EL LIBERALISMO Y
LOS LIBERALES
Que
los errores de los ricos los pagan los pobres es la única salida de la crisis. Hacer
pagar a los ricos es violar las reglas del mercado, basadas en la oferta y la
demanda. ¿Cuánto me ofreces? ¿Dinero? Me quedo. ¿Impuestos? Me marcho; me voy
con mis empresas a otra parte. Para hablar en román paladino: yo, y otros como
yo, hemos causado la crisis, pero no queremos pagarla; que paguen las víctimas,
con nosotros no contéis. Imaginad que le dijéramos a un pirómano: “debes pagar
por los destrozos que ha causado el fuego”; y el pirómano no paga y, lejos de
ir a la cárcel, todavía se pone chulo y nos dice: “me voy a otra parte, os
quedáis sin bombero”. De igual manera los causantes de la crisis, además de no
ir a la cárcel, nos amenazan con marcharse y encima les tenemos que implorar
que se queden. Ésa es la realidad. Es cruda. Y para tragarla nos dan un dulce;
nos dicen que ellos no son malos, pero que así son las cosas, así es la vida;
así funciona la economía. Eso es realismo. De nada sirve soñar, hay que poner
los pies en tierra. Y pasa por realidad lo que no es más que ideología: las
leyes económicas, que se supone que reflejan la realidad, no son más que los
deseos de una parte de ella: la parte que más tiene; se supone que dicen cómo
es el mundo, pero en realidad dicen cómo algunos quieren que sea.
El
problema es que eso es verdad. La ley de la gravedad nos dice cómo son las
cosas. También lo dice la ley de la oferta y la demanda: que el más fuerte se
come al débil. Pero los cuerpos que caen no son libres y los agentes económicos
sí. Los cuerpos sólo caen de una forma, pero los más ricos pueden decidir de
muchas formas cómo pueden caer los más pobres. Los fuertes son la fuerza de
gravedad de los débiles: los arrastran adonde quieren; no los arrastran adonde
deben (como pasa con las fuerzas físicas) sino adonde quieren. Lo que pasa es
que el querer y el deber coinciden. Deber entendido como necesidad natural,
física; entendido de esa manera el deber es el poder; las cosas tienen que ser
así porque yo puedo forzarlas; y como normalmente todos queremos hacer lo que
podemos, al final las cosas serán como yo quiero que sean.
Ésa
es la naturaleza: el poder se transforma en hacer, porque el poder es la
realidad, el ser, yo soy poderoso, y el acto, como decía Aristóteles, no es más
que la otra cara de la potencia. No hay potencia sin acto porque las dos cosas
tienen la misma naturaleza. Así, las piedras caen porque pueden caer; el humo,
que no puede, no va a caer nunca hacia abajo.
Las
piedras pueden caer y por eso caen. El deseo de lucro lo tenemos todos, pero
unos tienen el poder de realizarlo y otros no: éstos son los que caen;
impulsados en su caída por los primeros, pero sólo caen hasta donde lo permite
la necesidad del que puede; un empresario
no puede hacer caer el poder adquisitivo de los trabajadores más allá de
un punto crítico, que es cuando la pobreza ya no permite al trabajador comprar
los bienes que el propio empresario produce: eso es la crisis. La consecuencia
de la crisis es un cambio de sistema: que el mercado sea sustituido por el
despotismo, o por la guerra. La otra posibilidad es restaurar el sistema, para
que los empresarios puedan seguir a costa de los trabajadores sin que éstos dejen
de alimentarlo; el poder remunerativo debe ser equilibrado por el poder
adquisitivo, y sobre ese equilibrio se levanta la libertad de empresa.
De
modo que la crisis se resuelve poniendo al pirómano de bombero. Es el propio
liberalismo, que lo ha provocado todo, el que debe rescatarse a sí mismo:
imponiendo sus errores. Si antes se trabajaba por mil euros y ahora el mismo
trabajo vale cuatrocientos, respetémoslo; es la ley del mercado; yo te he
cambiado la oferta y, como me he cargado a mis competidores, tú no tienes
adónde ir si no aceptas lo que te ofrezco. Sólo hay un problema: que el
liberalismo se basa en la competencia, y se disuelve al imponerse los
monopolios: que es lo que impone precisamente el liberalismo. La economía
liberal tiene por límite la competencia, y si ésta desaparece desaparecen los
fundamentos ideológicos de la economía liberal. Lo que se nos vende
precisamente como liberalismo (adobándolo con todas las etiquetas que empiezan
por el prefijo “neo”) es el acta de defunción de la economía liberal.
En
otras palabras: la limpieza de la competencia debe ser vigilada por el Estado
(hay una comisión de vigilancia de la competencia); pero el liberalismo, hostil
a toda regulación (que sin embargo necesita), toma por asalto la política
(siempre, cuando puede, a través de unas elecciones) para neutralizar todas las
comisiones de vigilancia, todas las iniciativas reguladoras: y así consigue
pactar los precios para que éstos no sean producto de la oferta y la demanda;
con lo que el liberalismo se suicida; y lo matan los que se llaman a sí mismo
liberales.
Entendámonos,
la economía liberal no reposa sólo sobre la libertad de empresa; si esto fuera
así no habría distinción alguna entre liberalismo y despotismo. Como todo
termostato, debe contener una válvula que lo para todo cuando llega a un punto
crítico. Probablemente Miguel Boyer actuara como liberal consecuente cuando
paralizó Rumasa: frenó una situación que amenazaba monopolio. Ese termostato se
mueve en una zona en la que la competencia se ve amenazada. Ése es el valor del
liberalismo.
Si
no existiera esa válvula no habría ningún control sobre el poder económico. La
ley debe garantizar el funcionamiento de la economía liberal, no las amenazas
al liberalismo de los que se dicen liberales. Pero Adam Smith les dio alas
cuando aseguró que la economía se regulaba sola; como si hubiera una mano
invisible capaz de controlarla; en Adam Smith encontramos, a la vez, el acta de
nacimiento del liberalismo (la ley de la competencia) y su acta de defunción
(la mano invisible). No, la economía no se regula sola. No hay función que se
ponga en marcha sin un órgano que la impulse; ese órgano puede ser la comisión
de defensa de la competencia. Lamarck insistía en que toda función, para salir
adelante, acaba creando su órgano. ¿Cómo podría funcionar la competencia si no
tiene un órgano que la dinamice? Si la mano invisible es un espíritu sin cuerpo
es imposible que pueda existir; porque la economía sólo entiende de cuerpos.
La
economía liberal tiene, entonces, dos pilares: la competencia, que crea el
movimiento, y la vigilancia, que lo mantiene; equilibrándolo; la primera
dinamiza el mundo poniendo en contacto la necesidad con el poder, y su brazo
ejecutor es la voluntad; y la segunda le pone freno a su inercia evitando las
situaciones de monopolio, y su brazo es la coacción; para lo primero el Estado
no debe interferir en la iniciativa de los emprendedores; para lo segundo los
emprendedores no deben interferir en el funcionamiento del Estado: después de
la crisis de 2007 esto último es lo que ha sucedido.
Pero
falta un tercer pilar para que no se caiga la economía: el diálogo. La
competencia y el equilibrio velan por los intereses de los poderosos; el
diálogo vela por los impotentes. En economía es el poder el que mueve el mundo:
el poder, no la necesidad. La necesidad sirve solamente de río para que pesquen
las cañas de los poderosos; porque el empresario, para vender sus productos,
debe crearlos en respuesta a las necesidades de los clientes. Pero si, por una
inercia monopolizadora que no controla nadie, los precios suben porque la
competencia se ha hecho incompetente, entonces los menos poderosos perderán
poder adquisitivo; esta pérdida aumentará sin que los empresarios encuentren el
límite (después de haberlo suprimido con su intervención en el Estado, haciendo
pasar por defensa del liberalismo lo que no es más que un ataque al liberalismo
en nombre de los propios liberales); pero cuando se llegue a una situación
límite acabará explotando: como cuando se desintegra el núcleo del átomo
después de haber ido perdiendo sus electronos; incluso antes; y entonces las clases
desposeídas y desprotegidas, los pobres, manifestarán un poder destructor sólo
equiparable al que yacía en la adulteración del propio liberalismo.
La
pobreza tiene un poder enorme, pero ese poder no construye, destruye. Está
escondido y por eso nadie lo ve, pero ésa sí que es una mano invisible. Convendría
tener mucho cuidado antes de liberarlo. Porque, cuando estalla una bomba
atómica, una vez que se ha iniciado una reacción en cadena ya no se puede
parar. Decía el poeta que no solemos ver el sufrimiento de quienes no lloran ni
tampoco las heridas que no sangran. Pues bien: el sufrimiento de los pobres no
tiene lágrimas y sus heridas no sangran tampoco; cuando se manifiestan en la
calle parece una procesión de raquíticos a la que nadie hace caso. Mas es de dementes ignorarlo
cuando su intensidad va en crescendo; y nadie es capaz de predecir cuál será el
punto de no retorno a partir del cual empezarán a estallar los pobres; como
tampoco supo casi nadie predecir el estallido y el alcance de la crisis
económica.
El
problema es que el mercado funciona sobre la ley de la oferta y la demanda. Los
productos que se intercambian son, siempre, mercancías tangibles, materiales,
objetos presentes. El egoísmo privado, que decía Adam Smith, la ambición, la
codicia, no sabe buscar los intereses a largo plazo, porque no se ven; el
egoísmo del comercio suele tener la vista corta. Por eso no juegan en el
mercado los intereses de los trabajadores. También los astrónomos estudian la
materia que se ve y no pueden tener en cuenta la materia oscura.
La
materia oscura, la energía oscura, las fuerzas contenidas en la necesidad de
los pobres son una mano invisible para la mayoría de la gente; pero no se
podría vislumbrar un eco de ella, aunque para ello hacen falta ojos: esos ojos que
no están en la cara, sino en la inteligencia; y la inteligencia es solidaria
del corazón. Deben ir juntos el corazón y la cabeza. Podemos ayudar al pobre
por propio interés, no ya por generosidad, o por altruismo. Ayudar a los países
en desarrollo para evitar que nos invadan sus emigrantes.
Esos
intereses a largo plazo serían el tercer pilar del liberalismo. Para eso hacen
falta ojos que vean lo invisible, cuando lo invisible tiene forma de mano;
oídos que oigan lo inaudible, olfato que huela lo imperceptible, manos que sientan
lo intangible. Para percibir esto hace falta entrenamiento. Entrenamiento
ético. Sólo desarrollando estos órganos capaces de sentir lo lejano se
desarrolla la capacidad de diálogo.
Ponerse en lugar de otro. Escuchar antes de hablar, oír lo que tienen que
decirnos. Eso significa que el mercado, al par que lo mueve el egoísmo de la
competencia, lo regularían simultáneamente tres órganos: la bolsa, portavoz de
la competencia; el gobierno, garante del equilibrio; y la educación, garante
del diálogo. Ni el gobierno ni la educación tendrían que encorsetar la
iniciativa emprendedora, la libertad de mercado; sólo limpiar los canales por
donde fluyen para que no se formen atascos; el propio liberalismo, guiado por
los deseos, supuraría grasa que se iría depositando en esos canales hasta
convertirse en trombos; el diálogo y el Estado serían medicina preventiva, no
curación con el bisturí del cirujano. Pero claro, para eso haría falta que el
liberalismo fuese defendido por auténticos liberales.
La
revolución científica luchó por redescubrir el método de Aristóteles: luchando
contra los aristotélicos. También el liberalismo pugna por redescubrirse a sí
mismo: combatiendo a los liberales. Esos nuevos conversos que defienden la
libertad de mercado pero reniegan de la libertad de los pobres son, como
declaró en cierta ocasión Esperanza Aguirre, liberales en lo económico, pero
conservadores en lo social; aunque Vargas Llosa, que es otro liberal
convencido, precisa que un liberalismo económico sin liberalismo político es
inconcebible: los desposeídos también deben tener las manos libres, como los
poderosos; ningún liberalismo cabe en una dictadura, ninguno cabe en un régimen
como el de Pinochet. Y José María Aznar atacó a la educación como tercer pilar
del sistema. Lo dijo cuando el gobierno promulgó una ley que limitaba el uso
del alcohol y del tabaco. ¿Quién es el Estado para decirme a mí lo que tengo
que fumar y beber?, dijo. Claro. Pues entonces ¿quién es el Estado para
prohibirme a mí tomar LSD, heroína y cocaína si ése es mi deseo? La libertad de
drogarse debería ser un derecho del Estado liberal. Según los liberales
conversos.
POST-SCRIPTUM.
La
lucha social es similar a un mercado en donde uno pide y el otro ofrece. Se
piden salarios, condiciones de trabajo, calidad de vida; y si en el juego
económico son los consumidores los que fijan el precio, en el juego social es
la necesidad compartida la que fija los salarios. Es el regateo: en el mercado
la oferta tiende al alza y la demanda a la baja; en los convenios es al revés:
la oferta baja los salarios y la demanda los sube. Mercados y convenios son los
dos mecanismos de la economía; es un error reducirlo todo al mercado, porque
sería decidir por el todo sólo una de las dos mitades. La demanda salarial
puede moderar sus exigencias, pero hay una línea roja por debajo de la cual los
salarios no pueden seguir bajando.
El
deseo propio se satisface a costa del ajeno: es la ley del mercado. Y la propia
necesidad se satisface contra las necesidades ajenas: es la ley de la
negociación. Los precios y los salarios son dos mecanismos de oferta y demanda,
los primeros en la competencia, los segundos en la competición; y ambas son, a
fin de cuentas, dos formas de regateo. El regateo tiene esas dos caras, que son
la economía y la sociedad; el mercado y la lucha sindical son las dos caras de
la misma moneda.
Al
final el más fuerte, el más poderoso, es siempre quien gana; en economía es el
que más puede aguantar con los precios demasiado bajos (para subirlos después
cuando la coyuntura cambie); y en la sociedad, quien más puede aguantar
regateando al alza, hasta tocar la línea roja. Es como un pulso: el beneficio
se lo lleva siempre quien aguanta.
Ser
liberal es admitir que la libertad está condicionada; y que, por lo tanto, la
libertad de comercio tiene unos límites para que a la competencia no la
destruyan los monopolios; en otras palabras, no hay libertad sin regulación;
regulación de límites; como un termostato.
Ser
liberal es rechazar la desregulación que apasiona tanto a los liberales; y
admitir que toda función necesita un órgano para expresarse; el órgano de la
mano invisible es la política. Hay, en política, dos manos invisibles: la
económica, que debe velar por la competencia; y la social, que debe moderar sus
estallidos; desde la política.
Y
ser liberal es, en fin, no confundir la jungla con el liberalismo. La jungla es
la ley del más fuerte. El liberalismo es la fuerza del equilibrio; de ese
equilibrio inestable que hay entre la competencia y el monopolio: entre ambos
se extiende un fundido encadenado. La naturaleza, en la jungla, se equilibra
con el sacrificio de los seres vivos; pero el liberalismo busca el máximo
beneficio con el mínimo sacrificio: por eso, lejos de ser una libertad salvaje,
es libertad transida de humanismo.
Muy bueno y muy clarito.
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