SEMANA SANTA
El capuchón se yergue clavándose en el cielo. Como la
punta de un cuchillo, abre el velo sin desgarrarlo, hendiendo la bóveda sin
lastimar su entraña: allí lo engulle un agujero negro. Penetra en la nada, una
eternidad sin forma, y se hunde en el tiempo. Parece un cucurucho, una galleta
abrazada a su helado, apoyada en su vértice. El cielo allí es negro como la
noche; ha abierto el velo de la luz, y, penetrando en ella, se ha abierto a las
estrellas. El corazón de la vida: el túnel del tiempo. El capuchón derretido se
ha deshecho en el helado y ahora emerge la silueta de un capirote; en este
mismo lugar, retrocediendo entre los siglos, es una procesión de reos que
avanza en la plaza con pesadumbre. Hendiendo el cielo, las manos atadas, sus capirotes.
Les esperan rígidos palos que suben al cielo sin hundirse; emergen del suelo,
brotando en la hojarasca, con un amasijo de leña. Hundido en la capucha
horadada por los ojos, el verdugo.
Es una procesión que pasea doliente la figura de Cristo.
Su frente ha sido arañada, su espalda ha sido azotada; en su cuerpo se ha hundido,
como un capirote agudo, la punta de una lanza; las puntas sangrientas se han
ensañado en su mano, y el peso de las carnes las ha desgarrado. Detrás llora la
mujer doliente perdida en el espacio. De tanto sufrir, el cielo le ha arrancado
su conciencia y ahora gira con la lentitud ausente de una cámara en movimiento
panorámico. Juntos cabalgan el sufrimiento.
Dolor
del cuerpo, dolor del alma. Dolor del hijo y de la madre. ¿Cuál de los dos es
más cruento, cuál más terrible, cuál es el más insoportable? La procesión
hiende los pasillos de semana santa. Como una silueta, el capuchón se recorta
en el espacio dejado en el aire por su propio cuerpo: su cuerpo suavizado,
ensanchado en una caricia, como una nube sin punta, es un arco; uno de los
numerosos arcos del acueducto; por él pasa domeñando el silencio, muchos conos
en muchos arcos, el monumento milenario. Entre cirios, trompetas y tambores, se
tiñe el duelo de semana santa.
Es un día triste de marzo. Un cielo de nubes grises
amenaza lluvia, como una sábana. Sus pliegues redondos, hinchados de agua, se
abren en el espacio como jirones, cubriéndose unos a otros, en un claroscuro
grave; profundo, metafísico, con la serenidad que da el alma; algo en el cuerpo
se deja flotar con un remanso de paz. Por la plaza pasa una mujer. Cubre su
cabeza un velo negro, como un cucurucho sin cono, que le cae mansamente sobre
la espalda; tachonando un manto blanco que le llega hasta los pies: es un manto
denso, de paño, sereno, indolente y pesado. La monja avanza por la calle hacia
el convento de las dominicas. Se oye una campana lenta, triste, de toques
suaves y pausados. El cielo llora sin lágrimas. Es un día gris, un día sin
pátina y sin historia, es un día cualquiera, un día sin semana santa. En el
lamento de los que lloran parece que siempre fuera semana santa; y el cielo
parece urdir en aquel agujero negro la esencia de los abuelos: como una estampa
nostálgica, austera y mortecina, un pueblo acostumbrado a llorar, mirando al
cielo. Pasa el cristo de los gitanos. El de Aniceto Marinas, su virgen,
abandonada al tiempo (un tiempo que no pasa), rota de dolor, el cristo de los
faroles, las vírgenes de todo el mundo, la macarena. Lejos resuena una saeta de
Antonio Machado. Como un eco moribundo, apenas audible en las tardes de
invierno, un latido nostálgico, una sombra serena, con la pasión dormida en la
paz de la tarde, es un suspiro lacrimoso: la campana. El Cristo del poeta
avanza lentamente caminando sobre las aguas. ¿Quién es ese cristo misterioso?
¿Ese que anduvo en el mar, cruzando el charco? ¿El que se perdió por el mundo?
Ese cristo es España. Miles de cristos hermanos,
desparramados por el mundo, huyendo de la necesidad, o de la cárcel. “Bienaventurados
los que sufren”. “Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia”.
Vuelvo la mirada y la arranco del agujero del tiempo. Miro las piedras de la
plaza, apretadas mansamente, y es como si el tiempo se hubiera detenido. La
campana de la catedral: tosca, gruesa y ronca. El cuerpo menudo de las monjas.
El cura que se desliza con su manto negro, cura envuelto en su sotana, cura
preconciliar. El crepúsculo que cae como una lluvia de estrellas. Estoy en la
canaleja. Miro la iglesia de San Millán, con su torre mudéjar, emergiendo en el
barrio de las brujas, plantada en el suelo; como un capuchón queriéndose clavar
en el cielo. A lo lejos se duerme la piedad. Las nubes la arrullan bajo la
suave penumbra del crepúsculo. Las piedras de la calle pasan, rezuman humedad,
hasta el azoguejo. A un lado palpita la antigüedad moderna: la estatua de Juan
Bravo. Y a otro la antigüedad legendaria: la del acueducto. Campanillas que
titilan en un patio de Sevilla. La serenidad del sur, eco de los suspiros, los
cristos, las vírgenes, España doliente sufriendo como una semana santa. Los
miserables. Los parados. Los deshauciados. García Lorca. La virgen cura a los
niños con salivilla de estrellas. Allí está la procesión, los nazarenos. Los
soberbios, los usureros, los que azotaron a Cristo. Miles de cristos dolientes
mirando la procesión, esperando un milagro. Otros arrastran sus cadenas como
buscando un castigo. ¿Quién necesita un perdón? ¿Y quién merece ser castigado?
La procesión se pierde entre los ríos de las calles. Hay una bruma que se traga
a los penitentes, esfumándose entre la gente, calle abajo. Las trompetas rasgan
el aire con un lamento; algo, en sus voces, suena a lágrima y a luz, a silencio
y a tristeza, a tormento. Y un puñal hundiéndose en el cielo dice que es dolor,
el extremo de un capuchón, el vértice de un cucurucho, la pasión del capirote,
los espectros de la luz, los fantasmas de España. España calla en el ruido de semana
santa. Como un rumor rodando, en un eco sordo de la tarde, los tambores machacones,
pero graves, recogidos en el cuerpo: las turbas de Cuenca, las campanas de
Zamora, los tambores de Calanga; y las manos ensangrentadas de tocar tanto.
Como las manos de Cristo. Los clavos. Los azotes. La
corona de espinas, la herida en el costado. La herida de Cristo (millones de
cristos dolientes) engullidos en las crisis de la tarde. Los rumores del
crepúsculo. El temblor de los tambores, allá a lo lejos, el vibrar de corazones
en el pecho que se sale. El llorar de las trompetas. Una lánguida saeta,
rasgando el cielo en el balcón, todo un pueblo; un poeta, una virgen y un
cristo, un clamor de gente, y una calle. Capuchones que desfilan entre cirios y
cordones. Todos se han callado. De repente nadie toca, nadie silba, nadie
habla; sólo se oye un rumor lejano. ¿No lo escuchas? ¿No lo sientes? ¿No lo
oyes palpitar sobre la noche? Calla. Aleja tus oídos de aquí, ponlos a lo
lejos, escucha; escucha la voz del silencio, no te fijes en nada. ¿Todavía no
lo oyes? Es una campana.
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