EL TIEMPO
ENTRECORTADO
1.
Se
levantó a las ocho. A las ocho se despertó. La radio desgranaba las noticias y,
en el silencio de la mañana, aquella voz metálica rompía las murallas de la
tranquilidad. Se arrebujaba en la manta. Hacía frío. En una casa donde dan la
calefacción a las cinco y la cortan a las diez, la llegada de las mañanas era
siempre inhóspita; salir de la cama era precipitarse en un mar de aire helado,
y eso incitaba a quedarse bajo la manta, saboreando el calor del cuerpo, el
mismo calor que arrullaba y dormía. Juan Luis, al salir por la puerta, se
despidió de ella. En la habitación de al lado Doris dormía profundamente.
Ingrid se frotó los ojos; todavía no se desperezaba. Ahora las noticias se
convertían en un murmullo agresivo, con la estridencia propia de las voces que,
sin ser ruidosas, rompían la dulce placidez del silencio.
Ingrid
estaba ya despierta. Ahora se frotaba los ojos para salir del sopor, para
evitar dormirse de nuevo. Por fin, tras varias muestras de pereza, abrió las
sábanas; de un salto se incorporó para calzarse las zapatillas. Todavía con
las legañas puestas vagó, como
sonámbula, por el pasillo hasta la esquina donde estaba el armario de la ropa.
Cogió la ropa de la niña y la extendió sobre la cama al tiempo que, con
apremio, la llamaba. Doris se revolvió perezosa aún atrapada en los brazos de
Morfeo. Se dio la vuelta en la cama y se volvió a arrebujar. Ingrid la sacudió
por las caderas y se fue a la cocina. Mientras preparaba la leche seguía
salmodiando:
-Doris,
hijita, levántate, que vas a llegar tarde.
Doris se
resistía. Ya eran las ocho y veinticinco y no había signos de resurrección.
Ingrid la sacudió de nuevo, elevando el tono de la voz.
-Doris,
¿te quieres levantar? ¡Luego te dirán los niños que llegas la última!
Fue ardua
la tarea. A las ocho y media, por las buenas o por las malas, ya Doris se tuvo
que despertar. Ingrid estaba vestida y lavada; ahora se peinaba mientras el
desayuno, humeando en la mesa, se enfriaba un poco. Ingrid todavía no había tenido
tiempo de pensar. De pensar en sí misma. Era una nana que pensaba por su hija.
Al servicio de las necesidades de las que la niña no se responsabilizaba
todavía. Sabía hacer cosas, pero no quería hacerlas.
-¡Doris,
abróchate los zapatos!
-Sí, mamá.
Y Doris
lo alargaba para que en el último momento, apremiadas por las prisas, su madre
se los abrochase.
-¿Te has
lavado los dientes?
-Sí.
-¿Y la
cara?
Doris se
levantó en silencio y fue a lavarse la cara. Todavía le preguntó su madre:
-¿Y las
manos?
-¡Ay,
mamá, qué pesada eres!
Y se iba
a lavar las manos. A veces la cartera estaba sin ordenar, y Doris la tenía que
colocar a toda prisa. A menudo se iba sin el abrigo, y entonces Ingrid se lo
tenía que recordar. O se iba con un calcetín de cada color y ya no había tiempo
de cambiárselos. Cuando volvía del colegio Ingrid ya pensaba en la mañana.
Estaba libre hasta las dos, cinco horas en las que podría hacer montones de
cosas. Recoger la mesa mientras se ventilaban las habitaciones. Barrer. Lavar
los platos. Recoger la ropa. Hacer las camas. Ordenar el baño. Preparar otra
lavadora. Sentarse.
Cuando se
sentaba tomaba conciencia de que hacía frío. Pensaba. Estaba sola, sin nadie
con quien hablar, más que las vecinas. Pero las vecinas sólo hablaban de los
niños y la casa, y de presumir de los pisos que se compraban, y de los ahorros,
y de la hipoteca, y cuando se iban de vacaciones (ahora que estaba de moda)
presumían de Londres y del avión, o de Irlanda, o de Eurodisney, que era lo
único que había en París. Cuando ella les preguntaba por el British Museum, o
por el petit palais, o la madeleine, no sabían responder. De París y Londres
sólo se sabían los clichés turísticos, los folletos, nunca la sustancia de las
ciudades. Ingrid se aburría y entonces pensaba en Juan, que estaba en el
instituto. Tenía ante sí toda la mañana, pero no tenía con quien compartirla.
El tiempo se hacía largo, y sin llenarlo se le volvía eterno. Ella era un
animal social. No era como Juan, que disfrutaba con sus cosas y sus libros.
Ella leía, pero sobre todo necesitaba hablar: y en Segovia no se hablaba, se
desplumaba. Se desplumaba al vecino, a la mujer que hablaba con los amigos, a
los niños de los otros porque no eran buenos, se criticaban las casas, la
limpieza de los demás que siempre era mala, la ropa que se secaba en los
tenderetes, las camisas puestas sin planchar, el patio que estaba sin barrer,
las puertas de madera vieja que no estaban blindadas... En Segovia se criticaba
todo y se desplumaba a todos. Pero Ingrid no quería cotorrear: tan sólo quería
hablar.
Hablar
era contar sus sueños y sus esperanzas. Confiarle sus problemas a alguien que
no se fuera a reír. Decir cosas que no iban a ser usadas contra ti. Pero la
gente no hablaba de las cosas de su alma. El alma es el cuerpo del que mana la
luz, pero todos aquellos cuerpos eran opacos. El alma son las sombras que
vibran en tu ser: pero ningún ser te descubría sus interioridades; y a fuerza
de hablar de cualquier cosa menos de lo que importa, el interior de la gente se
iba haciendo estrecho, porque cada vez se juntaban más sus paredes; o se
quedaba vacío, con sus paredes abiertamente separadas. Y entre lo estrecho y lo
vacío la angustia se adueñaba de sus almas.
Volvió a
la realidad. Miró las paredes de su casa. Se vio a sí misma cogida entre ellas.
Tenía mucho tiempo por delante, pero le faltaban cosas en qué emplearlo.
Además, el tiempo estaba roto; roto por tareas intermitentes que reclamaban su
servidumbre. No había un tiempo continuo capaz de ser creador. El tiempo
entrecortado no permite centrarse en las cosas, es estéril. Comprar el pan.
Hacer la comida. Salir a comprar unos puerros, que se te habían olvidado. Poner
la radio, escuchar música mientras trabajas. Mirar el reloj. No poder salir a
la calle porque se te quema la olla. Esperar a que pongan la calefacción.
Y cuando
se acercan las dos, volver al colegio. Dentro de poco Doris se haría mayor y
podría volver sola a casa. Mientras tanto Ingrid tenía que soportar las
conversaciones vacuas a la salida de clase. Que si tu hija le ha pegado a mi
hijo. Que si aquél es un demonio, que pega a todos. Que si la maestra no
enseña. Que si todavía van por la resta llevando, y ya debían estar por las
tablas de multiplicar. Que si el colegio es un desastre. Que si entran después
del timbre y salen antes de la hora. Que si aquí no hay nivel. Que si me he
dejado la sopa calentando. Que si Adán vivía mejor que nosotros en el
paraíso...
Tedio.
Hastío. A Ingrid le pesaba el mundo y acababa pensando que le dolía su propio
ser. La vacuidad del tiempo entrecortado. La vacuidad de sus vecinos, rellenos
de cuerpos sin alma. La vacuidad de sus trajes, vistosos hacia afuera y por
dentro llenos de sudor y grasa. Deseaba que llegase Juan: ya faltaba sólo una
hora. Doris, amorosa, le llenaba el corazón, pero no la cabeza. Juan era cabeza
no desprendida de corazón, y ella misma, que sentía bullir las ideas, las tenía
que acallar porque no había quien las escuchara; y a fuerza de sacrificarlas en
aras de un corazón que no hablaba, a veces temía quedarse sin corazón. Porque
ni el corazón que palpita encuentra eco en el de los vecinos, ni las ideas con
vida podía sintonizar con la vida abortada; que era, a la postre, una vida
vacía de ideas; una vida triste y gris; una vida frustrada.
2.
Un día
más en el tiempo entrecortado. En el bosque de las cosas inacabadas. Se levantó
de su asiento. Fue al armario, cogió a Schubert y se puso la sinfonía
incompleta. Los lúgubres desacordes resonaban en la casa desierta. La casa sin
alma. Fuera, el motor de un coche pintaba de ruido el color del asfalto: la
carretera. Dos vecinas hablaban de la compra. Schubert. Su vida también era una
obra inacabada. Un tiempo interrumpido. Una sinfonía incompleta. Sus veinte
años truncados, a mitad de recorrido, por la sífilis. Una enfermedad del amor,
del amor que da la vida, pero a veces se contagia con la muerte. Las notas se
elevaban a un ritmo patético, dibujando volutas en los sonidos del alma, en un
ambiente sombrío. Schubert. Su vida era una obra prematuramente truncada, un
camino roto antes de tiempo, una sinfonía incompleta. Es triste que la gente
muera tan pronto. Se mueren los viejos y da pena, la vejez nos acerca al final
de la vida; pero morir joven... Mueren los ríos diluyéndose en la paz cuando llegan
al mar. Pero morir lejos del mar... Río seco. Que se mueran los jóvenes es la
cara más triste de la vida. Las aguas que lo tienen todo por delante. Los ríos
que no llegan a la mar.
Sí, a
veces un río parece que se seca pero no se seca, sino que se hunde. Parece que
se hunde y luego vuelve a salir a la superficie: como los ojos del Guadiana.
Los ojos del Guadiana no son un cauce interrumpido y varias veces renovado,
sino caudal continuo; caudal que fluye a veces por fuera y a veces por dentro,
sin dejar de correr; y para nosotros parece un caudal oculto.
Pero un
río seco... Una vida truncada antes de tiempo. Schubert. Una sinfonía
inacabada. Una obra que se interrumpe. Una vida que se seca antes de llegar al
mar. Ingrid, con la cabeza apoyada en la ventana, escuchaba. Se había parado a
escuchar y estaba de pie con los brazos cruzados. El peso de su cuerpo estaba
apoyado en una cadera. Sus ojos divagaban por las paredes, perdidos en el
techo, y en el aire flotaban los objetos como temblando en una bruma, pero ella
no los veía. Pensaba en el tiempo entrecortado. En la vida que empieza y se
interrumpe, para luego volver a empezar, y así renovadas veces. No era un río
seco. El drama de las obras truncadas es que todo el mundo las llora, y les
rinden homenaje. Ni eran los ojos del Guadiana. Las obras que parecen
interrumpirse pero sólo dejan de verse sin que su flujo pierda un ápice de su
juventud. Juan publicaba artículos y era como un río que corre atropellándose
en sus aguas. Pero a veces dejaba de publicar y no es que estuviera inactivo,
sino que escribía secretamente, sin publicar, hasta que maduraba la obra entre
sus manos y entonces la publicaba; como el músico que compone en silencio y
para el público no hace nada, hasta que se representa la obra y el público
tiene la impresión de que, después de un año, el músico ha vuelto a componer;
pero el músico no había dejado de componer nunca; sólo que lo hacía de manera
subterránea, como los ojos del Guadiana.
Pero el
tiempo entrecortado es otra cosa. No es una ruptura llorada ni un compás de
espera, sino tiempo que se rompe a cada hora y ni lo llorará nadie ni estará
madurándose antes del parto. El tiempo del ama de casa no se echa de menos
aunque sea necesario, ni resulta productivo aunque nunca deje de trabajar. Es
un trabajo estéril. El tiempo de Sísifo. El tiempo del ama de casa es una
piedra empujada hasta la cima que luego volverá a rodar. No sirve para nada.
Para todos es necesario, pero nadie se da cuenta. Para los demás es productivo,
para ti estéril. El tiempo del ama de casa da de comer, viste a los suyos, los
hace dormir, es el reposo del guerrero; pero ella no reposa y cuando duerme no
descansa, porque su alma no tiene alimento: el tiempo entrecortado es un alma
hambrienta. Nadie llorará por él, para nadie vale; cuando se vaya no dejará
huella como el río seco; y su silencio no produce, como los ojos del Guadiana.
Once años
hacía que ella y Juan se habían casado. Y eran felices. Ellos dos se querían y
Doris había venido a colmar de alegría su corazón tierno. Pero cuando no estaba
con ellos su vida no tenía sentido. Ella había dejado a su familia por seguirlo
a él; y él, en guisa de familia, tenía un campo de cardos. Gente árida, de
corazones duros como la piedra, manos agrietadas y alma encallecida. Ella había
aprendido a conocer la soberbia de los humildes. De quien trabaja para hacerte
cosas que no has pedido, y como no te gusta te lo echan a la cara. Te llaman
desagradecida. Cuando te casaste quisiste hacer tu casa, pero te la hicieron
ellas; te la llenaron de muebles que no eran tuyos, te pintaron las paredes con
sus colores y todo te lo querían hacer a su gusto..., nunca al tuyo. O bien
tenían el alma yerma del amor que no habían conocido, o bien habían confundido
el tener una familia con ser la esclava del hogar, la fregona de la casa. Y tú
tuviste que aguantar y como no lo aguantabas al final te criticaron. Ingrid,
Ingrid...
Cuando
Juan empezaba a ir a la escuela tú ibas con él; estabas con los niños, te
encantaban sus gritos y ellos te querían. Y cuando no ibas los niños siempre
preguntaban por ti: “¿cuándo viene la otra señorita?” Pero la gente gris te
llamaba dama de compañía. Se creía que ibas con Juan porque tenías celos de las
maestras con las que viajaba. Tú sufrías en silencio. Ibas a la escuela porque
querías estar con él, porque le querías, y descubriste el alboroto de unos
niños que te llenaban el alma con sus chispas. Eso no lo comprendió nadie.
Menos Juan, que te quería. El amor era entre vosotros un caudal de comprensión.
Y de ternura.
Un día
Juan se llevó la guitarra a San Rafael. Tú quisiste acompañarlo y te subiste al
tren, pero él no te veía y se bajó a buscarte. El jefe de estación, que dio la
salida, os separó sin saberlo y vosotros al final os perdisteis. Y aquel día
maravilloso que ibais a pasar juntos, tocando y cantando en las clases, se
trocó en frustración y desencuentro.
Tu cuerpo
está abatido, Ingrid. Tus ánimos se salen. Tu mente entristecida flota por una
neblina de recuerdos, pensando en cómo se puede ser feliz y desgraciada al
mismo tiempo. Al principio ibas al gimnasio. El movimiento generador de sudores
llenaba de bríos tu bonito cuerpo. Juan y tú os amabais. Os amáis ahora, pero
la vida no se nutre únicamente de amor. Tiene que estar satisfecha. Quiero decir
que necesita otras satisfacciones que no te da el amor, tu compañero, tu
amante. Hacen falta satisfacciones personales. Juan las tiene: él es feliz con
sus cosas, con la filosofía, con la escuela, con el instituto, con las clases.
Él siempre ha dicho que necesita dos cosas para ser feliz: su literatura y su
familia. Tú, Ingrid, sólo tienes a tu familia; te falta la literatura, y ahora
tienes que buscarla. Has de partir en busca de tu tiempo perdido, de la obra
que le dé sentido a tu vida, a la lucha contra el tiempo entrecortado.
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