LA
CONCIENCIA, LA POLICÍA Y EL DIABLILLO
-El
doctor Jekyll había caído bajo el dominio de Mister Hyde. Jekyll era (cito
textualmente) más interesado que un padre; Hyde, más indiferente que un hijo.
Jekyll era respetable porque se preocupaba; Hyde, como huía de las
preocupaciones, era un desecho. Recordad que en la mente de Robert Louis
Stevenson ser bueno significaba tener cargas, obedecer; y ser malo era
desentenderse de las obligaciones, no ser obediente, comportarse como un
rebelde.
-¿La
rebeldía es mala? –dijo Darío.
-En el
concepto de Stevenson, sí. Esa manera de pensar era propia del siglo XIX; de
modo que el autor, al pensar así, hablaba como la mayoría de la gente en
Inglaterra. El ser humano apenas tiene valor en sí mismo; se vuelve valioso cuando obedece, y
rebelarse es malo: como se rebeló Satanás cuando fue arrojado a los infiernos.
-¿Contra
quién se rebeló?
-Contra
dios; a él le debía obediencia, porque él lo creó.
-Entonces
–intervino Cristal-, si los hijos han sido traídos al mundo por sus padres,
deben obedecerles.
-Así es.
En el cristianismo el cuarto mandamiento exige honrar a padre y madre.
-Pero
–prosiguió ella- si el ser obediente te hace respetable, no hay ninguna
diferencia entre el bien y el éxito social.
-Tú lo has
dicho. Buenas son las personas que obedecen las normas sociales.
-Pero hay
una diferencia entre obedecer a la sociedad y obedecer a dios. La sociedad se
supone que puede equivocarse; dios no debería.
-Así es.
Pero, si en la Biblia dios nos hizo a su imagen y semejanza, en esta forma de
ver es la sociedad la que está hecha a imagen de dios. Obedecer a la sociedad
es como obedecer a dios. Por eso, en esta concepción del mundo, la libertad
interior es una fuerza que debe ser frenada por el deber, por la obligación.
Pero fijaos bien: el deber no nos aparece aquí como un compromiso libremente
asumido, sino como algo que se nos impone desde fuera; la autoridad es una
fuerza que somete nuestras inclinaciones. Aquí –Juan levantó un poco la voz,
como impulsada de repente por un resorte- se confunde la libertad con las
inclinaciones naturales; parece que ser libre es dejarse llevar por los deseos,
como si la razón no estuviese al servicio de la libertad, sino de las
obligaciones; la ley, en lugar de ser un producto de la naturaleza, es un
producto de la sociedad para ahogar a la naturaleza. Hay una desconfianza
profunda en los instintos. La razón no está al servicio de la naturaleza, pero
tampoco de la sociedad; ni los impulsos sin freno ni el freno al impulso son
naturales; la razón es como un ajedrez que se mueve en el tablero; debe moverse
respetando las reglas, pero no puede cambiarlas. Los límites de la razón son
los instintos y las leyes, y los primeros deben ser reprimidos por los
segundos; si aceptamos eso, la inteligencia puede ser libre, pero su libertad
debe estar contenida dentro de esos límites. Los científicos, los médicos (como
el doctor Lanion) se atenían a la materialidad de los hechos, pero los
experimentos de Jekyll iban mucho más allá: por eso se habían saltado los
límites de lo que se consideraba sensato, y se habían rebelado contra la
sociedad; y contra dios; Jekyll era, de alguna manera, Lucifer.
Hubo un
silencio profundo. Con un murmullo de fondo que procedía de los instintos
rebeldes de Marta, Aurelio, Olga, Maia, incapaces de contenerse: propensos a
desobedecer. Ellos tenían una suerte de impaciencia natural que los
incapacitaba para concentrarse (y, por lo tanto, para guardar silencio). Juan
lo sabía. Su papel de profesor consistía en domar esos instintos, pero no para
someterlos a la ley, sino a la razón; la naturaleza debía ser razonable porque
la razón también era un impulso de la naturaleza. Si las leyes no lo tenían en
cuenta, es que no eran razonables; y entonces no merecían obediencia, que era
lo mismo que perder autoridad. Eso, los chicos no lo sabían; pero lo sentían en
el fondo de su ser; el maestro sólo tenía que convertir su sentimiento en
saber.
-Voy a
proseguir con una cita de Stevenson -prosiguió Juan Luis-. Jekyll dice en cierta
ocasión que había empezado a “sospechar de él; digo de él porque en rigor no
puedo decir yo”. Él era Mister Hyde: eso que latía en el fondo de su ser, de su
vida y de su corazón; y cuando actuaba Hyde era como si Jekyll no fuera
responsable de sus actos.
Juan miró
al fondo y pidió silencio a los revoltosos.
-Eh,
vosotros, ¿habéis oído hablar de Freud?
Se
encogieron de hombros. Sólo Maia se erigió en su portavoz.
-No.
-Freud
fue un psicólogo austriaco que vivió en el primer tercio de siglo. Mira, Maia,
¿no te ha ocurrido nunca que hayas dicho cosas que no pensabas? ¿Y que no
querías hacer?
Maia
vaciló un momento, encogiéndose de hombros nuevamente.
-No sé…
¿Qué quieres decir?
-Por
ejemplo, que cuando quieres decir que vas a estudiar se te haya escapado a
veces: “voy a jugar”.
-Sí, a
veces me lío entre el estudio y el deporte.
-Pues
eso: hay un diablillo dentro de ti, una especie de monigote, que dice “jugar”
en vez de “estudiar”. Y cuando te pasan esas cosas tus amigos te dicen: “¿qué
has dicho?” Y tú les respondes: “que voy a estudiar”. Y ellos te replican:
“nosotros hemos oído: jugar”. Y tú respondes: “yo no he dicho eso”. Y ellos
insisten: “pues lo has dicho”. ¿Ves, Maia? A veces queremos decir una cosa y en
su lugar decimos otra; sin darnos cuenta. Freud dice que esas cosas no las
decimos nosotros, sino que las dice eso que tenemos dentro, alguien que habla
por nosotros sin que nos demos cuenta.
Maia
sonrió, reconociéndose en esa descripción.
-Sí, es
verdad. El otro día dije que la sábana era blanca cuando en realidad quería
decir que la nieve era blanca.
-¿Ves?
Eso es un lapsus. Es como si hubiese dentro de nosotros dos personas: una que
dice lo que queremos, y otra que dice lo que se nos escapa. A la primera Freud
la llamaba el yo: la conciencia. Y a la segunda la llamaba el ello, o el eso:
que es el inconsciente, el deseo (muchos de nuestros deseos suelen ser
inconscientes). Pues bien, Stevenson creía que los deseos eran malos: y los
llamaba Hyde. Jekyll, obediente, no hacía lo que quería, sino lo que le
mandaban: la conciencia.
Ahora
Juan se detuvo para formular la pregunta clave.
-¿Y quién
da las órdenes?
Maia
contestó, rápida:
-La
sociedad.
En lo que
demostró que había estado atendiendo. Pero Juan le pidió más precisiones.
-¿Y dónde
crees que Freud situaría la sociedad?
-No sé.
-Dentro
de nosotros. La censura. Nosotros somos nuestros propios censores, nosotros nos
criticamos, nosotros nos reprimimos; unas veces mediante prohibiciones, otras
mediante remordimientos. A la censura Freud la llamaba el superyo: porque
estaba la teoría del trampolín.
(Continuará)
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