. ¡Qué sorpresa!- enfatizó, simulando no saber nada.
Fernando abrió su paquetito
porque de entre los paquetes sobresalía una caja de plástico que contenía un
disco.
-¡Mi videojuego! ¡Justo el que yo
quería! –dijo, simulando también sorpresa; porque aquella misma tarde lo había ido
a comprar con Íñigo y con su madre.
Ignacio lo fotografiaba todo.
La cámara colgaba de su cuello para no caerse, y él disparaba y miraba las
fotos por la pequeña pantalla: unas salían quemadas por la luz, otras disueltas
en la oscuridad; decidió, pues, quitar el modo automático y abrir el diafragma
jugando con la velocidad, hasta que encontró la exposición idónea marcada por
el fotómetro. Aun así tuvo que borrar fotos falladas hasta dar con las pocas
que podían salvarse: y las salvó.
Alicia estaba sentada, con el
brazo estirado y una pecera en la mano que, como Hamlet, parecía decir: “ser o
no ser; he ahí el dilema”. Ignacio la guardó porque, a pesar de las ojeras de
la cama, Alicia tenía, mirando desde sus legañas, tanta concentración en la
mirada que sus ojos irradiaban fuerza, convicción, vitalidad en el asombro.
Seis años atrás Fernando le
había roto su pecera. Era una pecera redonda, de esas pequeñitas en cuyas aguas
Íñigo había metido los dos peces que le había comprado Alicia: uno rojo y otro
negro; él los había llamado Cleo y Fígaro, como el perro y el gato de Pinocho.
Un día vino Ralf y les echó polvo de chocolate y entonces se murieron. Entonces
Alicia vació el agua y llenó de conchas la pecera. Eran conchas grandes y
pequeñas que habían recogido en la playa. Eso pasó cuando Fernando todavía no
había nacido. Pero cuando era pequeño, como siempre curioseaba con las cosas,
cogió la pecera y empezó a sacar las conchas hasta que en un descuido se le
cayó al suelo y se rompió todo. Íñigo se puso triste; también se entristeció
Alicia; pero recogieron los trozos, los tiraron a la basura, le riñeron un poco
y luego le dieron un beso.
Y ahora, de regalo, había
encontrado al pie del árbol una pecera. Alicia la miró y la encontró toda llena
de piedras: bueno, hasta la mitad. Pero vino Íñigo y le explicó el significado
de las piedras; una por una: ésta es un belemnites (y le enseñaba la forma
tubular de aquel trozo, mirando, como en un catalejo, a través del agujero que
tenía en medio); ésta es un trilobite (y señalaba en la piedra, negra como el
carbón, los tres lóbulos estriados que se enseñoreaban ávidamente de la materia
inerte); y aquí, un ammonite (y le enseñaba una concha enrollada muchas veces
sobre sí misma).
-Es un caracol –dijo Ignacio,
buceando en una curiosidad poética.
-No, papá, es un ammonite.
Ignacio se quedó sorprendido.
-El ammonite es un cefalópodo;
y el caracol un gasterópodo: no es lo mismo.
Ignacio recordaba, de sus
tiempos de estudiante, que a los caracoles los llamaban gasterópodos porque
parecía que tenían el estómago en los pies (pues andaban arrastrándose sobre la
barriga, cimbreándola, formando sinusoides). En cambio el cefalópodo le
recordaba a pulpos y calamares, que tenían los pies en la cabeza: los
tentáculos.
-Los cefalópodos tienen la
concha compartimentada para regular la profundidad del agua. La concha de los
gasterópodos no es así: es un hueco fusiforme, retorcido sobre sí mismo, donde
se mete el bicho.
Ignacio se imaginaba dos
conchas cerradas en espiral: por el hueco de una salía un caracol; por el de la
otra, un calamar. Ahora comprendía lo que era un ammonite.
Los ojos de Alicia se llenaron
de lágrimas.
-Hijo mío, qué regalo tan bonito
me has hecho.
La emoción le embargaba el
ánimo. Y sentía en su pecho ensancharse el corazón, que parecía por momentos
que queríasele salir de dentro. Y aunque reprimía sus lágrimas, no lo conseguía;
de modo que les dio rienda suelta, contenta de disfrutar de sus emociones, entregada
a la mirada de sus hijos que se enternecían también. Íñigo había limpiado
aquellas piedras con agua, palillos y un cepillo de dientes. A ratos lo ayudaba
Fernando. A veces Alicia pasaba por su habitación, que parecía una leonera, y
le gritaba desde el fondo de la casa:
-¡Hijo, si no quitas estas
piedras te las voy a tirar! ¡Ya estoy hasta las narices de verlas desparramadas
aquí!
Y no sabía que eran para ella.
Sí que se ocupaba de ellas. A ratos
las limpiaba con mucha paciencia, pero se cansaba y las dejaba para el día
siguiente. Y no eran unas piedras cualesquiera: cuando las rascaba, las
cepillaba e introducía los palillos por los agujeros pegados, las piedras
mostraban, como quería Miguel Ángel, la forma que tenían dentro. Poco a poco
unas piedras negras, sucias y sin forma habían dejado de ser carbón o pizarra y
bajo los terrones duros aparecieron husos, caracoles, conchas, almejas…
-Mira –le dijo a su padre-: un
bivalvo.
Y es que a él le había
reservado, en una cajita de plástico (la cajita de un bucal del rugby), las
figuras que aparecían multiplicadas en la pecera: ammonites, belemnites,
cuchiconchas, trilobites y bivalvos. Ignacio sintió un hilo bailar en su
corazón y sus lágrimas resistieron, con una fuerza aparente, bajo los párpados.
Antes de que ocurriera todo
esto, cuando no la veía nadie, los ojos de Alicia se empañaron por primera vez.
Fue porque había leído una hoja que había al pie del árbol, junto a los regalos.
Estaba firmada por sus dos hijos, y en ella decían algo así como que, si los reyes
magos eran los padres, qué bonitos eran sus reyes magos; a pesar de no tener
dinero para comprarles regalos como se los compraban antes.
Luego Fernando anunció que iba
a tocar cuatro canciones.
-Dos de ellas le gustan a papá.
Y cogió el atril, la silla, puso
el pie en el taburete, y buscó las partituras; mientras buscaba, su padre le
acercó la guitarra. Como un músico experimentado Fernando fue presentando, una
por una, sus canciones. Y las tocó con cariño. Las tocó separando la mano de
las cuerdas –como tenía que ser-, para que las hicieran vibrar sólo los dedos:
sonaron sin vibraciones parásitas, sin la cacofonía chirriante que le salía a
veces cuando tocaba. Ahora las canciones producían un sonido limpio. Las tocaba
con amor; y mejoraba la técnica. Amor a sus padres, que le hacía poner el alma
en las cuerdas, y amor por la guitarra: de allí le venía el perfeccionamiento
técnico.
Las pequeñas marionetas. El
samurai. El pequeño poema.
-Ésta es una de las que le gustan
a papá –dijo; y su padre, con la sonrisa en los labios y el corazón alegre,
asentía.
Llegó el momento de presentar
la última canción. Fernando la presentó, como las otras, diciendo:
-Ésta es la que más le gusta a
papá. Se llama…
-Désirée –dijeron los dos al
unísono; Alicia miró a Íñigo al tiempo que Íñigo la miraba, y los cuatro
quedaron suspendidos en un lugar del espacio que era como una montaña rusa
flotando entre las nubes. Todos los ojos estaban empañados, en todos brotaba
una lágrima; la de Alicia, por enésima vez, resbaló sobre su mejilla; y la de
Ignacio sintió que, si no se contenía, le resbalaba. En momentos como ése
fortaleza es dejarse llevar por las expansiones; por la felicidad que palpita;
y ésas que flotan son las lágrimas de la fuerza, no las de la voluntad
claudicante.
Ignacio se comió a besos a
Fernando. Alicia se acercó a ellos, abrazándolos. Y luego Íñigo, abarcando las
espaldas de todos con sus brazos de oso, fundió los abrazos en uno y no hubo
mano que no tocara mano, cara que no
acariciara cara, frente que no buscara frente; en esa dulce pasión se dejaron
atravesar los sentimientos, dejando que los corazones se abrazaran.
En sus manos Alicia tomó una
tarjeta. Ignacio había estado recogiendo poesías y estaban los espíritus de los
poetas; los había metido en un cuadernillo, les había puesto letras bonitas y
todo era una hoja aérea que parecía volar sobre la acera, como las hojas del
otoño. Era día de reyes y la nieve no venía; y la lluvia pegaba en el suelo las
hojas grises, amarillas, entrañables y bonitas; allá al fondo sobre la sierra –Peñalara
cubierta de frío- la nevada relucía.
Había hecho una hoja de color
pergamino, delicada, que se doblaba con elegancia como las pastas de un libro;
de un libro infantil y diminuto del tamaño de una tarjeta. Por fuera, con
letras preciosas, había escrito: “Fernando”; y por dentro, a la derecha, una
foto del niño; y un pequeño texto dialogando con la foto, donde hablaba con
palabras del padre la voz escrita, danzarina y cantante de los poetas. Los
textos los había buscado Ignacio; Alicia había creado la tarjeta.
Fernando tenía once años. No
había hecho la comunión, ni tampoco la pedía. Pero Ignacio veía en los estantes
del armario la foto de Iñigo, en la navidad de sus ocho años, y sentía que le
faltaba la de Fernando. Por eso quiso hacer aquella tarjeta con una foto de su
pelo rubio (un rubio pajizo, iluminado por el sol); su piel clara, sus ojos
claros (que miraban desde unas gafas transparentes) y sus labios que
mordisqueaban una pajita; unos labios dulces, suaves, perfectos, que dibujaban
una sonrisa apenas esbozada; y en aquella sonrisa la bondad aparecía envuelta
en un halo de seguridad y de firmeza. Al fondo, con sus tonos oscuros, grises y
plateados como el acero, entre vetas marrones de piedra, la pared que desciende
verticalmente desde las rocas: una pared fuerte y recia que ahora no tenía agua
porque era verano, pero que en primavera visten de plata los chorros donde
vierten su ímpetu, en el sitio mismo de su nacimiento, las cascadas del Asón.
El niño se hace mayor: pero
todavía es niño. Hace un alto en el camino y siente una fiesta; no es
consciente de ella, pero su padre la alienta. Una niebla en los corazones, como
la que brota en la cascada del Asón, le recuerda, desde el mar nebuloso de sus
innúmeras gotitas, que el niño está cambiando; y quiere retratar este cambio,
este paso que da en un momento de su vida, quiere algo para el recuerdo: una
ceremonia de iniciación, una prueba de madurez, su primera comunión…
Mi primera juventud. Primera
porque aún no soy adolescente; juventud porque ya he dejado de ser niño. Mi
vida es un camino y mientras lo ando, cantando, me van hablando los poetas; me
envuelven sus canciones, me iluminan, me cuidan, me quieren como mis padres y
me llenan de consejos; me están hablando con música y me enseñan.
Dentro, en el cuadernillo, se
oye la voz del poeta:
Khalil Gibran: “vuestros hijos
no son vuestros hijos”. Y luego, explayándose en los márgenes del tiempo,
despliega el esplendor, el suspiro, la esencia de este fornido pensamiento:
“Y aunque estén a vuestro lado
no os
pertenecen.
Podéis darles vuestro amor,
pero no
vuestros pensamientos.
Porque ellos tienen
sus propios
pensamientos”.
Luego viene la palabra del
evangelio. San Lucas: “la vida es más importante que el alimento; y el cuerpo
lo es más que el vestido”.
“En todas las personas me veo a mí mismo”.
Walt
Whitman.
“El pájaro no canta porque tenga nada que
decir.
Canta porque
tiene algo que expresar”.
Anthony de
Mello.
Y luego, en los senderos y
caminos por donde andamos, resuena el eco ronco de Walt Whitman:
“Ni yo ni nadie puede recorrer ese camino
por ti.
Habrás de
recorrerlo tú mismo”.
Los ojos del niño lo miraban
desde el pasado:
Recuerdo de
mi primera juventud.
6 de enero
de 2012.
Día de reyes. En el almuerzo,
la abuela se desmayó y hubo que llevarla al hospital. Fernando no protestó a
pesar de que era su fiesta. Se asustó un poco y pensó en la abuela, deseando
que se curase pronto. Su padre la acompañó al hospital. Y mientras Alicia
intentó seguir la fiesta, sabía, en el fondo de su ser, que no habría fiesta
para Fernando. El niño no protestaba, no sufría, no se encaprichaba con nada y
lo comprendía todo: se estaba comportando como mayor.
Pero el que sufría como un niño
era su padre; su padre, que tenía el corazón en un puño y estaba envuelto en la
tristeza: porque estaban celebrando su primera juventud.
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