sábado, 31 de octubre de 2015

De la razón a la vida (1)





DE LA RAZÓN A LA VIDA (1)

 
             El mundo es la emergencia cronológica de la razón. La razón no es sólo la estructura de las formas, sino también la energía que las impulsa.
          Las formas dinámicas se mueven atraídas por sus complementarias, como si cada una funcionara como un signo que solamente llama a las formas afines; como si todo lo que hay en el mundo estuviera en una perpetua búsqueda de su media naranja. Por ejemplo, cada anticuerpo actúa sólo sobre un antígeno (sobre el virus que está preparado para identificar, no sobre los otros). Y cada enzima se activa sólo con un tipo de sustancia: la que se ha especializado en atacar (por ejemplo, la fosfatasa sobre el fosfato).
            La razón es dinámica, y la energía es un producto de la razón; también lo es el mundo de la materia inerte, el reino mineral; y el de la conciencia. Sus formas son, por orden de complejidad, la causalidad, la teleonomía, la teleología y la autoconciencia.


La muñeca rusa.

     Las mariposas pasan por la fase de huevo antes de convertirse en larvas, y por la de larvas antes de transformarse en crisálidas; cada estadio de su metamorfosis es como un envoltorio al que hay que acceder para llegar al otro; y como no se puede llegar a las habitaciones sin pasar antes por el vestíbulo, así tampoco puede el huevo convertirse en crisálida sin pasar por la fase de larva; no se pueden saltar fases, no se pueden quemar etapas; el jugador de ajedrez no puede sacar al alfil si no ha roto primero la barrera de los peones; solo el caballo puede saltarla.
Todas las posibilidades envueltas unas en otras formarían una especie de huevo; un huevo que contiene numerosas capas: ésa es su estructura concéntrica. Cada ser tiene su futuro codificado en su propio huevo de posibilidades, que contiene las posibilidades propias de su naturaleza; las de un reptil, por ejemplo, no son las mismas que las de una araña y por eso el devenir de cada especie es distinto; el genoma de una araña (el huevo de sus posibilidades) impide que la araña se convierta en reptil, en mamífero o en mosca; sólo puede convertirse en araña. 


El huevo cósmico.

¿Podría haber un huevo que contuviera todos los huevos? ¿Un genoma en el que estuviera codificado todo el devenir de la tierra, del sistema solar, del universo entero? Ese huevo de huevo sería el huevo cósmico. Existiría antes de que se formaran todos los seres del mundo, antes de que surgiera el universo.
Pero los proyectos también forman parte de la realidad. Hay realidades germinales y realidades nacidas, aunque llamamos realización a la transformación de las primeras en las segundas; en lenguaje cotidiano llamamos, por abuso de lenguaje, realidad solamente a las realidades nacidas, como si negáramos la condición de realidad a las realidades germinales o virtuales (es decir, a las realidades no nacidas).
Llamaremos ontotaxia a la inmanencia. La trascendencia es ontosemia.


Causalidad.

            La causalidad es tendencia; fuerza insensible. Una piedra tiende a caer porque la atrae la fuerza de gravedad. La causalidad es inercia. Los individuos movidos por causas naturales están programados por la naturaleza para reaccionar sin sentir; para dejarse mover por fuerzas exteriores a ellas.


Teleonomía.

            La teleonomía es reflejo, fuerza sensible. La raíz de una planta se mueve hacia la tierra porque se siente atraída hacia ella, y este geotropismo no es causalidad pura, porque va acompañada de sensibilidad; y la sensibilidad es deseo; podríamos decir que la planta siente la atracción de la tierra a diferencia de la piedra, que no siente la fuerza de gravedad que la hace caer.

            Los seres programados por la naturaleza son de tres clases: los inertes (que, como hemos visto, son los minerales); los inconscientes o teleonómicos (que se mueven por reflejos y abarcan desde los vegetales hasta los animales inferiores, como los celentéreos); y los seres conscientes o teleológicos (que son el resto de los animales).
            Los seres inertes están programados para ser pasivos; los inconscientes están programados para encontrar; y los conscientes están programados para buscar, o lo que es lo mismo, para programar: son los animales teleológicos.
            Programados para programar: ésa es la naturaleza de los animales. El mundo animal se escinde, pues, en tres grandes grupos: los teleonómicos o inconscientes; los conscientes o teleológicos de primera clase; y los autoconscientes o teleológicos de segunda clase. O lo que es lo mismo, los instintivos, los inteligentes y los racionales; la forma más racional del instinto es la intuición, por lo que los racionales son también intuitivos.


Adaptación.

             El agricultor necesita saber cuándo es la época de la siembra, de la siega, de la trilla; para ello se construye un calendario.
            Tal animal necesita acceder al pistilo para chupar el néctar; pero el pistilo es estrecho y profundo y necesita un pico largo y estrecho (si es pájaro) o una lengua larga que se pueda enrollar (si es insecto); entonces a la especie, al correr del tiempo, le van saliendo esos órganos que necesita. Cuando en algún sitio aparece una necesidad, tarde o temprano aparece una forma de satisfacerla; cada problema tiene su solución, cada pregunta tiene su respuesta.
 Donde hay una necesidad siempre acaba apareciendo un órgano para realizarla. Toda necesidad satisface su función creando un órgano, una estructura que lo materialice, y eso ocurre siempre: ya lo dijo Lamarck. En términos económicos, una necesidad puede ser comparada con una oferta y un órgano con una demanda; hay constelaciones de ofertas y demandas, pero sólo acaban funcionando las que se complementan, las demandas que corresponden a necesidades, y viceversa.
Llamamos existencias nacidas a las esencias que pueden relacionarse con el mundo exterior. Una esencia es un conjunto de funciones (es decir, una forma de actuar); una función es una esencia elemental. Pues bien, toda función necesita de una ocasión propicia para desarrollarse. Esa ocasión es el medio en el que cada naturaleza se desenvuelve.
         Llamamos adaptación a los movimientos de los seres naturales para permanecer en la existencia; es la búsqueda de una estructura para una función que se ha hecho necesaria; la atracción adaptativa hace que, si un individuo necesita ver, pronto le saldrán ojos; si un animal busca la vida de los árboles, a sus patas les saldrán manos; es lo que podríamos llamar atracción lamarckiana, y Jacques Monod lo llamaría, simplemente, teleonomía.
           En el mundo causal las naturalezas permanecen inalterables: un oxígeno sigue siendo un oxígeno aunque deje se ser ion y esté integrado en una molécula; y un carbono sigue siendo carbono cuando está en el grafito y cuando está en el diamante.
            Eso es lo que sucede en el mundo de la causalidad. Pero en el de la adaptación unas esencias se transforman en otras aunque estén hechas de los mismos elementos; así, el eohippus se transformó en mesohippus y el mesohippus se convirtió en caballo.
            La atracción química se rige por reglas invariables; el acoplamiento entre átomos viene a ser automático. Pero la atracción adaptativa aparece cuando a medida que pasa el tiempo las reglas van cambiando (sin que cambien las reglas fijas que gobiernan el intercambio entre los átomos). Cada aparición de un nivel nuevo de complejidad es la emergencia de formas materiales cada vez más organizadas; formas que estaban ocultas en cada uno de los átomos como negativos complejos envueltos en otros negativos más simples; negativos, representaciones, reflejos, espectros o fantasmas.
La teleonomía es el mundo vegetal donde la causalidad eficiente de la anataxia es sutituida por una causalidad final.


Teleología.

           Pensemos en una rosa. Antes de ser flor era capullo. El capullo contenía todas sus hojas plegadas unas sobre otras, apretadas en un botón; al abrirse el capullo se despliegan sus pétalos, se abren al mundo, y aparece la flor; la flor es una capullo que se va llenando de aire, abriendo espacios vacíos para que se puedan abrir las hojas. Primero se abren los sépalos, que estaban apretados sobre los pétalos; luego los pétalos, que estaban abrazados, pegados, a los órganos reproductores; y luego los órganos reproductores.
            La vida y la existencia está hecha de pétalos que se superponen; de láminas que se solapan; y que forman, según estén cerradas o abiertas, existencias enrolladas o desenrolladas; realidades nacidas o germinales.
            La realización de los individuos es el despliegue de sus envoltorios. La atracción causal contiene a la atracción teleonómica que, a su vez, está envolviendo a la atracción teleológica. ¿Qué es la atracción teleológica? Es la intención del individuo. La teleonomía era una potencia programada; ahora el individuo programa sus acciones, es dueño de sus actos; es la teleología.
Los animales no sólo se encuentran, como les pasaba a las plantas, sino que se buscan; si el instinto (decía Bergson) es la capacidad de encontrar sin necesidad de buscar (como la araña, que sabe hacer su tela sin que nadie se lo enseñe), la inteligencia nos permite buscar lo que necesitamos aunque muchas veces no demos con ello: eso es la teleología (que Jacques Monod distinguía de la teleonomía); un saber programar nuestros deseos, que va más allá del hecho de estar programados. El macho no solamente necesita a la hembra: la busca.
            Y por último están esos seres que se dan cuenta no solamente de lo que buscan en el mundo, sino que también se dan cuenta de sí mismos: son los seres autoconscientes; la fuerza que los mueve no sólo es la inteligencia, sino que va más allá: es la inteligencia abstracta, la capacidad de captar los géneros más allá de los individuos, es la razón. La razón humana es capaz de buscar los intereses de los individuos sin violar los intereses de la especie y, por encima de todo, los de la naturaleza entera.
            Los animales comparten con los vegetales el envoltorio de la teleonomía; pero lo tienen rodeando a otro envoltorio que no contienen los vegetales: la teleología.
            En síntesis: un animal, en tanto que está hecho de materia, está programado causalmente; en tanto que fuerza vegetativa, está programado teleonómicamente; pero en tanto que fuerza animal, más que estar programado, programa. Causalidad, reflejo e intención son esas tres fuerzas superpuestas. La intención está envuelta en el reflejo, al cual envuelve a la causalidad, a la cual envuelve a su vez a la necesidad lógica.


Desarrollo.

Adaptarnos a la vida es dejar de ser nosotros para plegarnos al mundo. El mundo nos impone sus condiciones y nosotros las aceptamos; aun a costa de perder nuestra identidad.
Si no me adapto al mundo no puedo desarrollarme en él, pero si no hago más que adaptarme tampoco me desarrollo: viviré como quiere el mundo que viva, no como yo quiero; y no me desarrollaré en el mundo, sino que el mundo se desarrollará en mí y a costa mía. Si la circunstancia que ser mejorada, yo no tengo por qué aceptarla con sus imperfecciones; tengo que aceptarla, sí, pero como algo mejorable; para corregirla en lo que sea posible; para que se adapte a mis necesidades, para poder desarrollarme en toda la riqueza de mi naturaleza, para llegar a ser todo lo que puedo ser.
La trascendencia va más allá de la circunstancia. La acepta y en esa aceptación somos inmanencia (ontotaxia); pero también la superamos obligando a la realidad a plegarse al ideal (sin renunciar a ella), y en esa rebeldía también somos trascendencia (ontosemia). Desarrollarnos es así hacer que nazca nuestra semilla, hacer realidad nuestras posibilidades, llegar a ser todo lo que podemos ser. No conformarnos con ser brutos cuando podemos desarrollar nuestra inteligencia. Para ello tenemos que dar dos pasos; el primero es adaptarnos a la realidad, y sólo entonces podemos pasar al segundo: hacer que la realidad se adapte a nosotros.
Llamamos desarrollo a los movimientos de la naturaleza por realizar su esencia; por sacarla a la luz.  
           

Autoconciencia.

Por la autoconciencia me adueño de mi propia vida. Es el mundo de los animales superiores que no sólo viven, sino que se dan cuenta de que viven. Lucha por existir, en ella caben los lances psicológicos, sociales, políticos, religiosos, militares: dramas y alegrías, tragedias y tristezas.
            El yo se despliega en el mundo vivido a través del mundo observado, pero él también forma parte del mundo observado. Con él se inaugura el mundo del conocimiento (noosfera). La vida de experiencias susceptibles de ordenarse en épocas, eras, lapsos más o menos dilatados (historia) constituye la erótica de los tiempos; si el tiempo vivido supone un obstáculo al erotismo, estamos ante una patética: tragedia (si es erótica del tiempo negado) y mística (si es erótica del tiempo infinito).


Trascendencia.

            Pero también está la lucha por ser. Vivo en el mundo pero el mundo no me gusta como es; entonces me aíslo y sueño cómo me gustaría que fuera; pienso en otros mundos diferentes del mío, imagino gentes y países del futuro, o del pasado, y me recreo en ellos; voy lejos del mundo, más allá del que me ha tocado vivir, trascendiéndolo, cambiándolo, recreándolo, sustituyéndolo; no me preocupa la supervivencia porque no hay peligros que me amenacen, y me rodea un ambiente sin violencia, relajado y seguro. Como diría María Zambrano, estoy ensimismado. Creo mundos nuevos y los recreo a mi gusto. Quiero que sean como a mí me gustan. Para que le den sentido a mi ser, para que me den satisfacciones, para que me llenen.

Conclusión.

            El árbol tiende hacia la luz, pero además la siente; el perro tiende a comer, pero además lo siente (siente hambre), y además busca la comida (porque es inteligente). Es como un edificio que tiene su base; el edificio de los instintos y de la inteligencia se levanta sobre la causalidad porque la causalidad, tendencia o inercia, es la base, es el cimiento que la sujeta. Todos los seres, inertes o vivos, tienen su base en la inercia, que es como el trampolín desde el que se catapultan hacia la vida.
            A la unión causal la llamamos contacto; y a su estructura causal, valencia; la diferencia entre la valencia y el contacto es que en la primera hay cercanía. Podríamos definir la lejanía como un contacto latente. 
La fuerza que une a los dos elementos de una estructura es como una atracción entre ellos; una especie de simpatía, un erotismo (si entendemos por erotismo la fuerza que impulsa a un ser a unirse a otro). Un imán sería erotismo igual que el amor, sólo que el amor contendría otros elementos que no tiene el imán, y que le darían más densidad al contacto. Lo mismo cabe decir de la amistad, y de la piedad, y de la admiración.
            La ontosemia es una erótica que contiene atracciones, como las piedras, pero también intenciones; intención es lo que les falta a las piedras, a los líquidos, a los gases, y en general a todo el mundo mineral. 



sábado, 24 de octubre de 2015

Semana Santa




SEMANA SANTA


            El capuchón se yergue clavándose en el cielo. Como la punta de un cuchillo, abre el velo sin desgarrarlo, hendiendo la bóveda sin lastimar su entraña: allí lo engulle un agujero negro. Penetra en la nada, una eternidad sin forma, y se hunde en el tiempo. Parece un cucurucho, una galleta abrazada a su helado, apoyada en su vértice. El cielo allí es negro como la noche; ha abierto el velo de la luz, y, penetrando en ella, se ha abierto a las estrellas. El corazón de la vida: el túnel del tiempo. El capuchón derretido se ha deshecho en el helado y ahora emerge la silueta de un capirote; en este mismo lugar, retrocediendo entre los siglos, es una procesión de reos que avanza en la plaza con pesadumbre. Hendiendo el cielo, las manos atadas, sus capirotes. Les esperan rígidos palos que suben al cielo sin hundirse; emergen del suelo, brotando en la hojarasca, con un amasijo de leña. Hundido en la capucha horadada por los ojos, el verdugo.
            Es una procesión que pasea doliente la figura de Cristo. Su frente ha sido arañada, su espalda ha sido azotada; en su cuerpo se ha hundido, como un capirote agudo, la punta de una lanza; las puntas sangrientas se han ensañado en su mano, y el peso de las carnes las ha desgarrado. Detrás llora la mujer doliente perdida en el espacio. De tanto sufrir, el cielo le ha arrancado su conciencia y ahora gira con la lentitud ausente de una cámara en movimiento panorámico. Juntos cabalgan el sufrimiento. 
Dolor del cuerpo, dolor del alma. Dolor del hijo y de la madre. ¿Cuál de los dos es más cruento, cuál más terrible, cuál es el más insoportable? La procesión hiende los pasillos de semana santa. Como una silueta, el capuchón se recorta en el espacio dejado en el aire por su propio cuerpo: su cuerpo suavizado, ensanchado en una caricia, como una nube sin punta, es un arco; uno de los numerosos arcos del acueducto; por él pasa domeñando el silencio, muchos conos en muchos arcos, el monumento milenario. Entre cirios, trompetas y tambores, se tiñe el duelo de semana santa. 
 

            Es un día triste de marzo. Un cielo de nubes grises amenaza lluvia, como una sábana. Sus pliegues redondos, hinchados de agua, se abren en el espacio como jirones, cubriéndose unos a otros, en un claroscuro grave; profundo, metafísico, con la serenidad que da el alma; algo en el cuerpo se deja flotar con un remanso de paz. Por la plaza pasa una mujer. Cubre su cabeza un velo negro, como un cucurucho sin cono, que le cae mansamente sobre la espalda; tachonando un manto blanco que le llega hasta los pies: es un manto denso, de paño, sereno, indolente y pesado. La monja avanza por la calle hacia el convento de las dominicas. Se oye una campana lenta, triste, de toques suaves y pausados. El cielo llora sin lágrimas. Es un día gris, un día sin pátina y sin historia, es un día cualquiera, un día sin semana santa. En el lamento de los que lloran parece que siempre fuera semana santa; y el cielo parece urdir en aquel agujero negro la esencia de los abuelos: como una estampa nostálgica, austera y mortecina, un pueblo acostumbrado a llorar, mirando al cielo. Pasa el cristo de los gitanos. El de Aniceto Marinas, su virgen, abandonada al tiempo (un tiempo que no pasa), rota de dolor, el cristo de los faroles, las vírgenes de todo el mundo, la macarena. Lejos resuena una saeta de Antonio Machado. Como un eco moribundo, apenas audible en las tardes de invierno, un latido nostálgico, una sombra serena, con la pasión dormida en la paz de la tarde, es un suspiro lacrimoso: la campana. El Cristo del poeta avanza lentamente caminando sobre las aguas. ¿Quién es ese cristo misterioso? ¿Ese que anduvo en el mar, cruzando el charco? ¿El que se perdió por el mundo?
            Ese cristo es España. Miles de cristos hermanos, desparramados por el mundo, huyendo de la necesidad, o de la cárcel. “Bienaventurados los que sufren”. “Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia”. Vuelvo la mirada y la arranco del agujero del tiempo. Miro las piedras de la plaza, apretadas mansamente, y es como si el tiempo se hubiera detenido. La campana de la catedral: tosca, gruesa y ronca. El cuerpo menudo de las monjas. El cura que se desliza con su manto negro, cura envuelto en su sotana, cura preconciliar. El crepúsculo que cae como una lluvia de estrellas. Estoy en la canaleja. Miro la iglesia de San Millán, con su torre mudéjar, emergiendo en el barrio de las brujas, plantada en el suelo; como un capuchón queriéndose clavar en el cielo. A lo lejos se duerme la piedad. Las nubes la arrullan bajo la suave penumbra del crepúsculo. Las piedras de la calle pasan, rezuman humedad, hasta el azoguejo. A un lado palpita la antigüedad moderna: la estatua de Juan Bravo. Y a otro la antigüedad legendaria: la del acueducto. Campanillas que titilan en un patio de Sevilla. La serenidad del sur, eco de los suspiros, los cristos, las vírgenes, España doliente sufriendo como una semana santa. Los miserables. Los parados. Los deshauciados. García Lorca. La virgen cura a los niños con salivilla de estrellas. Allí está la procesión, los nazarenos. Los soberbios, los usureros, los que azotaron a Cristo. Miles de cristos dolientes mirando la procesión, esperando un milagro. Otros arrastran sus cadenas como buscando un castigo. ¿Quién necesita un perdón? ¿Y quién merece ser castigado? La procesión se pierde entre los ríos de las calles. Hay una bruma que se traga a los penitentes, esfumándose entre la gente, calle abajo. Las trompetas rasgan el aire con un lamento; algo, en sus voces, suena a lágrima y a luz, a silencio y a tristeza, a tormento. Y un puñal hundiéndose en el cielo dice que es dolor, el extremo de un capuchón, el vértice de un cucurucho, la pasión del capirote, los espectros de la luz, los fantasmas de España. España calla en el ruido de semana santa. Como un rumor rodando, en un eco sordo de la tarde, los tambores machacones, pero graves, recogidos en el cuerpo: las turbas de Cuenca, las campanas de Zamora, los tambores de Calanga; y las manos ensangrentadas de tocar tanto.
            Como las manos de Cristo. Los clavos. Los azotes. La corona de espinas, la herida en el costado. La herida de Cristo (millones de cristos dolientes) engullidos en las crisis de la tarde. Los rumores del crepúsculo. El temblor de los tambores, allá a lo lejos, el vibrar de corazones en el pecho que se sale. El llorar de las trompetas. Una lánguida saeta, rasgando el cielo en el balcón, todo un pueblo; un poeta, una virgen y un cristo, un clamor de gente, y una calle. Capuchones que desfilan entre cirios y cordones. Todos se han callado. De repente nadie toca, nadie silba, nadie habla; sólo se oye un rumor lejano. ¿No lo escuchas? ¿No lo sientes? ¿No lo oyes palpitar sobre la noche? Calla. Aleja tus oídos de aquí, ponlos a lo lejos, escucha; escucha la voz del silencio, no te fijes en nada. ¿Todavía no lo oyes? Es una campana.








sábado, 17 de octubre de 2015

El perro estoico




EL PERRO ESTOICO


            El perro estoico olfatea en la cuneta. Hay un día claro y nuboso, con el cielo iluminado por un foco radiante que yace difuso entre las nubes. La mañana es fresca, y el perro vagabundo (tal un humilde ejemplar cosmopolita) da suaves bandazos por la cuneta, con la nariz atada al suelo. A veces parece que su lomo, en el vaivén indolente de la mañana, se vaya a descargar por la carretera. Temor imaginario que atisba el accidente, con el corazón hundido en un puño. El perro vagabundo, no sé si cínico o cancerbero, pasea con su indolencia el estoicismo de la mañana. Es la vuelta a clase. Tras el largo puente que sabe a poco, los alumnos aparecerán pronto flanqueando la carretera, a veces invadiéndola también como perros vagabundos, con las mochilas silentes cargadas de aburrimiento. Tras el vaho de las ventanas, profesores mortecinos se acercan disimulados en sus coches. La puerta del instituto es un embudo, un agujero negro que todo lo engulle y se traga la luz; cuando suene el timbre saldrán los estudiantes con el corazón oscurecido y las ideas grises. Y no sabrán lo que habrá sido del perro vagabundo. Nadie sabrá si su andar pausado habrá sido atropellado por la prisa; por una prisa que pasa sin mirar, pero que no sabe tampoco adónde va ni por qué tiene tanta prisa. Es una mañana de otoño. La premura del tiempo, carcelero de la vida que no puede cautivar porque la han llevado al calabozo, apenas si nos deja una imagen borrosa donde se difumina lentamente el perro estoico.