¡ARISTÓTELES ERA UN
CRACK!
Los
griegos inventaron un concepto muy importante en el gobierno de sus vidas: era
la virtud. La palabra que tenían para nombrarla era “arete”: la arete no era
una capacidad que nos hubiera dado la naturaleza, sino una habilidad que
nosotros lográbamos con nuestro esfuerzo; por ejemplo, hay gente que tiene
habilidad para la música, o para la danza (se dice de ellos que tienen el ritmo
en la piel): pero si no la desarrollan a base de esfuerzo, nunca serán buenos
músicos ni buenos bailarines. De quien toca bien el piano decimos que es un
virtuoso; eso es lo que significa la palabra virtud: un esfuerzo por mejorar,
por ser cada día más hábil con ayuda del trabajo, con mucho ensayo, mucho
entrenamiento, mucha repetición. El virtuoso no llega nunca a ser perfecto,
pero siempre está acercándose a la perfección. Como el horizonte, la perfección
no se alcanza nunca, pero nos sirve de guía. Un joven con facilidad para el
fútbol será un buen futbolista sólo si entrena con disciplina, entregado a su
esfuerzo, en vez de limitarse a pasárselo bien cuando juega a la pelota; en vez
de disfrutar con lo fácil, sin proponerse retos que le hagan aprender. A un
buen futbolista nosotros no le llamamos un virtuoso, esa palabra no está de
moda; lo llamamos crack; ser un crack es ser un as, un experto, un genio de la
pelota. Ese hacer las cosas cada vez mejor es lo que los griegos llamaban
virtud.
Pero
entonces, un ladrón que domina el arte de robar sin que le pillen ¿es también
un virtuoso? La respuesta es sí: un virtuoso de robo, un ladrón experimentado,
un profesional. Y entonces nos viene a la mente una objeción: ser virtuoso no
siempre es bueno, ¿verdad? Pues no. Hay cosas que sería mejor no aprender
nunca. Joan Manuel Serrat tiene una canción en la que le dice a una chica: “me
gusta todo de ti, pero tú no”. En efecto, uno puede ser un buen futbolista,
pero no una buena persona. La capacidad de ser bueno es lo que hay que
desarrollar para tener la virtud ética. El problema no es ser bueno en algo; el
problema es ser bueno a secas. El que no es bueno en algo es un torpe; el que
no es bueno, sin más, no es torpe: es malvado.
¿Qué
capacidades hay que desarrollar para ser buenos? Para eso hay que saber lo que
somos, qué es lo más noble que tenemos, qué es lo que vale la pena cultivar.
Aristóteles dice que somos animales racionales: lo que nos distingue del resto
de los animales es la razón; por lo tanto no hay que desarrollar la parte
animal que hay en nosotros, no hay que alimentar a esa bestia salvaje que
tenemos dentro; hay que desarrollar nuestro espíritu: nuestra capacidad de
pensar. Pero mucha gente piensa en la manera de hacerse experta en el arte del
robo. Entonces ¿qué es esa virtud que nos hace racionales? ¿Qué es eso que nos
aparta de la maldad? Aristóteles decía que esa virtud debía tener varias
características:
1.
Búsqueda de la perfección.
2.
Conviene hacer muchas veces lo contrario de lo que nos
apetece.
3.
En el término medio está la virtud.
4.
la virtud son los hábitos buenos.
5.
Pero consiste, también, en el acto voluntario.
Mañana
tengo examen. ¿Hoy qué hago? ¿Me quedo estudiando en casa o salgo a pasear?
Aristóteles preguntaría: “¿qué te apetece?” Salir a pasear. “Pues entonces
quédate estudiando”. O viceversa. Si te apetece quedarte en casa a lo mejor es
porque ya has estudiado demasiado; entonces quizá te convenga pasear un poco,
tomar un poco de aire, descansar.
Para
entenderlo mejor Aristóteles dice que lo bueno es el término medio entre dos
extremos. Uno de los ejemplos que utiliza es el del valor: si tengo tan poco
que no me atrevo a nada seré un parado,
un pusilánime, un cobarde; pero si peco por exceso tampoco seré valiente, seré
un temerario: como esos chicos que, en las Historias
del Kronen, apostaban su virilidad a ver quién era capaz de durar más
tiempo colgado del puente, sobre la autopista llena de coches que pasaban;
arriesgar la vida inútilmente (tontamente, diríamos más bien) no sólo no sirve
para nada, sino que es una muestra de estupidez. El verdadero valor, pues, es
el que está entre la temeridad y la cobardía, entre el exceso y el defecto; de
igual modo la templanza estaría entre la anorexia y la gula, y la castidad se
situaría entre la lujuria y la abstinencia; lo mismo cabe decir del beber como
del comer. De tal modo que a cada virtud no le corresponde un vicio, sino dos:
uno por exceso y otro por defecto. La virtud del buen beber está entre la
abstinencia y la borrachera. No se trata de ser abstemio; se trata de beber
bien.
También
podríamos preguntarnos: si esto fuera así, ¿no sería preferible sacar un 5 en
el examen en lugar de un 0, que es el defecto, o de un 10, que está pecando por
exceso? La respuesta es no; no hay que
confundir la moderación con la mediocridad; y el término medio nos ayuda a ser
moderados, no a ser mediocres. También podríamos decir que el beso de amor no
se debe dar muy soso ni muy fogoso: ese beso o es fogoso o no es beso. Hay
cosas que no se deben dejar a medio camino; hay que hacerlas hasta el final.
Claro.
Hemos dicho con Aristóteles, siguiendo la tradición griega, que la virtud es la
búsqueda de la perfección: lo virtuoso, los excelente, lo óptimo, lo bueno, es
sacarse un 10, no un 5; 8 ya es notable (se empieza a notar) y 10 es
sobresaliente (destaca sobre la masa de los 5 y de los 8). Pero ¡ojo! Tenemos
que acercarnos a la perfección sin perder el equilibrio, y en el equilibrio
está la salud. Si yo, que tardo media hora en hacer una carrera, quiero tardar
algún minuto menos, tengo dos opciones: o fuerzo mi naturaleza por encima de
mis límites (y nos puede dar un paro cardiaco) o empiezo a doparme (y mis
límites naturales también me pasarán factura). Lo ideal es sacar el máximo
rendimiento de mis facultades dentro de mis límites; si para sacar un 10 tengo
que encerrarme en casa sin expansión, sin amigos, sin hacer ejercicio físico,
entonces es mejor que me quede con un 8; pero aquellos que puedan sacar un 10
sin menoscabo de su salud, si eligen quedarse en el 8, serán unos mediocres;
habrán conseguido sacar vicio de la virtud.
La
virtud es un hábito, sí. Y el hábito se obtiene por repetición de los mismos
actos. Si yo me acostumbro a levantarme pronto y lavarme y desayunar en
condiciones, también puedo acostumbrarme a levantarme tarde, no lavarme y salir
de casa sin desayunar: sí, pero el primer hábito favorece el equilibrio, te
permite estar en compañía de la gente (sin que les moleste el sobaco ni te
huela el aliento); es, entonces, un hábito saludable, una cuestión de higiene,
un hábito bueno. Entrenarse en el deporte, ensayar en la danza, la música o el
teatro, es lo mismo que adquirir hábitos en la vida corriente: eso se hace
repitiendo siempre los actos saludables, y
requiere esfuerzo; el esfuerzo es la costumbre de hacer lo bueno aunque
nos cueste, rechazando lo malo aunque sea fácil; el hábito de esforzarse nos
ayuda a forjar nuestro carácter, en eso consiste la disciplina. Disciplina no
es obedecer las órdenes que te dan, sino ser tú capaz de darte tus propias
órdenes; o sea, no necesitar que te mande nadie, ser, como decía William Hemley,
ser tú mismo el capitán de tu alma, ser tu propio dueño: señor de ti mismo. Ya
lo decía Unamuno: la disciplina es cosa del discípulo, no del maestro; no se
trata de obedecer a los demás, sino de obedecerte a ti mismo. Para eso tienes
que haber sido capaz de forjar tu propio carácter.
Aquí
desembocamos en el acto voluntario. Un acto es voluntario cuando se hace en
cuatro etapas: representación de los fines, deliberación, decisión y ejecución;
veámoslas una por una.
Lo
primero que tenemos que hacer es saber lo que queremos. La palabra “querer” es
ambigua, porque tiene varios significados. Por un lado significa capricho: “no
quiero” significa “no me apetece”, “no me da la gana”, e incluso lo decimos
como si fuéramos el rey: “no me da la real gana”. El capricho es la sensación
de tener mucho poder cuando en realidad somos impotentes. De creer que somos
nosotros quienes decidimos cuando es nuestra barriga la que decide. El anhelo
de placer nos tiraniza, dejarse llevar por los deseos es ser esclavo de la barriga,
pero como el más caprichoso es el que tiene mucho poder y poco control, creemos
que dejar que manden nuestros instintos es hacernos reyes del universo, y nos
enorgullecemos de ello; y entonces decimos que manda la barriga, pero en su
parte baja: “no me sale de los cojones”; y nos creemos muy machos y muy
gallitos. Fernando Savater, siguiendo una idea de San Agustín, dice que eso no
es voluntad. Voluntad es dejar que mande la cabeza, pero cuando manda el
vientre es ausencia de voluntad: “noluntad”, diríamos en latín.
Representarse
los fines es saber lo que queremos: voluntad, no noluntad, que es el capricho.
Cuando obedecemos órdenes tampoco hacemos lo que queremos, sino lo que quieren
otros. Otras veces hacemos lo que tenemos costumbre de hacer. Una costumbre,
para ser buena, tiene que haber sido elegida libremente, no por capricho. Si he
cogido la costumbre de emborracharme todos los sábados puede ser porque me he
dejado llevar por la costumbre de los otros, y quiero hacer igual que ellos
(soy esclavo de la moda); o porque los otros me darán de lado si no hago como
ellos (presión de grupo: el grupo manda en mí); o porque tengo debilidad por la
bebida (y pienso con el vientre en vez de pensar con la cabeza). Para
Aristóteles, cualquier cosa que hagamos será buena si la hemos pensado con la
cabeza. El vientre suele equivocarse, la razón no. Aunque Daniel Goleman
corrige a Aristóteles insistiendo en que la inteligencia debe hacer caso de la
voz de las emociones. Y define la inteligencia emocional precisamente con una
frase de Aristóteles:
“Cualquiera
puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona
adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y
del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo”[1].
Diremos,
entonces, que para saber lo que tenemos que hacer las fuerzas del vientre no
deben tiranizar a las de la cabeza; pero eso no quiere decir que la cabeza deba
tiranizar al vientre, porque entonces nos convertiremos en unas máquinas; la
cabeza tiene la última palabra, sí, pero siempre después de haber escuchado al
vientre; sobre todo al corazón.
Ya
sabemos lo que queremos hacer: ahora se trata de ver como lo hacemos. Deliberar
es reflexionar sobre los medios que vamos a emplear para conseguir nuestros
fines. He decidido que quiero aprobar: ¿cómo? Una forma de hacerlo es estudiar;
otra es copiar haciendo chuletas. Reflexionemos sobre los pros y los contras:
si estudio se me quedará en la memoria lo aprendido, y el próximo examen (que supone
el conocimiento de lo aprendido en éste) me resultará más fácil; por el
contrario, si hago chuletas cada nuevo conocimiento me resultará más difícil
que el anterior, se me acumularán las dificultades, se hará una bola de nieve y
cada vez me sentiré menos seguro y más frustrado. Me conviene estudiar; la
opción de las chuletas no es buena.
Los
Estados Unidos querían ganar la guerra del pacífico. ¿Cómo? Tenían dos
opciones. Seguir con una guerra convencional, y según sus cálculos moriría
cerca de un millón de personas; o lanzar la bomba atómica y sólo morirían cien
mil; optó por lo segundo. Cuando un equipo de fútbol quiere ganar la liga y la
champions, a veces puede elegir perder un partido (en liga) para ganar otro de
la champions que es más importante. La deliberación es un juego de medios y
fines en donde la reflexión decide lo que es mejor en cada caso.
Ya
hemos elegido. Y hemos deliberado. Ahora toca decidirse. La decisión es la
piedra de toque del acto voluntario. Mucha gente sabe lo que le pasa y lo que
le conviene hacer, y sabe cómo hacerlo, pero no se decide: no se atreve.
¡Tantas vueltas les damos a las cosas cuando no nos atrevemos a actuar! Hay
quien recurre a sus trucos para obligarse a
decidir: un estudiante sabe que debe estudiar tantas asignaturas, pero
duda de sí mismo; entonces, para obligarse, se matricula en todas ellas y se
gasta un dineral; piensa que para no perder el dinero no va a tener más remedio
que estudiar. ¿Lo conseguirá?
Eso
dependerá del último paso: la ejecución. Ser decisivo, ser resolutivo, es la
forma que toma la fuerza de voluntad cuando hemos dado un paso adelante; pero
cuando tenemos que sacar adelante lo que hemos decidido esa fuerza se llama
empeño, constancia, tenacidad. Hay personas muy decididas pero poco constantes;
y al revés, otros trabajan con ahínco con la fuerza de las hormigas pero
necesitan que otros decidan por ellos. Lo ideal es que decida el mismo que
ejecuta: en eso consiste la virtud ética, la fuerza de carácter. En el gobierno
de nuestras vidas el que manda debe ser el mismo que obedece. Y debe ser
también el mismo que piensa. Podremos escuchar las opiniones de los demás, pero
nadie debe pensar por nosotros. La liberación de la mujer no consiste solamente
en que la mujer acceda al trabajo (eso se ha conseguido en los años sesenta
donde para trabajar tuvo que ponerse pantalón y cortarse el pelo: fue la moda
“à lo garçon”); consiste, sobre todo, en que acceda a los centros de poder, a
la toma de decisiones; y ésa es una cuestión que sigue estando pendiente.
Todo
eso lo encontramos en Aristóteles. Aristóteles está de rabiosa actualidad, como
vemos. Él nos enseñó que la virtud
consiste en hacer bien las cosas. Y que lo que mejor debemos hacer es trabajar
para ser buenas personas: desarrollar nuestra personalidad, forjar nuestro
carácter. El carácter entre los griegos era la inscripción, el rostro que había
grabado en las monedas. Forjar nuestro carácter es elegir el personaje que queremos
ser, la moneda que queremos manejar; grabarlo en nuestras vidas, para que no se
borre. Ese personaje no lo tendríamos que elegir por capricho, ni porque lo han
elegido nuestros amigos, ni porque está de moda; deberíamos elegirlo
voluntariamente, buscando perfeccionar lo más noble que hay en nosotros, luchando
contra la barriga, contra lo superfluo, contra lo fácil, tomando siempre la
decisión de adquirir los hábitos buenos. No se trata de ser como Ronaldo, como
Beckham, o como esa modelo que muestra en la pasarla su esqueleto de figura
anoréxica. Nuestra personalidad no debe ser un rostro valleinclanesco, un
espejo deformante, un esperpento. ¿Por qué no elegir ser como Aristóteles? O
como Gandhi; o como Malala, o como Satyarthi. Hacer de nuestra vida una obra de
arte, no una mala copia de un mal cuadro. ¿Eso nos decía Aristóteles? ¿Eso nos
decía Grecia hace más de dos mil años? ¡Qué cosa! ¡Y yo que creía que los que vestían
con toga eran unos carrozas! ¡Aristóteles es un crack!
[1]
Aristóteles, Ética a Nicómaco, citado
por Daniel Goleman en Inteligencia
emocional (1995), Barcelona, Kairós, 2000; p. 9.
Algunas personas me han hecho comentarios a través de otros medios (por ejemplo, en facebook): en estos mismos medios les he contestado; pero sería interesante que los hicieran directamente aquí, en el blog: así nos beneficiaríamos todos de esos intercambios y podríamos establecer un pequeño foro de discusión. Por ejemplo, hay una persona que me ha señalado que lo que dice Aristóteles en su ética tiene que ver con la disonancia cognitiva, teorizada por Fastinger; y con la teoría de la conducta planificada, que le debemos a Ajzen. A través de estos comentarios se establece un diálogo, que puede ser fecundo, entre la filosofía y la psicología; y por qué no, también puede extenderse a otras disciplinas; lo propio de las ciencias humanas es la interdisciplinariedad. Gracias por tus comentarios, Pilar.
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