sábado, 4 de octubre de 2014

La metáfora y el ejemplo





LA METÁFORA Y EL EJEMPLO

 
            Fue primero aprender dibujando. Los alumnos aprendían de memoria los nombres de las provincias de cada región siempre en el mismo orden;  y le asociaba una figura; por ejemplo, para Galicia fue un cuadrado sin el lado izquierdo: el vértice superior izquierdo era la Coruña, el superior derecho Lugo, el inferior derecho Orense y el inferior izquierdo Pontevedra; luego, en el mapa mudo, eran capaces de situar todas las provincias que tenía cada región de manera más o menos esquemática, pero correcta. Eso lo hacía con todas las provincias. El truco era memorizarlas siempre en el mismo orden para poderles asignar una figura. Lo hizo también con los cabos y los golfos. Aprenderse los cabos y los golfos era lo mismo que dibujar la costa. Si tú aprendías ordenadamente Finisterre, Ortegal, Estaca de Bares, Peñas, Ajo y Machichaco, con el golfo de Vizcaya sabías dibujar la costa cantábrica. Aprenderse los accidentes costeros era lo mismo que aprender a dibujar el mapa de España. La memoria, puesto que había que aprender las cosas en orden, era una herramienta para construir un territorio. Y eso motivaba. Y mucho. El trabajo tedioso de aprender las cosas en orden podía hacerse salmodiando los datos, como cuando aprendemos las tablas de multiplicar; pero también poniéndoles música y escuchando día tras día la misma canción; todos sabemos que, cuando nos pone la radio todos los días las mismas canciones, al final nos las aprendemos sin darnos cuenta. Sería una forma de hacer menos pesado el aprendizaje memorístico, que tiene mucho de mecánico: aun cuando sea significativo. Esto lo aprendió en El Espinar, espoleado por la tremenda memoria del cartero del pueblo; el cartero, que guardaba más datos de la escuela de los que el mismo Juan recordaba; y volvió a descubrir la fecundidad de la memoria cuando se la pone al servicio de la inteligencia; siempre de la mano de la experiencia.
            Aprender entendiendo, mediante las metáforas didácticas: eso lo aprendió en Fresneda. Los hematíes eran camiones y transportaban oxígeno; los leucocitos eran soldados; la sangre era una red de carreteras civiles y la linfa carreteras militares; y las plaquetas, albañiles que tapaban los boquetes de las heridas. La nutrición era una combustión y la digestión fabricaba los combustibles para que el oxígeno, que respirábamos, los quemara; y la combustión, esa oxidación lenta, se producía en esas centrales térmicas que son las mitocondrias. Y el aparato locomotor es un sistema de palancas; los músculos eran la potencia y los huesos el punto de apoyo. De allí derivaba una tercera forma de aprender.
            Aprender sintiendo. Sintiendo el cuerpo. Aprender con el cuerpo. Doblabas el brazo hacia ti apretando el puño y sentías una tensión en algún sitio: ése era el bíceps. Te tumbabas para hacer flexiones y te dolían los hombros: eran los deltoides; y también te dolía el vientre: eran los abdominales. Y así, sintiendo tus movimientos y asociando cada músculo con su hueso, te aprendías el aparato locomotor. No se podían aprender por separado los músculos y los huesos de todo el cuerpo. Como se hacía en las escuelas. La anatomía superficial había que aprenderla desde el deporte. Por eso en la antigua Grecia los médicos traumatólogos eran los entrenadores deportivos. La naturaleza hay que aprenderla desde las sensaciones, no desde las representaciones; el sentido de referencia era el tacto, fuente de las imágenes que construíamos luego para la vista; aprender sintiendo; sintiendo las sensaciones y los movimientos del cuerpo. Dienes lo llamaba aprendizaje enactivo. Porque la presencia viene antes que la representación, y las representaciones que vamos construyendo sirven luego para situar nuevas presencias; como cuando aprendemos los puntos cardinales con nuestro cuerpo, colocándonos con el brazo derecho hacia donde sale el sol. 


            La memoria, que es tediosa, se puede fortalecer mediante las salmodias; o mediante las canciones; pero también mediante el ejercicio: ésta es una cuarta forma de aprender, aprender trabajando. Fue lo que hizo en Chañe y en Fresneda cuando les enseñó lo que era el FEOGA. Les enseñó lo que eran los montantes compensatorios: los entendieron, pero sólo los aprendieron realmente cuando se pusieron a hacer cálculos con ellos. Esta forma de aprender es propia de las matemáticas. El ejercicio no sólo automatiza las operaciones, sino que fija los conceptos. Porque aprender no es sólo entender, sino también memorizar. Tú puedes entender un montón de cosas y olvidarlas después: no sirve para nada. Como las tizas de colores que extiendes en un dibujo y se esfuman si no las fijas con laca, así también los conceptos que has aprendido se los lleva el viento si no los retienes en la memoria. El ejercicio, la resolución de problemas es la salmodia de la inteligencia: repites manualmente los mismos pensamientos que has entendido y por eso se te quedan. Si me lo dices lo entiendo; pero si lo hago lo sé.
            También podemos aprender sintiendo, pero esta vez no se trata de sentir con el cuerpo, sino con el alma. Lo hizo en Baba y en Fresneda a través de una historia: la historia del monstruo de Bosnia, que confundió el patriotismo con el asesinato y se pasó la vida matando inocentes (hombres, mujeres, ancianos y niños); como aquella niña a la que quería, su sobrinita del alma, la pequeña Indjana. Esperó la muerte atormentado en su delirio por las voces acusadoras de todos los inocentes a los que había matado.


            Aprender desmitificando. La historia del Cid era la de unos hombres que no tenían ningún tipo de formación profesional, y tuvieron que ganarse la vida con las armas. La guerra, y el honor, son los ropajes con los que vestimos las épocas en que nos ha faltado una escuela; una educación para enfrentarnos con éxito a la vida; y la vida es una selva en la que sólo se salva el que está preparado; si todos estuviéramos preparados no se salvarían algunos, se salvarían todos; y la selección natural dejaría paso a la jerarquía de la excelencia; porque la competencia, al ser iluminada por la cooperación, ya no sería competitividad, sino convivencia. Los equipos de fútbol tienen jugadores que cooperan para vencer al adversario sin destruirlo; y los torneos deportivos, lejos de ser selección natural, son sencillamente jerarquía de la excelencia.
            Aprender sintiendo. Eso lo aprendió en Baba, donde conoció a dos de los profesores más vagos que había visto nunca: Dedé, que era profesor de plástica, y Radón, que lo era de latín; Radón, además, era jefe de estudios; y eso le enseñó que, quizás, entre los jefes se encuentran también los más vagos. Llamar a Dedé, que era responsable de audiovisuales, y marcharse sin preocuparse por tu problema; pedirle a Radón que te ayude para resolver un problema urgente y marcharse corriendo porque acaba de sonar el timbre. Maestros que debían predicar con el ejemplo y eran ejemplo de la no predicable pereza. El monstruo de Bosnia era un relato, pero el ejemplo de Radón lo estabas viviendo tú. Radón y Herak nos enseñaban a sentir, a valorar las cosas desde la óptica del respeto, pero Herak vive en nosotros a través de su historia y Radón vive a través de la nuestra. La vida de los otros y nuestra propia vida nos proporcionan ejemplos para orientarnos en el mundo, para experimentar el sentimiento del respeto, para pensar después desde esta referencia. Y para esto había que aprender a pensar.
            Aprender a pensar. Aprender razonando. La razón piensa de dos formas: mediante la lógica y mediante la analogía; la analogía trabajó con las metáforas didácticas; ahora se trataba de manejar la lógica: de aprender sus caminos, sus trucos, sus recovecos, de dominarla, de adueñarse de ella. Juan lo hizo en Fresneda, en Chañe, en Baba. Lo remató después con el laberinto del minotauro. La razón es un hilo que nos enseña el camino para salir del laberinto, y la vida es un viaje que está lleno de laberintos. Aprendieron los razonamientos, las falacias, la forma de darles validez a los pensamientos, aprendieron a ir de lo general a lo particular y de lo particular a lo general, en un vaivén constante entre los principios y los ejemplos. Aprender a pensar era estar armado para enfrentarse con las paradojas.
            Porque la vida estaba poblada de aprendizajes paradójicos. De valores incompatibles, antitéticos. La ley te dice que hay que aprender a cooperar (y te inculcan hasta la saciedad que más vale el aprendizaje cooperativo que el competitivo); y resulta que estás estudiando para competir, pues la selectividad no es más que una competición y las oposiciones un combate en el que te impones a costa de dejar a los demás fuera de juego. Te dicen que buscan el pleno desarrollo de tu personalidad, y te preparan para trabajar, que es justamente lo contrario: el trabajo al servicio de la persona, o la persona al servicio del trabajo; trabajar para vivir, o vivir para trabajar. Descubres que la vida está llena de contradicciones. Y que la contradicción es la esencia del existir. Hasta que aceptas que, lejos de obsesionarte con resolver las paradojas, debes aceptarlas como tensiones inherentes a la vida; que vivir es, a la postre, buscar salida entre los callejones sin salida.
            Ése había sido el resumen de sus ocho años de maestro. Desde que llegó a San Rafael, pasando por Cuéllar, Aranda, Santa María; y por Baba. Aprender dibujando, entendiendo, sintiendo con el cuerpo, trabajando: era el mundo de las metáforas didácticas. Aprender sintiendo con el alma, desmitificando, viviendo, ése era el mundo del ejemplo. La metáfora reina en el mundo de la ciencia. El ejemplo reina en el mundo de la ética. Son como dos brazos articulados en torno a un eje central: aprender razonando. La metáfora nos enseña a pensar, el ejemplo nos enseña a vivir: y hay que aprender a pensar para saber vivir. Como la vida es pura paradoja, al final nos estamos preparando para el aprendizaje paradójico: que es lo que tendremos que hacer solos cuando ya nos hayamos ido de la escuela; cuando ya no tengamos la ayuda del maestro.
            Las ideas fluían en la mente de Juan Luis. Fluían con el ímpetu juvenil de los torrentes, de los recuerdos. Todavía le quedaban muchas cosas por aprender: tenía por delante muchos años como maestro. Su corazón alimentaba la cabeza, que le daba sustento; la llenaba de savia, le insuflaba la vida, la alegría, el desorden, pero el equilibrio: abajo dormían las tripas; como una amenaza latente, había que conseguir que su pálpito no se rebelara contra el corazón; al unísono de él, su impulso primario nutría los estratos salvajes de la savia, y era también fuente de vida; pero en discordia con el corazón podía estallar y destruirse, y el torrente ahogaría el valle, y se adueñaría de la cabeza para guiarla sin remisión por la desmesura, el desconcierto.
            Él era maestro. Tenía que combatir el mal, que era la subversión de la parte contra el todo. Enseñar para educar, poner la cabeza al servicio del corazón, y el corazón al servicio de las tripas: y viceversa. Educar para la paz, que la lucha es odisea por el ser, en la existencia; y el bien es entonces el desarrollo de nuestras fuerzas: de todas las fuerzas de nuestro ser, empezando por las tripas. Si las fuerzas del corazón ahogan a las tripas, ahogaremos nuestra naturaleza en la cultura. Y si son las tripas las que ahogan al corazón, viviremos en un mundo salvaje y despiadado: viviremos para morir. Pero educar es despertar la alegría que subyace tras de los goces: y enseñar es, a la postre, educar para la vida.



No hay comentarios:

Publicar un comentario