Covalanas
es una cueva de Cantabria. Sus piedras todavía conservan las huellas de nuestros antepasados.
COVALANAS
1.
Era una
cueva de paredes secas, de esas que cuando las tocas las sientes frías, pero no
mojadas. Es verdad que confundimos a veces lo mojado con lo frío. Millones de
años atrás aquellas tierras habían estado inundadas por un mar cretácico;
incrustada en la piedra, la huella de una fauna marina era el fantasma mudo de
las presencias del pasado: conchas (almejas, mejillones, lapas), y quizá un
rastro de lo que otrora fuera caballito de mar. La costa de Laredo estaba cinco
kilómetros tierra adentro. Aquella cueva, millones de años después (en el
terciario), se vio atravesada por un furioso torrente, cual ímpetu ciclópeo de
la naturaleza, que corría por las entrañas de la tierra y fue excavando
pacientemente aquella galería: por eso sus paredes eran lisas, redondeadas, y
sus grietas las arrugas de una piel vieja, cansada de trabajar, y cuarteada por
el sol.
Aquella
cueva se descubrió en el año tres del siglo veinte. Por aquel entonces no había
camino ni puerta de acceso; había que subir por la ladera y en aquella cuesta
empinada era fácil echarse a rodar. La entrada actual no era así; ha sido
excavada, liberada de tierra, y las paredes tienen esa línea de demarcación que
separa dos épocas; por encima, la cueva original; por abajo, el suelo de ahora.
El suelo que pisaban era antes un metro más alto. Los primeros exploradores
tenían que agacharse, si no arrastrarse, entre aquel suelo elevado y el cercano
techo para llegar allí.
-Las
pinturas que vamos a ver son de hace veinte mil años. Se han fechado con el
carbono 14 y algunas son de la edad media; otras, del siglo dieciocho. Es
normal: éste es un lugar de abrigo desde donde se divisa todo el valle, pero
desde el valle no es posible ver lo que hay aquí. Se cree que esta cueva no fue
habitada. Abajo, al pie de la roca, hay una cueva donde sí vivieron los hombres
del paleolítico; allí son frecuentes las viseras, formaciones rocosas que dejan
pasar la luz pero protegen del sol.
La guía
bajó la lámpara que tenía en la mano.
-Se
piensa que la gente vivía en la cueva de abajo, y aquí, por alguna razón, sólo
vino el artista a pintar. No se han encontrado restos humanos.
Fernando
se imaginaba al hombre primitivo haciendo fuego, caminando por aquel suelo con
una antorcha y llenando las paredes de hollín. La guía, como si adivinara sus
pensamientos, se adelantó a ellos.
-¿Cómo te
llamas?
-Fernando.
-Mira,
Fernando, por aquí no podía pasar el ser humano con una antorcha porque se
llenaría todo de humo y acabaría asfixiándose. Esta galería es pequeña y no
tiene buena ventilación. Aquí hay una temperatura de trece grados. ¿Tú sabes
cómo se calentaban, Fernando?
Fernando
negó con la cabeza. Entonces la chica le dio un trozo de piedra. Parecía teja,
una piedra llana pero ligeramente hueca.
-¿Sabes
para qué era eso?
Fernando
se encogió de hombros. No tenía la menor idea de lo que pudiera ser.
-Existe
una forma de iluminarse sin producir humo: con grasa. En esta piedra echaban un
poco de grasa que sacaban del tuétano de los huesos y le prendían fuego. La
llamita ardía entonces durante bastante tiempo, iluminando estas paredes para
que el artista pudiera pintarlas.
Entonces
a Ignacio se le escapó una exclamación.
-¡Un
candil!
-Exactamente.
Con esta piedra hueca y un poco de grasa ya tenían un candil. Mirad.
La guía
iluminaba las paredes y se veían líneas gruesas de color rojo. Pinturas
rupestres. Dibujos. Después acercaba la lámpara a un lugar donde la piedra
caliza adquiría tonos rojos.
-Eso es
óxido de hierro. Lo rascaban, lo mezclaban con agua y grasa y ya tenían un
pigmento. La grasa apelmazaba la pintura, le daba consistencia y así era como
fabricaban sus pinturas.
Íñigo
pisaba el suelo, el mismo suelo que había pisado el artista primitivo. Y sentía
por momentos, en la penumbra excavada por la débil claridad de la lámpara, que
él era un artista del paleolítico. La emoción le embargaba cuando sentía que
aquella misma tierra tenía pisadas de los hombres antiguos. Y como si aquella
confluencia de huellas de distintas épocas le imprimiera la fuerza de los
tiempos pasados, sentía los vientos del tiempo transportarlo en el limbo:
volando para atrás.
2.
La
lámpara iluminó una columna caliza. Una estalactita, besando a una estalagmita,
ya no podía crecer ni para arriba ni para abajo, y ahora crecía a lo ancho. Sus
paredes circulares, con abultamientos irregulares de piedra reumática,
producían irisaciones a la luz de la lámpara y el brillo metálico, casi
fantasmal, de la piedra pulida, parecía cobrar vida. Una vida extraña,
espectral y telúrica. El velo de la piedra, levantándose pesadamente como una
bóveda de ultratumba, se apoyaba por un lado en aquella rudimentaria columna, y
por otro… en otra columna idéntica a la primera. La naturaleza había hecho, por
puro capricho, un tosco tímpano con la roca, y de repente aquella bóveda
pareció convertirse en la fachada de un templo; en un santuario.
Siguiendo
piedra adentro avanzarían por las imágenes sobrenaturales. Y al fondo de la
cueva llegarían, en lo más recóndito de las sombras, a la morada prohibida: el
santo de los santos.
3.
La luz
enfocaba a la derecha, siguiendo los contornos rojos. Nada de pintar con
sangre, como nos enseñaban en las escuelas; las líneas rojas no habrían durado
miles de años. Y sin embargo allí estaban. Claras y borrosas como fantasmas, a
la luz insegura de la lámpara. La lámpara las recorría como un puntero. El
lomo. La cola. Más abajo las patas. Al otro extremo, el morro puntiagudo. Y
esas dos líneas que sobresalían no eran los cuernos, eran dos orejas;
exageradas. Era una cierva.
-¡Mirad
esta otra!
La guía
siguió acariciando con la luz las líneas firmes de la cierva. Pero luego,
furtivamente, la cierva doblaba la cabeza y miraba hacia atrás, con el cuerpo
hacia delante.
-¡La
perspectiva! Esto no lo ha inventado Leonardo. En el románico no conocían la
perspectiva, en el gótico apenas un poco. Los egipcios sólo sabían dibujar las
figuras de perfil, con el ojo de frente. Pero de pronto, hace veinte mil años,
ya teníamos la perspectiva. Miradlo bien, mirad.
-¡Qué
dominio del espacio!
La
exclamación se le había escapado a Ignacio. Transportado por la admiración,
flotando entre dos limbos, no podía creer que en una superficie plana el
artista del paleolítico hubiese podido representar el relieve. ¡Hacía veinte
mil años!
¡Qué
capacidad de abstracción tuvo aquella mente primitiva! ¡Qué líneas profundas
llegó a encajar en una superficie plana! Indudablemente, aquella mente tuvo que
proyectar en su imaginación el dibujo mucho antes de pintarlo. Y antes de
dibujarla, tenerla en la mente entera; como el escritor sabe, en el momento de
empezar una historia, sabe ya cómo va a terminar. Metafísicamente la realidad
que va a ser creada ya estaba de toda eternidad en la mente de dios.
Mortales que
aún no vivís
y ya en mi
concepto estáis.
Así lo plasmaba Calderón de la Barca.
La guía
señaló otra cervatilla junto a las dos primeras. Y las tres miraban en la misma
dirección. ¿Qué era lo que veían? ¿Un peligro del que había que huir? ¿Otro
ciervo que las llamaba? ¿Otra fuerza… sobrenatural?
-Fijaos
que había otros animales por aquí. Bueyes, caballos, reses…, osos. Sin embargo
aquí sólo hay ciervos. Con una única excepción. ¿Por qué? Se han intentado dar
varias explicaciones. Una de ellas habla de la identidad de grupo.
-Totem.
Esta vez
se le escapó a Íñigo.
La guía,
sorprendida, empezó a sentir que había un flujo magnético en la comunicación.
Transportada ella también por el flujo, empezó a mover la lámpara sobre las
figuras. La piedra se encendía y apagaba, como las llamas vuelven balbucientes
las figuras animándolas, dotándolas de
vida… Llenándolas de fascinación.
Y al ir y
venir de la lámpara las figuras parecía que se movían. Flotaban en el aire, las
patas se desdoblaban en sus sombras, el brillo del lomo irisaba las paredes,
las orejas se agitaban en aquellos contornos dinámicos… Sí. Los artistas
primitivos habían conseguido pintar el movimiento. Picasso, cuando vio
Altamira, declaró que en el paleolítico ya estaba todo inventado. Las
perspectivas ya habían empezado a cruzarse, a combinarse, a fecundarse, a crear
perspectivas nuevas, a poblar nuevas regiones del espacio. Y aquello sólo podía
tener un nombre: ¡era magia! La magia, que movía la imaginación y creaba
espacios. La maravilloso, lo insólito, lo que sólo el artista puede ver, cuando
hay ritmo en su sangre. Fantasía desenfrenada, como el ímpetu del agua que
excavó, acariciándolas apenas, aquellas galerías. La fuerza de la vida. El
torrente que vibra con las palpitaciones de la llama, con las vibraciones del
fuego, con los temblores del espacio y el despertar del tiempo. El viento. El
viento que ulula y las ventanas misteriosas, lo maravilloso y sobrenatural, lo
extraordinario que hay en las cosas ordinarias, las fuerzas profundas del fondo
del alma…
Sólo las
pudo captar el viento. La imaginación del poeta, que son ideas sacudidas por el
viento. La excentricidad del artista, que son imágenes sacadas de la
representación pura y son pura presencia, respiración viva de las cosas que han
muerto, resurrección cruda, devolución del aliento a los cadáveres que lo
perdieron, creación desnuda con las manos vacías, con la mente plena, con las
ansias borrachas, la desnudez del artista. Sólo el artista sabe crear vida. Y
la creó con los instrumentos más pobres que tenía el más pobre de los hombres:
óxido de hierro, agua, el tuétano de los huesos, una mísera llama, una piedra y
un candil… los más modestos útiles del paleolítico.
4.
La
lámpara señalaba otra cierva. En la pared de enfrente. Esta vez su vientre
estaba caído, como si su grosor monstruoso estuviera tocando el suelo… Las
orejas, pequeñas, caían sobre la frente. El totem. La tribu de abajo era la
tribu de los ciervos. En la cueva de abajo, en cuya entrada encendían el fuego,
vivían todos. Pero sólo uno se había atrevido a vivir aquí, en la cueva de
arriba, en Covalanas. Sólo uno se había atrevido a quedarse solo. El más loco,
el artista. Aquel cuya locura no consistía en quitar la vida, sino en darla. Y
ahora, en esos muros, había dibujado una cierva preñada. Como el artista, las
hembras son las únicas que pueden dar la vida. Los cazadores, con piedras,
flechas y lanzas, son los otros locos. Y su locura no consiste en dar la vida,
sino en quitarla.
5.
Con
aquellas figuras el artista quería contar una historia. Como en las catedrales.
Las catedrales son biblias donde se cuenta la historia del pueblo elegido,
escena por escena. Como en la capilla Sixtina. Íñigo pensó, de repente, que
aquellos dibujos, aquellos trozos de piedra, se sucedían unos a otros contando
escena tras escena: como las viñetas de un cómic; pero un cómic tan bien hecho
que cada dibujo, siendo parte de una historia, era al mismo tiempo una
perspectiva de la totalidad del mundo. Así también los átomos, parte del
universo, son un universo infinitamente más complejo que el universo del que
forman parte. Newton, magnificado en la relatividad, es también una mota de
polvo en los misterios de la física cuántica.
Vieron un
caballo. Un único caballo dibujado en los tapices del santuario. Sus patas,
desposando los relieves de la roca, despedían una loca carrera y arrebataban la
figura en un dinamismo arrollador. Aquellas crines, enormemente largas, como
cortinas lanzadas al viento, eran el esqueleto del vértigo y su cabeza
adelantada pugnaba por romper el viento: como un animal aerodinámico. Y su
quijada... ¡qué quijada! Las sombras del hueso que creaban el relieve y ponían,
sobre un cuerpo en movimiento (una exhalación, un humo, una bala), una cara que
tenía profundidad y claroscuro. Un cuerpo hecho de líneas y una cabeza en
relieve. Y una pared que lo sujetaba, como cuerpo reteniendo su espíritu, y en
ese gesto las líneas a la pared le inyectaban la vida; porque el dibujo era la
vida de la cueva. Era su alma... El espíritu.
De
repente, sin saber por qué, Ignacio tuvo la sensación de que habían llegado al
final de la cueva. No hubiera sabido explicarlo: lo sabía; lo sentía. La guía
los llevó a la última de las paredes. Todas las figuras que habían visto
estaban a los dos lados de la galería; y la galería era como una nave con
entrantes y salientes que había nacido en el tímpano pétreo, liso y abovedado,
que se abría como una puerta, a unos metros de la entrada, sobre las dos
columnas. Dos columnas de metro o metro y medio, aproximadamente. Y ahora,
Ignacio lo presentía, iban a llegar al corazón de la cueva.
El
corazón estaba en un trozo de pared. Pero allí la piedra estaba hueca. Y como
en una capilla que esconde sus tesoros, tuvieron que entrar en la concavidad
para volverse, dentro, de espaldas a la pared, y ver una especie de friso
abovedado donde el pintor había colocado su pintura. Allí, como una maravilla,
se desposó su ingenio, fundiendo el alma de la línea con el alma de la piedra,
completándose la agilidad de la figura con el relieve del soporte, aquel lomo
alado con la piel de los huesos, fundiéndose movimiento y quietud, línea y
relieve, ligereza y peso. Y era tal el genio de aquella construcción (pura
geometría estética), que cuando la lámpara oscilaba dentro de la capilla el
animal temblaba sobre la roca, se movía, se agitaba, hasta que arrancó... y
corrió. Corrió y corrió por la pared sin moverse de ella, y la figura escapaba,
lanzada al galope, en una cabalgata frenética que parecía arrastrarnos con su
ímpetu... Pero el animal no se movía de la piedra. Los ojos de Iñigo se abrían,
se alargaban y se salían de sus órbitas, y entró en ese trance teñido de locura
con el que llegamos a otra realidad más allá de la nuestra, a un mundo más real
que el nuestro, a una vida en otra vida porque la caverna era el santuario del
misterio: la resurrección, la vida, más allá de la vida; tocar con un dedo el
más allá porque la figura, abriendo las alas de la fantasía, se despegaba de la
roca de este mundo para ir a los cielos de otro. Sus ojos, desorbitados,
volvieron en sí y hallaron la causa de sus visiones. ¡Era que el dibujo,
templado en el movimiento de la lámpara, temblaba saltando entre dos imágenes
como dos saltos cuánticos; como esas fotos en dos dimensiones que, cuando las
mueves, saltas bruscamente de una figura a la otra y sus irisaciones se clavan
en la retina sembrando magnetismo!
¡Había
llegado al santo de los santos! ¡El santísimo! Aquella gruta dentro de la
gruta, aquel templo dentro del templo, la capilla, tenía la densidad mágica
capaz de transportar al creyente a las etéreas regiones del más allá. O a las
etéreas regiones de este mundo, para aquel otro que no es creyente; donde la
superficie de la vida se torna vida por dentro y gira, desde las vertiginosas
profundidades de nuestro ser, por las insondables travesuras cuánticas donde
atraviesa, si se le mira por dentro, este miserable ser de Newton. Polvo si se
le mira por fuera, oro cuando se mira por dentro.
6.
Fue todo.
Salir de la gruta fue, primero, atravesar el tímpano bajo las dos columnas y
alcanzar después, tras ese lugar sagrado, la segunda puerta que da entrada a la
cueva: la de la existencia profana. Iñigo, e Ignacio, que era, como él, un poco
poeta, comprobaron en carne propia los dos niveles del paleolítico. Hay una
puerta profana que da acceso a las maravillas de los cuerpos. Y una puerta
sagrada que, transfigurándolo todo, saca del cuerpo el dinamismo del espíritu.
Todo eso habían logrado los artistas del paleolítico. Hace la friolera de
veinte mil años. Y sólo tenían agua, grasa, un trozo de piedra y óxido de
hierro.
Muy interesante. :)
ResponderEliminarCuando visité Covalanas me sorprendió que hubiera dos cuevas en la falda de la misma montaña: una, la de abajo, utilizada como vivienda; otra, mucho más arriba, adonde sólo entraban los artistas y sacerdotes; esta última era Covalanas; penetrar en ella fue penetrar en una atmósfera de misterio. ¡Qué pena que no dejaran hacer fotos de su interior! Las habría puesto aquí de muy buena gana.
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