sábado, 25 de octubre de 2014

El Mechero.




EL MECHERO


             En el campo se oía la llamada del cuervo. Un crujido silbante atravesaba el aire y se perdía, entre los árboles, por las entrañas del cielo. Llamé. La casa estaba cerrada y fría, y un hilillo de luz penetraba en las ventanas por las rendijas. Esperé un momento. El frío, congelándose en el vaho, parecía llenar la atmósfera de cristales y carámbanos. Esperé. Un aullido inquietante sonó en mis orejas. Miré alrededor y no veía a nadie. La soledad del campo, reducido a nada por la oscuridad profunda, temblaba en mi corazón, encogido y frío; por el aire transitaban las vagas esencias del miedo.
            La puerta se abrió. Y apareció un hombre envuelto en sonrisas, con la curiosidad de un niño.
            -¿Qué desea?
            Por el aire se estrellaba el crepitar de la ventisca. Pero en la casa, sobre luz cálida, jugaba el niño tumbado en una alfombra y el abuelo, con la sonrisa dulce, le alcanzaba unos coches colorados y pequeños. Un estrépito espantoso zumbó en mi espalda con ruido seco y era un golpe, un puñetazo, un bufido de hojarasca. El hombre que me hablaba esperaba una respuesta y la serenidad de sus ojos empezó a disipar mi miedo. Le pregunté por el camino que llevaba al pueblo; mientras respondía, cogió una caja de tabaco y me ofreció un cigarrillo, y me dio fuego; acercó el mechero a mis labios y aspiré hondo; en aquella profundidad sonó un suspiro.
            Su palabra me tranquilizaba. Era locuaz y las sílabas chisporroteaban en sus labios con amabilidad. Hablaba mucho. Se reía con ganas y en aquellos chistes carraspeé una carcajada. Estaba dentro. El salón, lleno de luces, era una borrachera de colores y había fiesta y colgaban guirnaldas de la ventana. Los jóvenes reían y un amigo les llenaba el vaso y lo cubría de hielo. Se acercó a mí y me dio un tubo largo (un tubo estrecho, con las entrañas frías, como el tártaro) y lo llenó de whisky. Los vapores del alcohol trenzaron en mi cabeza una sinfonía de voces, de miradas, de luces y de gestos.
            Me reía. La bebida quemaba en mi garganta y me subió a la cabeza. No soy bebedor y me encontré riendo, cantando, hablando alegre y con la gente hospitalaria, sorprendido en la casa del bosque. No sé cuánto tiempo estuve allí. Encendí un cigarro con mi mechero y lo dejé en la mesa. Reímos y brindamos hasta darme cuenta de que me había entretenido mucho. Me estaban esperando en casa. Tan sólo extravié mi camino y  tuve que despedirme, aturdido y de mala gana, para volver al monte y proseguir mi camino entre ortigas y retamas.
            Sentí el sonido del búho. Las ramas revoloteaban, agitadas por el viento, y el cuervo fugaz escupió un grito intempestivo. Oí con miedo el crepitar del aire. La noche se llenó de ruidos y al meter la mano en el bolsillo, hurgando con los dedos, advertí que faltaba el mechero. Me lo había dejado en la casa, sobre la mesa. Y volví sobre mis pasos.
            Llamé a la puerta. Llamé insistentemente y no contestaba nadie. Pregunté al vecino y no lo conocía. En aquella casa, según me dijo, no vivía nadie. Hacía años.
            -¿Nadie?
            Nadie. Un aullido hincó sus dientes en mis entrañas huecas. Lleno de espanto volví a golpear la puerta. Empujé sus goznes y se abrieron, con un crujido siniestro, y mi mano se llenó de polvo. Al abrirse los batientes rompieron una espesa telaraña (del espesor de la niebla), y un cuerpo negro, con patas, salió corriendo y me rozó la mano erizándome el pelo.
            Saqué fuerzas de flaqueza y penetré en el salón: nadie. Apreté el interruptor y no había luz. Y mis pies hicieron crujir la madera. Encendí el mechero del señor que me había invitado y a la luz tenue de la llama vi surgir, de las tinieblas, muchas sillas y una mesa cubiertas de polvo y tierra. Deslicé mis dedos sobre la mesa y mi corazón, encogido, vio la pátina como huella del tiempo, como ceniza; y al levantar mis ojos se abrieron al viento y se llenaron de miedo. Tal era el espanto que al tocarme con la mano se me clavaba la punta del vello. Mis ojos salieron de las órbitas y mi pecho, ya fuera de sí, se puso a temblar; un escalofrío me sacudió la frente, despiadado y mudo, envejecido, despavorido, inerme y quieto. Enloquecí de pronto. Porque vi brillar sobre la mesa con su piel metálica, con la mecha fría, con el vientre lleno de luz, detenido en el polvo del tiempo, ¡el mechero! 




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