sábado, 27 de septiembre de 2014

Elogio y refutación de Occidente



ELOGIO Y REFUTACIÓN DE OCCIDENTE


            Cientos de europeos han ido a combatir en la Yihad. Hay varios tipos de europeos y la riqueza de un país es su diversidad, pero la diversidad, si queremos que sea fructífera, debe vivir en armonía; los europeos de los que hablamos son musulmanes nacidos en Europa. Todavía tenemos el recuerdo de los disturbios que incendiaron Francia no hace mucho tiempo: miles de magrebíes levantados contra el Estado en una verdadera insurrección; aquellos enfrentamientos fueron lo más parecido a una guerra: sólo faltaban las armas. Jóvenes en paro, en barriadas marginales, excluidos de la vida social, que hablaban francés pero tenían rasgos norteafricanos, eran lo que eran pero no estaban donde estaban. Eran… ¿qué eran? No eran musulmanes de nacimiento, sino simplemente personas. Aristóteles nos enseñó a no confundir lo que se nace con lo que se hace; nos hacemos de una cultura, pero nacemos todos iguales. Todos compartimos la misma naturaleza, todos al nacer somos humanos, con nuestras facultades y nuestros derechos, pero nos hacemos a imagen y semejanza del mundo donde estamos, unas veces en lucha contra él, otras haciéndolo nuestro; la fuerza más poderosa que tenemos para navegar por el mundo es nuestro carácter, nuestros sentimientos, nuestra inteligencia, nuestra voluntad. Nadie nace musulmán como nadie nace cristiano. Pero a todos nos educan en una cultura que marca nuestra identidad, aunque nuestra identidad no se disuelva en ella; y así, quien ha sido criado en un mundo cristiano tiende a ser cristiano aunque no tiene por qué serlo; los credos heredados son una tendencia y no una fatalidad, y lo único que serviría para construirnos son los credos que nosotros mismos nos forjamos; y se inspiran, cómo no, en los credos que nos rodean; en los que vivimos como en los que nacemos.
            Lo que somos depende, pues, de dónde estamos, pero eso no quiere decir que el mundo donde estamos determine el mundo que vayamos a ser: entre ambos mundos se extiende la libertad. Los jóvenes norteafricanos han llevado en Francia una vida de marginación, y eso quiere decir que estaban en Francia, pero no eran de Francia. Ser de un país significa ser aceptado por el país donde se está: los norteafricanos de Francia no lo eran. Por rechazo del país de acogida, claro está, pero también por rechazo del país de origen, que no ponía los medios para que los hijos que vivían en Francia adquirieran verdaderamente la cultura francesa. La escuela suele ser para los humildes una guardería, y su casa una escuela paralela donde los chicos aprenden otras tradiciones. La cultura se adquiere realmente a través de los relatos, decía MacIntyre, pero los relatos hay que vivirlos de manera crítica; cuando falta el sentido crítico ya no hablamos de cultura, sino de culto. He aquí algunas de las claves que explican el rechazo de Europa por parte de los jóvenes árabes. Europa es para ellos una cultura sin relato, y por lo tanto sin vida; el Islam es su relato vivo, pero acrítico: por lo tanto no es cultura, sino culto. La cultura, para decirlo con palabras de Ortega, no es deleite, y los jóvenes la rechazan. Luego nos sorprendemos de que abracen cultos que anulan su voluntad, porque les hacen vibrar desde dentro.
            La exclusión social también se explica desde la falta de protección. Nos decía Maslow que, después de las necesidades biológicas, lo que más necesitamos todos es seguridad: ¿en qué seguridad puede vivir una familia que está en paro? Luego el sentimiento de pertenencia: ¿qué apego a la sociedad pueden tener unos jóvenes que se sienten rechazados por ella? Vivimos bajo la égida de un liberalismo monoteísta, y por monoteísmo entendemos que su único dios es la libertad (o el dinero). Pero esa libertad no es real, es un espejismo. Mandad a un joven a recorrer mundo arrancándolo de su familia, de sus raíces, de sus amigos y de su mundo, y pronto la libertad se transformará en desolación y pena. El joven se buscará una familia para no sentirse solo, para no tener miedo. El mundo liberal no es la panacea para el mundo islámico. La protección que el liberalismo nos quita es sustituida por una red asistencial que, con mayor o menor fortuna, hace las veces de subsidio de desempleo inexistente, de sanidad ausente, de escuelas que cuestan dinero, en vez de una omnipresente ausencia de seguridad social. Pero esa asistencia social la ofrecen a menudo los radicales: ése es el problema. Del desempleo sólo se puede proteger a los hombres, porque el trabajo no es para las mujeres; la sanidad se les prohíbe a ellas, y en las escuelas casi sólo se enseña el Corán: un Corán memorístico, todo hay que decirlo. Cuando la gente vota a los islámicos vota también por la asistencia social de la que se ha visto despojada por el liberalismo.
            ¿Nos sorprende, entonces, que esos europeos vean a Europa como un escaparate que no les deja disfrutar de sus promesas, desde lejos? ¿Que se acerquen a un mundo islámico que los arropa, bien o mal, con una protección que Occidente está aprendiendo a no tener? Somos animales sociales. La sociedad europea tiene una cultura que nos impulsa a ser nosotros mismos, pero una economía que nos priva de las posibilidades de la cultura; y la cultura de Europa ha olvidado sus relatos y se ha vuelto árida, toda llena de conceptos, cristal de duras aristas, vena sin sangre, intelecto sin emoción. El problema es que ese vacío suele ser ocupado por relatos maravillosos y vibrantes que crecen a costa de nuestra libertad, alimentándose de ella, consumiéndola, empobreciéndola, consumiéndonos también como el enfermo se consume por el parásito que se alimenta de sus fuerzas. Ningún culto debería vivir a costa de la cultura. Todos deberíamos tener los cultos que sintiéramos como propios, pero nunca a costa de la crítica que subyace en el corazón de la cultura. Los cultos, decía con otras palabras Unamuno, son como zarzas que te impiden entrar en la cueva de Montesinos; en esa cueva donde está el verdadero tesoro, ése que late por debajo de las tradiciones: el de la cultura.  
            Pero las gentes que imponen los cultos por la fuerza de las armas, matando enemigos y asesinando inocentes, lo hacen con armas que vienen de Occidente; relojes fabricados en Occidente; navegando por un Internet que ha sido creado por Occidente; con videos de propaganda producidos según una depurada técnica occidental. Y nos encontramos con la paradoja de que, para combatir una cultura, necesitan utilizar una parte de la cultura a la que combaten: ahí está su talón de Aquiles. El mundo islámico vive en una contradicción insostenible. Necesita de la cultura a la que ha convertido en su enemiga. Por eso, detrás de la desesperación presente, late en su fondo una lejana esperanza: que ambas culturas están condenadas a entenderse; y que tarde o temprano, quiérase o no, tendremos que convivir, respetarnos, tratarnos como hermanos y, por lo tanto, dialogar dignamente.




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