sábado, 10 de octubre de 2015

El Liberalismo y Los Liberales



EL LIBERALISMO Y LOS LIBERALES

 

            Que los errores de los ricos los pagan los pobres es la única salida de la crisis. Hacer pagar a los ricos es violar las reglas del mercado, basadas en la oferta y la demanda. ¿Cuánto me ofreces? ¿Dinero? Me quedo. ¿Impuestos? Me marcho; me voy con mis empresas a otra parte. Para hablar en román paladino: yo, y otros como yo, hemos causado la crisis, pero no queremos pagarla; que paguen las víctimas, con nosotros no contéis. Imaginad que le dijéramos a un pirómano: “debes pagar por los destrozos que ha causado el fuego”; y el pirómano no paga y, lejos de ir a la cárcel, todavía se pone chulo y nos dice: “me voy a otra parte, os quedáis sin bombero”. De igual manera los causantes de la crisis, además de no ir a la cárcel, nos amenazan con marcharse y encima les tenemos que implorar que se queden. Ésa es la realidad. Es cruda. Y para tragarla nos dan un dulce; nos dicen que ellos no son malos, pero que así son las cosas, así es la vida; así funciona la economía. Eso es realismo. De nada sirve soñar, hay que poner los pies en tierra. Y pasa por realidad lo que no es más que ideología: las leyes económicas, que se supone que reflejan la realidad, no son más que los deseos de una parte de ella: la parte que más tiene; se supone que dicen cómo es el mundo, pero en realidad dicen cómo algunos quieren que sea.
            El problema es que eso es verdad. La ley de la gravedad nos dice cómo son las cosas. También lo dice la ley de la oferta y la demanda: que el más fuerte se come al débil. Pero los cuerpos que caen no son libres y los agentes económicos sí. Los cuerpos sólo caen de una forma, pero los más ricos pueden decidir de muchas formas cómo pueden caer los más pobres. Los fuertes son la fuerza de gravedad de los débiles: los arrastran adonde quieren; no los arrastran adonde deben (como pasa con las fuerzas físicas) sino adonde quieren. Lo que pasa es que el querer y el deber coinciden. Deber entendido como necesidad natural, física; entendido de esa manera el deber es el poder; las cosas tienen que ser así porque yo puedo forzarlas; y como normalmente todos queremos hacer lo que podemos, al final las cosas serán como yo quiero que sean.
            Ésa es la naturaleza: el poder se transforma en hacer, porque el poder es la realidad, el ser, yo soy poderoso, y el acto, como decía Aristóteles, no es más que la otra cara de la potencia. No hay potencia sin acto porque las dos cosas tienen la misma naturaleza. Así, las piedras caen porque pueden caer; el humo, que no puede, no va a caer nunca hacia abajo.
            Las piedras pueden caer y por eso caen. El deseo de lucro lo tenemos todos, pero unos tienen el poder de realizarlo y otros no: éstos son los que caen; impulsados en su caída por los primeros, pero sólo caen hasta donde lo permite la necesidad del que puede; un empresario  no puede hacer caer el poder adquisitivo de los trabajadores más allá de un punto crítico, que es cuando la pobreza ya no permite al trabajador comprar los bienes que el propio empresario produce: eso es la crisis. La consecuencia de la crisis es un cambio de sistema: que el mercado sea sustituido por el despotismo, o por la guerra. La otra posibilidad es restaurar el sistema, para que los empresarios puedan seguir a costa de los trabajadores sin que éstos dejen de alimentarlo; el poder remunerativo debe ser equilibrado por el poder adquisitivo, y sobre ese equilibrio se levanta la libertad de empresa.
            De modo que la crisis se resuelve poniendo al pirómano de bombero. Es el propio liberalismo, que lo ha provocado todo, el que debe rescatarse a sí mismo: imponiendo sus errores. Si antes se trabajaba por mil euros y ahora el mismo trabajo vale cuatrocientos, respetémoslo; es la ley del mercado; yo te he cambiado la oferta y, como me he cargado a mis competidores, tú no tienes adónde ir si no aceptas lo que te ofrezco. Sólo hay un problema: que el liberalismo se basa en la competencia, y se disuelve al imponerse los monopolios: que es lo que impone precisamente el liberalismo. La economía liberal tiene por límite la competencia, y si ésta desaparece desaparecen los fundamentos ideológicos de la economía liberal. Lo que se nos vende precisamente como liberalismo (adobándolo con todas las etiquetas que empiezan por el prefijo “neo”) es el acta de defunción de la economía liberal.
            En otras palabras: la limpieza de la competencia debe ser vigilada por el Estado (hay una comisión de vigilancia de la competencia); pero el liberalismo, hostil a toda regulación (que sin embargo necesita), toma por asalto la política (siempre, cuando puede, a través de unas elecciones) para neutralizar todas las comisiones de vigilancia, todas las iniciativas reguladoras: y así consigue pactar los precios para que éstos no sean producto de la oferta y la demanda; con lo que el liberalismo se suicida; y lo matan los que se llaman a sí mismo liberales.
            Entendámonos, la economía liberal no reposa sólo sobre la libertad de empresa; si esto fuera así no habría distinción alguna entre liberalismo y despotismo. Como todo termostato, debe contener una válvula que lo para todo cuando llega a un punto crítico. Probablemente Miguel Boyer actuara como liberal consecuente cuando paralizó Rumasa: frenó una situación que amenazaba monopolio. Ese termostato se mueve en una zona en la que la competencia se ve amenazada. Ése es el valor del liberalismo.
            Si no existiera esa válvula no habría ningún control sobre el poder económico. La ley debe garantizar el funcionamiento de la economía liberal, no las amenazas al liberalismo de los que se dicen liberales. Pero Adam Smith les dio alas cuando aseguró que la economía se regulaba sola; como si hubiera una mano invisible capaz de controlarla; en Adam Smith encontramos, a la vez, el acta de nacimiento del liberalismo (la ley de la competencia) y su acta de defunción (la mano invisible). No, la economía no se regula sola. No hay función que se ponga en marcha sin un órgano que la impulse; ese órgano puede ser la comisión de defensa de la competencia. Lamarck insistía en que toda función, para salir adelante, acaba creando su órgano. ¿Cómo podría funcionar la competencia si no tiene un órgano que la dinamice? Si la mano invisible es un espíritu sin cuerpo es imposible que pueda existir; porque la economía sólo entiende de cuerpos.
            La economía liberal tiene, entonces, dos pilares: la competencia, que crea el movimiento, y la vigilancia, que lo mantiene; equilibrándolo; la primera dinamiza el mundo poniendo en contacto la necesidad con el poder, y su brazo ejecutor es la voluntad; y la segunda le pone freno a su inercia evitando las situaciones de monopolio, y su brazo es la coacción; para lo primero el Estado no debe interferir en la iniciativa de los emprendedores; para lo segundo los emprendedores no deben interferir en el funcionamiento del Estado: después de la crisis de 2007 esto último es lo que ha sucedido. 


            Pero falta un tercer pilar para que no se caiga la economía: el diálogo. La competencia y el equilibrio velan por los intereses de los poderosos; el diálogo vela por los impotentes. En economía es el poder el que mueve el mundo: el poder, no la necesidad. La necesidad sirve solamente de río para que pesquen las cañas de los poderosos; porque el empresario, para vender sus productos, debe crearlos en respuesta a las necesidades de los clientes. Pero si, por una inercia monopolizadora que no controla nadie, los precios suben porque la competencia se ha hecho incompetente, entonces los menos poderosos perderán poder adquisitivo; esta pérdida aumentará sin que los empresarios encuentren el límite (después de haberlo suprimido con su intervención en el Estado, haciendo pasar por defensa del liberalismo lo que no es más que un ataque al liberalismo en nombre de los propios liberales); pero cuando se llegue a una situación límite acabará explotando: como cuando se desintegra el núcleo del átomo después de haber ido perdiendo sus electronos; incluso antes; y entonces las clases desposeídas y desprotegidas, los pobres, manifestarán un poder destructor sólo equiparable al que yacía en la adulteración del propio liberalismo.
            La pobreza tiene un poder enorme, pero ese poder no construye, destruye. Está escondido y por eso nadie lo ve, pero ésa sí que es una mano invisible. Convendría tener mucho cuidado antes de liberarlo. Porque, cuando estalla una bomba atómica, una vez que se ha iniciado una reacción en cadena ya no se puede parar. Decía el poeta que no solemos ver el sufrimiento de quienes no lloran ni tampoco las heridas que no sangran. Pues bien: el sufrimiento de los pobres no tiene lágrimas y sus heridas no sangran tampoco; cuando se manifiestan en la calle parece una procesión de raquíticos a la que  nadie hace caso. Mas es de dementes ignorarlo cuando su intensidad va en crescendo; y nadie es capaz de predecir cuál será el punto de no retorno a partir del cual empezarán a estallar los pobres; como tampoco supo casi nadie predecir el estallido y el alcance de la crisis económica.
            El problema es que el mercado funciona sobre la ley de la oferta y la demanda. Los productos que se intercambian son, siempre, mercancías tangibles, materiales, objetos presentes. El egoísmo privado, que decía Adam Smith, la ambición, la codicia, no sabe buscar los intereses a largo plazo, porque no se ven; el egoísmo del comercio suele tener la vista corta. Por eso no juegan en el mercado los intereses de los trabajadores. También los astrónomos estudian la materia que se ve y no pueden tener en cuenta la materia oscura.
            La materia oscura, la energía oscura, las fuerzas contenidas en la necesidad de los pobres son una mano invisible para la mayoría de la gente; pero no se podría vislumbrar un eco de ella, aunque para ello hacen falta ojos: esos ojos que no están en la cara, sino en la inteligencia; y la inteligencia es solidaria del corazón. Deben ir juntos el corazón y la cabeza. Podemos ayudar al pobre por propio interés, no ya por generosidad, o por altruismo. Ayudar a los países en desarrollo para evitar que nos invadan sus emigrantes.
            Esos intereses a largo plazo serían el tercer pilar del liberalismo. Para eso hacen falta ojos que vean lo invisible, cuando lo invisible tiene forma de mano; oídos que oigan lo inaudible, olfato que huela lo imperceptible, manos que sientan lo intangible. Para percibir esto hace falta entrenamiento. Entrenamiento ético. Sólo desarrollando estos órganos capaces de sentir lo lejano se desarrolla la capacidad  de diálogo. Ponerse en lugar de otro. Escuchar antes de hablar, oír lo que tienen que decirnos. Eso significa que el mercado, al par que lo mueve el egoísmo de la competencia, lo regularían simultáneamente tres órganos: la bolsa, portavoz de la competencia; el gobierno, garante del equilibrio; y la educación, garante del diálogo. Ni el gobierno ni la educación tendrían que encorsetar la iniciativa emprendedora, la libertad de mercado; sólo limpiar los canales por donde fluyen para que no se formen atascos; el propio liberalismo, guiado por los deseos, supuraría grasa que se iría depositando en esos canales hasta convertirse en trombos; el diálogo y el Estado serían medicina preventiva, no curación con el bisturí del cirujano. Pero claro, para eso haría falta que el liberalismo fuese defendido por auténticos liberales.
            La revolución científica luchó por redescubrir el método de Aristóteles: luchando contra los aristotélicos. También el liberalismo pugna por redescubrirse a sí mismo: combatiendo a los liberales. Esos nuevos conversos que defienden la libertad de mercado pero reniegan de la libertad de los pobres son, como declaró en cierta ocasión Esperanza Aguirre, liberales en lo económico, pero conservadores en lo social; aunque Vargas Llosa, que es otro liberal convencido, precisa que un liberalismo económico sin liberalismo político es inconcebible: los desposeídos también deben tener las manos libres, como los poderosos; ningún liberalismo cabe en una dictadura, ninguno cabe en un régimen como el de Pinochet. Y José María Aznar atacó a la educación como tercer pilar del sistema. Lo dijo cuando el gobierno promulgó una ley que limitaba el uso del alcohol y del tabaco. ¿Quién es el Estado para decirme a mí lo que tengo que fumar y beber?, dijo. Claro. Pues entonces ¿quién es el Estado para prohibirme a mí tomar LSD, heroína y cocaína si ése es mi deseo? La libertad de drogarse debería ser un derecho del Estado liberal. Según los liberales conversos.


 POST-SCRIPTUM.

      La lucha social es similar a un mercado en donde uno pide y el otro ofrece. Se piden salarios, condiciones de trabajo, calidad de vida; y si en el juego económico son los consumidores los que fijan el precio, en el juego social es la necesidad compartida la que fija los salarios. Es el regateo: en el mercado la oferta tiende al alza y la demanda a la baja; en los convenios es al revés: la oferta baja los salarios y la demanda los sube. Mercados y convenios son los dos mecanismos de la economía; es un error reducirlo todo al mercado, porque sería decidir por el todo sólo una de las dos mitades. La demanda salarial puede moderar sus exigencias, pero hay una línea roja por debajo de la cual los salarios no pueden seguir bajando.
            El deseo propio se satisface a costa del ajeno: es la ley del mercado. Y la propia necesidad se satisface contra las necesidades ajenas: es la ley de la negociación. Los precios y los salarios son dos mecanismos de oferta y demanda, los primeros en la competencia, los segundos en la competición; y ambas son, a fin de cuentas, dos formas de regateo. El regateo tiene esas dos caras, que son la economía y la sociedad; el mercado y la lucha sindical son las dos caras de la misma moneda.
            Al final el más fuerte, el más poderoso, es siempre quien gana; en economía es el que más puede aguantar con los precios demasiado bajos (para subirlos después cuando la coyuntura cambie); y en la sociedad, quien más puede aguantar regateando al alza, hasta tocar la línea roja. Es como un pulso: el beneficio se lo lleva siempre quien aguanta.
            Ser liberal es admitir que la libertad está condicionada; y que, por lo tanto, la libertad de comercio tiene unos límites para que a la competencia no la destruyan los monopolios; en otras palabras, no hay libertad sin regulación; regulación de límites; como un termostato.
            Ser liberal es rechazar la desregulación que apasiona tanto a los liberales; y admitir que toda función necesita un órgano para expresarse; el órgano de la mano invisible es la política. Hay, en política, dos manos invisibles: la económica, que debe velar por la competencia; y la social, que debe moderar sus estallidos; desde la política.
            Y ser liberal es, en fin, no confundir la jungla con el liberalismo. La jungla es la ley del más fuerte. El liberalismo es la fuerza del equilibrio; de ese equilibrio inestable que hay entre la competencia y el monopolio: entre ambos se extiende un fundido encadenado. La naturaleza, en la jungla, se equilibra con el sacrificio de los seres vivos; pero el liberalismo busca el máximo beneficio con el mínimo sacrificio: por eso, lejos de ser una libertad salvaje, es libertad transida de humanismo. 



           

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