EL
RACIONALISMO ROMÁNTICO
(MANIFIESTO
LITERARIO)
La filosofía quiere estudiar el
mundo y se hace metafísica; y el mundo se vuelve tan complejo que a veces es
imposible comprenderlo sólo a base de conceptos, y es necesario recurrir a la
metáfora: quizá menos precisa, pero desde luego más reveladora. A Wittgenstein
le asustaba alejarse de los conceptos, y nos mandaba callar cuando no podíamos
hablar con las abstracciones; pero no hay por qué callarse cuando queremos
expresar cosas que escapan a la abstracción: sólo que entonces la ciencia se
vuelve arte. Todo ello deriva en una estética que gira en torno a siete puntos:
Filosofía de la niebla (porque la razón no es lo contrario de la intuición, y vuela mucho más alto que
la lógica, que es solamente una de
las caras de la razón).
Filosofía literaria (porque la razón no es lo contrario de la imaginación, y la metáfora va más allá del concepto).
Razón vital (porque la razón no es lo contrario del corazón,
y la pasión no vive a espaldas
de la vida).
Realismo romántico (porque la fantasía no vive a costa de la realidad).
Espiritualismo corporal (porque el cuerpo no es el enemigo del alma).
Novela lírica (porque la novela no es incompatible con la poesía).
Racionalismo romántico (porque la razón no es adversaria de la pasión, y la pasión es lo mismo
que la locura; pero las locuras racionales nada tienen que ver con locuras irracionales como el fanatismo). El romanticismo no es lo contrario de la ilustración ni de la ciencia. El romanticismo no es oscurantismo, sino inspiración.
Vamos a examinarlos uno por uno.
1. Filosofía de
la niebla.
La lógica aristotélica surge de
la aceptación de lo que se ha venido en llamar regla de Escoto; según ésta, de un par de premisas mutuamente
contradictorias se puede deducir cualquier fórmula, por absurda que sea; por
ejemplo, si es verdad que llueve y no llueve, entonces los burros vuelan.
Si rechazamos la regla de Escoto tenemos
que admitir que hay coherencia en la contradicción; podemos decir “vivo sin
vivir en mí”, “llueve y no llueve” o “estoy contento y triste a la vez”, sin
caer por ello en el absurdo; porque lo que es contradictorio no es nuestra
manera de hablar, sino la realidad del mundo del que hablamos. Y la lógica de
Aristóteles, que arranca del principio de no-contradicción, debe dejar paso a
las lógicas contradictoriales (que
no son contradictorias en el decir, y que hablan de realidades contradictorias
en el vivir; aunque las contradicciones de la vida puedan reflejarse también en
contradicciones del lenguaje: ahí es donde surge la poesía). A las lógicas
contradictoriales se las llama hoy lógicas
paraconsistentes; un ejemplo de lógica paraconsistente es la lógica transitiva de Lorenzo Peña).
La lógica transitiva es infinivalente; es decir que hay una
infinidad de grados de verdad entre lo que es 100% verdadero y lo que es verdadero en un 0%. Hay estados intermedios: puedo estar triste en un 25% y alegre
en un 75% (con lo que es verdad que estoy alegre y triste a la vez); e incluso
puedo estarlo en un 0’01% (no es lo mismo estar inmensamente alegre que estarlo
apenas un poco; y no es lo mismo estar infectado en un 0’01% que en un 99’99%,
pues los estadios iniciales de la enfermedad pueden ser tratados con mucha
mayor facilidad que cuando la enfermedad está francamente avanzada).
Esta lógica es minimalista alética,
porque acepta el principio de
apencamiento: según este principio lo no totalmente falso es verdadero (lo
que no significa que sea totalmente verdadero). La penumbra no es lo mismo que
la tiniebla; por lo tanto no es falso del todo decir que hay luz cuando estamos en penumbra,
aunque eso no quiere decir, claro está, que el día sea luminoso.
Se
llama lógica transitiva porque es
una lógica de los estados transicionales
y estudia las penumbras que hay entre el sí y el no. Hay luz en un día de sol radiante y también en un
día de niebla, pero, aparte de que la luz no brilla del mismo modo en ambos
casos, cuando se disipa la niebla hay una transición entre la luz opaca y la
luz transparente de los días soleados.
Y
es una lógica no arquimédea porque postula,
para cada grado de realidad, la existencia de un umbral inferior (que es el punto de arranque del tránsito) y un umbral superior. El umbral mínimo de
verdad es también su grado ínfimo: hay verdades infinitesimales en la realidad.
Podemos
hablar, entonces, de filosofía de la niebla: aquella que se ocupa de los
umbrales y transiciones del ser. El mundo, que se extiende entre el ser y el
no-ser, es comparable a la aurora y al crepúsculo; es más, el día no es una
zona de luz, sino una inmensa penumbra; y tampoco la noche es una zona de
tiniebla; el día y la noche son transiciones entre la luz y la oscuridad en
donde caben los contrastes y los claroscuros.
2. Filosofía
literaria.
“El estado actual de la filosofía”, dice el
filósofo peruano Francisco Miró Quesada Cantuarias, “puede compararse a un
viaje marino. En ciertas latitudes el mar es claro y no muy profundo, se puede
contemplar con admiración el hermoso paisaje del fondo. Pero conforme el barco
se adentra en la inmensa masa de agua, se descubren profundidades abismales. Y
todavía no se ha podido construir un batiscafo que pueda tocar piso en la
máxima profundidad. A partir de Gödel se van descubriendo (…) limitaciones”.
La realidad observable es el dominio de la
nitidez, la claridad y el rigor; pero tiene dentro una sustancia nebulosa, una
naturaleza que no se puede observar; como diría Miró Quesada: “rebasa el mundo
de los sentidos y, en último término, sólo puede ser pensada”. Cuando nos
adentramos en las cosas se ven cada vez menos nítidas; es el dominio de la
imprecisión, de la vaguedad, de la niebla más que de la luz; como cuando
miramos por primera vez por un microscopio antes de lograr enfocar las
imágenes; antes de la luz no fue la sombra, sino la penumbra; y antes del
blanco no fue el negro, sino el gris; las cosas fueron claroscuro antes que
contraste; lo claroscuro no es blanco o negro, sino blanco y negro a la vez; la
bivalencia quiere que las cosas sean o no sean, pero no las dos cosas a la vez:
tal es la lógica de Aristóteles; pero aquí las cosas son y no son, y es el
mundo de la contradicción, de la ambivalencia, de la evanescencia; cuando las
cosas empiezan a aparecer o están desapareciendo son y no son las mismas cosas:
ya no es el mundo de la luz, sino de la niebla. Las realidades imprecisas
responden a lógicas no aristotélicas: las lógicas difusas, los conjuntos
borrosos.
2.1. La
antítesis.
La lógica
aristotélica no tolera la contradicción. Y es el mundo de la antítesis: la antítesis es el rechazo de la
contradicción, y la comparación sugestiva entre dos mundos contradictorios.
Los cementerios son ciudades donde viven los muertos; los vivos
mueren, mi querido Luis, en el penal de Ushuaia[1].
(p. 224)
Cuanto más negro el cielo, más claras las estrellas.
(p. 195)
Conocemos por
contraste. Y cuanto más fuerte es la tensión entre los contrarios, más claro es
el conocimiento. Y jugamos con las palabras:
Un rey secuestrado por su pueblo. ¡Como si no hubiera sido el pueblo
el que había sido secuestrado por su rey!
(p. 29)
El mundo de las
antítesis responde a una filosofía de la
luz.
2.2. La
paradoja.
En cambio la lógica no aristotélica, al rechazar el
principio de no contradicción, ya no es bivalencia, sino ambivalencia,
presencia simultánea de los contrarios; que, según la exponga Lukasiewicz o
Lorenzo Peña, será trivalencia, pentavalencia o infinivalencia; en una palabra,
multivalencia. A este mundo no se adapta la filosofía de la luz, sino de
la niebla.
La paradoja es la aceptación de la
contradicción. Los elementos contradictorios ya no se excluyen, sino que se
interpenetran; antes se hablaba de lógicas
contradictoriales (que no es lo mismo que lógicas contradictorias): hoy las
llamamos, recordémoslo, lógicas
paraconsistentes. Veamos algunos ejemplos.
Su cuerpo le pedía descanso, pero su alma no estaba para descansar. Y
aquella contradicción entre mente y cuerpo producía un sueño entre vigilias, un
reposo cansado.
(p. 294)
Vigilia
y sueño a la vez, reposo y cansancio.
Veamos otro ejemplo:
No veas lo excitante que es imaginar lo que, por estar oculto, se
muestra tanto.
(p. (p. 190)
Las caras del mar, que es la novela de la que estamos
hablando, se precipita por una cascada de paradojas:
Libertad despótica (p. 24).
Volcán frío (p. 149).
Un cerebro sano movido por un corazón loco (p. 152).
Un fuego sin llamas, una luz apagada, una fuerza débil, un resplandor
oscuro (p. 289).
Un grito del silencio (p. 261: con ecos, a buen
seguro, de algún grupo musical que
estuvo de moda). También se habla de:
Aquella falta de expresividad que expresaba tanto.
(p. 189)
Y de manera
genérica, una paradoja que puede servir de conclusión:
El futuro fabrica realidades con almacenes de imposibles.
(p. 322)
Consideraciones
similares inducen a Miró Quesada a plantear dos tipos de filosofía: “la filosofía rigurosa, (que) es exacta y
precisa, pero está condenada a bucear muy cerca de la superficie; (aunque) si
queremos entrar en las profundidades tendremos que recurrir a una filosofía literaria: que pierde en
precisión a medida que gana en profundidad; por eso, irremediablemente, el concepto debe ser sustituido por la metáfora; que tiene mayor alcance,
aunque vea con menos claridad; también aquí nos movemos en una filosofía de la niebla; el concepto,
que ama la bivalencia, sólo puede moverse en una filosofía de la luz: que es más diáfana, sí, pero menos poderosa; y
a veces quema las imágenes porque la luz puede ser excesiva.
2.3. La
metáfora.
La metáfora, y de manera genérica el símil, sirven para describir:
Las gaviotas, manchas oscuras
que parecían libros abiertos.
(p. 190)
Para explicar:
El agua está estancada. Como tu mente. La mente de Luis eran esas
fantasías destructivas (…) pájaros que alborotaban en los arbustos. Las
pasiones que dormían en el inconsciente. La cobardía. La conciencia sucia. Las
uñas arrancadas. El miedo.
(p. 295)
La metáfora y el
símil sirven para sugerir:
La piel del mar (p. 175).
La escalera parecía un gusano vivo, cubierto por una película de agua
que se resolvía en cascadas regulares, peldaño a peldaño.
(p. 185).
Un rayo. Una culebra (p. 290).
La metáfora, en
suma, sirve para sentir, a diferencia de la ciencia, que insiste en que el
pensar, para ser riguroso, debe apartarse del sentir; desde Epicuro la ciencia
ha insistido en ignorar la subjetividad; y así, las letras…
…eran como nerviosos garabatos, hormigas imaginarias aplastadas entre
las hojas del naturalista, patas seccionadas del cuerpo, como esqueletos secos
de insectos y arácnidos.
(pp. 258-259)
A veces el poder
descriptivo se mezcla con el sentimiento, sirviéndose de la ciencia como
instrumento; y así,
El mar allí era como un resumen de los tiempos geológicos: formación y
destrucción de montañas (las olas lo parecían), pero no a lo largo de millones
de años, porque aquella orogenia acuática se desplegaba sólo en unos segundos.
(p. 178)
Sirva, como botón
de muestra, este otro ejemplo:
Pudo ver a Lucho alejarse, sin dejar de hacer aspavientos en una zona
muy próxima a él, como si él fuera un núcleo y Lucho el electrón más próximo;
por fin, al debilitarse la energía de atracción, Lucho se despegó del núcleo.
(p. 237)
De manera genérica
la metáfora ayuda a la paradoja a moverse en el mundo de la niebla; de las
presencias evanescentes y precisas; en el mundo de la contradicción.
Entre el león y su propia profundidad era un espejo, y él era todos
los seres que se reflejaban en el espejo, los buenos y los malos.
(p. 297)
Porque eres, para ti
mismo, un horrible tártaro, un destructivo agujero negro;
(p. 304)
Y en el fondo del
agujero está lo inaccesible, lo que no se puede ver ni siquiera con lógicas
borrosas, con lentes penetrantes como los ojos del águila, porque la
profundidad de campo tiene un límite: unas veces para destruir, otras para
crear.
Insiste Miró
Quesada en que la profundidad nos nubla la vista, pero ése es un precio que
tenemos que pagar si queremos conocer algo más que la exactitud superficial y
tranquilizadora, siempre rigurosa, pero algunas veces ramplona. “Un error en lo
profundo”, dice, “está más cerca de la verdad que una exactitud en la
superficie”. Además, “hay zonas de lo profundo que están abiertas a la luz,
porque son diáfanas”; en esas zonas el científico puede emplear a fondo su
rigor, sabiendo que sus razonamientos dejarán de ser algorítmicos, se volverán
creadores, y a cambio dejarán de ser meras máquinas de cálculo tan brillantes
como inútiles, se harán científicos de verdad: y entrarán también en el mundo
de la metáfora, que no es un coto privado de la literatura. Faraday captó, en un chispazo de genio,
el campo eléctrico adivinando en él la gravitación de Newton; Dirac tuvo el atrevimiento, y al mismo
tiempo la genialidad, de concebir la existencia de una energía negativa que
rechazaba todo el mundo después de Maxwell; y Kekulé no descubrió mediante el cálculo la estructura del benceno,
sino levitando, en duermevela, mientras su conciencia flotante empezaba a soñar
con las llamas de la lumbre, que se abrazaban mientras estaban crepitando. Hay
más poesía en la ciencia de lo que los científicos ramplones quisieran aceptar;
de hecho es la genialidad de las metáforas la que distingue a Einstein, que no sabía calcular, de
cualquier físico experto en cálculo que no lo habría entendido cuando Einstein expuso
su relatividad por primera vez. Los científicos de talento son intuitivos,
imaginativos, atrevidos y, por lo tanto, locos. La ciencia tiene que ser
creativa. Los algoritmos, por sí
solos, sin el faro de las metáforas,
no habrían sido nunca más que razón
mecánica, y la ciencia con ellos solos nunca habría podido avanzar.
3. Razón vital.
A diferencia del
romanticismo clásico, el racionalismo romántico no ve con buenos ojos la opción
del suicidio. La muerte es la esencia de la vida, de ninguna manera una de sus
posibilidades: por eso el ser humano no busca la muerte, sino que la encuentra;
de alguna manera se topa con ella; la vida es precisamente una lucha sin
cuartel contra la muerte sobre los decorados de la muerte como presencia viva;
insoslayable; atronadora; aterradora y tremenda.
La vida romántica es, por encima de
todo, exaltación de las fuerzas de la vida; cuando Larra y Espronceda deciden
poner fin a sus vidas, y cuando Werther hace lo propio de la mano de Goethe,
están renunciando a los goces futuros, más allá del sufrimiento presente; las
tragedias no son actas de derrota, sino latigazos y escollos que despiertan, en
su resplandor, el espíritu de lucha; tragedia no es victoria del destino sobre
la impotencia de la libertad, sino lucha titánica de la libertad, que es capaz
de mirar al destino cara a cara y, si llega el caso, vencerlo; aunque otras
veces acabe en derrota. La vida. La razón vital es, ante todo, razón viva.
Vibrante. Palpitante. Desbocada. Frenética. Instinto ciego que mueve todas las
fuerzas que combaten a la muerte.
Amor a la vida es ante todo el espíritu
romántico. Porque detrás de la niebla está la luz, aunque la niebla sea oscura.
Y brillan flamígeros destellos de sol detrás del destello sombrío; los vientos
huracanados, los rayos fulminantes, los tenebrosos truenos, los árboles
ululantes, los cerros siniestros; detrás del cataclismo, vibrante, se impone
siempre la vida; como la hierba débil que crece entre las rocas; como las
pobres raíces que son capaces de levantar el suelo.
La vida es fuerza incontenible que
se agarra a la existencia.
Y en el momento cumbre en que Fran
era soltado por el barco, el brazo de
Luis se disparó como un resorte; le agarró del cuello y sus dedos se
agarrotaron, sin querer soltarse, movidos por la fuerza que no tenían, sus
últimas fuerzas; el otro brazo se tensaba agarrado a los cordajes de mesana.
Pero el mismo viento interior que anudaba sus dedos al cuello del marinero
desató su brazo, impotente a los vientos de fuera; y Luis salió despedido en el
mismo momento en que Fran lograba agarrarse de nuevo.
(p.
181)
Cuando esperamos una ayuda que no
viene, o llega una ayuda que no se espera, y hasta llega una ayuda que nadie
necesita, sobrevienen situaciones límite que ponen la vida a prueba: pero de
éstas el viento fluye; porque de éstas también se sale.
-No quiero imaginar ese sentimiento
de desolación. Las tierras heladas. El destierro asolado por la ventisca. El
aullido del viento. Cuando nieva, Ushuaia es un entierro de copos bajo los ojos
cegados; cuando hiela, como si los pies quedaran atrapados y fuese creciendo la
muerte desde el suelo. El penal de Ushuaia.
Luis tragó saliva. Las palabras de
su amigo eran estremecedoras. Su mente parecía que miraba desde otro tiempo.
Estaba suspendido en el reloj.
-No puede imaginarse, amigo mío, lo
que es eso. Es un lugar al que mandan a los peores asesinos a trabajos
forzados. Si usted va al penal se le congelará el aliento. Muros inhóspitos,
inhumanos, secos. Celdas de metro y medio para tres personas. Manos congeladas
de agarrar el martillo. Cuerpos temblando sin poder vencer el frío; en las
peores noches de invierno. Fiebres y delirios que acaban en muerte. El penal de
Ushuaia es, amigo mío, uno de los peores cementerios. –Levantó la vista como
saliendo de su abstracción-. Los cementerios son ciudades donde viven los
muertos; los vivos mueren, mi querido Luis, en el penal de Ushuaia; es como si
no pudieran morir para que se eternizara el sufrimiento.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de
Luis. Los fríos de Ushuaia, por un instante, parecían querer instalarse en su
cuerpo.
-Si quisiera imaginarme el infierno
–comentó- no me lo imaginaría de otro modo: un recinto donde no existe la
muerte para que el dolor viva; sólo que las llamas han sido cambiadas por el
hielo.
(p.
224)
4. Realismo
romántico.
Lo fantástico es lo que se sale de la
normalidad y la normalidad tiene su lógica, y lo que no es de recibo es que
haya fantasías absurdas. El romanticismo ha de ser ante todo realista, no
olvidemos que todo romanticismo debe ser racional y por lo tanto producto del
pensamiento. El espíritu romántico se mueve entre sueños, y los sueños son
llaves que nos abren las puertas de mundos nuevos; cada mundo podrá regirse por
reglas distintas a las de la vigilia, pero todos ellos tienen su lógica; hasta
el absurdo debe tener coherencia. Ya hemos visto que el romanticismo es
racional; ahora vemos que también debe ser verosímil; y hay coherencias
abiertas a la contradicción, como también hay lógicas contradictoriales; la
no-contradicción es un principio aristotélico que ve las cosas por contraste,
sin grises entre el blanco y el negro; la contradictorialiedad se fija en los
matices, y transforma los contrastes en claroscuros; es el mundo de la niebla;
el mundo de la evanescencia.
El espíritu romántico se mueve con
gusto entre la inconsciencia y la conciencia. Kant supo ver que el primero de
esos estados se vive cuando no captamos el mundo, sino que nos abofetea; cuando
percibimos las cosas fuera del espacio, fuera del tiempo; esos son los dominios
de la evanescencia.
Volvió
en sí. Al principio se le montaban las figuras en sus ojos, superponiéndose
unas a otras, como si flotaran en un espacio irreal. Poco a poco el espacio se
iba configurando. Las cosas se movían pero el espacio ya no, el espacio era
como una referencia fija a partir de la cual cobrara sentido todo.
(p. 186)
Después nos metemos en el mundo y ya
no somos juguetes abofeteados por él, sino personajes, voluntades,
protagonistas. Pasamos de sentir en el abandono a pensar lo que sentimos; de
ser decorado del tiempo a hacer del tiempo nuestro decorado; y podemos pensar
sobre lo que sentíamos cuando no podíamos pensar: ésa es la razón poética; la poetización de la evanescencia. Salimos de la inconsciencia a veces
a golpes, a veces lentamente; decimos que volvemos a la vida, pero lo que
hacemos en realidad es volver de otra vida paralela.
Otra
mano no paraba de darle cachetes. Su mundo se formaba en torno a él cuando la
niebla se condensaba en líneas, las líneas cerraban las superficies, en las
superficies se clavaban colores y poco a poco se distinguían las voces. También
en su nariz se conformaban los olores, pero era un único olor: el olor del mar;
que venía de su boca, nauseabunda, asquerosa. Llena de sal y yodo y un agua
repugnante que todavía le daba arcadas y ganas de escupir.
(p. 145)
Ahora estamos en el mundo de la
libertad. La realidad no nos controla: nosotros la controlamos. Y si nos
controla, la libertad se volverá destino. Es la paloma de Kant: quiere volar
sin que el aire la frene, pero sin aire es imposible su vuelo.
-Tú
eres una tabla domando las olas –dijo Fran-. Aprovechas tu fuerza para
vencerla, pero es necesario primero que aceptes la fuerza del agua: su
superioridad.
-La
libertad domando al destino.
-Sin
destino no podría haber libertad.
-(…) Porque la derrota del destino
es la evidencia de que el destino te ha impuesto el territorio donde tienes que
luchar. El destino es un mar de fondo, un decorado que puede con la figura, el
lugar y el tiempo donde te ha tocado vivir.
(p.
159)
En efecto: nosotros vencemos a la
realidad, pero la realidad nos impone las condiciones del combate; nos impone
sus retos, sus armas y sus condiciones; tenemos que estar en su terreno; y cuando
corremos, no sabemos si somos nosotros los que avanzamos o es ella la que nos
está llevando.
Un barco navegando en otro barco. Un
trineo corriendo sobre un témpano que flota sobre el mar, a la deriva. ¿Sabía
él adónde se dirigía? ¿O le llevaban las aguas misteriosas de la vida?
(p.
252)
Cuando luchamos
contra el destino es un combate trágico. Y cuando el destino vence a la
libertad es una tragedia. Las luchas de la historia ¿son luchas entre las
personas? ¿O las personas somos marionetas con quienes la libertad lucha contra
el destino y la historia pone solamente el decorado? ¿Es la historia el
resultado de nuestro esfuerzo, o es sólo manifestación de unas leyes
inexorables?
5. Espiritualismo
corporal.
Tampoco hay divorcio entre lo físico
y lo mental; aunque a veces lo parezca. El cuerpo no es la cárcel del alma, más
bien el alma suele ser cárcel del cuerpo; cuando el alma deja salir al espíritu
no sale el espíritu de verdad, sino una suerte de espíritu falso, prostituido,
idealizado, sin raíces donde beber, pobre, egoísta y seco; si el espíritu es el
éxtasis que trasciende lo prosaico, sus raíces siempre están en el cuerpo; no
se pueden superar las limitaciones ramplonas sin beber en las fuentes de la
trascendencia; esas fuentes son este pellejo de carne y hueso, esta realidad
material que, lejos de frenarnos, nos constituye; nos constituye, no nos
prostituye. Así, el cuerpo no es un obstáculo para el espíritu; el cuerpo es la
puerta por donde sale el espíritu, no la muralla que lo aprisiona.
Lo
mejor de la vida no está en el texto: está en sus márgenes. Las letras no valen
si el aliento de la vida no las hace vibrar. El cuerpo del espíritu.
(p. 324)
La vida es naturaleza, pero también
historia. Letras que se escriben en el tiempo. Si esas letras no tienen
aliento, serán letra muerta; y el aliento que las hace vibrar son el cuerpo del
espíritu; la carne donde está sembrada el alma, igual que la materia es
depósito de energía; y si la carne es el depósito del espíritu, ¿cómo podría
haber espiritualidad en quien desprecia su cuerpo? San Juan de la Cruz lo vio
bien reconociendo que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la
figura; pero no se atrevió a asumir sus últimas consecuencias, y se empeñó en
apartarlas para ir de vuelo; también Jaime Gil de Biedma aceptó que las cosas
del amor son las cosas del alma, pero aclaró inmediatamente que el cuerpo es el
libro donde se escriben; sin cuerpo no hay alma; sin fuente no hay agua; sin
caricia no hay amor; sin materia no hay energía; si no fuéramos de carne y
hueso no seríamos capaces de amar la trascendencia. Sin libro donde mirarse, el
amor no sería historia, y quedaría reducido a una existencia sin expresión, a
la nada. Sin embargo los románticos decimonónicos se empeñaban en sublimar el
alma contra el cuerpo; como si el cuerpo fuese la causa de sus males.
Su
cuerpo le pedía descanso, pero su alma no estaba para descansar. Y aquella
contradicción entre mente y cuerpo producía un sueño entre vigilias, un reposo
cansado, una ausencia que no lograba desprenderse del mundo, una agitación
febril.
(p. 294)
El cuerpo es visto como un estorbo
para el alma, no como la plataforma desde la que el alma fluye. Hay que
desprenderse del mundo para sentir volar al espíritu. Como si la trascendencia
fuera ir más allá del cuerpo, cuando en realidad es ir más allá de los límites
donde encarcelamos al cuerpo cuando no atendíamos al bienestar del conjunto,
sino solamente al de alguna de sus partes; que eso y no otra cosa es el vicio,
la mediocridad, la depravación y la desgracia; o lo que es lo mismo, la
prostitución de la vida buena.
En
su casa tomó un buen baño. El frescor del agua le abrió los poros de la piel, y
con ellos empezó a respirarle el alma. No sabía por qué, pero había observado
que cuando el cansancio hace que te pese el cuerpo también el ánimo te pesa;
sin ganas de hacer cosas, como si la materia que aplasta el cuerpo también te
aplastara el alma. Eso pasaba también con el sudor: que te cierra la expansión
del sueño en los mismos poros por donde el polvo tapa el aire; como si el
cuerpo que se cierra y pesa fuera una piedra sobre el ánimo.
(p. 98)
La higiene del espíritu no consiste
en olvidarse del cuerpo, sino en ocuparse de él, alimentarlo, cuidarlo,
curarlo, mimarlo, que un cuerpo enfermo es un virus que contamina al alma; la
higiene del cuerpo es la higiene del alma, y no hay peor negligencia en la
higiene que ignorar nuestra naturaleza, despreciándola; pocas veces se vive
tanta obsesión con el sexo como entre quienes ignoran el sexo, mortificando a
la naturaleza, torturándola, reprimiéndola, como cuando practicamos visiones
extremas de la castidad; que son visiones enfermas, antihigiénicas, viciadas
desde la raíz. El cuerpo es como guitarra
que despierta la música que tenemos dentro: ¿cómo va a sonar la música si no
hay guitarra, si no hay lira, si no hay dedos para pulsarla? ¿Cómo vamos a
sintonizar con la armonía del universo, que también tiene su lira, sus dedos,
su música, su arpa?
Despertada
por la guitarra y empujada por el quejío, la palabra ya no cuenta las cosas
desde fuera; se mete de pronto en el universo de los gitanos, o mejor, se cae
en él, y ya no sabe contar las cosas del cuerpo (el cuerpo del hombre y el de
la sierra), sino el sonido que sale de dentro: la voz del alma; el alma del
cuerpo andaluz, y de la vida escapada de la cárcel, de los bandoleros.
(p. 65)
En el principio no era el verbo; era
la música; la música era sonido y ritmo, y latidos del corazón, antes que
razones que interpretan el sentimiento; y cuando surgió la palabra primero fue
palabra cantada. Pero no hay música sin instrumento, pálpito, temblor y ritmo
sin cuerpo que sienta, tiemble, baile y palpite: en el principio era el cuerpo
y el cuerpo era un depósito de alma, y estaba lleno de poros, y por esos poros
emanaba el alma, a medida que se sembraba la vida en el ritmo, porque el cuerpo
no reprimía el ritmo, sino que lo bailaba; no contenía la música, sino que la
vivía, encarnada en sus entrañas mismas, se emocionaba: el escalofrío; el pálpito
de las carnes interiores, sembradas con lo sublime, que es el éxtasis del
corazón, que fue primero el éxtasis
del cuerpo; y éxtasis es salir de sí para volver a sí, potenciado,
entusiasmado, magnificado, no reprimido para que escape el alma; que en esto de
escapar el alma es acercarnos a la muerte, y la muerte, al revés de lo que
pensaban los románticos del siglo XIX, es lo más contrario que hay al espíritu
romántico.
El romanticismo es vida. La vida es
alma, pasión, el ser vibrante que se despliega en una historia. Y el alma es
cuerpo que sólo quiere expresarse; no cuerpo reprimido en el silencio del
vicio, el prosaísmo, la mediocridad y el calabozo de la carne.
6. Novela
lírica.
Podemos pensar en un tipo especial
de novela: la llamaremos novela lírica; novela porque es relato, y por lo tanto
cuenta una historia; y lírica porque contiene elementos épicos (que suelen ser
las gestas legendarias) que no están ahí para exaltar el heroísmo, sino para
sentirlo. Es poesía lo que se respira a través de las gestas. La gesta no es
relato, sino atmósfera; no es acción, sino poesía de la acción: descripción
narrativa, que congela los hechos impregnando el presente en la neblina del
pasado; de un pasado que se vive como eterno.
Y aquí viene el tratamiento del
tiempo: el tiempo no es el cauce de la acción, sino de la estela de las
acciones; lo que importa no son los hechos, sino su recuerdo. Unamuno
distinguía entre historia e intrahistoria: la historia transcurre en el tiempo,
y la intrahistoria en un presente eterno; si la historia, a decir de Unamuno,
hace ruido, la intrahistoria es silencio: pero se puede admitir también que la
intrahistoria haga ruido; y la historia muy bien puede ser silenciosa. No hay
que dejarse llevar por el criterio fácil de Unamuno de que la vida es como el
mar y la historia superficie donde rugen las olas; como en el Amazonas, puede
ser al revés: hay superficies en calma que esconden, por debajo, rugidos y
turbulencias.
Entre la historia, devoradora de
tiempos, y la intrahistoria, tiempo donde nunca pasa nada, está el tiempo: a
través de él buscamos la verdad. La verdad no está en la historia pues muchos
de los que actúan no son conscientes de lo que les pasa; la verdad hay que
buscarla en el cristal; el cristal a cuyo través lo miramos todo. El tiempo es
un cristal y su esencia (historia) no está aquí; tampoco al otro lado, donde
nos espera la intrahistoria; la verdad está en medio: en el cristal mismo, pues
en él se difunden los reflejos del tiempo. La verdad está en el espejo, no en
sus reflejos: porque la historia y la intrahistoria sólo son sus apariencias.
Pero si el tiempo es un cristal ¿lo
que contiene no sería también una apariencia? Esa sospecha flota en el aire. Lo
que llamamos esencia sería, quizá, una perspectiva más; la más pura, pero
perspectiva al fin y al cabo. Quizá las esencias no se definen de una vez para
siempre; quizá tendríamos que hablar de esencias indefinidas.
¿Es la esencia del cristal una novela lírica de inspiración épica? ¿Un
tiempo donde la narración está doblegada por la descripción? Tal vez. En todo
caso la novela puede ser tediosa para quienes no buscan la esencia, sino el
relato; pero es que es necesario; la única forma de dar sentido al sinsentido
es que la vida tenga la transparencia de lo bello; una belleza que cree
felicidad a través de la desgracia, y que redima a los miserables después de su
fracaso. El fracaso debe contener vida, y quizá esa vida es una atmósfera poética, de raíces épicas,
que surge cuando la miramos con otros ojos; con otros cristalinos, con otra
estructura que aparece en el tiempo cuando giramos un poco el cristal. La razón pura se transformó en razón vital, que para Ortega fue histórica, narrativa, y
se convirtió en poética con María
Zambrano. Empezó expresándose a través de los conceptos y se le escapó la
esencia de la vida: sólo pudo llegar a ella con la metáfora; la metáfora, y la
poesía, transforman la superficie en profundidad; y la esencia en tiempo; o al
revés.
La vida adquiere dimensiones líricas
cuando aflora lo trascendente a través de lo cotidiano; y dimensiones épicas
cuando la trascendencia engloba a grandes masas de personas. No basta, para que
la acción sea épica, que sus protagonistas sean pueblos más que personas; hace
falta también que las acciones sean trascendentes; que no se pierdan en lo
superfluo, en la vulgaridad de las cosas vanas; y eso no significa que no pueda
haber trascendencia en lo cotidiano: si las grandes gestas colectivas se
arrastran en la mediocridad, no tendrán nunca dimensión épica. En el universo
épico los pueblos pueden ser la atmósfera donde evolucionan los protagonistas;
o pueden ser los pueblos los verdaderos protagonistas; el alcance de lo
trascendente (pues la trascendencia puede tener alcances diversos) nos da la
medida de lo grandioso; las acciones de grandes masas y poca trascendencia no
son grandiosas, sino grandilocuentes; y puede haber protagonistas sencillos que
elevan sus acciones por encima de la historia. La novela lírica de inspiración
épica es la historia de una lucha, pero también de un drama; y es patetismo, por lo tanto tragedia
y mística, y es pasión, pero también sentimiento:
interioridad más que experiencia, es ensueño,
poesía.
Una familia sencilla tiene una
pequeña historia; la leyenda y la música la proyectan más allá del tiempo, y es
entonces lirismo de tintes épicos; cada individuo es entonces una mota de polvo
en el universo, y es también, al mismo tiempo, el universo entero.
El río de los Fernández. Tú eres uno de
ellos, hijo mío; yo lo soy también; lo es tu madre, tus hermanos. Y somos un
grano de arena, una mota de polvo, tú y yo no somos nada, tomados uno a uno,
pero juntos formaremos un río; un gran río que se extenderá sobre la tierra. Y
crecerá. Sus aguas serán más numerosas que las estrellas. Y todo se llenará de
nuestros ojos, nocturnas luminarias incendiadas, que tenderán sus brazos sobre
el firmamento.
(p.
37)
Pero la familia trasciende más allá
de la tribu, hasta la humanidad entera.
-¿Qué sufrimiento vale más? ¿El de
los tuyos? ¿El de los otros? ¿Defenderás a una familia contra todas? Ninguna
familia vale más que otra.
(p.
77)
Y entonces aparece, entre la niebla
del amor a tu familia, el amor grandioso a toda la humanidad.
-Sea quien sea el que muera será
siempre de los nuestros; si muere uno como si muere otro; todos somos hermanos
y cuál es el que más vale…
(p.
77)
Una humanidad sin familia es poca
cosa: pero una familia sin humanidad no es nada. Quiera dios que en los
Fernández esos dos amores no se separen.
(p.
88)
Cada familia tiene su propia
historia; que es al mismo tiempo la historia de la humanidad. Y cada historia
tiene sus historias. Su tiempo y su atmósfera. Sus protagonistas y su decorado.
Su historia y su leyenda.
Y quedó solamente, como una
presencia amiga, el ángel de la historia. Una mancha blanca que flotaba en el
cielo mientras limpiaba el espacio. Cuando giró, saliéndose del cuadro, dejó
detrás de sí como una sombra; una sombra amable que flotaba también ascendiendo
en las corrientes, como una pluma; su inconsciencia le decía que era el viento
de la leyenda; planeaba libremente acariciando las nubes, sin forzar los
músculos, dejándose llevar pero guiando con su mente el aire que lo guiaba, con
las alas desplegadas, eligiendo sin aspavientos las corrientes por las que
tenía que ir.
El viento de las leyendas dejó el
cielo de Lima y voló sobre los campos, llenos de algodón, de maíz y de
tubérculos; los pacayares. Voló sobre los acantilados.
(p.
232)
Cuando se despierta la historia se
despierta la poesía; así lo siente en su fuero interno el protagonista.
Y ahora, con los ojos cerrados,
sumido en el sueño, meciéndose entre dos ángeles (el de la historia y el de la
leyenda), se dejaba llevar por ellos. No hay sitio más hermoso que los sueños.
(p.
233)
El viento de la historia estaba
hecho de historias pequeñas; cada historia supuraba sus propias fantasías. El
viento susurraba y era la voz de las historias, y cada voz tenía su eco, y
hasta muchos, uno distinto con cada pared que rebotaba; el viento de la
historia se pulveriza en miles de ecos y son los ecos de las leyendas. Las
leyendas son los sueños que producen en nosotros nuestras historias. El viento,
el viento soplaba en un paisaje irreal, de fantasía; volaba hacia el pasado y
nos traía los ecos de las cosas que habían ocurrido, y por qué habían ocurrido
así.
(pp.
286-287)
La historia se entreteje con el
relato, con la intrahistoria, aparecen los personajes en su decorado; tal
personaje de ayer se convierte en decorado del presente.
El viento de la historia tiene sus
suspiros. Nos deja a su paso los aires cotidianos, los recuerdos del pasado,
los remolinos de la leyenda. El viento se riza en remolinos que a veces son
efímeros y a veces, cuando se esfuman, vuelven al aire. Las ciudades están llenas
del eco de nuestros suspiros. Son historias que entretejen las entrañas de la
historia, relatos imaginarios, leyendas que se mezclan con los cuentos más
verídicos: cómo pasa y cómo lo vivimos. Como torres se desploman muchas veces
las historias que nos pasan; y se levantan sobre ellas, como sombras, los
relatos legendarios. Que recorren nuestras sensaciones. Nuestros dilemas.
Nuestros sentimientos. Nuestros mitos.
(p.
319)
La historia, destilada en leyenda,
se envuelve en los vapores del arte. La música. La literatura. La pintura. Los
seres de carne y hueso se transfiguran en seres de leyenda. En héroes. En
modelos. En símbolos. Y no es que la poesía sirva para enseñar, sino que hay en
lo poético un torrente didáctico; por eso la poesía, aunque no se lo proponga,
enseña. Le bastaría sólo con ser arte. Con despertar la emoción y provocar el
escalofrío. Sólo nos enseña lo que nos emociona. La música.
Un viento de nostalgia se adueñó de
su pecho de repente. Un toque de guitarra. Un rasgueo, una vibración. En la
inmensidad del océano oyó estremecerse un martinete:
Su
única tierra es vagar.
Y se acordó de Mío Cid. Su vida, en
música, se estaba convirtiendo en cantar del destierro. La bahía de Cádiz, la
sierra de Aracena. La serranía de Ronda y el paso de Despeñaperros.
(p.
165)
El espíritu romántico no puede vivir
sin emociones.
Tus días avanzan sin sentido, sin
objeto, cuando el viento de las mientes no redobla de ilusión; y te sientes
como un trapo sucio, sin despertarte a las
emociones, sin alicientes para vivir.
(p.
98)
Sobre el alma se extiende el mundo
como una pintura.
El mar, como una piel vibrante, era
un campo de trigo moviéndose sin cesar; pero lo que se movía no eran las
espigas, sino la tierra corrediza que había en su base; era como si, después de
la siega, la tierra se moviera en agitadas pulsaciones; al grumete le hacía
pensar aquello en un queso que le habían mostrado en Francia; un queso podrido,
de una liquidez pastosa, y en su superficie se agitaban continuamente los
gusanos. El mar era la superficie de un queso y las olas los movimientos de sus
gusanos. Allí, desde el barco, los veía titilar bajo el sol de los mares
australes; le parecía que si el cielo, donde titilaban las estrellas, fuera una
masa gelatinosa que se licuara moviéndose en los días de sol, sus destellos se
verían con los destellos de las olas sobre nuestras cabezas.
(p.
170)
7. Racionalismo
romántico.
Hay problemas que sólo pueden
resolverse de manera segura en los niveles más elementales; pero cuando los
problemas son complejos ya no hay reglas mecánicas para resolverlos. La razón mecánica permite hacer
multiplicaciones, calcular raíces o resolver ecuaciones sin pensar; si 3 menos
9 son 4, me llevo 1 y es muy posible que no sepa por qué, pero lo hago porque
siempre se ha hecho así y siempre ha funcionado: me limito a aplicar el
algoritmo correspondiente; un algoritmo
es un procedimiento mecánico que resuelve un problema dando un número finito de
pasos; mecánico significa que utiliza siempre la misma regla invariable;
hablamos, pues, de rigidez algorítmica[2].
Pero al lado de la razón algorítmica, que encuentra
soluciones mecánicas, está la razón
poética, que se funda en la inspiración; su ámbito propio es la libertad, y
trasciende toda máquina posible. Los
problemas complejos, que no pueden ser resueltos mecánicamente, los puede
resolver el talento creador; pero, una vez que ese talento ha encontrado la
solución, se puede programar un ordenador para que, planteado el problema,
encuentre la solución[3]: Así lo expone Miró Quesada.
Como diría Antonio Machado, el creador hace camino al andar y el usuario
recorre los caminos que éste ha andado.
Los curas
y barberos piensan con la razón
mecánica; con la razón poética
piensa don Quijote: ésa es la
verdadera diferencia entre lógica y cordura; la razón lógica es mecánica,
fría, seca; la razón cuerda es libre, poética y creadora.
Pero la cordura tiene otro
ingrediente además de la creatividad: es el sentimiento. La cordura es esa
voluntad que sazona la lógica con sentimiento, y la lógica es sentimiento
ausente en el pensar. En el lenguaje quijotesco la voluntad está representada
por las armas, y las letras, como razón sentimental, no pueden nada si no las
auxilia la valentía, la fortaleza; así pues, primero afirma que la voluntad
tiene primacía sobre la razón:
Quítense delante
los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas.
(Primera parte, cap. 37, 474)
Pero añade acto seguido que la voluntad es
razonable; o sea cuerda; o lo que es lo mismo, no puede ser mecánica como pasa
con los curas y barberos, sino sentimental y creativa:
No es justo ni
acertado que se cumpla la voluntad de quien lo que ordena va fuera de todo
razonable discurso.
(Primera parte, cap. 13, 200)
Matar a la gente que sobra para resolver una
crisis económica puede ser una solución lógica, pero no razonable; para ser
razonable primero tiene que ser cuerda (de “cordis”, corazón), porque la lógica
debe ser equilibrada con el sentimiento. No es loco solamente el que dice cosas
absurdas contrarias a la lógica (y comete falacias formales), sino también quien
dice y hace cosas absurdas contrarias al sentimiento (entonces la lógica se
vuelve irracional: como en los barberos y los curas); el primer tipo de locura
hace daño por faltar a la coherencia (como sucede con la paranoia); y el
segundo lo hace por convertirnos en tornillos de una maquinaria insensible, seamos
o no eslabones de una cadena lógica (que es lo que hacen los fanáticos). Pero
hay un tercer tipo de locura: la locura cuerda; la que pone a la lógica y al
sentimiento al servicio de la justicia (la justicia es la lógica del corazón);
y la llaman locura aquellos que reducen la cordura a lógica sin sentimiento, y
por quienes la reducen a sentimiento sin lógica, sentimiento absurdo. La locura
de la lógica y la del sentimiento son, en palabras de don Quijote, locuras de
daño; la locura cuerda es, por el contrario, locura de sentimiento.
Y podrá ser que
viniese a contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de daño, sino de lloros y sentimiento, alcanzó tanta
fama.
Por eso mismo amar es retar, forzar
al ser querido a buscar la verdad, aunque a veces las verdades nos duelan. El
amor por elección enriquece el ser incluso cuando parece que nos hace sufrir:
Ése te quiere bien, que te hace llorar.
(Primera parte, cap. 20, 269)
Ese tipo de amor presupone,
evidentemente, el conocimiento:
O le falta al amor conocimiento
O
le sobra crueldad.
(Primera parte, cap. 23, 300)
Pasión.
El sentimiento puede ser tranquilo y
nos produce sosiego; o apasionado y nos parece que perdemos el control. Con la
cordura hemos escapado a la razón mecánica, nos hemos introducido en la razón
poética, hemos dejado de ser barberos para convertirnos en poetas. Pero el
sentimiento apasionado da un paso más allá y nos tropezamos directamente con el
romanticismo.
El corazón romántico es una razón
apasionada. Es un pensamiento (como todo pensamiento, coherente) movido por el
frenesí, que lo vuelve contradictorio; ser coherente es, en estos casos,
reconocer y asumir que la vida es ambivalente y contradictoria, y la coherencia
del pensar se ve arrastrada por este torrente de antítesis y paradojas y no hay
más remedio que abrirse a la contradicción, en la lógica, para captar esta viva
contradicción que es la vida; o, de lo contrario, la bivalencia será un corsé
que apriete el pensar sobre el mundo y, lejos de absorberlo, lo contenga; y se
nos escapará entonces lo más importante. Esto ya sucedía con la poesía
contemplativa: ahora se proyecta además sobre la pasión.
Instinto puro, pasión desenfrenada,
latigazos, evanescencia: niebla; es el frenesí que apunta con un dedo a la
tragedia. Y son terremotos del alma. A veces el azar juega a tu favor, y ganas.
A veces juega en tu contra, y pierdes: también la existencia tiene mierda. Un
hombre monta un negocio; pero un día viene un terremoto y se lo tira todo. Tal
otro vende la mercancía y lo asaltan los bandoleros. El tiempo. El tiempo es un
destino mecido por el viento.
La
mujer se pierde entre las casas. Desesperada, grita. Su corazón ha enloquecido.
Las ropas la sacuden con su azote, resuelto en mil ráfagas que le golpean las
sienes, los brazos, las piernas. La lluvia se clava en las manos como si fuera
carne de gallina. Las gotas caen con fuerza, con saña las afila la furia del
viento: y se estrellan como agujas en la piel, como espadas, como puñales. La
mujer mira buscando fuera lo que tiene dentro; pone en sus ojos las esperanzas
del corazón, busca entre las casas, que se resquebrajan; su cara explota en
plegarias de misericordia, quiere buscar, quiere encontrar, pero no encuentra;
las casas se parten y su corazón se desmorona; quiere despertar su aliento,
topar con su amor entre los elementos, busca desesperada, su cuerpo se resigna,
su corazón se ha deshecho. Relámpagos. Galerna. A cada relámpago se enciende la
faz sombría de la tierra. Hay tumulto por las calles y en las casas se grita y
se corre. La gente huye despavorida. El suelo tiembla, no hay suelo firme que
te sujete, la tierra se hunde, el cielo se estrella. Lejos, muy lejos, donde la
tierra se hunde en el averno, los temblores se despiertan. El magma pugna por
salir. El diablo pugna, agitando su tridente, abriendo fauces en la tierra. La
mujer llora. Quiere enjugar sus lágrimas pero la lluvia las fecunda y las
arrastra. El vientre subterráneo tiembla bajo los pies. El corazón se agita. Un
terremoto no más hay en el pecho, otro suelo que cede, una caldera bufando,
entre las tripas, un resplandor, una tormenta.
(p. 290)
Las pasiones desatadas las encontramos
en Shakespeare. A Otelo lo devoran los celos, Romeo pierde la razón por amor a
Julieta, a Macbeth lo pierde la ambición, Hamlet se desgarra roto por la duda…
Las pasiones desatadas pierden la conexión con la lógica y nos arrastran hacia
la locura; pero no es la locura cordial que vemos en don Quijote, resuelta y
tranquila, sino la locura obsesiva que pierde sus lazos racionales. Eso es lo
que encontramos en Shakespeare. Y lo encontramos también en buena parte del
romanticismo decimonónico.
Pero hay un romanticismo diferente.
Aquel cuyas pasiones viven en una locura cuerda, aunque pasen por momentos sin cordura
y parezcan navegar fuera de control por los mares del sentimiento: sin piloto y
sin faro, a la deriva. Es un romanticismo de nuevo cuño: el que reivindica el
papel de la razón en todos los extravíos de la locura, todos susceptibles de
ser llevados a buen puerto. Shakespeare es el autor que pone orden en el caos
de sus personajes.
La locura de don Quijote es cuerda,
y las pasiones van siempre de la mano de la razón: por eso Cervantes hace
literatura realista. La locura de Hernani se ha soltado de la razón y dice
continuamente cosas absurdas: por eso en Víctor Hugo encontramos un
romanticismo decimonónico. Pero la locura que naufraga fuera de la razón para
volver siempre a ella constituye otro tipo de romanticismo, un romanticismo de cuño
nuevo que no está reñido con la razón sino que hace de ella su razón de ser; se
trata, por lo tanto, de un nuevo racionalismo: nosotros lo llamaremos
racionalismo romántico; y es la filosofía del arte que aquí he tratado de
exponer.
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