viernes, 23 de diciembre de 2016

Las lagunas



LAS LAGUNAS

 

            Y llovió mucho durante algunos días. El agua anegó los campos, sepultó las matas, inundó las hierbas y las piedras, corrió a mares por los abrojos, se coló en los surcos y encharcó los matorrales, repartiéndose por el orbe, con el cuerpo preñado de sustancia. La vida pobló la tierra, se desprendió de las nubes y bañó el regazo de la madre, con la falda doblada entre los pliegues, cada pliegue convirtiéndose en cascada. La falda parecía una pared de cortinas y cada pliegue cuerda de agua, muchas cuerdas de agua en su regazo, muchos haces de lluvia cayendo como el diluvio. El manantial.
            Llovió a mares durante siete días y siete noches. Las muchachas miraban por las ventanas, absortas en los torrentes del cielo, y en sus ojos se dibujaba una mirada a la vez cuajada de cuitas y esperanzas. La lluvia ponía plenitud en los corazones, segaba la libertad de salir a la calle, ataba a las gentes a la monotonía del hogar y sembraba el cielo de cortinas de verano; de esas cortinas hechas de cuerdas rellenas con canutillos de colores, haciendo ruido como un susurro cuando las agitamos con la mano.
            Y llovió abundantemente sobre las piedras y los campos. La tristeza del otoño se adueñó de las casas y puso, en los corazones encogidos, alegría y voz callada. Se fueron juntando las gotas en el suelo, los chorros de lluvia se fueron juntando, las cuerdas, las húmedas cuerdas, titilando a lo largo de su cuerpo bajo la luz de la luna (oculta tras las nubes, vestida de lámparas incandescentes en las bombillas de las casas). Y la gente no disfrutaba del aburrimiento de las largas noches de lluvia. No se sentaba a la lumbre a escuchar las historias de los viejos, con el ruido del agua entre las tejas, como música interminable, hundida en el tejado y sepultada. Ahora veían la televisión como todos los días. Escuchaban la radio, como todos los días. Comían sin hablarse, como todos los días. Y nadie sabía distinguir las noches de paseo de las noches de quietud arrulladas por la lumbre; sólo el golpeteo de las tejas, bajo las gotas incansables y dolosas, como una música de fondo, crepitaba.
            Los campos. Los campos se extendían bajo la línea oscura del horizonte como manteles. El coche avanzaba rodeado de un bosque de cuerdas, salpicadas por la luz de los faros, abriéndose camino. Y era el espejo de la ventanilla un cielo sombrío, preñado de nubes negras, hinchadas de agua menuda, como de barriga hinchada, pesada y pertinaz. En el coche viajaba Juan Luis horadando el camino, surcándolo hacia el instituto, con la tierra vestida de rugientes cortinajes; y en su coche estaba oyendo, bajo la mirada atenta de Chopin, las gotas de lluvia que sonaban.
            Los charcos. El agua se metía por la tierra, que la sorbía ansiosa y la chupaba; la sorbía ávidamente hasta llenarse de ella como una esponja. Hasta que las piedras de abajo dejaban de absorberla, porque eran duras; y la tierra encharcada, acumulando agua, llenaba los huecos y formaba charcos. Ya no cabía más agua en la tierra, las aguas del cielo no paraban de llover: entonces se formaban los charcos. Los charcos redondos de bordes irregulares, como seudópodos hacia adentro, que cambiaban lentamente el aspecto de los campos.
            Y los campos se llenaron de lagunas. Unas se secarían pronto, cuando dejase de llover. Otras quedarían perennes y formarían la cara del paisaje de invierno; las claras y discretas lagunas, rodeadas de hierba, con terrones que caían de los bordes y tapizaban su interior, como las playas se llenan de arena, poco a poco. 

 

            La gente buena va empapando el mundo con su materia. Hasta que se llena de su presencia y el mundo la rechaza como el agua que se filtra hasta chocar con una tierra impermeable que la rechaza también. Las lagunas son la viva presencia de las aguas. La gente buena rechazada después de calar también tiene sus lagunas: son espacios de vivencia, zonas impregnadas de espíritu, lugares cargados con una fuerza especial; y son huellas que dan testimonio de su paso por el mundo. Porque la gente buena, aunque lo llene todo cuando muera, mientras vive no es océano sino mísera laguna; penetra en todos pero todo es piedra dura; el mundo la expulsa, esparce las huellas para sacárselas de adentro, no caben en el mundo ya.
            Tampoco cabía Eurico en el mundo. Fue, más que bueno, bonachón; ignorante metido a director, como se mete a coser el patán que piensa que coser es fácil: porque sabe muchas matemáticas aunque no haya aprendido la costura. También un matemático cree que mandar es fácil sólo porque las matemáticas son difíciles. El ignorante metido a mandar no está en su sitio, vive engañado porque tiene la soberbia de despreciar a quien sabe más que él: porque no sabe matemáticas. El pobre Platón, que estudiaba matemáticas para mandar, parece que se equivocaba. Se equivocaba como se equivocó la paloma, salida de la mano de Alberti, cuando pensaba en la compasión y la sentía. Se equivocaba como se equivocó Eurico, metiéndose a rodar por un terreno que no era el suyo, metido a director no sabiendo dirigir.
            Las lagunas de Eurico estaban hechas de agua estancada. Cieno viscoso, aguas pútridas, arenas movedizas. Cubiertas de hierba descompuesta y musgo podrido. Las aguas estancadas no corren, están detenidas; no alimentan, no respiran, se mueren de asco. El agua de los pantanos está maldita porque la vida que cae en sus redes se hunde en el fango, se ahoga, se ensucia. Eurico se metió a mandar y creyó que formaría una laguna; y acabó siendo sólo la tiniebla de un pantano.
            Que en el principio era el verbo. Que el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros: pero muchos no lo entendieron. Y el espíritu del verbo, que mojaba y daba la vida, se enfangó en la letra y se secó la fuente; se alimentaba de sí mismo, se tragaba sus heces, se convirtió en pantano. Cuando la palabra se seca se llena de ponzoña y deja de ser fuente para convertirse en lengua viperina. La gente bonachona no es buena porque le falta corazón (aunque le sobre o falte inteligencia). La gente bonachona puede volverse mala cuando no sabe servir a la palabra; y a la palabra se la sirve sirviéndose uno de ella: sin traicionarla. El orgullo. El desprecio de lo que parece fácil, porque, como decía Machado, la gente miserable se infecta en los harapos cuando desprecia lo que ignora.
            Y la lluvia caía lentamente sobre la ciudad. El coche de Juan, volviendo a casa, buscaba un lugar donde aparcarse. Al salir acabó empapado y metió los libros en su chaqueta para protegerlos. El agua, que da vida, borra las letras. Juan Luis se envolvió en su ropa y sorteó el frío, consintiendo en calarse, para no estropear el espíritu que dormía en las letras de sus libros. Salió corriendo hasta la puerta de su casa y llamó. Miró hacia arriba y vio a Doris, que lo miraba. Siempre abría con sus llaves para no hacerlas levantarse, pero aquel día tenía las manos llenas. Y llamó. Le esperaban Ingrid y Doris, que no eran agua del pantano sino fuente magnífica: fuente que vivía en las sonrisas, la fuente del agua: el manantial. 

 

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