sábado, 5 de diciembre de 2015

Los Corazones Opacos






LOS CORAZONES OPACOS


            Una mujer abandonada por su marido. Sabe que su marido tiene devoción por sus hijos, y, para hacerle daño (cegada por el sentimiento de venganza), los mata. Luego dice que estaba enloquecida por las drogas y el alcohol; no sabía lo que hacía. Pero era culpable de haberse drogado cuando tenía a sus hijos en casa.
            Un hombre se cree perfecto y su hijo y su mujer no están a su altura. Su mujer entonces, cansada de tanta perfección, se separa. El hombre los mata al saberlo; mientras dormían. Luego se pega un tiro.
            Otro hombre se venga de su mujer matando a sus hijos de corta edad. Luego los quema para no dejar rastro. Muchas veces le había dicho a su mujer: “aquí soy yo el que trae dinero a casa y se folla cuando yo digo”.
            Veinte estudiantes son asesinados en Méjico a sangre fría. Por dinero. Mercenarios, sicarios, soldados de fortuna, asesinos a sueldo. Capaces de matar para ganarse la vida.
            Un mendigo mata a otro que se había metido en su territorio. Quería defender su espacio vital, no quería competencia. Como los animales.
            Un comando entra en una universidad de Kenia y mata a los que no son musulmanes. A sangre fría. El comando sabe que serán abatidos por las fuerzas de seguridad, pero no les importa: desprecian la vida.
            Otras turbas destrozan estatuas y edificios milenarios con la saña del poseso. Odian la cultura.
            Otros especulan sin piedad para ganar millones en robos legales. Unos lo llaman visión de futuro. En sus fábricas hacen lo mismo y lo llaman ingeniería contable. Saben que por culpa de ellos miles de personas perderán sus empleos. Se quedarán en la ruina. Y hasta se suicidarán. Saben que tienen la culpa pero no les importa, al diablo con ellos; que se pudran. Si no fueran tontos no serían pobres.
            Otros desalmados estrellan aviones contra las torres gemelas. Los muertos superan el millar. Y ellos, contentos. Mueren por Alá. Alá los premiará con el paraíso.
            Un piloto estrella su avión en pleno vuelo. Al suicidarse está matando también a ciento cincuenta personas. Ciento cincuenta pasajeros. Hace tiempo que estaba depresivo. ¿Por qué mata a todos los demás? ¿Por qué no se suicida él solo? Quizá siente que los otros son de su propiedad, que puede hacer lo que quiera con ellos.
            Otros disparan contra una niña por querer ir a la escuela. Otros matan a unos periodistas por crear viñetas cómicas. Otros matan a los turistas que quieren visitar un museo. A todos los une un denominador común: no les importa morir; pero todas sus víctimas tienen el mismo denominador: todas quieren vivir.
            Los senderistas de Ayacucho mataban indiscriminadamente y colgaban a los perros. Los etarras ponían coches-bomba para matar policías y militares que a veces, por ir con sus mujeres y sus hijos, morían con ellos; sus verdugos todavía les echaban la culpa por haberse atrevido a viajar con sus familias. Otro terrorista le pegó un tiro a Yoyes por haber dejado la organización; se lo pegó delante de su hijo. Y tantas personas lloraron por culpa de ellos. 

 

            Los islamistas radicales lo llamaban venganza (gritaban como energúmenos que querían vengar a Mahoma). Los chechenos que mataban niños rusos  asaltando sus escuelas también querían que los rusos sufrieran; como ellos mismos habían sufrido cada vez que mataban a sus niños. Los etarras lo llamaban “socializar el sufrimiento”. (Todos lo hemos llamado siempre ley del Talión). Ojo por ojo y diente por diente. Y aunque lo disfracen con palabras la realidad sigue siendo la misma: una realidad descarnada, despiadada, insensible y cruda.
            Unos matan porque no tienen compasión; no tienen, como dicen los neurólogos, neuronas-espejo; no saben ponerse en lugar del otro, no tienen empatía; no sienten las cosas que sienten los demás, son insensibles. Los sicarios: niños pobres que se han criado en la calle, sin padres que los quieran, los cuiden y los mimen; niños que no tienen ninguna experiencia de la familia; y que, como no han recibido amor, tampoco saben darlo; porque no lo sienten. Si además sienten odio por el maltrato recibido, no tendrán ningún escrúpulo en matar cuando les paguen por ello. Son los corazones opacos: los que no sienten; sólo saben sentir con las tripas.
            En las numerosas guerras de Afganistán se quedaron huérfanos muchos niños. Malvivían en el abandono. Sobrevivían. Muchos eran recogidos en las escuelas coránicas, las madrasas. Y aunque comieran pan y agua y durmieran en el suelo, tenían algo que comer y un techo donde dormir. Estos niños se criaron sin amor. El amor es un espejo donde se reflejan los demás, y por eso comprendemos su sufrimiento. Pero quien no recibe amor no tiene espejo donde mirarse cuando mira a los otros, como cualquier órgano que se atrofia cuando deja de cumplir su función: se convirtieron también en corazones opacos. Si sus maestros les enseñaron el odio, ellos, que aprendieron a matar, no pudieron sentir el dolor ajeno. Muchos de los asesinos de hoy fueron un día niños de las calles. Mendigos, pícaros, pirañas, gaminos. Muchos terroristas islámicos, muchos yihadistas convencidos, creen con las tripas lo que no entienden con el corazón: porque se les ha dormido; y a falta de querer entrañablemente sólo pueden querer con visceralidad. No sienten el dolor de un piloto abrasado en una jaula; es más, desearían hacerle sufrir más y que sus familias sufrieran; con el sufrimiento que nadie ha sentido por ellos nunca. Y son corazones opacos. Quieren venganzas. Buscan el talión. O para decirlo con palabras civilizadas, socializan el sufrimiento. Muchos clérigos implacables un día fueron niños de la calle: niños sin familia, niños maltratados; lo fue Saddam Husein, que se acabó convirtiendo en un tirano sin escrúpulos. 

 

            Entre los corazones opacos hay algunos que sienten que los otros son de su propiedad. La mujer que mató a sus hijos para atormentar a su marido. El hombre que quemó a sus dos hijos. El inversor que arruinó a miles de pobres diablos como objetos de su lucro. El narcotraficante que extiende su territorio a costa de crear drogadictos, abocándolos a callejones sin salida. Algunos palestinos que disfrutan matando judíos. Y tantos judíos que quisieran exterminar a los palestinos. Los que querían matar a  Malala. Todos tienen algo en común: que dividen el mundo en dos partes, y la parte que no es la suya debe ser exterminada. Y hay dos mantos que se extienden como un velo sobre la opacidad de los corazones: el de la propiedad humana y el del territorio. Sentir que los míos me pertenecen. Es mi propiedad privada.
            Y sobre la defensa del territorio, que cubre la propiedad de los otros, que se extiende sobre el odio, que mana de los corazones opacos, se extiende ahora un manto nuevo: el desprecio a la propia vida. Lo sentía el piloto que mató con él a todos los pasajeros, el que se estrelló contra las torres gemelas, el que mató a los estudiantes en Kenia, el que disparó contra los periodistas, contra los turistas, todos los hombres y mujeres-bomba, todos, todos ellos, seguramente, tienen en común el amor a la vida: a la vida, no a la supervivencia; desesperados, nihilistas, corazones sin amor, corazones vacíos, seres descarnados, seres sin rumbo, holandeses errantes, barcos a la deriva: todos sobreviven sin ilusión, y ponen, como pueden, una pincelada de ilusión a su vida: la encuentran en un dios que les ordena morir para ser felices; en la otra vida; pero tienen que morir matando; y se  inmolan para darle sentido a una vida que se muere sin sentido.
            Freud tenía una palabra para ello: sublimación. Convertimos nuestras miserias en creaciones; creaciones sublimes. La cultura nos calza como un disfraz que oculta el fondo descarnado de nuestra naturaleza; y así, escribimos vibrantes poemas, pintamos maravillosos cuadros, componemos sinfonías estremecedoras inspiradas en nuestra amada cuando, en el fondo, lo único que queremos es copular con ella. Aquel hombre mandó construir para su amada el Taj Mahal. Y estos hombres y mujeres en busca de corazón le encuentran sentido a la vida sintiendo que mueren y matan por dios; por el cielo. Sólo hay una pequeña diferencia: Freud pensaba que la cultura asfixiaba a la naturaleza reprimiendo sus instintos, y ellos piensan que la cultura tiene que ser asfixiada por el culto: que es otra forma de instinto. El mundo al revés.  
La naturaleza se ha rebelado contra la cultura. Una sexualidad reprimida pensaba Freud que era capaz de crear hermosas obras de arte, y hoy quieren matar el arte para que aflore la visceralidad reprimida. Hoy piensan algunos que la represión del arte y la cultura debe hacer brillar una religiosidad terrible, inflexible y colérica; y severa; de una frialdad espantosa, de una austeridad espartana, de una insensibilidad estoica; curtida en el vacío de los corazones sin espejo, sentimientos descorazonados. Dios brilla sobre el mundo con su mirada implacable como un pantocrátor. Y exige, como un minotauro, un inexorable tributo: la destrucción de la cultura.
Muchos excesos han cometido las religiones. La inquisición de los católicos. La hoguera protestante. La diáspora de los judíos. El martirio de los árabes. Pero muchos creyentes han vivido la religión con una pasión amorosa y creadora, sin necesidad de matar a nadie. En el cristianismo. Con el budismo. Entre los árabes. Y muchos ateos, como Unamuno, han amado a dios como no lo han amado muchos creyentes. Sin destrozar el mundo. Sin odiar al otro. Sin matar a nadie. Uno de esos ateos ha dicho de los cultos, tanto políticos como religiosos, cosas entrañables. Se llama Miró Quesada.
Hay gente que lucha contra la gente: para defender una teoría; y gente que ama a la gente: a pesar de todas la teorías. Las ideologías políticas y las religiones son teorías ancladas en el sentir: unas están en el corazón y son entrañables; otras están en las tripas y son despiadadas. Quizá lo único cierto sea que no hay que matar a nadie en defensa de una religión, porque todas las religiones lo prohíben. En el principio era el verbo: la palabra. Cuando Jesús se va de este mundo todavía nos deja una recomendación: “guardaos de los falsos profetas”. ¿Y quién nos va a ayudar a distinguir lo verdadero de lo falso? La razón. El cultivo de la razón es, por mandato divino, lo que el creyente debe vivir con su culto. El culto nunca debe matar a la cultura, pues la cultura echa sus raíces en el corazón y no en las tripas. Con este mandato el propio dios nos prohíbe socializar el sufrimiento, y nos manda sembrar corazón donde antes hubo odio. Lo demás es sólo sombra que proyectan los corazones rotos. No hemos venido al mundo para vivir en las sombras. Lo dijo Tolkien: no hemos venido a vivir con el señor de los anillos. 




           
           

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