NACIONALISMO
Se
ha separado la península de Crimea, y las provincias prorrusas han declarado la
guerra al resto de Ucrania; los irlandeses quieren romper con el Reino Unido;
también quiere romper Cataluña con España; Checoslovaquia se ha partido en dos
trozos; la región de Quebec dice que no quiere al resto del Canadá; donde
estaba Yugoslavia ahora hay países diminutos; Alemania dijo que quería ser
nacionalista; hindúes y musulmanes acabaron peleándose en la India; y hasta los
partidos de fútbol enfrentan a muerte a una hinchada con la hinchada adversa.
Todo rezuma el sabor amargo del nacionalismo.
O
agridulce. El nacionalismo es dulce a los oídos, como aquellos embriagadores
cantos de sirena; pero luego se vuelve agrio y te duele en la misma garganta
que antes gozaba. El nacionalismo tiene dos caras: una es sugestiva, hermosa,
henchida de tentación; la otra es triste, amarga, desencantada y sin ilusión.
Detrás de los cantos de sirena espera la muerte. Detrás de los cantos de Circe,
acabarás convertido en cerdo. En el caballo de Troya tienes escondida tu
perdición. El nacionalismo es una tentación que esconde un castigo. La cara y
la cruz: el reverso de la medalla. El haz y el envés son dos imágenes distintas
de la misma realidad: una es colorida y vistosa; la otra es mortecina y
apagada, no tiene brillo.
Y
las cosas no surgen por generación espontánea. Las provincias prorrusas no se
hicieron agresivas porque los rusos les dieran armas; antes, los extremistas
ucranianos los habían querido ningunear. También en el Ulster los católicos
unionistas habían abusado de los protestantes: y crearon en los católicos el
deseo de liberarse; aunque la liberación, por propia inercia, acabó
transformándose en venganza. El país vasco fue nacionalista en reacción violenta
contra los abusos del franquismo; aunque antes Sabino Arana le diera ya su
savia extremista y xenófoba. El primer tercio del siglo XXI Cataluña vio cómo
crecía en su seno la simpleza y la demagogia; pero antes la habían despreciado
los otros boicoteando la compra de su cava, que es nuestro champán. Alemania quiso
quitarles Europa a los europeos; pero antes los europeos la habían asfixiado
con un tratado injusto, castigando al país por culpa de su gobierno. O algo
parecido.
Si
ahora, en lugar de mirar las causas, nos fijamos en las consecuencias, el
panorama no puede ser menos desolador. El ejército de liberación sumió al
Ulster en una espiral de violencia ciega; los vascos aplaudían a rabiar a unos
gudaris (como ellos mismos los llamaban) que asesinaban a jóvenes maniatados de
un tiro en la nuca, mataban a traición y disfrazaban las bombas en forma de
juguetes que mataban a los niños; los alemanes asesinaron a millones de
personas para recuperar, sobre lo que les habían quitado, lo que ellos llamaban
su espacio vital, y los judíos, por las mismas razones, hacen ahora con los
palestinos lo que los alemanes hicieron con ellos; serbios y croatas se
lanzaron a una locura de limpiezas étnicas; los hutus eliminaban a los tutsis
para que no les hicieran la competencia, y los hinchas de fútbol desatan la
pelea para vengarse de una hinchada que poco antes se había vengado en
ellos.
La
raíz de todo es la propiedad. El sentimiento de propiedad que tenemos todos
sobre la tierra en la que estamos. Los españoles se la quitaron a los vascos; a
los catalanes. Los europeos se la quitaron a los alemanes; los serbios a los
croatas; los croatas a los serbios; a los serbios, los musulmanes; los rusos a
los ucranianos; los ucranianos a Crimea; los musulmanes a los godos. Pero
¿quién llegó primero? ¿Los godos? No: antes habían estado los hispanorromanos;
y antes los celtas; los íberos primero. Pero aunque encontráramos en un país al
que llegó antes que todos, ¿le da derecho eso a considerarlo de su propiedad?
¿América tenía que ser española porque colón llegó antes? ¿El primero que
llegue a la luna será el que tenga todos los derechos sobre ella? ¿Qué mérito
supone llegar antes? Radovan Karadzic, uno de los carniceros de los Balcanes,
gustaba de enseñar las tierras verdes a los periodistas: “¿ve usted?”, decía;
“estas tierras de Bosnia estaban llenas de pastores serbios antes de que
llegaran los musulmanes”. Supongamos que sea así. ¿Sería suficiente mérito para
echar a los que vinieron después y quedarse ellos solos? Pues entonces España
debería ser invadida por los africanos; o por los nórdicos; porque antes de que
vinieran los romanos había en la península ibérica íberos y celtas.
La
cuestión no es saber quién llegó antes. Tantos siglos han pasado que ya no
importa. Los españoles de ahora son herederos de los musulmanes, de los judíos,
de los romanos, de los vascones, de los godos, de los íberos y de los celtas; y
hasta si me apuras un poco, de los fenicios; y de los griegos. Lanzarse a la
aventura de saber quién llegó antes sería una empresa quimérica por imposible;
los antepasados se han mezclado; mis vecinos tienen, uno nariz aguileña, otro
el pelo rubio, otro el pelo negro, otro el pelo lacio, otro el pelo crispo,
otro es larguirucho, otro bajito y hasta seguro, seguro, que alguno tiene
rasgos neanderthaloides. ¿Quién llegó primero? ¿Qué sentido tiene esa pregunta?
Las razas se han mezclado tanto que ahora somos herederos de todos los pueblos.
Y por el principio de entropía, no es posible separar a cada lado los
ingredientes que forjaron la raza actual; para ver quién se va y quién se
queda; como tampoco es posible separar del agua tibia el agua fría y el agua
caliente que se mezclaron para que fuera tibia. La tierra es de todos. Nadie
tiene derecho a excluir a los otros para hacerla suya. La savia del
nacionalismo se deshace por su base.
Entonces
¿hay que aceptar que nuestro país es de todo el que venga? Tampoco hay que
sacar las cosas de quicio. Un país es una inversión, un proyecto; que está
hecho de muchas inversiones y de muchos proyectos. Es como el parchís: sólo
pueden jugar cuatro, si vienen otros y quieren jugar con nosotros, ya no es
posible; por lo menos hasta que hayamos terminado la partida: luego podremos,
si todos quieren, hacer un torneo. Los cuatro que empezaron a jugar no tienen
más derechos porque llegaron primero; los tienen porque no se puede desbaratar
una partida para empezar otra; al fin y al cabo, los que llegaron después
tampoco tienen más derechos que los que llegaron antes. Si un país es una red
de proyectos interconectados de manera creativa, nadie tiene derecho a destruirlo
para construir otro nuevo; lo que haya que construir, se construirá con lo que
tenemos; no sobre las ruinas de lo que hemos destruido. Ningún Nerón tiene
derecho a quemar Roma para construir otra más bella. Ninguna Europa se tiene
que construir sobre las ruinas de los países que la integran. Ni tiene razón
una región insignificante para apartarse de las andas que porta toda la
cofradía, dejando a la imagen que se caiga; ningún ladrillo debería retirarse
cundo hay riesgo de que se caiga el edificio: el Reino Unido se lo dijo a
Escocia; España debería saber decírselo a Cataluña. Pero España, en vez de
hablar, parece que vocea. Y Cataluña vocea también. Decía Aristóteles que los
animales tienen voz, pero sólo los seres humanos tienen el don de la palabra;
si en vez de hablar con razones nos estamos hablando a gritos, me parece que no
nos comportamos como personas; sino como animales.
Hay
una película con la que Buñuel nos proporciona una parábola interesante sobre
el nacionalismo: Viridiana. Viridiana es una mujer llena de amor. Pero el amor
debe ser razonable. No es lo mismo amar que querer; el que ama tiene un
sentimiento, el que quiere tiene en el sentimiento una voluntad: un impulso de
que el sentimiento construya sobre el mundo cosas sensatas, buenas. Viridiana
deja pasar a los pobres para que coman; y le destrozan la casa. El amor no
puede destruir, su naturaleza es constructiva. Todos los niños del mundo tienen
el mismo derecho a vivir como viven mis hijos; pero si yo dejo que se instalen
en mi casa, su pequeño espacio no podría cobijarlos a todos; y además de no
haber encontrado ellos cobijo, mis hijos habrían perdido el que tenían. Yo no
puedo alimentarlos a todos con mi pequeño sueldo: si ellos se meten en mi casa,
no sólo no podrán comer en ella, sino que dejarán de comer mis hijos también; y
lejos de haber resuelto el problema de mil pobres, habremos creado nuevos
problemas más: como el de mi familia y mis hijos.
¿Entonces,
qué hacemos? Poner puertas. Y en los países, poner fronteras. Mi casa es lo que
se extiende de puertas adentro. De puertas adentro es mi intimidad, mi cariño, mi sustento, mi
familia. Eso no significa que yo no quiera a los que viven de puertas afuera: pero
para ayudarlos a ellos yo no tengo que dejar de ayudar a los míos. Mi casa no
es mi casa porque yo llegara primero; es mi casa porque en ella hay un
proyecto: mi familia. Para ayudar a los necesitados a crear su propio proyecto
no está permitido destruir esos proyectos que ya existen, como Nerón no tenía
derecho a destruir Roma para construir otra nueva. Las fronteras no son
barreras para la exclusión, sino barreras que protegen.
¿Entonces
qué hacemos? Construir. Considerar la destrucción como un recurso abominable.
Sólo se destruyen las casas que amenazan ruina, no las que sirven. Y entre las
casas que sirven, solo se destruyen las que son incompatibles con los proyectos
de todos; como una planta que, cuando crece mucho, hay que transplantarla en otra
maceta, porque la que tenía se ha hecho pequeña y ya no pueden extenderse sus
raíces. A los países pobres los solemos llamar, ya de manera impropia, el
tercer mundo. Pues bien: no se construye la felicidad del tercer mundo a costa
de destruir la felicidad del primero. Hay dos peligros en esa senda, dos
piedras con las que tropezamos en el camino del amor: uno es la indiferencia:
el otro es el nacionalismo.
Indiferencia
es no reaccionar ante el drama de los otros. No ponerse a actuar ante la
desgracia ajena. Si nosotros ayudamos al tercer mundo conseguiremos dos cosas:
primero, que vivan felices; segundo, que no vengan a invadirnos. Nadie quiere
marcharse de su país: el que se marcha es porque en su país no vive. La
generosidad consiste en ayudar a que los pobres se construyan sus propias
casas; no en darles las nuestras para que se instalen; porque, como hemos
visto, en nuestras casas no hay sitio para nadie y además nosotros nos quedamos
sin ellas. Ayudar no es marcharse para que vengan ellos, sino hacer posible que
ellos se construyan sus casas y que nosotros vivamos en las nuestras. Pero
mantener esas fronteras no es nacionalismo; es construir nuestro hogar porque
todos los seres necesitan su intimidad, el lugar donde se sienten a gusto,
calentitos, protegidos: su madriguera.
Nacionalismo
es exclusión en el horizonte del odio. El nacionalista está más preocupado de
vigilar sus fronteras que de preservar la calidad de vida dentro y fuera de
ellas. Por eso el nacionalista no tiene corazón: ni con su prójimo, ni con los
suyos. Al principio tiene un sentimiento de comunión colectiva que inyecta en
sus poros vapores de beatitud, de felicidad, a veces cálida y soñadora, a veces
embriagadora y útil. Pero luego se vacían esas filtraciones y el nacionalista
se queda vacío, empieza odiando a los de fuera, y siempre, inevitablemente,
acaba odiando a los de dentro; el peleón que echa a los de fuera ya no tiene
con quien pelearse y se pelea con los de su casa y los hogares se parten, se
pierden, se ignoran, se acaban disolviendo. Entonces sólo nos queda la
frontera: y plantamos en ella una bandera, la agitamos buscando en la agitación
las fuerzas que perdimos, la plenitud que teníamos, el ardor del instinto… pero
ahora es un ardor guerrero; y lo mismo que antes no hemos sabido construir,
ahora nos destruimos.
Ayudar
a quienes pasan hambre es un gesto de generosidad (de caridad, decíamos antes;
de solidaridad, decimos ahora). Pero ayudar no es dar, es enseñar. Dar un pez
vale menos que enseñar a pescarlo. De modo que quien ayuda debiera procurar que
el necesitado dependiera de sí mismo en lugar de depender de la ayuda; así, con
la pobreza desaparecería también la dependencia. Miseria moral es acostumbrarse
a vivir la vida de quien nos ayuda, en lugar de vivir la vida propia: ésa es la
diferencia entre la limosna y el desarrollo; la limosna degrada al pobre al que
hacemos depender de nuestra limosna: y vuelve todos los días a nosotros, para
que les demos nuestras migajas a la puerta de la iglesia; aunque lo que le
damos no sea lo que nos sobra. La verdadera ayuda es la escuela: la escuela y
el pan; la escuela para aprender que el verdadero maestro es el que acaba
logrando que no lo necesiten; la verdadera ayuda es la que consigue que al ser
necesitado ya no le haga falta ayuda.
Vivir
es ser libre dentro de un hogar: el hogar nos da la seguridad que la libertad
nos quita. Un país tiene que ser libre dentro de sus fronteras; si no hay
frontera se disuelve su personalidad, su identidad, su proyecto: y deja de ser
para pasar a confundirse con el entorno. Al entorno hay que adaptarse, pero no
a costa de ser fagocitado por el entorno. Es el humanismo liberal. Desarrollar
nuestra personalidad libremente, sin que la libertad atente contra la humanidad
que tenemos dentro. Que es lo que hace el liberalismo económico. El humanismo
es cosmopolita; la tierra es de todos, pero no como paisaje, porque dentro del
paisaje todos tenemos nuestra madriguera. El humanismo defiende una tierra para
todos y, dentro de la tierra, una casa para cada uno, un país para cada tierra.
Lo contrario, por un lado, es el liberalismo, que te quita la casa para gozar
de libertad; y por otro es el nacionalismo, que te quita la libertad para gozar
de tu casa. El humanismo es liberal porque no puede levantarse contra la libertad,
como hacen algunos “humanismos” (por ejemplo el que se dice marxista); y es
humanismo porque le pone unos límites a la libertad: la dignidad de la persona;
mi libertad termina donde empieza la de los demás; y viceversa.
Hay
mucha gente que es honesta y se siente al mismo tiempo nacionalista: es porque
se confunde; confunde la defensa del hogar con el nacionalismo. El nacionalismo
es un falso comunitarismo que tiene forma de tobogán: al principio sabes dónde
quieres ir, pero cuando llegas abajo estás donde el tobogán te ha llevado; que
no es muchas veces donde querías; también el marxismo, queriendo redimir a la
humanidad, acabó esclavizándola. El nacionalismo, queriendo construir, acaba
destruyendo, y la gente buena que se apunta a él no se da cuenta. Luego están
los otros: los que quieren dominar, los que agitan las banderas. En épocas de
crisis lo interesante es unir voluntades, no separarlas: de lo contrario
nuestra casa se convierte en una cárcel; nuestra frontera en un muro de Berlín,
en una alambrada de espinos, en una muralla de Gaza; de Cisjordania; y nuestra
identidad queda reducida a una bandera; entonces nuestro país se convierte en
hinchada, y la hinchada vive, en vez de aupar a los suyos, de hostigar al visitante; y acaba destrozando a los suyos
también, como aquel portero colombiano que murió a tiros, cuando llegaba a su
país, por no haber sabido parar un gol que le metieron.
Me parece una idea muy bien planteada, bien desarrollada y clarificada. Con estos tiempos revueltos, es de agradecer que las ideas se expresen de forma clara, contundente y sencilla. Ideas explicadas para la fácil comprensión de todo el mundo.
ResponderEliminarGracias. Creo que ha quedado clara mi postura: entre el nacionalismo y el liberalismo hay cabida para un humanismo que yo me empeño en llamar liberal (esto está en el penúltimo párrafo); el liberalismo te da libertad, pero te arranca las raíces; el nacionalismo se apega a las raíces, pero a costa de la libertad; sólo el humanismo liberal respeta la libertad sin separarla de la tierra donde se apoya; necesitamos un punto de apoyo para arrancar a andar, la libertad sin el calor del terruño es desolación. En el terruño encontramos la seguridad que nos permite agarrarnos a la hora de ser libres: es el hogar del alma; sin exclusiones; sin intolerancias; sin persecución.
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