sábado, 17 de diciembre de 2016

El tiempo entrecortado






EL TIEMPO ENTRECORTADO

 

1.

            Se levantó a las ocho. A las ocho se despertó. La radio desgranaba las noticias y, en el silencio de la mañana, aquella voz metálica rompía las murallas de la tranquilidad. Se arrebujaba en la manta. Hacía frío. En una casa donde dan la calefacción a las cinco y la cortan a las diez, la llegada de las mañanas era siempre inhóspita; salir de la cama era precipitarse en un mar de aire helado, y eso incitaba a quedarse bajo la manta, saboreando el calor del cuerpo, el mismo calor que arrullaba y dormía. Juan Luis, al salir por la puerta, se despidió de ella. En la habitación de al lado Doris dormía profundamente. Ingrid se frotó los ojos; todavía no se desperezaba. Ahora las noticias se convertían en un murmullo agresivo, con la estridencia propia de las voces que, sin ser ruidosas, rompían la dulce placidez del silencio.
            Ingrid estaba ya despierta. Ahora se frotaba los ojos para salir del sopor, para evitar dormirse de nuevo. Por fin, tras varias muestras de pereza, abrió las sábanas; de un salto se incorporó para calzarse las zapatillas. Todavía con las  legañas puestas vagó, como sonámbula, por el pasillo hasta la esquina donde estaba el armario de la ropa. Cogió la ropa de la niña y la extendió sobre la cama al tiempo que, con apremio, la llamaba. Doris se revolvió perezosa aún atrapada en los brazos de Morfeo. Se dio la vuelta en la cama y se volvió a arrebujar. Ingrid la sacudió por las caderas y se fue a la cocina. Mientras preparaba la leche seguía salmodiando:
            -Doris, hijita, levántate, que vas a llegar tarde.
            Doris se resistía. Ya eran las ocho y veinticinco y no había signos de resurrección. Ingrid la sacudió de nuevo, elevando el tono de la voz.
            -Doris, ¿te quieres levantar? ¡Luego te dirán los niños que llegas la última!
            Fue ardua la tarea. A las ocho y media, por las buenas o por las malas, ya Doris se tuvo que despertar. Ingrid estaba vestida y lavada; ahora se peinaba mientras el desayuno, humeando en la mesa, se enfriaba un poco. Ingrid todavía no había tenido tiempo de pensar. De pensar en sí misma. Era una nana que pensaba por su hija. Al servicio de las necesidades de las que la niña no se responsabilizaba todavía. Sabía hacer cosas, pero no quería hacerlas.
            -¡Doris, abróchate los zapatos!
            -Sí, mamá.
            Y Doris lo alargaba para que en el último momento, apremiadas por las prisas, su madre se los abrochase.
            -¿Te has lavado los dientes?
            -Sí.
            -¿Y la cara?
            Doris se levantó en silencio y fue a lavarse la cara. Todavía le preguntó su madre:
            -¿Y las manos?
            -¡Ay, mamá, qué pesada eres!
            Y se iba a lavar las manos. A veces la cartera estaba sin ordenar, y Doris la tenía que colocar a toda prisa. A menudo se iba sin el abrigo, y entonces Ingrid se lo tenía que recordar. O se iba con un calcetín de cada color y ya no había tiempo de cambiárselos. Cuando volvía del colegio Ingrid ya pensaba en la mañana. Estaba libre hasta las dos, cinco horas en las que podría hacer montones de cosas. Recoger la mesa mientras se ventilaban las habitaciones. Barrer. Lavar los platos. Recoger la ropa. Hacer las camas. Ordenar el baño. Preparar otra lavadora. Sentarse. 

 

            Cuando se sentaba tomaba conciencia de que hacía frío. Pensaba. Estaba sola, sin nadie con quien hablar, más que las vecinas. Pero las vecinas sólo hablaban de los niños y la casa, y de presumir de los pisos que se compraban, y de los ahorros, y de la hipoteca, y cuando se iban de vacaciones (ahora que estaba de moda) presumían de Londres y del avión, o de Irlanda, o de Eurodisney, que era lo único que había en París. Cuando ella les preguntaba por el British Museum, o por el petit palais, o la madeleine, no sabían responder. De París y Londres sólo se sabían los clichés turísticos, los folletos, nunca la sustancia de las ciudades. Ingrid se aburría y entonces pensaba en Juan, que estaba en el instituto. Tenía ante sí toda la mañana, pero no tenía con quien compartirla. El tiempo se hacía largo, y sin llenarlo se le volvía eterno. Ella era un animal social. No era como Juan, que disfrutaba con sus cosas y sus libros. Ella leía, pero sobre todo necesitaba hablar: y en Segovia no se hablaba, se desplumaba. Se desplumaba al vecino, a la mujer que hablaba con los amigos, a los niños de los otros porque no eran buenos, se criticaban las casas, la limpieza de los demás que siempre era mala, la ropa que se secaba en los tenderetes, las camisas puestas sin planchar, el patio que estaba sin barrer, las puertas de madera vieja que no estaban blindadas... En Segovia se criticaba todo y se desplumaba a todos. Pero Ingrid no quería cotorrear: tan sólo quería hablar.
            Hablar era contar sus sueños y sus esperanzas. Confiarle sus problemas a alguien que no se fuera a reír. Decir cosas que no iban a ser usadas contra ti. Pero la gente no hablaba de las cosas de su alma. El alma es el cuerpo del que mana la luz, pero todos aquellos cuerpos eran opacos. El alma son las sombras que vibran en tu ser: pero ningún ser te descubría sus interioridades; y a fuerza de hablar de cualquier cosa menos de lo que importa, el interior de la gente se iba haciendo estrecho, porque cada vez se juntaban más sus paredes; o se quedaba vacío, con sus paredes abiertamente separadas. Y entre lo estrecho y lo vacío la angustia se adueñaba de sus almas.
            Volvió a la realidad. Miró las paredes de su casa. Se vio a sí misma cogida entre ellas. Tenía mucho tiempo por delante, pero le faltaban cosas en qué emplearlo. Además, el tiempo estaba roto; roto por tareas intermitentes que reclamaban su servidumbre. No había un tiempo continuo capaz de ser creador. El tiempo entrecortado no permite centrarse en las cosas, es estéril. Comprar el pan. Hacer la comida. Salir a comprar unos puerros, que se te habían olvidado. Poner la radio, escuchar música mientras trabajas. Mirar el reloj. No poder salir a la calle porque se te quema la olla. Esperar a que pongan la calefacción.
            Y cuando se acercan las dos, volver al colegio. Dentro de poco Doris se haría mayor y podría volver sola a casa. Mientras tanto Ingrid tenía que soportar las conversaciones vacuas a la salida de clase. Que si tu hija le ha pegado a mi hijo. Que si aquél es un demonio, que pega a todos. Que si la maestra no enseña. Que si todavía van por la resta llevando, y ya debían estar por las tablas de multiplicar. Que si el colegio es un desastre. Que si entran después del timbre y salen antes de la hora. Que si aquí no hay nivel. Que si me he dejado la sopa calentando. Que si Adán vivía mejor que nosotros en el paraíso...
            Tedio. Hastío. A Ingrid le pesaba el mundo y acababa pensando que le dolía su propio ser. La vacuidad del tiempo entrecortado. La vacuidad de sus vecinos, rellenos de cuerpos sin alma. La vacuidad de sus trajes, vistosos hacia afuera y por dentro llenos de sudor y grasa. Deseaba que llegase Juan: ya faltaba sólo una hora. Doris, amorosa, le llenaba el corazón, pero no la cabeza. Juan era cabeza no desprendida de corazón, y ella misma, que sentía bullir las ideas, las tenía que acallar porque no había quien las escuchara; y a fuerza de sacrificarlas en aras de un corazón que no hablaba, a veces temía quedarse sin corazón. Porque ni el corazón que palpita encuentra eco en el de los vecinos, ni las ideas con vida podía sintonizar con la vida abortada; que era, a la postre, una vida vacía de ideas; una vida triste y gris; una vida frustrada.

 

2.

            Un día más en el tiempo entrecortado. En el bosque de las cosas inacabadas. Se levantó de su asiento. Fue al armario, cogió a Schubert y se puso la sinfonía incompleta. Los lúgubres desacordes resonaban en la casa desierta. La casa sin alma. Fuera, el motor de un coche pintaba de ruido el color del asfalto: la carretera. Dos vecinas hablaban de la compra. Schubert. Su vida también era una obra inacabada. Un tiempo interrumpido. Una sinfonía incompleta. Sus veinte años truncados, a mitad de recorrido, por la sífilis. Una enfermedad del amor, del amor que da la vida, pero a veces se contagia con la muerte. Las notas se elevaban a un ritmo patético, dibujando volutas en los sonidos del alma, en un ambiente sombrío. Schubert. Su vida era una obra prematuramente truncada, un camino roto antes de tiempo, una sinfonía incompleta. Es triste que la gente muera tan pronto. Se mueren los viejos y da pena, la vejez nos acerca al final de la vida; pero morir joven... Mueren los ríos diluyéndose en la paz cuando llegan al mar. Pero morir lejos del mar... Río seco. Que se mueran los jóvenes es la cara más triste de la vida. Las aguas que lo tienen todo por delante. Los ríos que no llegan a la mar.
            Sí, a veces un río parece que se seca pero no se seca, sino que se hunde. Parece que se hunde y luego vuelve a salir a la superficie: como los ojos del Guadiana. Los ojos del Guadiana no son un cauce interrumpido y varias veces renovado, sino caudal continuo; caudal que fluye a veces por fuera y a veces por dentro, sin dejar de correr; y para nosotros parece un caudal oculto.
            Pero un río seco... Una vida truncada antes de tiempo. Schubert. Una sinfonía inacabada. Una obra que se interrumpe. Una vida que se seca antes de llegar al mar. Ingrid, con la cabeza apoyada en la ventana, escuchaba. Se había parado a escuchar y estaba de pie con los brazos cruzados. El peso de su cuerpo estaba apoyado en una cadera. Sus ojos divagaban por las paredes, perdidos en el techo, y en el aire flotaban los objetos como temblando en una bruma, pero ella no los veía. Pensaba en el tiempo entrecortado. En la vida que empieza y se interrumpe, para luego volver a empezar, y así renovadas veces. No era un río seco. El drama de las obras truncadas es que todo el mundo las llora, y les rinden homenaje. Ni eran los ojos del Guadiana. Las obras que parecen interrumpirse pero sólo dejan de verse sin que su flujo pierda un ápice de su juventud. Juan publicaba artículos y era como un río que corre atropellándose en sus aguas. Pero a veces dejaba de publicar y no es que estuviera inactivo, sino que escribía secretamente, sin publicar, hasta que maduraba la obra entre sus manos y entonces la publicaba; como el músico que compone en silencio y para el público no hace nada, hasta que se representa la obra y el público tiene la impresión de que, después de un año, el músico ha vuelto a componer; pero el músico no había dejado de componer nunca; sólo que lo hacía de manera subterránea, como los ojos del Guadiana.

 

            Pero el tiempo entrecortado es otra cosa. No es una ruptura llorada ni un compás de espera, sino tiempo que se rompe a cada hora y ni lo llorará nadie ni estará madurándose antes del parto. El tiempo del ama de casa no se echa de menos aunque sea necesario, ni resulta productivo aunque nunca deje de trabajar. Es un trabajo estéril. El tiempo de Sísifo. El tiempo del ama de casa es una piedra empujada hasta la cima que luego volverá a rodar. No sirve para nada. Para todos es necesario, pero nadie se da cuenta. Para los demás es productivo, para ti estéril. El tiempo del ama de casa da de comer, viste a los suyos, los hace dormir, es el reposo del guerrero; pero ella no reposa y cuando duerme no descansa, porque su alma no tiene alimento: el tiempo entrecortado es un alma hambrienta. Nadie llorará por él, para nadie vale; cuando se vaya no dejará huella como el río seco; y su silencio no produce, como los ojos del Guadiana.
            Once años hacía que ella y Juan se habían casado. Y eran felices. Ellos dos se querían y Doris había venido a colmar de alegría su corazón tierno. Pero cuando no estaba con ellos su vida no tenía sentido. Ella había dejado a su familia por seguirlo a él; y él, en guisa de familia, tenía un campo de cardos. Gente árida, de corazones duros como la piedra, manos agrietadas y alma encallecida. Ella había aprendido a conocer la soberbia de los humildes. De quien trabaja para hacerte cosas que no has pedido, y como no te gusta te lo echan a la cara. Te llaman desagradecida. Cuando te casaste quisiste hacer tu casa, pero te la hicieron ellas; te la llenaron de muebles que no eran tuyos, te pintaron las paredes con sus colores y todo te lo querían hacer a su gusto..., nunca al tuyo. O bien tenían el alma yerma del amor que no habían conocido, o bien habían confundido el tener una familia con ser la esclava del hogar, la fregona de la casa. Y tú tuviste que aguantar y como no lo aguantabas al final te criticaron. Ingrid, Ingrid...
            Cuando Juan empezaba a ir a la escuela tú ibas con él; estabas con los niños, te encantaban sus gritos y ellos te querían. Y cuando no ibas los niños siempre preguntaban por ti: “¿cuándo viene la otra señorita?” Pero la gente gris te llamaba dama de compañía. Se creía que ibas con Juan porque tenías celos de las maestras con las que viajaba. Tú sufrías en silencio. Ibas a la escuela porque querías estar con él, porque le querías, y descubriste el alboroto de unos niños que te llenaban el alma con sus chispas. Eso no lo comprendió nadie. Menos Juan, que te quería. El amor era entre vosotros un caudal de comprensión. Y de ternura.
            Un día Juan se llevó la guitarra a San Rafael. Tú quisiste acompañarlo y te subiste al tren, pero él no te veía y se bajó a buscarte. El jefe de estación, que dio la salida, os separó sin saberlo y vosotros al final os perdisteis. Y aquel día maravilloso que ibais a pasar juntos, tocando y cantando en las clases, se trocó en frustración y desencuentro.
            Tu cuerpo está abatido, Ingrid. Tus ánimos se salen. Tu mente entristecida flota por una neblina de recuerdos, pensando en cómo se puede ser feliz y desgraciada al mismo tiempo. Al principio ibas al gimnasio. El movimiento generador de sudores llenaba de bríos tu bonito cuerpo. Juan y tú os amabais. Os amáis ahora, pero la vida no se nutre únicamente de amor. Tiene que estar satisfecha. Quiero decir que necesita otras satisfacciones que no te da el amor, tu compañero, tu amante. Hacen falta satisfacciones personales. Juan las tiene: él es feliz con sus cosas, con la filosofía, con la escuela, con el instituto, con las clases. Él siempre ha dicho que necesita dos cosas para ser feliz: su literatura y su familia. Tú, Ingrid, sólo tienes a tu familia; te falta la literatura, y ahora tienes que buscarla. Has de partir en busca de tu tiempo perdido, de la obra que le dé sentido a tu vida, a la lucha contra el tiempo entrecortado. 

 
           




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