sábado, 19 de julio de 2014

Bruno






            Toda clase es un diseño de estrategia. Hay tres claves en las que se cifra el secreto del éxito: sorpresa, libertad de acción y ser más fuerte en el punto decisivo. Hoy vamos a hablar de la segunda.



EL ARTE DE LUCHAR

1. Exordio terminológico.

            El idioma español se presta mucho al estudio de la filosofía; el to be de los ingleses y el être de los franceses se encuentra disociado en dos mitades complementarias: el ser y el estar; y aunque el verbo ser comprende una amplia gama de matices, parece posible aceptar que designa a la vida fuera del tiempo mientras que el estar la caracteriza dentro de él. Una de las acepciones más importantes del verbo ser corresponde a la esencia; el estar se referiría a la existencia. La esencia sería no sólo lo que somos, sino también lo que estamos destinados a ser; la existencia sería ese grado de desarrollo del ser que limitan un espacio y un tiempo. Por eso decía Terencio: conviértete en lo que eres; desarrolla todo lo que puedes ser. Ese desarrollo requiere esfuerzo, y es lo que los griegos llamaban areté: virtud. Quien desarrolla sus cualidades musicales después de horas de ensayo llegará a ser un virtuoso del piano; pero por mucho que ensaye, si no tiene esas cualidades, digamos innatas, sólo conseguirá tocar bien, sin más; y quien las tiene y las desperdicia por falta de práctica no puede llegar a ser un buen pianista. Tener buenas cualidades para el fútbol y no someterse a la disciplina de los entrenamientos no nos convertirá nunca en buenos jugadores. Las disposiciones innatas son los trampolines desde los que saltamos, pero saltar requiere esfuerzo y sólo se esfuerza el que tiene interés; de ahí la importancia de la motivación.
            El desarrollo de las capacidades de nuestra esencia es una lucha contra los obstáculos que se oponen a ese desarrollo; un obstáculo es la pereza, otro la falta de dinero, otro la desorientación… Quien ha desarrollado mucho la capacidad de hacer bien ciertas cosas es una persona competente, pero también hay obstáculos que se oponen al uso de nuestras competencias; si conseguimos superarlos ganaremos en competitividad. Ser competente es ser capaz de hacer cosas, ser competitivo es lograr que los demás te dejen hacerlas. Hay personas que son muy competentes y poco competitivas, y personas que siendo competitivas son poco competentes; las primeras necesitan patrocinadores; las segundas, asesores; aunque ser competitivo requiere también ese tipo de dominio que podemos llamar competencia social.
            La vida es entrenamiento para ser competente, y eficacia para obrar como tal. El entrenamiento es lucha contra las resistencias que hay dentro de nuestro ser; la eficacia y la competitividad, lucha contra las dificultades externas. Lo primero es lucha por ser, y lo segundo por existir. A lo segundo lo ha llamado Darwin lucha por la vida. Pero a veces no se lucha por vivir, sino por matar; a este último tipo de lucha lo llamamos guerra. El deporte, el arte, la ética, el aprendizaje, la religión son formas de lucha por la esencia. Pero a veces la religión no busca este objetivo y se convierte en lucha por (o lucha contra) la existencia. La lucha en sentido genérico consiste en salvar obstáculos. Si los obstáculos contra los que luchamos son la propia vida de los otros, lo llamamos guerra; si son obstáculos que ponen a prueba nuestras cualidades físicas lo llamamos deporte; si afectan a cualquier tipo de cualidades, intelectuales o físicas, lo llamamos aprendizaje; y si buscamos disfrute en la lucha misma lo llamamos juego. A nosotros nos interesa aquí el arte de la lucha; no el arte de la guerra.
            En un combate de yudo, uno de los dos luchadores ha sido inmovilizado por el otro en el suelo. En un partido de fútbol, una defensa muy adelantada impide que el adversario organice su ataque.  O un equipo ataca sin cesar, y el que defiende, bruscamente, ha conseguido armar un contraataque que ha pillado al otro desprevenido; ha conseguido sorprender por donde el otro no lo esperaba: lo ha pillado por sorpresa. O uno de los dos equipos domina durante largo rato situaciones intrascendentes, pero el otro le marca un gol en la única jugada que ha conseguido organizar con mucha paciencia: ha sido el más fuerte en el punto decisivo. Uno de los jugadores ha conseguido jaque mate; jaque mate es cuando se pone en jaque al rey y el rey no puede zafarse. O el acosado, viendo que no puede ganar, se queda con el rey solo y se las apaña para que, sin estar en jaque, el rey no se pueda mover: el rey está ahogado; el atacante no puede vencer. O consigue resistir quince jugadas seguidas con el rey solo y la partida se queda en tablas. También el profesor amenaza a todas horas con castigar y no castiga; y el alumno se le sube a las barbas.
            ¿Qué tienen en común todas esta situaciones? Que uno de los dos ha perdido su libertad de acción. Y el otro ha conseguido un efecto sorpresa; un efecto teatral. Sorpresa, libertad, eficacia; en eso se cifra todo el arte de la lucha. Sorpresa: un contraataque inesperado. Libertad: la que pierde el rey cuando está en jaque mate. Ser el más fuerte en el punto decisivo: cuando el otro me come peones y yo, con mucha paciencia, consigo comerme a la reina. Al final todo se resuelve en un golpe de efecto. Así concibe Clausiewicz toda la estrategia. Sung Tzu construyó, sobre pilares semejantes, el arte de la guerra. En la lucha siempre hay que sorprender. A veces hay que renunciar a un torneo para ganar otro; el que lo quiere todo a veces todo lo pierde. Y sabemos que si la estrategia es el arte de ganar guerras, la táctica es el de ganar batallas: pues bien, Napoleón era tan creativo en estrategia como repetitivo en táctica; eso le perdió en Waterloo.
            


2. La historia de Bruno. 

Primer episodio.
            Entraba en aquella clase por primera vez. Juan los estudiaba con curiosidad, pero no podía; no podía porque no se sabía sus nombres; no sus rostros. Pasó lista. Casi todos tenían en la cara un retrato de indisciplina. Pero ahora se aguantaban. De momento. Era un profesor nuevo y no lo conocía nadie. Lo que iba a enseñar a lo largo del curso lo resumía ahora en una frase:
            -Las cosas sirven y cuando dejan de servir se tiran y se compran otras. En cambio las personas no tienen precio; tienen dignidad.
            Oyó que un chico hablaba en voz alta. Hablaba solo.
            -Perdón, ¿cómo te llamas? –dijo Juan dirigiendo la mano hacia él.
            -¿Yo? Bruno. –Y Bruno gesticulaba como si él no hubiera molestado a nadie.
            -Profe. Profe –dijo otro, que ya se levantaba hacia él. Se le puso encima y le metía la cabeza en las narices, invadiendo su espacio privado-. ¿Qué hay que hacer para aprobar?
            Juan se apartó y, a cada paso que retrocedía, era un paso que el chico avanzaba. Para intentar pararle los pies le preguntó su nombre.
            -Luis –dijo el chico; y Juan no supo decir si esa cara era sincera o lo miraba con cinismo.
            Le puso una mano en el pecho para alejarlo un poco y de pronto oyó ruido en dos asientos de la izquierda; dos de los chicos se estaban despachando a gusto.
            -Vete a tu sitio, Luis –dijo, intentando mirar tras de su cabeza como quien mira detrás de unos árboles molestos. El corpachón de Luis se le acercaba. –Siéntate, por favor- y lo dijo poniendo distancia con la mano.
            -Pero, profe, ¿qué hay que hacer para aprobar?
            La paciencia de Juan estaba poniéndose a prueba. Su cabeza empezaba a calentarse.
            ¡Eh, vosotros! –dijo, mirando detrás del corpachón, que no se apartaba-. ¡Estaos quietos!
            Los dos le miraban. Tenían pinta de estar estudiándolo a fondo, para ver hasta dónde podían llegar. Juan hacía gala de fuertes dosis de aguante. Bruno hablaba de nuevo; ahora miraba en diagonal, al otro extremo de la clase; allí había un chico que se volvió hacia él.
            -¡Bruno! ¡Cállate, por favor!
            -Si yo no estoy hablando.
            Y lo decía con toda tranquilidad, sin inmutarse.
            -Luis, me vas a acabar enfadando, ¿te quieres sentar en tu sitio?
            Luis contestaba con una voz de Forrest Gamp.
            -¡Que te sientes!
            Ahora sí fue un grito. Se sorprendió a sí mismo: Juan no estaba acostumbrado a gritar en clase. Pero la inestabilidad de las mesas fue acrecentando un desorden que crecía como una bola de nieve; la voz de Juan subía poco a poco para hacerse oír, pero Juan se daba cuenta y, de vez en cuando, la bajaba; era difícil hablar normalmente y hacerse oír al mismo tiempo: aquello era lo más parecido a un bar y, en los bares españoles, el que quiere que lo oigan grita.

Segundo episodio.
            -Cállate, Bruno.
            Delante había tres chicas que no decían ni mú. Una de ellas decía algo a su compañero de mesa, porque estaban viendo que aquel profesor no era malo. Los dos chicos de al lado hablaban de nuevo; como Juan  no podía ocuparse de ellos, al poco rato se les unió un tercero. Bruno contestó con aires inocentes.
            -Pero si yo no hablo, profe.
            -Bruno, cállate.
            -Si es que yo no hablo.
            -Que te calles.
            -Pues yo no digo nada, no molesto.
            En la cara de Bruno se dibujaba una sonrisa. Neutra. Juan no sabía aún si interpretarlo como cinismo. Hacía esfuerzos titánicos para no gritar. Se obligaba a mantener la calma en un acto supremo de disciplina. Fue al pupitre. Sacó el cuaderno.
            -Bruno, has estrenado tú la lista de negativos.
            -Pero si yo no he hecho nada, profe.
            -Profe, ¿cuántos negativos tengo yo? –dijo Luis.
            -Ahora tienes uno –dijo Juan, y escribió en el cuaderno.
            Luis se levantó de su silla. Juan, viéndolo llegar, extendió el brazo para pararlo: antes de que rebasara los dos últimos pupitres. A su izquierda los que hablaban ya eran cuatro. Una de las chicas empezaba a hablar con su compañero. Juan sentía que la cabeza le ardía como una olla a presión.
            -¡Silencio!
            Retumbó su voz en las paredes. Juan no se reconocía a sí mismo: era su segundo fracaso. Se dirigió a la banda de los cuatro.
            -¿Cómo os llamáis?
            -Pedro.
            -Antonio.
            -Juanjo.
            -Y Diego.
            -Un negativo cada uno.
            -Profe, ¿para qué sirven los negativos?
            -Cada negativo vale un cuarto de punto. Cada cuatro negativos os bajo un punto de la nota.
            Quizá pudo aprovechar diez minutos de los cincuenta que tenía la hora. Necesitaba escribir en el encerado para hacerse entender. Les explicó lo que era una persona, y que una piedra no era persona porque ni actuaba ni pensaba ni sentía, y que un robot no era persona porque sólo sabía pensar y cuando actuaba no sentía, y que un árbol sentía sin pensar y por eso tampoco era persona, y que un animal, además de sentir, se desplazaba, pero su pensamiento no era conceptual y por eso actuaba como un autómata.



Tercer episodio.
            Juan entró en su clase ya con el miedo en el cuerpo. Pero lo mismo que el perro mete el rabo entre las patas cuando lo miras desafiante, así tampoco quería entrar él con las orejas gachas. Respiró profundamente.
            -Profe, profe, ¿puedo ir al servicio?
            -No.
            -Profe, que no me aguanto.
            -Ya habéis tenido tiempo antes de que sonara el timbre.
            -¡Si no nos han dejado!
            -Profe, profe…
            Todos encima de él. Como un alud imparable. Tuvo que levantar la voz y hacía tiempo que sabía que era para hacerse oír, no porque lo enfadaran. Bajó un brazo contundente juntando los dos dedos índice y pulgar, y dijo:
            -¡A callar! ¡A callar! Todos a sus sillas.
            Pero no se detenía la avalancha humana.
            -¿Pero es que no me habéis oído? –Los gritos ganaban en decibelios-. ¿No me vais a dejar pasar?
            -¡Pero es que no me aguanto, profe! ¡Por favor!
            -¡A callar! –Grito del trueno que bramaba en la montaña. El eco retumbaba. Como un moisés, Juan contenía el avance de la marea y los alumnos eran cada vez más avance vencido del agua. Juan cerró la puerta tras de sí.
            -Jeison, ¿te quieres sentar?
            Cogió el libro de su cartera; una cartera que soltaba hojas antes de que la pudiera abrir. Aquella clase le estaba dando la vuelta a la lógica. “Esto es el mundo al revés”, pensó Juan.
            -¡Qué es so?
            El que preguntaba era Luis.
            -El cuaderno de fusilar gente.
            - ¿Y para qué sirve?
            -Para ponerte un negativo.
            Aquel día, a duras penas, les pudo hablar del acoso. De la marginación y la violencia. Y de cómo la violencia se aprende sobre una agresividad innata. Y de cómo se podía hacer violencia no sólo con golpes, sino con palabras; el cuerpo era una voz intermedia entre la palabra y el golpe. A Juan le dio por pensar si aquello que había en clase era violencia o sólo agresividad primaria, ciega y bruta pero noble. Juan miraba los ojos infantiles de aquellos cuerpos grandes. Sobre la mesa había una cruz gamada.
      


     
Cuarto episodio.
            Biblioteca. Juan tenía guardia. Sacó su libro, puso unos folios sobre la mesa y dejó el estuche abierto con sus lápices. Había un silencio que acariciaba. Frío. El frío de octubre hasta se disfrutaba a pesar de que aquellas fechas todavía no habían puesto la calefacción.
            No había estado escribiendo ni cinco minutos. A esas horas los chicos estaban en clase y no había posibilidad lógica de que pudieran ir a la biblioteca. Se abrió la puerta. Por el marco entró un corpachón enorme que casi chocaba con la madera: era Bruno; se acercó a darle un papel y se sentó en la mesa de al lado. En el papel decía que su profesora lo había expulsado de la clase y tenía que hacer unas tareas. Matemáticas. Juan esperó. A los diez minutos firmó el papel y fue a entregárselo a su mesa. No estaba haciendo matemáticas. Tenía un cuaderno de hojas a cuadros y entretenía el tiempo en repasar los cuadros y poner, como aspas, sus diagonales rellenándolas de colores. Juan pensó en el derroche que suponía gastar así la tinta de los rotuladores.
            Se sentó junto a él. Iba por la cuarta clase con él, una hora por semana. Y a pesar de la dura batalla que era aquella clase, él tenía claro que nunca expulsaría a los alumnos. Una clase es un cuerpo a cuerpo y expulsar a uno era lo mismo que perder la batalla. Y lo mismo que abusaban de él, él sabía, como una roca, que si resistía los ataques furiosos del mar su autoridad saldría reforzada en el cuerpo a cuerpo. Ellos sabrían que una debilidad aparente esconde la fortaleza del roble. Y que la firmeza del castigo era la otra cara de la comprensión, de la amistad, del cariño. Juan sabía que poco a poco a sus alumnos se los iba ganado. Pero le estaba costando sudar tinta.
            -¿Por qué no estudias, Bruno?
            El sonido se posaba sobre la biblioteca.
            -Bruno, ¿por qué no haces los ejercicios de matemáticas?
            El silencio era relajante. La calma se oía. Sin saber cómo, Bruno, a cuento de qué, se encontraba hablando.
            -En mi país no hacemos matemáticas.
            -¿No?
            -No como éstas. Allí sólo hacemos cuentas. Es todo más fácil.
            Bruno no levantaba la vista. Ese detalle no se le escapaba a Juan. Embebido en su cuaderno, callado, ausente, sin saber cómo, dejaba escapar filamentos de alma.
            -Yo odio a mi madre. No quiero verla. Vivo con mi hermana.
            -Pero Bruno, ¿cómo puedes decir eso?
            -Yo no quiero ver a mi madre. La odio. Quiero marcharme.
            Lo dijo con una frialdad que desnudaba. Le heló el corazón. Aquella declaración parecía arrancarle, con su brutalidad, algo que Juan tenía dentro… ¿Sería verdad lo que decía Bruno? Parecía sincero, pero ¿lo sentía? ¿Tenía Bruno capacidad de sentir?



Quinto episodio.
            Los siguientes días hubo una especie de tregua con Bruno. Él lo recriminaba menos y en respuesta, Bruno parecía que no lo hostigaba tanto. Durante unos días no molestó, pero tampoco aprendía nada. Juan dedujo que no tenía capacidad de atender; por lo tanto, de aprender tampoco; sospechó también que Bruno tenía poco control sobre sus actos. Entonces el que molestaba era Luis. Y la chica. Y Pedro, Antonio, y Diego y Juanjo. Un día encontró al tutor en la sala de profesores.
            -Ese Luis, ¿parece inocente de verdad, o es un cínico?
            -La inteligencia no le da para más; su coeficiente es bajo.
            Abrió los ojos. Se le abrieron los ojos del alma. En poco tiempo había descubierto, al menos en dos chicos, que no somos malos de verdad, sino prisioneros del alma; y en ese calabozo, como le pasaba a Bruno, le habían salido telarañas.
            Pero Luis le sacaba de quicio. Y Bruno también, cuando pasó aquel periodo de gracia.
            -Cállate, Bruno.
            -Si yo no hablo.
            -Que te calles.
            -Yo estoy aquí, solo, sin meterme con nadie, y tú me molestas.
            -¿Qué te molesto yo?
            -Sí.
            -¡Que te calles!
            -No hablo.
            -¿Te callas?
            -No te metas conmigo, yo…
            Un crescendo. Fue una maraña de voces que ascendía como un crescendo. Y bramó. Al estallido inicial le siguieron otros. Bruno no gritaba, gritaba Juan; más tarde comprendería que había perdido el control, que no tenía herramientas para actuar, piedras a las que agarrarse; y tuvo que reconocerse a sí mismo, cuando pasó aquel incidente, que había perdido la batalla: había echado a Bruno de clase. En jefatura de estudios acababa de firmar una amonestación, prisionero todavía de las garras de la ira:
            -Bruno necesita mi ayuda, yo lo sé, pero con Bruno tengo a otros veinticinco alumnos y ellos también tienen derecho a que les dé clase; y Bruno, día tras día, me la está dinamitando.
            Su nombre en la lista estaba lleno de negativos; como el de Luis, como el de Pedro, Antonio, Diego, y Juanjo. A la banda de los cuatro le hacían daño los negativos, pero ellos no podían moderar su conducta: los estaba apretando la juventud y ellos, aunque lo intentaban, se controlaban poco; Bruno y Luis, sin embargo, no podían intentarlo; pero a Luis le importaban las notas y a Bruno no; a Bruno, aparentemente, le daba igual todo.
            Había quemado sus últimos cartuchos. Los negativos acumulados no servían con él, porque sumaban ya muchos puntos y es que a Bruno no le importaba; no podría recurrir con él, en adelante, a la amenaza de los negativos. Ni a las amonestaciones, ni a los gritos,  ni a los partes. Había sido expulsado varias veces y eso había ayudado a sus compañeros que se veían libres de él, pero a él no. Un día le preguntó Juan:
            -¿Por qué eres así?
             Y Bruno, en un alarde de sinceridad, le había contestado:
            -No sé. Porque he dejado de medicarme, supongo.
            Lo dijo sin levantar la vista. Sin levantar la voz. Y sin dejar de repasar con la tinta del rotulador los cuadrados de su cuaderno. Juan se sintió herido. En alguna parte de su corazón, alguna fibra sensible se rompía. Trastorno de la personalidad. ¿Déficit de atención, quizá? ¿Hiperactividad? Y el pobre Bruno odiaba a su madre. Juan estaba vuelto hacia la pizarra. Les estaba hablando de identidad sexual y de identidad de género. A su espalda se oyó, sonora, una palmada. Juan se volvió.
            -¿Quién ha sido?
            Silencio. Miró inquisitivo. Frunció el ceño. Y siguió explicando. Había hablado del acoso. Síndrome de la Tourette. Ahora tocaban los derechos humanos.



Sexto episodio.
            Navidad. Cada uno contó cómo era la navidad en su país. Llamaron a la puerta y era Bruno. Pidió permiso para pasar. Bruno, aquella hora, no tenía clase allí. Juan lo miró. Lo miró sonriendo.
            -Pasa.
            Y cuando le tocó a él contar cómo vivía su navidad, se le trababan las palabras. Juan comprendió que le costaba armar frases. Que algo interior, en su lógica, estaba descolocado. Que no era sólo el corazón que no sentía, era la lógica que no pensaba. Pensaba, sí, pero no para expresarse. Después de navidad venía a clase muy manso. Lo conocía por los pasillos, le saludaba por la calle (algo que nunca había hecho antes). Juan podía sospechar que ahora Bruno tomaba la medicación con disciplina. Pero sabía también que sentía que Juan lo estaba ayudando.
           
 
3. la libertad de acción.

            Y así pasaron los meses y los días. En lo que no dependía de él, Juan no había tenido libertad de acción. Aquel chico dependía de los médicos, de las drogas, de su ambiente, de su medio estéril, de una familia que no amaba. Pero en lo que sí dependía de él, Juan había hecho progresos: primero perdió libertad con los negativos, los partes y las expulsiones; hacia navidad le había dicho el profesor de música que aquellos chicos no reaccionaban a los gritos, sino al calor de las palabras; y entonces se armó de una paciencia infinita y dejó de gritar. Su cuerpo fue una olla a presión cada vez que se aguantaba, porque los chicos, como viento sin control, provocaban y provocaban…
            Y fue, así, cuando recuperó el control de sí mismo; y entonces se hizo con el control de la clase. Un control paciente, poniendo conatos de orden en el desorden, pero sin dejar de nadar en el inevitable desorden. Supo que, de haber reprimido a la naturaleza, habría fracasado: no se le pueden poner puertas al campo. Él aceptó el natural turbulento de aquellos chicos (que eran, en sus jóvenes años, fuertes torrentes, no remansos de paz; y Bruno y Luis lo eran también porque su naturaleza estaba hecha de rocas rotas y en ellas el agua se había atropellado). Aprendió a admitir que era impotente con esos chicos; pero que, en toda su impotencia, había cosas que podía hacer y las estaba haciendo. No eran cosas ambiciosas: modestas eran. Pero las hizo y él sabía que en sus rostros adustos, cuando los veía por la calle, había un gesto mudo de gratitud.
            Había recuperado la libertad de acción. Y había ganado.




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