viernes, 7 de octubre de 2016

El racionalismo romántico (manifiesto literario)



 

EL RACIONALISMO ROMÁNTICO
(MANIFIESTO LITERARIO)

 

            La filosofía quiere estudiar el mundo y se hace metafísica; y el mundo se vuelve tan complejo que a veces es imposible comprenderlo sólo a base de conceptos, y es necesario recurrir a la metáfora: quizá menos precisa, pero desde luego más reveladora. A Wittgenstein le asustaba alejarse de los conceptos, y nos mandaba callar cuando no podíamos hablar con las abstracciones; pero no hay por qué callarse cuando queremos expresar cosas que escapan a la abstracción: sólo que entonces la ciencia se vuelve arte. Todo ello deriva en una estética que gira en torno a siete puntos:

      Filosofía de la niebla (porque la razón no es lo contrario de la intuición, y vuela mucho más alto que la lógica, que es solamente una de las caras de la razón).
      Filosofía literaria (porque la razón no es lo contrario de la imaginación, y la metáfora va más allá del concepto).
            Razón vital (porque la razón no es lo contrario del corazón, y la pasión no vive a espaldas de la vida).
      Realismo romántico (porque la fantasía no vive a costa de la realidad).
      Espiritualismo corporal (porque el cuerpo no es el enemigo del alma).
      Novela lírica (porque la novela no es incompatible con la poesía).
            Racionalismo romántico (porque la razón no es adversaria de la pasión, y la pasión es lo mismo que la locura; pero las locuras racionales nada tienen que ver con locuras irracionales como el fanatismo). El romanticismo no es lo contrario de la ilustración ni de la ciencia. El romanticismo no es oscurantismo, sino inspiración.

            Vamos a examinarlos uno por uno. 

 

 1. Filosofía de la niebla.  

            La lógica aristotélica surge de la aceptación de lo que se ha venido en llamar regla de Escoto; según ésta, de un par de premisas mutuamente contradictorias se puede deducir cualquier fórmula, por absurda que sea; por ejemplo, si es verdad que llueve y no llueve, entonces los burros vuelan.
            Si rechazamos la regla de Escoto tenemos que admitir que hay coherencia en la contradicción; podemos decir “vivo sin vivir en mí”, “llueve y no llueve” o “estoy contento y triste a la vez”, sin caer por ello en el absurdo; porque lo que es contradictorio no es nuestra manera de hablar, sino la realidad del mundo del que hablamos. Y la lógica de Aristóteles, que arranca del principio de no-contradicción, debe dejar paso a las lógicas contradictoriales (que no son contradictorias en el decir, y que hablan de realidades contradictorias en el vivir; aunque las contradicciones de la vida puedan reflejarse también en contradicciones del lenguaje: ahí es donde surge la poesía). A las lógicas contradictoriales se las llama hoy lógicas paraconsistentes; un ejemplo de lógica paraconsistente es la lógica transitiva de  Lorenzo Peña).
            La lógica transitiva es infinivalente; es decir que hay una infinidad de grados de verdad entre lo que es 100% verdadero y lo que es verdadero en un 0%. Hay estados intermedios: puedo estar triste en un 25% y alegre en un 75% (con lo que es verdad que estoy alegre y triste a la vez); e incluso puedo estarlo en un 0’01% (no es lo mismo estar inmensamente alegre que estarlo apenas un poco; y no es lo mismo estar infectado en un 0’01% que en un 99’99%, pues los estadios iniciales de la enfermedad pueden ser tratados con mucha mayor facilidad que cuando la enfermedad está francamente avanzada).  

 

            Esta lógica es minimalista alética, porque acepta el principio de apencamiento: según este principio lo no totalmente falso es verdadero (lo que no significa que sea totalmente verdadero). La penumbra no es lo mismo que la tiniebla; por lo tanto no es falso del todo decir  que hay luz cuando estamos en penumbra, aunque eso no quiere decir, claro está, que el día sea luminoso.
Se llama lógica transitiva porque es una lógica de los estados transicionales y estudia las penumbras que hay entre el sí y el no. Hay luz en un día de sol radiante y también en un día de niebla, pero, aparte de que la luz no brilla del mismo modo en ambos casos, cuando se disipa la niebla hay una transición entre la luz opaca y la luz transparente de los días soleados.
Y es una lógica no arquimédea porque postula, para cada grado de realidad, la existencia de un umbral inferior (que es el punto de arranque del tránsito) y un umbral superior. El umbral mínimo de verdad es también su grado ínfimo: hay verdades infinitesimales en la realidad.
Podemos hablar, entonces, de filosofía de la niebla: aquella que se ocupa de los umbrales y transiciones del ser. El mundo, que se extiende entre el ser y el no-ser, es comparable a la aurora y al crepúsculo; es más, el día no es una zona de luz, sino una inmensa penumbra; y tampoco la noche es una zona de tiniebla; el día y la noche son transiciones entre la luz y la oscuridad en donde caben los contrastes y los claroscuros.   

 

2. Filosofía literaria.

“El estado actual de la filosofía”, dice el filósofo peruano Francisco Miró Quesada Cantuarias, “puede compararse a un viaje marino. En ciertas latitudes el mar es claro y no muy profundo, se puede contemplar con admiración el hermoso paisaje del fondo. Pero conforme el barco se adentra en la inmensa masa de agua, se descubren profundidades abismales. Y todavía no se ha podido construir un batiscafo que pueda tocar piso en la máxima profundidad. A partir de Gödel se van descubriendo (…) limitaciones”.

La realidad observable es el dominio de la nitidez, la claridad y el rigor; pero tiene dentro una sustancia nebulosa, una naturaleza que no se puede observar; como diría Miró Quesada: “rebasa el mundo de los sentidos y, en último término, sólo puede ser pensada”. Cuando nos adentramos en las cosas se ven cada vez menos nítidas; es el dominio de la imprecisión, de la vaguedad, de la niebla más que de la luz; como cuando miramos por primera vez por un microscopio antes de lograr enfocar las imágenes; antes de la luz no fue la sombra, sino la penumbra; y antes del blanco no fue el negro, sino el gris; las cosas fueron claroscuro antes que contraste; lo claroscuro no es blanco o negro, sino blanco y negro a la vez; la bivalencia quiere que las cosas sean o no sean, pero no las dos cosas a la vez: tal es la lógica de Aristóteles; pero aquí las cosas son y no son, y es el mundo de la contradicción, de la ambivalencia, de la evanescencia; cuando las cosas empiezan a aparecer o están desapareciendo son y no son las mismas cosas: ya no es el mundo de la luz, sino de la niebla. Las realidades imprecisas responden a lógicas no aristotélicas: las lógicas difusas, los conjuntos borrosos. 

 
 
2.1. La antítesis.

La lógica aristotélica no tolera la contradicción. Y es el mundo de la antítesis: la antítesis es el rechazo de la contradicción, y la comparación sugestiva entre dos mundos contradictorios.

Los cementerios son ciudades donde viven los muertos; los vivos mueren, mi querido Luis, en el penal de Ushuaia[1].
(p. 224)
Cuanto más negro el cielo, más claras las estrellas.
(p. 195)
Conocemos por contraste. Y cuanto más fuerte es la tensión entre los contrarios, más claro es el conocimiento. Y jugamos con las palabras:
Un rey secuestrado por su pueblo. ¡Como si no hubiera sido el pueblo el que había sido secuestrado por su rey!
(p. 29)
El mundo de las antítesis responde a una filosofía de la luz.


2.2. La paradoja.

En cambio la lógica no aristotélica, al rechazar el principio de no contradicción, ya no es bivalencia, sino ambivalencia, presencia simultánea de los contrarios; que, según la exponga Lukasiewicz o Lorenzo Peña, será trivalencia, pentavalencia o infinivalencia; en una palabra, multivalencia. A este mundo no se adapta la filosofía de la luz, sino de la niebla.

La paradoja es la aceptación de la contradicción. Los elementos contradictorios ya no se excluyen, sino que se interpenetran; antes se hablaba de lógicas contradictoriales (que no es lo mismo que lógicas contradictorias): hoy las llamamos, recordémoslo, lógicas paraconsistentes. Veamos algunos ejemplos.

Su cuerpo le pedía descanso, pero su alma no estaba para descansar. Y aquella contradicción entre mente y cuerpo producía un sueño entre vigilias, un reposo cansado.
(p. 294)
Vigilia y sueño a la vez, reposo y cansancio.  Veamos otro ejemplo:           

No veas lo excitante que es imaginar lo que, por estar oculto, se muestra tanto.
(p. (p. 190)

Las caras del mar, que es la novela de la que estamos hablando, se precipita por una cascada de paradojas:
Libertad despótica (p. 24).
Volcán frío (p. 149).
Un cerebro sano movido por un corazón loco (p. 152).
Un fuego sin llamas, una luz apagada, una fuerza débil, un resplandor oscuro (p. 289).
Un grito del silencio (p. 261: con ecos, a buen seguro, de algún grupo musical que estuvo de moda). También se habla de:
Aquella falta de expresividad que expresaba tanto.
(p. 189)
Y de manera genérica, una paradoja que puede servir de conclusión:
El futuro fabrica realidades con almacenes de imposibles.
(p. 322)

Consideraciones similares inducen a Miró Quesada a plantear dos tipos de filosofía: “la filosofía rigurosa, (que) es exacta y precisa, pero está condenada a bucear muy cerca de la superficie; (aunque) si queremos entrar en las profundidades tendremos que recurrir a una filosofía literaria: que pierde en precisión a medida que gana en profundidad; por eso, irremediablemente, el concepto debe ser sustituido por la metáfora; que tiene mayor alcance, aunque vea con menos claridad; también aquí nos movemos en una filosofía de la niebla; el concepto, que ama la bivalencia, sólo puede moverse en una filosofía de la luz: que es más diáfana, sí, pero menos poderosa; y a veces quema las imágenes porque la luz puede ser excesiva. 

 

 2.3. La metáfora.

La metáfora, y de manera genérica el símil, sirven para describir:
Las gaviotas,  manchas oscuras que parecían libros abiertos.
(p. 190)
 Para explicar:
El agua está estancada. Como tu mente. La mente de Luis eran esas fantasías destructivas (…) pájaros que alborotaban en los arbustos. Las pasiones que dormían en el inconsciente. La cobardía. La conciencia sucia. Las uñas arrancadas. El miedo.
(p. 295)
La metáfora y el símil sirven para sugerir:
La piel del mar (p. 175).
La escalera parecía un gusano vivo, cubierto por una película de agua que se resolvía en cascadas regulares, peldaño a peldaño.
(p. 185).
Un rayo. Una culebra (p. 290).
La metáfora, en suma, sirve para sentir, a diferencia de la ciencia, que insiste en que el pensar, para ser riguroso, debe apartarse del sentir; desde Epicuro la ciencia ha insistido en ignorar la subjetividad; y así, las letras…
…eran como nerviosos garabatos, hormigas imaginarias aplastadas entre las hojas del naturalista, patas seccionadas del cuerpo, como esqueletos secos de insectos y arácnidos.
(pp. 258-259)
A veces el poder descriptivo se mezcla con el sentimiento, sirviéndose de la ciencia como instrumento; y así,
El mar allí era como un resumen de los tiempos geológicos: formación y destrucción de montañas (las olas lo parecían), pero no a lo largo de millones de años, porque aquella orogenia acuática se desplegaba sólo en unos segundos.
(p. 178)
Sirva, como botón de muestra, este otro ejemplo:
Pudo ver a Lucho alejarse, sin dejar de hacer aspavientos en una zona muy próxima a él, como si él fuera un núcleo y Lucho el electrón más próximo; por fin, al debilitarse la energía de atracción, Lucho se despegó del núcleo.
(p. 237)

De manera genérica la metáfora ayuda a la paradoja a moverse en el mundo de la niebla; de las presencias evanescentes y precisas; en el mundo de la contradicción.
Entre el león y su propia profundidad era un espejo, y él era todos los seres que se reflejaban en el espejo, los buenos y los malos.
(p. 297)
Porque eres, para ti mismo, un horrible tártaro, un destructivo agujero negro;
(p. 304)
Y en el fondo del agujero está lo inaccesible, lo que no se puede ver ni siquiera con lógicas borrosas, con lentes penetrantes como los ojos del águila, porque la profundidad de campo tiene un límite: unas veces para destruir, otras para crear.
Insiste Miró Quesada en que la profundidad nos nubla la vista, pero ése es un precio que tenemos que pagar si queremos conocer algo más que la exactitud superficial y tranquilizadora, siempre rigurosa, pero algunas veces ramplona. “Un error en lo profundo”, dice, “está más cerca de la verdad que una exactitud en la superficie”. Además, “hay zonas de lo profundo que están abiertas a la luz, porque son diáfanas”; en esas zonas el científico puede emplear a fondo su rigor, sabiendo que sus razonamientos dejarán de ser algorítmicos, se volverán creadores, y a cambio dejarán de ser meras máquinas de cálculo tan brillantes como inútiles, se harán científicos de verdad: y entrarán también en el mundo de la metáfora, que no es un coto privado de la literatura. Faraday captó, en un chispazo de genio, el campo eléctrico adivinando en él la gravitación de Newton; Dirac tuvo el atrevimiento, y al mismo tiempo la genialidad, de concebir la existencia de una energía negativa que rechazaba todo el mundo después de Maxwell; y Kekulé no descubrió mediante el cálculo la estructura del benceno, sino levitando, en duermevela, mientras su conciencia flotante empezaba a soñar con las llamas de la lumbre, que se abrazaban mientras estaban crepitando. Hay más poesía en la ciencia de lo que los científicos ramplones quisieran aceptar; de hecho es la genialidad de las metáforas la que distingue a Einstein, que no sabía calcular, de cualquier físico experto en cálculo que no lo habría entendido cuando Einstein expuso su relatividad por primera vez. Los científicos de talento son intuitivos, imaginativos, atrevidos y, por lo tanto, locos. La ciencia tiene que ser creativa. Los algoritmos, por sí solos, sin el faro de las metáforas, no habrían sido nunca más que razón mecánica, y la ciencia con ellos solos nunca habría podido avanzar. 

 
 
3. Razón vital.

            A diferencia del romanticismo clásico, el racionalismo romántico no ve con buenos ojos la opción del suicidio. La muerte es la esencia de la vida, de ninguna manera una de sus posibilidades: por eso el ser humano no busca la muerte, sino que la encuentra; de alguna manera se topa con ella; la vida es precisamente una lucha sin cuartel contra la muerte sobre los decorados de la muerte como presencia viva; insoslayable; atronadora; aterradora y tremenda.
            La vida romántica es, por encima de todo, exaltación de las fuerzas de la vida; cuando Larra y Espronceda deciden poner fin a sus vidas, y cuando Werther hace lo propio de la mano de Goethe, están renunciando a los goces futuros, más allá del sufrimiento presente; las tragedias no son actas de derrota, sino latigazos y escollos que despiertan, en su resplandor, el espíritu de lucha; tragedia no es victoria del destino sobre la impotencia de la libertad, sino lucha titánica de la libertad, que es capaz de mirar al destino cara a cara y, si llega el caso, vencerlo; aunque otras veces acabe en derrota. La vida. La razón vital es, ante todo, razón viva. Vibrante. Palpitante. Desbocada. Frenética. Instinto ciego que mueve todas las fuerzas que combaten a la muerte.
Amor a la vida es ante todo el espíritu romántico. Porque detrás de la niebla está la luz, aunque la niebla sea oscura. Y brillan flamígeros destellos de sol detrás del destello sombrío; los vientos huracanados, los rayos fulminantes, los tenebrosos truenos, los árboles ululantes, los cerros siniestros; detrás del cataclismo, vibrante, se impone siempre la vida; como la hierba débil que crece entre las rocas; como las pobres raíces que son capaces de levantar el suelo.
            La vida es fuerza incontenible que se agarra a la existencia.

            Y en el momento cumbre en que Fran era soltado  por el barco, el brazo de Luis se disparó como un resorte; le agarró del cuello y sus dedos se agarrotaron, sin querer soltarse, movidos por la fuerza que no tenían, sus últimas fuerzas; el otro brazo se tensaba agarrado a los cordajes de mesana. Pero el mismo viento interior que anudaba sus dedos al cuello del marinero desató su brazo, impotente a los vientos de fuera; y Luis salió despedido en el mismo momento en que Fran lograba agarrarse de nuevo.
(p. 181)

            Cuando esperamos una ayuda que no viene, o llega una ayuda que no se espera, y hasta llega una ayuda que nadie necesita, sobrevienen situaciones límite que ponen la vida a prueba: pero de éstas el viento fluye; porque de éstas también se sale.

            -No quiero imaginar ese sentimiento de desolación. Las tierras heladas. El destierro asolado por la ventisca. El aullido del viento. Cuando nieva, Ushuaia es un entierro de copos bajo los ojos cegados; cuando hiela, como si los pies quedaran atrapados y fuese creciendo la muerte desde el suelo. El penal de Ushuaia.
            Luis tragó saliva. Las palabras de su amigo eran estremecedoras. Su mente parecía que miraba desde otro tiempo. Estaba suspendido en el reloj.
            -No puede imaginarse, amigo mío, lo que es eso. Es un lugar al que mandan a los peores asesinos a trabajos forzados. Si usted va al penal se le congelará el aliento. Muros inhóspitos, inhumanos, secos. Celdas de metro y medio para tres personas. Manos congeladas de agarrar el martillo. Cuerpos temblando sin poder vencer el frío; en las peores noches de invierno. Fiebres y delirios que acaban en muerte. El penal de Ushuaia es, amigo mío, uno de los peores cementerios. –Levantó la vista como saliendo de su abstracción-. Los cementerios son ciudades donde viven los muertos; los vivos mueren, mi querido Luis, en el penal de Ushuaia; es como si no pudieran morir para que se eternizara el sufrimiento.
            Un escalofrío recorrió el cuerpo de Luis. Los fríos de Ushuaia, por un instante, parecían querer instalarse en su cuerpo.
            -Si quisiera imaginarme el infierno –comentó- no me lo imaginaría de otro modo: un recinto donde no existe la muerte para que el dolor viva; sólo que las llamas han sido cambiadas por el hielo.
(p. 224)

 

 4. Realismo romántico.

Lo fantástico es lo que se sale de la normalidad y la normalidad tiene su lógica, y lo que no es de recibo es que haya fantasías absurdas. El romanticismo ha de ser ante todo realista, no olvidemos que todo romanticismo debe ser racional y por lo tanto producto del pensamiento. El espíritu romántico se mueve entre sueños, y los sueños son llaves que nos abren las puertas de mundos nuevos; cada mundo podrá regirse por reglas distintas a las de la vigilia, pero todos ellos tienen su lógica; hasta el absurdo debe tener coherencia. Ya hemos visto que el romanticismo es racional; ahora vemos que también debe ser verosímil; y hay coherencias abiertas a la contradicción, como también hay lógicas contradictoriales; la no-contradicción es un principio aristotélico que ve las cosas por contraste, sin grises entre el blanco y el negro; la contradictorialiedad se fija en los matices, y transforma los contrastes en claroscuros; es el mundo de la niebla; el mundo de la evanescencia.
            El espíritu romántico se mueve con gusto entre la inconsciencia y la conciencia. Kant supo ver que el primero de esos estados se vive cuando no captamos el mundo, sino que nos abofetea; cuando percibimos las cosas fuera del espacio, fuera del tiempo; esos son los dominios de la evanescencia.

            Volvió en sí. Al principio se le montaban las figuras en sus ojos, superponiéndose unas a otras, como si flotaran en un espacio irreal. Poco a poco el espacio se iba configurando. Las cosas se movían pero el espacio ya no, el espacio era como una referencia fija a partir de la cual cobrara sentido todo.
(p. 186)

            Después nos metemos en el mundo y ya no somos juguetes abofeteados por él, sino personajes, voluntades, protagonistas. Pasamos de sentir en el abandono a pensar lo que sentimos; de ser decorado del tiempo a hacer del tiempo nuestro decorado; y podemos pensar sobre lo que sentíamos cuando no podíamos pensar: ésa es la razón poética; la poetización de la evanescencia. Salimos de la inconsciencia a veces a golpes, a veces lentamente; decimos que volvemos a la vida, pero lo que hacemos en realidad es volver de otra vida paralela.
           
            Otra mano no paraba de darle cachetes. Su mundo se formaba en torno a él cuando la niebla se condensaba en líneas, las líneas cerraban las superficies, en las superficies se clavaban colores y poco a poco se distinguían las voces. También en su nariz se conformaban los olores, pero era un único olor: el olor del mar; que venía de su boca, nauseabunda, asquerosa. Llena de sal y yodo y un agua repugnante que todavía le daba arcadas y ganas de escupir.
(p. 145)

            Ahora estamos en el mundo de la libertad. La realidad no nos controla: nosotros la controlamos. Y si nos controla, la libertad se volverá destino. Es la paloma de Kant: quiere volar sin que el aire la frene, pero sin aire es imposible su vuelo.

            -Tú eres una tabla domando las olas –dijo Fran-. Aprovechas tu fuerza para vencerla, pero es necesario primero que aceptes la fuerza del agua: su superioridad.
            -La libertad domando al destino.
            -Sin destino no podría haber libertad.
            -(…) Porque la derrota del destino es la evidencia de que el destino te ha impuesto el territorio donde tienes que luchar. El destino es un mar de fondo, un decorado que puede con la figura, el lugar y el tiempo donde te ha tocado vivir.
(p. 159)

            En efecto: nosotros vencemos a la realidad, pero la realidad nos impone las condiciones del combate; nos impone sus retos, sus armas y sus condiciones; tenemos que estar en su terreno; y cuando corremos, no sabemos si somos nosotros los que avanzamos o es ella la que nos está llevando.

            Un barco navegando en otro barco. Un trineo corriendo sobre un témpano que flota sobre el mar, a la deriva. ¿Sabía él adónde se dirigía? ¿O le llevaban las aguas misteriosas de la vida?
(p. 252)


            Cuando luchamos contra el destino es un combate trágico. Y cuando el destino vence a la libertad es una tragedia. Las luchas de la historia ¿son luchas entre las personas? ¿O las personas somos marionetas con quienes la libertad lucha contra el destino y la historia pone solamente el decorado? ¿Es la historia el resultado de nuestro esfuerzo, o es sólo manifestación de unas leyes inexorables? 

 
 
5. Espiritualismo corporal.

            Tampoco hay divorcio entre lo físico y lo mental; aunque a veces lo parezca. El cuerpo no es la cárcel del alma, más bien el alma suele ser cárcel del cuerpo; cuando el alma deja salir al espíritu no sale el espíritu de verdad, sino una suerte de espíritu falso, prostituido, idealizado, sin raíces donde beber, pobre, egoísta y seco; si el espíritu es el éxtasis que trasciende lo prosaico, sus raíces siempre están en el cuerpo; no se pueden superar las limitaciones ramplonas sin beber en las fuentes de la trascendencia; esas fuentes son este pellejo de carne y hueso, esta realidad material que, lejos de frenarnos, nos constituye; nos constituye, no nos prostituye. Así, el cuerpo no es un obstáculo para el espíritu; el cuerpo es la puerta por donde sale el espíritu, no la muralla que lo aprisiona.

            Lo mejor de la vida no está en el texto: está en sus márgenes. Las letras no valen si el aliento de la vida no las hace vibrar. El cuerpo del espíritu.
(p. 324)

            La vida es naturaleza, pero también historia. Letras que se escriben en el tiempo. Si esas letras no tienen aliento, serán letra muerta; y el aliento que las hace vibrar son el cuerpo del espíritu; la carne donde está sembrada el alma, igual que la materia es depósito de energía; y si la carne es el depósito del espíritu, ¿cómo podría haber espiritualidad en quien desprecia su cuerpo? San Juan de la Cruz lo vio bien reconociendo que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura; pero no se atrevió a asumir sus últimas consecuencias, y se empeñó en apartarlas para ir de vuelo; también Jaime Gil de Biedma aceptó que las cosas del amor son las cosas del alma, pero aclaró inmediatamente que el cuerpo es el libro donde se escriben; sin cuerpo no hay alma; sin fuente no hay agua; sin caricia no hay amor; sin materia no hay energía; si no fuéramos de carne y hueso no seríamos capaces de amar la trascendencia. Sin libro donde mirarse, el amor no sería historia, y quedaría reducido a una existencia sin expresión, a la nada. Sin embargo los románticos decimonónicos se empeñaban en sublimar el alma contra el cuerpo; como si el cuerpo fuese la causa de sus males.

            Su cuerpo le pedía descanso, pero su alma no estaba para descansar. Y aquella contradicción entre mente y cuerpo producía un sueño entre vigilias, un reposo cansado, una ausencia que no lograba desprenderse del mundo, una agitación febril.
(p. 294)

            El cuerpo es visto como un estorbo para el alma, no como la plataforma desde la que el alma fluye. Hay que desprenderse del mundo para sentir volar al espíritu. Como si la trascendencia fuera ir más allá del cuerpo, cuando en realidad es ir más allá de los límites donde encarcelamos al cuerpo cuando no atendíamos al bienestar del conjunto, sino solamente al de alguna de sus partes; que eso y no otra cosa es el vicio, la mediocridad, la depravación y la desgracia; o lo que es lo mismo, la prostitución de la vida buena.

            En su casa tomó un buen baño. El frescor del agua le abrió los poros de la piel, y con ellos empezó a respirarle el alma. No sabía por qué, pero había observado que cuando el cansancio hace que te pese el cuerpo también el ánimo te pesa; sin ganas de hacer cosas, como si la materia que aplasta el cuerpo también te aplastara el alma. Eso pasaba también con el sudor: que te cierra la expansión del sueño en los mismos poros por donde el polvo tapa el aire; como si el cuerpo que se cierra y pesa fuera una piedra sobre el ánimo.
(p. 98)

            La higiene del espíritu no consiste en olvidarse del cuerpo, sino en ocuparse de él, alimentarlo, cuidarlo, curarlo, mimarlo, que un cuerpo enfermo es un virus que contamina al alma; la higiene del cuerpo es la higiene del alma, y no hay peor negligencia en la higiene que ignorar nuestra naturaleza, despreciándola; pocas veces se vive tanta obsesión con el sexo como entre quienes ignoran el sexo, mortificando a la naturaleza, torturándola, reprimiéndola, como cuando practicamos visiones extremas de la castidad; que son visiones enfermas, antihigiénicas, viciadas desde la raíz. El cuerpo es como  guitarra que despierta la música que tenemos dentro: ¿cómo va a sonar la música si no hay guitarra, si no hay lira, si no hay dedos para pulsarla? ¿Cómo vamos a sintonizar con la armonía del universo, que también tiene su lira, sus dedos, su música, su arpa?

            Despertada por la guitarra y empujada por el quejío, la palabra ya no cuenta las cosas desde fuera; se mete de pronto en el universo de los gitanos, o mejor, se cae en él, y ya no sabe contar las cosas del cuerpo (el cuerpo del hombre y el de la sierra), sino el sonido que sale de dentro: la voz del alma; el alma del cuerpo andaluz, y de la vida escapada de la cárcel, de los bandoleros.
(p. 65)

            En el principio no era el verbo; era la música; la música era sonido y ritmo, y latidos del corazón, antes que razones que interpretan el sentimiento; y cuando surgió la palabra primero fue palabra cantada. Pero no hay música sin instrumento, pálpito, temblor y ritmo sin cuerpo que sienta, tiemble, baile y palpite: en el principio era el cuerpo y el cuerpo era un depósito de alma, y estaba lleno de poros, y por esos poros emanaba el alma, a medida que se sembraba la vida en el ritmo, porque el cuerpo no reprimía el ritmo, sino que lo bailaba; no contenía la música, sino que la vivía, encarnada en sus entrañas mismas, se emocionaba: el escalofrío; el pálpito de las carnes interiores, sembradas con lo sublime, que es el éxtasis del corazón,     que fue primero el éxtasis del cuerpo; y éxtasis es salir de sí para volver a sí, potenciado, entusiasmado, magnificado, no reprimido para que escape el alma; que en esto de escapar el alma es acercarnos a la muerte, y la muerte, al revés de lo que pensaban los románticos del siglo XIX, es lo más contrario que hay al espíritu romántico.
            El romanticismo es vida. La vida es alma, pasión, el ser vibrante que se despliega en una historia. Y el alma es cuerpo que sólo quiere expresarse; no cuerpo reprimido en el silencio del vicio, el prosaísmo, la mediocridad y el calabozo de la carne. 

 

 6. Novela lírica.

            Podemos pensar en un tipo especial de novela: la llamaremos novela lírica; novela porque es relato, y por lo tanto cuenta una historia; y lírica porque contiene elementos épicos (que suelen ser las gestas legendarias) que no están ahí para exaltar el heroísmo, sino para sentirlo. Es poesía lo que se respira a través de las gestas. La gesta no es relato, sino atmósfera; no es acción, sino poesía de la acción: descripción narrativa, que congela los hechos impregnando el presente en la neblina del pasado; de un pasado que se vive como eterno.
            Y aquí viene el tratamiento del tiempo: el tiempo no es el cauce de la acción, sino de la estela de las acciones; lo que importa no son los hechos, sino su recuerdo. Unamuno distinguía entre historia e intrahistoria: la historia transcurre en el tiempo, y la intrahistoria en un presente eterno; si la historia, a decir de Unamuno, hace ruido, la intrahistoria es silencio: pero se puede admitir también que la intrahistoria haga ruido; y la historia muy bien puede ser silenciosa. No hay que dejarse llevar por el criterio fácil de Unamuno de que la vida es como el mar y la historia superficie donde rugen las olas; como en el Amazonas, puede ser al revés: hay superficies en calma que esconden, por debajo, rugidos y turbulencias.
            Entre la historia, devoradora de tiempos, y la intrahistoria, tiempo donde nunca pasa nada, está el tiempo: a través de él buscamos la verdad. La verdad no está en la historia pues muchos de los que actúan no son conscientes de lo que les pasa; la verdad hay que buscarla en el cristal; el cristal a cuyo través lo miramos todo. El tiempo es un cristal y su esencia (historia) no está aquí; tampoco al otro lado, donde nos espera la intrahistoria; la verdad está en medio: en el cristal mismo, pues en él se difunden los reflejos del tiempo. La verdad está en el espejo, no en sus reflejos: porque la historia y la intrahistoria sólo son sus apariencias.
            Pero si el tiempo es un cristal ¿lo que contiene no sería también una apariencia? Esa sospecha flota en el aire. Lo que llamamos esencia sería, quizá, una perspectiva más; la más pura, pero perspectiva al fin y al cabo. Quizá las esencias no se definen de una vez para siempre; quizá tendríamos que hablar de esencias indefinidas.
            ¿Es la esencia del cristal una novela lírica de inspiración épica? ¿Un tiempo donde la narración está doblegada por la descripción? Tal vez. En todo caso la novela puede ser tediosa para quienes no buscan la esencia, sino el relato; pero es que es necesario; la única forma de dar sentido al sinsentido es que la vida tenga la transparencia de lo bello; una belleza que cree felicidad a través de la desgracia, y que redima a los miserables después de su fracaso. El fracaso debe contener vida, y quizá esa vida es una atmósfera poética, de raíces épicas, que surge cuando la miramos con otros ojos; con otros cristalinos, con otra estructura que aparece en el tiempo cuando giramos un poco el cristal. La razón pura se transformó en razón vital, que para Ortega fue histórica, narrativa, y se convirtió en poética con María Zambrano. Empezó expresándose a través de los conceptos y se le escapó la esencia de la vida: sólo pudo llegar a ella con la metáfora; la metáfora, y la poesía, transforman la superficie en profundidad; y la esencia en tiempo; o al revés. 

 

            La vida adquiere dimensiones líricas cuando aflora lo trascendente a través de lo cotidiano; y dimensiones épicas cuando la trascendencia engloba a grandes masas de personas. No basta, para que la acción sea épica, que sus protagonistas sean pueblos más que personas; hace falta también que las acciones sean trascendentes; que no se pierdan en lo superfluo, en la vulgaridad de las cosas vanas; y eso no significa que no pueda haber trascendencia en lo cotidiano: si las grandes gestas colectivas se arrastran en la mediocridad, no tendrán nunca dimensión épica. En el universo épico los pueblos pueden ser la atmósfera donde evolucionan los protagonistas; o pueden ser los pueblos los verdaderos protagonistas; el alcance de lo trascendente (pues la trascendencia puede tener alcances diversos) nos da la medida de lo grandioso; las acciones de grandes masas y poca trascendencia no son grandiosas, sino grandilocuentes; y puede haber protagonistas sencillos que elevan sus acciones por encima de la historia. La novela lírica de inspiración épica es la historia  de una lucha, pero también de un drama; y es patetismo, por lo tanto tragedia y mística, y es pasión, pero también sentimiento: interioridad más que experiencia, es ensueño, poesía.
            Una familia sencilla tiene una pequeña historia; la leyenda y la música la proyectan más allá del tiempo, y es entonces lirismo de tintes épicos; cada individuo es entonces una mota de polvo en el universo, y es también, al mismo tiempo, el universo entero.

El río de los Fernández. Tú eres uno de ellos, hijo mío; yo lo soy también; lo es tu madre, tus hermanos. Y somos un grano de arena, una mota de polvo, tú y yo no somos nada, tomados uno a uno, pero juntos formaremos un río; un gran río que se extenderá sobre la tierra. Y crecerá. Sus aguas serán más numerosas que las estrellas. Y todo se llenará de nuestros ojos, nocturnas luminarias incendiadas, que tenderán sus brazos sobre el firmamento.
(p. 37)

            Pero la familia trasciende más allá de la tribu, hasta la humanidad entera.

            -¿Qué sufrimiento vale más? ¿El de los tuyos? ¿El de los otros? ¿Defenderás a una familia contra todas? Ninguna familia vale más que otra.
(p. 77)

            Y entonces aparece, entre la niebla del amor a tu familia, el amor grandioso a toda la humanidad.

            -Sea quien sea el que muera será siempre de los nuestros; si muere uno como si muere otro; todos somos hermanos y cuál es el que más vale…
(p. 77)

            Una humanidad sin familia es poca cosa: pero una familia sin humanidad no es nada. Quiera dios que en los Fernández esos dos amores no se separen.
(p. 88)

 

            Cada familia tiene su propia historia; que es al mismo tiempo la historia de la humanidad. Y cada historia tiene sus historias. Su tiempo y su atmósfera. Sus protagonistas y su decorado. Su historia y su leyenda.

            Y quedó solamente, como una presencia amiga, el ángel de la historia. Una mancha blanca que flotaba en el cielo mientras limpiaba el espacio. Cuando giró, saliéndose del cuadro, dejó detrás de sí como una sombra; una sombra amable que flotaba también ascendiendo en las corrientes, como una pluma; su inconsciencia le decía que era el viento de la leyenda; planeaba libremente acariciando las nubes, sin forzar los músculos, dejándose llevar pero guiando con su mente el aire que lo guiaba, con las alas desplegadas, eligiendo sin aspavientos las corrientes por las que tenía que ir.
            El viento de las leyendas dejó el cielo de Lima y voló sobre los campos, llenos de algodón, de maíz y de tubérculos; los pacayares. Voló sobre los acantilados.
(p. 232)

            Cuando se despierta la historia se despierta la poesía; así lo siente en su fuero interno el protagonista.

            Y ahora, con los ojos cerrados, sumido en el sueño, meciéndose entre dos ángeles (el de la historia y el de la leyenda), se dejaba llevar por ellos. No hay sitio más hermoso que los sueños.
(p. 233)

            El viento de la historia estaba hecho de historias pequeñas; cada historia supuraba sus propias fantasías. El viento susurraba y era la voz de las historias, y cada voz tenía su eco, y hasta muchos, uno distinto con cada pared que rebotaba; el viento de la historia se pulveriza en miles de ecos y son los ecos de las leyendas. Las leyendas son los sueños que producen en nosotros nuestras historias. El viento, el viento soplaba en un paisaje irreal, de fantasía; volaba hacia el pasado y nos traía los ecos de las cosas que habían ocurrido, y por qué habían ocurrido así.
(pp. 286-287)

 

            La historia se entreteje con el relato, con la intrahistoria, aparecen los personajes en su decorado; tal personaje de ayer se convierte en decorado del presente.

            El viento de la historia tiene sus suspiros. Nos deja a su paso los aires cotidianos, los recuerdos del pasado, los remolinos de la leyenda. El viento se riza en remolinos que a veces son efímeros y a veces, cuando se esfuman, vuelven al aire. Las ciudades están llenas del eco de nuestros suspiros. Son historias que entretejen las entrañas de la historia, relatos imaginarios, leyendas que se mezclan con los cuentos más verídicos: cómo pasa y cómo lo vivimos. Como torres se desploman muchas veces las historias que nos pasan; y se levantan sobre ellas, como sombras, los relatos legendarios. Que recorren nuestras sensaciones. Nuestros dilemas. Nuestros sentimientos. Nuestros mitos.
(p. 319)
            La historia, destilada en leyenda, se envuelve en los vapores del arte. La música. La literatura. La pintura. Los seres de carne y hueso se transfiguran en seres de leyenda. En héroes. En modelos. En símbolos. Y no es que la poesía sirva para enseñar, sino que hay en lo poético un torrente didáctico; por eso la poesía, aunque no se lo proponga, enseña. Le bastaría sólo con ser arte. Con despertar la emoción y provocar el escalofrío. Sólo nos enseña lo que nos emociona. La música.

            Un viento de nostalgia se adueñó de su pecho de repente. Un toque de guitarra. Un rasgueo, una vibración. En la inmensidad del océano oyó estremecerse un martinete:
Su única tierra es vagar.
            Y se acordó de Mío Cid. Su vida, en música, se estaba convirtiendo en cantar del destierro. La bahía de Cádiz, la sierra de Aracena. La serranía de Ronda y el paso de Despeñaperros.
(p. 165)

            El espíritu romántico no puede vivir sin emociones.

            Tus días avanzan sin sentido, sin objeto, cuando el viento de las mientes no redobla de ilusión; y te sientes como un trapo sucio, sin despertarte a las  emociones, sin alicientes para vivir.
(p. 98)

            Sobre el alma se extiende el mundo como una pintura.

            El mar, como una piel vibrante, era un campo de trigo moviéndose sin cesar; pero lo que se movía no eran las espigas, sino la tierra corrediza que había en su base; era como si, después de la siega, la tierra se moviera en agitadas pulsaciones; al grumete le hacía pensar aquello en un queso que le habían mostrado en Francia; un queso podrido, de una liquidez pastosa, y en su superficie se agitaban continuamente los gusanos. El mar era la superficie de un queso y las olas los movimientos de sus gusanos. Allí, desde el barco, los veía titilar bajo el sol de los mares australes; le parecía que si el cielo, donde titilaban las estrellas, fuera una masa gelatinosa que se licuara moviéndose en los días de sol, sus destellos se verían con los destellos de las olas sobre nuestras cabezas.
(p. 170)

 

 7. Racionalismo romántico.

            Hay problemas que sólo pueden resolverse de manera segura en los niveles más elementales; pero cuando los problemas son complejos ya no hay reglas mecánicas para resolverlos. La razón mecánica permite hacer multiplicaciones, calcular raíces o resolver ecuaciones sin pensar; si 3 menos 9 son 4, me llevo 1 y es muy posible que no sepa por qué, pero lo hago porque siempre se ha hecho así y siempre ha funcionado: me limito a aplicar el algoritmo correspondiente; un algoritmo es un procedimiento mecánico que resuelve un problema dando un número finito de pasos; mecánico significa que utiliza siempre la misma regla invariable; hablamos, pues, de rigidez algorítmica[2].
            Pero al lado de la razón algorítmica, que encuentra soluciones mecánicas, está la razón poética, que se funda en la inspiración; su ámbito propio es la libertad, y trasciende toda máquina posible.         Los problemas complejos, que no pueden ser resueltos mecánicamente, los puede resolver el talento creador; pero, una vez que ese talento ha encontrado la solución, se puede programar un ordenador para que, planteado el problema, encuentre la solución[3]: Así lo expone Miró Quesada. Como diría Antonio Machado, el creador hace camino al andar y el usuario recorre los caminos que éste ha andado.
Los curas y barberos piensan con la razón mecánica; con la razón poética piensa don Quijote: ésa es la verdadera diferencia entre lógica y cordura; la razón lógica es mecánica, fría, seca; la razón cuerda es libre, poética y creadora.
            Pero la cordura tiene otro ingrediente además de la creatividad: es el sentimiento. La cordura es esa voluntad que sazona la lógica con sentimiento, y la lógica es sentimiento ausente en el pensar. En el lenguaje quijotesco la voluntad está representada por las armas, y las letras, como razón sentimental, no pueden nada si no las auxilia la valentía, la fortaleza; así pues, primero afirma que la voluntad tiene primacía sobre la razón:

Quítense delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas.
(Primera parte, cap. 37, 474)

Pero añade acto seguido que la voluntad es razonable; o sea cuerda; o lo que es lo mismo, no puede ser mecánica como pasa con los curas y barberos, sino sentimental y creativa:

No es justo ni acertado que se cumpla la voluntad de quien lo que ordena va fuera de todo razonable discurso.
(Primera parte, cap. 13, 200)

Matar a la gente que sobra para resolver una crisis económica puede ser una solución lógica, pero no razonable; para ser razonable primero tiene que ser cuerda (de “cordis”, corazón), porque la lógica debe ser equilibrada con el sentimiento. No es loco solamente el que dice cosas absurdas contrarias a la lógica (y comete falacias formales), sino también quien dice y hace cosas absurdas contrarias al sentimiento (entonces la lógica se vuelve irracional: como en los barberos y los curas); el primer tipo de locura hace daño por faltar a la coherencia (como sucede con la paranoia); y el segundo lo hace por convertirnos en tornillos de una maquinaria insensible, seamos o no eslabones de una cadena lógica (que es lo que hacen los fanáticos). Pero hay un tercer tipo de locura: la locura cuerda; la que pone a la lógica y al sentimiento al servicio de la justicia (la justicia es la lógica del corazón); y la llaman locura aquellos que reducen la cordura a lógica sin sentimiento, y por quienes la reducen a sentimiento sin lógica, sentimiento absurdo. La locura de la lógica y la del sentimiento son, en palabras de don Quijote, locuras de daño; la locura cuerda es, por el contrario, locura de sentimiento.

Y podrá ser que viniese a contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de daño, sino de lloros y sentimiento, alcanzó tanta fama.

 

            Por eso mismo amar es retar, forzar al ser querido a buscar la verdad, aunque a veces las verdades nos duelan. El amor por elección enriquece el ser incluso cuando parece que nos hace sufrir:

Ése te quiere bien, que te hace llorar.
(Primera parte, cap. 20, 269)

            Ese tipo de amor presupone, evidentemente,  el conocimiento:

                                                                                  O le falta al amor conocimiento
                                                                                  O le sobra crueldad.
(Primera parte, cap. 23, 300)

 

Pasión.

            El sentimiento puede ser tranquilo y nos produce sosiego; o apasionado y nos parece que perdemos el control. Con la cordura hemos escapado a la razón mecánica, nos hemos introducido en la razón poética, hemos dejado de ser barberos para convertirnos en poetas. Pero el sentimiento apasionado da un paso más allá y nos tropezamos directamente con el romanticismo.
            El corazón romántico es una razón apasionada. Es un pensamiento (como todo pensamiento, coherente) movido por el frenesí, que lo vuelve contradictorio; ser coherente es, en estos casos, reconocer y asumir que la vida es ambivalente y contradictoria, y la coherencia del pensar se ve arrastrada por este torrente de antítesis y paradojas y no hay más remedio que abrirse a la contradicción, en la lógica, para captar esta viva contradicción que es la vida; o, de lo contrario, la bivalencia será un corsé que apriete el pensar sobre el mundo y, lejos de absorberlo, lo contenga; y se nos escapará entonces lo más importante. Esto ya sucedía con la poesía contemplativa: ahora se proyecta además sobre la pasión.
            Instinto puro, pasión desenfrenada, latigazos, evanescencia: niebla; es el frenesí que apunta con un dedo a la tragedia. Y son terremotos del alma. A veces el azar juega a tu favor, y ganas. A veces juega en tu contra, y pierdes: también la existencia tiene mierda. Un hombre monta un negocio; pero un día viene un terremoto y se lo tira todo. Tal otro vende la mercancía y lo asaltan los bandoleros. El tiempo. El tiempo es un destino mecido por el viento.

            La mujer se pierde entre las casas. Desesperada, grita. Su corazón ha enloquecido. Las ropas la sacuden con su azote, resuelto en mil ráfagas que le golpean las sienes, los brazos, las piernas. La lluvia se clava en las manos como si fuera carne de gallina. Las gotas caen con fuerza, con saña las afila la furia del viento: y se estrellan como agujas en la piel, como espadas, como puñales. La mujer mira buscando fuera lo que tiene dentro; pone en sus ojos las esperanzas del corazón, busca entre las casas, que se resquebrajan; su cara explota en plegarias de misericordia, quiere buscar, quiere encontrar, pero no encuentra; las casas se parten y su corazón se desmorona; quiere despertar su aliento, topar con su amor entre los elementos, busca desesperada, su cuerpo se resigna, su corazón se ha deshecho. Relámpagos. Galerna. A cada relámpago se enciende la faz sombría de la tierra. Hay tumulto por las calles y en las casas se grita y se corre. La gente huye despavorida. El suelo tiembla, no hay suelo firme que te sujete, la tierra se hunde, el cielo se estrella. Lejos, muy lejos, donde la tierra se hunde en el averno, los temblores se despiertan. El magma pugna por salir. El diablo pugna, agitando su tridente, abriendo fauces en la tierra. La mujer llora. Quiere enjugar sus lágrimas pero la lluvia las fecunda y las arrastra. El vientre subterráneo tiembla bajo los pies. El corazón se agita. Un terremoto no más hay en el pecho, otro suelo que cede, una caldera bufando, entre las tripas, un resplandor, una tormenta.
(p. 290)

            Las pasiones desatadas las encontramos en Shakespeare. A Otelo lo devoran los celos, Romeo pierde la razón por amor a Julieta, a Macbeth lo pierde la ambición, Hamlet se desgarra roto por la duda… Las pasiones desatadas pierden la conexión con la lógica y nos arrastran hacia la locura; pero no es la locura cordial que vemos en don Quijote, resuelta y tranquila, sino la locura obsesiva que pierde sus lazos racionales. Eso es lo que encontramos en Shakespeare. Y lo encontramos también en buena parte del romanticismo decimonónico.
            Pero hay un romanticismo diferente. Aquel cuyas pasiones viven en una locura cuerda, aunque pasen por momentos sin cordura y parezcan navegar fuera de control por los mares del sentimiento: sin piloto y sin faro, a la deriva. Es un romanticismo de nuevo cuño: el que reivindica el papel de la razón en todos los extravíos de la locura, todos susceptibles de ser llevados a buen puerto. Shakespeare es el autor que pone orden en el caos de sus personajes.
            La locura de don Quijote es cuerda, y las pasiones van siempre de la mano de la razón: por eso Cervantes hace literatura realista. La locura de Hernani se ha soltado de la razón y dice continuamente cosas absurdas: por eso en Víctor Hugo encontramos un romanticismo decimonónico. Pero la locura que naufraga fuera de la razón para volver siempre a ella constituye otro tipo de romanticismo, un romanticismo de cuño nuevo que no está reñido con la razón sino que hace de ella su razón de ser; se trata, por lo tanto, de un nuevo racionalismo: nosotros lo llamaremos racionalismo romántico; y es la filosofía del arte que aquí he tratado de exponer.  

 






[1] Todos los fragmentos literarios están sacados de mi novela Las caras del mar.
[2] Miró Quesada Cantuarias, Francisco; p. 283.
[3] Ibídem, p. 305.

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