viernes, 27 de noviembre de 2015

La conciencia, la policía y el diablillo



LA CONCIENCIA, LA POLICÍA Y EL DIABLILLO


            -El doctor Jekyll había caído bajo el dominio de Mister Hyde. Jekyll era (cito textualmente) más interesado que un padre; Hyde, más indiferente que un hijo. Jekyll era respetable porque se preocupaba; Hyde, como huía de las preocupaciones, era un desecho. Recordad que en la mente de Robert Louis Stevenson ser bueno significaba tener cargas, obedecer; y ser malo era desentenderse de las obligaciones, no ser obediente, comportarse como un rebelde.
            -¿La rebeldía es mala? –dijo Darío.
            -En el concepto de Stevenson, sí. Esa manera de pensar era propia del siglo XIX; de modo que el autor, al pensar así, hablaba como la mayoría de la gente en Inglaterra. El ser humano apenas tiene valor en sí  mismo; se vuelve valioso cuando obedece, y rebelarse es malo: como se rebeló Satanás cuando fue arrojado a los infiernos.
            -¿Contra quién se rebeló?
            -Contra dios; a él le debía obediencia, porque él lo creó.
            -Entonces –intervino Cristal-, si los hijos han sido traídos al mundo por sus padres, deben obedecerles.
            -Así es. En el cristianismo el cuarto mandamiento exige honrar a padre y madre.
            -Pero –prosiguió ella- si el ser obediente te hace respetable, no hay ninguna diferencia entre el bien y el éxito social.
            -Tú lo has dicho. Buenas son las personas que obedecen las normas sociales.
            -Pero hay una diferencia entre obedecer a la sociedad y obedecer a dios. La sociedad se supone que puede equivocarse; dios no debería.
            -Así es. Pero, si en la Biblia dios nos hizo a su imagen y semejanza, en esta forma de ver es la sociedad la que está hecha a imagen de dios. Obedecer a la sociedad es como obedecer a dios. Por eso, en esta concepción del mundo, la libertad interior es una fuerza que debe ser frenada por el deber, por la obligación. Pero fijaos bien: el deber no nos aparece aquí como un compromiso libremente asumido, sino como algo que se nos impone desde fuera; la autoridad es una fuerza que somete nuestras inclinaciones. Aquí –Juan levantó un poco la voz, como impulsada de repente por un resorte- se confunde la libertad con las inclinaciones naturales; parece que ser libre es dejarse llevar por los deseos, como si la razón no estuviese al servicio de la libertad, sino de las obligaciones; la ley, en lugar de ser un producto de la naturaleza, es un producto de la sociedad para ahogar a la naturaleza. Hay una desconfianza profunda en los instintos. La razón no está al servicio de la naturaleza, pero tampoco de la sociedad; ni los impulsos sin freno ni el freno al impulso son naturales; la razón es como un ajedrez que se mueve en el tablero; debe moverse respetando las reglas, pero no puede cambiarlas. Los límites de la razón son los instintos y las leyes, y los primeros deben ser reprimidos por los segundos; si aceptamos eso, la inteligencia puede ser libre, pero su libertad debe estar contenida dentro de esos límites. Los científicos, los médicos (como el doctor Lanion) se atenían a la materialidad de los hechos, pero los experimentos de Jekyll iban mucho más allá: por eso se habían saltado los límites de lo que se consideraba sensato, y se habían rebelado contra la sociedad; y contra dios; Jekyll era, de alguna manera, Lucifer.
            Hubo un silencio profundo. Con un murmullo de fondo que procedía de los instintos rebeldes de Marta, Aurelio, Olga, Maia, incapaces de contenerse: propensos a desobedecer. Ellos tenían una suerte de impaciencia natural que los incapacitaba para concentrarse (y, por lo tanto, para guardar silencio). Juan lo sabía. Su papel de profesor consistía en domar esos instintos, pero no para someterlos a la ley, sino a la razón; la naturaleza debía ser razonable porque la razón también era un impulso de la naturaleza. Si las leyes no lo tenían en cuenta, es que no eran razonables; y entonces no merecían obediencia, que era lo mismo que perder autoridad. Eso, los chicos no lo sabían; pero lo sentían en el fondo de su ser; el maestro sólo tenía que convertir su sentimiento en saber.
            -Voy a proseguir con una cita de Stevenson -prosiguió Juan Luis-. Jekyll dice en cierta ocasión que había empezado a “sospechar de él; digo de él porque en rigor no puedo decir yo”. Él era Mister Hyde: eso que latía en el fondo de su ser, de su vida y de su corazón; y cuando actuaba Hyde era como si Jekyll no fuera responsable de sus actos. 


            Juan miró al fondo y pidió silencio a los revoltosos.
            -Eh, vosotros, ¿habéis oído hablar de Freud?
            Se encogieron de hombros. Sólo Maia se erigió en su portavoz.
            -No.
            -Freud fue un psicólogo austriaco que vivió en el primer tercio de siglo. Mira, Maia, ¿no te ha ocurrido nunca que hayas dicho cosas que no pensabas? ¿Y que no querías hacer?
            Maia vaciló un momento, encogiéndose de hombros nuevamente.
            -No sé… ¿Qué quieres decir?
            -Por ejemplo, que cuando quieres decir que vas a estudiar se te haya escapado a veces: “voy a jugar”.
            -Sí, a veces me lío entre el estudio y el deporte.
            -Pues eso: hay un diablillo dentro de ti, una especie de monigote, que dice “jugar” en vez de “estudiar”. Y cuando te pasan esas cosas tus amigos te dicen: “¿qué has dicho?” Y tú les respondes: “que voy a estudiar”. Y ellos te replican: “nosotros hemos oído: jugar”. Y tú respondes: “yo no he dicho eso”. Y ellos insisten: “pues lo has dicho”. ¿Ves, Maia? A veces queremos decir una cosa y en su lugar decimos otra; sin darnos cuenta. Freud dice que esas cosas no las decimos nosotros, sino que las dice eso que tenemos dentro, alguien que habla por nosotros sin que nos demos cuenta.
            Maia sonrió, reconociéndose en esa descripción.
            -Sí, es verdad. El otro día dije que la sábana era blanca cuando en realidad quería decir que la nieve era blanca.
            -¿Ves? Eso es un lapsus. Es como si hubiese dentro de nosotros dos personas: una que dice lo que queremos, y otra que dice lo que se nos escapa. A la primera Freud la llamaba el yo: la conciencia. Y a la segunda la llamaba el ello, o el eso: que es el inconsciente, el deseo (muchos de nuestros deseos suelen ser inconscientes). Pues bien, Stevenson creía que los deseos eran malos: y los llamaba Hyde. Jekyll, obediente, no hacía lo que quería, sino lo que le mandaban: la conciencia.
            Ahora Juan se detuvo para formular la pregunta clave.
            -¿Y quién da las órdenes?
            Maia contestó, rápida:
            -La sociedad.
            En lo que demostró que había estado atendiendo. Pero Juan le pidió más precisiones.
            -¿Y dónde crees que Freud situaría la sociedad?
            -No sé.
         -Dentro de nosotros. La censura. Nosotros somos nuestros propios censores, nosotros nos criticamos, nosotros nos reprimimos; unas veces mediante prohibiciones, otras mediante remordimientos. A la censura Freud la llamaba el superyo: porque estaba la teoría del trampolín.
(Continuará) 


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