LAS LAGUNAS
Y
llovió mucho durante algunos días. El agua anegó los campos, sepultó las matas,
inundó las hierbas y las piedras, corrió a mares por los abrojos, se coló en
los surcos y encharcó los matorrales, repartiéndose por el orbe, con el cuerpo preñado
de sustancia. La vida pobló la tierra, se desprendió de las nubes y bañó el
regazo de la madre, con la falda doblada entre los pliegues, cada pliegue
convirtiéndose en cascada. La falda parecía una pared de cortinas y cada
pliegue cuerda de agua, muchas cuerdas de agua en su regazo, muchos haces de
lluvia cayendo como el diluvio. El manantial.
Llovió
a mares durante siete días y siete noches. Las muchachas miraban por las
ventanas, absortas en los torrentes del cielo, y en sus ojos se dibujaba una
mirada a la vez cuajada de cuitas y esperanzas. La lluvia ponía plenitud en los
corazones, segaba la libertad de salir a la calle, ataba a las gentes a la
monotonía del hogar y sembraba el cielo de cortinas de verano; de esas cortinas
hechas de cuerdas rellenas con canutillos de colores, haciendo ruido como un
susurro cuando las agitamos con la mano.
Y
llovió abundantemente sobre las piedras y los campos. La tristeza del otoño se
adueñó de las casas y puso, en los corazones encogidos, alegría y voz callada.
Se fueron juntando las gotas en el suelo, los chorros de lluvia se fueron
juntando, las cuerdas, las húmedas cuerdas, titilando a lo largo de su cuerpo
bajo la luz de la luna (oculta tras las nubes, vestida de lámparas
incandescentes en las bombillas de las casas). Y la gente no disfrutaba del
aburrimiento de las largas noches de lluvia. No se sentaba a la lumbre a
escuchar las historias de los viejos, con el ruido del agua entre las tejas,
como música interminable, hundida en el tejado y sepultada. Ahora veían la
televisión como todos los días. Escuchaban la radio, como todos los días.
Comían sin hablarse, como todos los días. Y nadie sabía distinguir las noches
de paseo de las noches de quietud arrulladas por la lumbre; sólo el golpeteo de
las tejas, bajo las gotas incansables y dolosas, como una música de fondo,
crepitaba.
Los
campos. Los campos se extendían bajo la línea oscura del horizonte como
manteles. El coche avanzaba rodeado de un bosque de cuerdas, salpicadas por la
luz de los faros, abriéndose camino. Y era el espejo de la ventanilla un cielo
sombrío, preñado de nubes negras, hinchadas de agua menuda, como de barriga
hinchada, pesada y pertinaz. En el coche viajaba Juan Luis horadando el camino,
surcándolo hacia el instituto, con la tierra vestida de rugientes cortinajes; y
en su coche estaba oyendo, bajo la mirada atenta de Chopin, las gotas de lluvia
que sonaban.
Los
charcos. El agua se metía por la tierra, que la sorbía ansiosa y la chupaba; la
sorbía ávidamente hasta llenarse de ella como una esponja. Hasta que las
piedras de abajo dejaban de absorberla, porque eran duras; y la tierra
encharcada, acumulando agua, llenaba los huecos y formaba charcos. Ya no cabía
más agua en la tierra, las aguas del cielo no paraban de llover: entonces se
formaban los charcos. Los charcos redondos de bordes irregulares, como
seudópodos hacia adentro, que cambiaban lentamente el aspecto de los campos.
Y
los campos se llenaron de lagunas. Unas se secarían pronto, cuando dejase de
llover. Otras quedarían perennes y formarían la cara del paisaje de invierno;
las claras y discretas lagunas, rodeadas de hierba, con terrones que caían de
los bordes y tapizaban su interior, como las playas se llenan de arena, poco a
poco.
La
gente buena va empapando el mundo con su materia. Hasta que se llena de su
presencia y el mundo la rechaza como el agua que se filtra hasta chocar con una
tierra impermeable que la rechaza también. Las lagunas son la viva presencia de
las aguas. La gente buena rechazada después de calar también tiene sus lagunas:
son espacios de vivencia, zonas impregnadas de espíritu, lugares cargados con
una fuerza especial; y son huellas que dan testimonio de su paso por el mundo.
Porque la gente buena, aunque lo llene todo cuando muera, mientras vive no es
océano sino mísera laguna; penetra en todos pero todo es piedra dura; el mundo
la expulsa, esparce las huellas para sacárselas de adentro, no caben en el
mundo ya.
Tampoco
cabía Eurico en el mundo. Fue, más que bueno, bonachón; ignorante metido a
director, como se mete a coser el patán que piensa que coser es fácil: porque
sabe muchas matemáticas aunque no haya aprendido la costura. También un
matemático cree que mandar es fácil sólo porque las matemáticas son difíciles.
El ignorante metido a mandar no está en su sitio, vive engañado porque tiene la
soberbia de despreciar a quien sabe más que él: porque no sabe matemáticas. El
pobre Platón, que estudiaba matemáticas para mandar, parece que se equivocaba.
Se equivocaba como se equivocó la paloma, salida de la mano de Alberti, cuando
pensaba en la compasión y la sentía. Se equivocaba como se equivocó Eurico,
metiéndose a rodar por un terreno que no era el suyo, metido a director no
sabiendo dirigir.
Las
lagunas de Eurico estaban hechas de agua estancada. Cieno viscoso, aguas
pútridas, arenas movedizas. Cubiertas de hierba descompuesta y musgo podrido.
Las aguas estancadas no corren, están detenidas; no alimentan, no respiran, se
mueren de asco. El agua de los pantanos está maldita porque la vida que cae en
sus redes se hunde en el fango, se ahoga, se ensucia. Eurico se metió a mandar
y creyó que formaría una laguna; y acabó siendo sólo la tiniebla de un pantano.
Que
en el principio era el verbo. Que el verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros: pero muchos no lo entendieron. Y el espíritu del verbo, que mojaba y
daba la vida, se enfangó en la letra y se secó la fuente; se alimentaba de sí
mismo, se tragaba sus heces, se convirtió en pantano. Cuando la palabra se seca
se llena de ponzoña y deja de ser fuente para convertirse en lengua viperina.
La gente bonachona no es buena porque le falta corazón (aunque le sobre o falte
inteligencia). La gente bonachona puede volverse mala cuando no sabe servir a
la palabra; y a la palabra se la sirve sirviéndose uno de ella: sin
traicionarla. El orgullo. El desprecio de lo que parece fácil, porque, como
decía Machado, la gente miserable se infecta en los harapos cuando desprecia lo
que ignora.
Y
la lluvia caía lentamente sobre la ciudad. El coche de Juan, volviendo a casa,
buscaba un lugar donde aparcarse. Al salir acabó empapado y metió los libros en
su chaqueta para protegerlos. El agua, que da vida, borra las letras. Juan Luis
se envolvió en su ropa y sorteó el frío, consintiendo en calarse, para no
estropear el espíritu que dormía en las letras de sus libros. Salió corriendo
hasta la puerta de su casa y llamó. Miró hacia arriba y vio a Doris, que lo
miraba. Siempre abría con sus llaves para no hacerlas levantarse, pero aquel
día tenía las manos llenas. Y llamó. Le esperaban Ingrid y Doris, que no eran
agua del pantano sino fuente magnífica: fuente que vivía en las sonrisas, la
fuente del agua: el manantial.
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