EL MECHERO
En el campo se oía la
llamada del cuervo. Un crujido silbante atravesaba el aire y se perdía, entre
los árboles, por las entrañas del cielo. Llamé. La casa estaba cerrada y fría,
y un hilillo de luz penetraba en las ventanas por las rendijas. Esperé un
momento. El frío, congelándose en el vaho, parecía llenar la atmósfera de
cristales y carámbanos. Esperé. Un aullido inquietante sonó en mis orejas. Miré
alrededor y no veía a nadie. La soledad del campo, reducido a nada por la
oscuridad profunda, temblaba en mi corazón, encogido y frío; por el aire
transitaban las vagas esencias del miedo.
La puerta se abrió. Y
apareció un hombre envuelto en sonrisas, con la curiosidad de un niño.
-¿Qué desea?
Por el aire se estrellaba
el crepitar de la ventisca. Pero en la casa, sobre luz cálida, jugaba el niño
tumbado en una alfombra y el abuelo, con la sonrisa dulce, le alcanzaba unos
coches colorados y pequeños. Un estrépito espantoso zumbó en mi espalda con
ruido seco y era un golpe, un puñetazo, un bufido de hojarasca. El hombre que
me hablaba esperaba una respuesta y la serenidad de sus ojos empezó a disipar
mi miedo. Le pregunté por el camino que llevaba al pueblo; mientras respondía,
cogió una caja de tabaco y me ofreció un cigarrillo, y me dio fuego; acercó el
mechero a mis labios y aspiré hondo; en aquella profundidad sonó un suspiro.
Su palabra me
tranquilizaba. Era locuaz y las sílabas chisporroteaban en sus labios con
amabilidad. Hablaba mucho. Se reía con ganas y en aquellos chistes carraspeé
una carcajada. Estaba dentro. El salón, lleno de luces, era una borrachera de
colores y había fiesta y colgaban guirnaldas de la ventana. Los jóvenes reían y
un amigo les llenaba el vaso y lo cubría de hielo. Se acercó a mí y me dio un
tubo largo (un tubo estrecho, con las entrañas frías, como el tártaro) y lo
llenó de whisky. Los vapores del alcohol trenzaron en mi cabeza una sinfonía de
voces, de miradas, de luces y de gestos.
Me reía. La bebida quemaba
en mi garganta y me subió a la cabeza. No soy bebedor y me encontré riendo,
cantando, hablando alegre y con la gente hospitalaria, sorprendido en la casa
del bosque. No sé cuánto tiempo estuve allí. Encendí un cigarro con mi mechero
y lo dejé en la mesa. Reímos y brindamos hasta darme cuenta de que me había
entretenido mucho. Me estaban esperando en casa. Tan sólo extravié mi camino
y tuve que despedirme, aturdido y de
mala gana, para volver al monte y proseguir mi camino entre ortigas y retamas.
Sentí el sonido del búho.
Las ramas revoloteaban, agitadas por el viento, y el cuervo fugaz escupió un
grito intempestivo. Oí con miedo el crepitar del aire. La noche se llenó de
ruidos y al meter la mano en el bolsillo, hurgando con los dedos, advertí que
faltaba el mechero. Me lo había dejado en la casa, sobre la mesa. Y volví sobre
mis pasos.
Llamé a la puerta. Llamé
insistentemente y no contestaba nadie. Pregunté al vecino y no lo conocía. En
aquella casa, según me dijo, no vivía nadie. Hacía años.
-¿Nadie?
Nadie. Un aullido hincó
sus dientes en mis entrañas huecas. Lleno de espanto volví a golpear la puerta.
Empujé sus goznes y se abrieron, con un crujido siniestro, y mi mano se llenó
de polvo. Al abrirse los batientes rompieron una espesa telaraña (del espesor
de la niebla), y un cuerpo negro, con patas, salió corriendo y me rozó la mano
erizándome el pelo.
Saqué
fuerzas de flaqueza y penetré en el salón: nadie. Apreté el interruptor y no
había luz. Y mis pies hicieron crujir la madera. Encendí el mechero del señor
que me había invitado y a la luz tenue de la llama vi surgir, de las tinieblas,
muchas sillas y una mesa cubiertas de polvo y tierra. Deslicé mis dedos sobre
la mesa y mi corazón, encogido, vio la pátina como huella del tiempo, como
ceniza; y al levantar mis ojos se abrieron al viento y se llenaron de miedo.
Tal era el espanto que al tocarme con la mano se me clavaba la punta del vello.
Mis ojos salieron de las órbitas y mi pecho, ya fuera de sí, se puso a temblar;
un escalofrío me sacudió la frente, despiadado y mudo, envejecido, despavorido,
inerme y quieto. Enloquecí de pronto. Porque vi brillar sobre la mesa con su
piel metálica, con la mecha fría, con el vientre lleno de luz, detenido en el
polvo del tiempo, ¡el mechero!
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