LAS SOMBRAS DE LA
CAVERNA
Tumbado
en el sofá, el niño miraba. La luz penetraba en el salón por la ventana. En la
calle, algarabía de muchachos jugando. Varios amigos le habían llamado por
teléfono y no había querido bajar con ellos. Su madre venía, llevando la
cazuela, limpiándose las manos en el delantal. Su padre venía detrás con la
ensalada. En la ventana se oía el límpido cantar de los pájaros, que se habían
posado en el poyete atraídos por unas migas; las mismas migas que, arrojadas
por la pereza, sesteaban con indolencia allí, al lado.
El
niño miraba la televisión. Un día y otro, y muchos días más, y todos los días
de la semana, del mes, del año. Algún día apagaban la televisión para poder
estar juntos mientras comían, y aquellos días, con el bocado en los dientes, el
niño se había ido al ordenador, dejándolos solos. El hombre y la mujer se
miraron.
Otro
día, para evitar lo ocurrido, le prohibieron el ordenador al apagar la tele. Y
volvió a comer a la carrera, a marcharse con la boca llena, después de estar a
la mesa durante menos de diez minutos; y se metió en su habitación para jugar
con la máquina, esperando a que sus padres terminaran de comer para volver al
postre; y a veces, ni el postre siquiera; prefería comer a medias con tal de
volver a su mundo paralelo, el mundo de la tele, el del ordenador, el de la
máquina. Un día su padre le dijo:
-Cuando
nos hayamos muerto mamá y yo te acordarás de nosotros. Y querrás acordarte
también del tiempo que pasábamos recordando nuestras risas, nuestra alegría de
vivir, nuestros ratos compartidos, los abrazos que nos dimos, los besos que nos
dimos, las palabras de consuelo, la esperanza. ¿Y qué recordarás tú de todo
aquello? Nada. Porque mientras nosotros estábamos aquí, tú estabas en la tele:
allí, al otro lado; y no había en tu mundo seres de carne y hueso sino sombras
de luz y electrones sin alma; no recibías los colores del mundo, sino colores
enlatados dentro de una caja; tus imágenes no olían, no sentían ni suspiraban,
no tenían sabor ni suavidad, y tenían sonidos eléctricos, ni te tocaban. Los
mundos sin vida revoloteaban en ti, como una atmósfera llena de hielo, congelándote,
aislándote del mundo que alimentaban tus sentidos, aislándose de ti como si te
encerraras en una cueva, pero sin poder entrar en ella porque te quedabas atrapado
en las zarzas de la entrada; como en una telaraña.
La vida es lo que pasa a nuestro alrededor
mientras nosotros miramos para otro lado.
John Lennon.
Cuando
se vayan los seres que te han querido, y a los que tú has querido sin saberlo,
te encontrarás solo. No hallarás fuerza en la caja eléctrica porque detrás de
sus haces de luz, y de las sombras convertidas en figuras, no encontrarás un
alma. Los cuerpos sin vida que mimaban la luz, sin parecerlo, nunca acariciarán
tu mano. El triste corazón que hay en ti no hallará corazones al otro lado, porque
al otro lado del espejo no hay vida, sino cables. Comprenderás que la vida
estaba alrededor, revoloteando dentro de ti, y tú no supiste verla; porque
preferías aquella pantalla inerte, aquel espejo irreal, aquella fuente de imágenes,
adulterada; preferías la copia al original y ahora el original se ha muerto y
la copia carece de vida, y no tienes aliento que te aliente, le has perdido la
esencia al ser, la fuerza se ha alejado de la felicidad, el pálpito del mundo,
y has preferido una imagen pálida, una apariencia de ser, un mundo que no
palpita. Estás prisionero de las pantallas y te quieres escapar de ellas, pero
el mundo real te da miedo, porque ya no está la mano amiga, esos ojos de
ternura, esos brazos que querían abrazarte mientras tú te cansabas de ellos,
porque preferías la tele a lo auténtico; y te encerrabas en una cárcel de
sombras, como en una cueva inhóspita, y ni siquiera estabas en la cueva, preso
entre las zarzas de su boca, porque la cueva no era de tu mundo; y el que era
tu mundo de verdad, el que te miraba con ojos tristes, tú lo despreciabas.
-¡Qué extraña escena describes –dijo-, y qué
extraños prisioneros!
-Iguales que nosotros
–respondí-. Porque en primer lugar, ¿crees que quienes están en tal situación
han visto, de sí mismos o de sus compañeros, otra visión distinta de las
sombras proyectadas por el fuego, sobre la pared de la caverna que está frente
a ellos?
Platón.
Y
ahora, que no tienes el mundo auténtico, lo necesitas; lo tenías ahí, al lado,
pero entonces no lo necesitabas; o eso creías tú, por lo menos. La realidad
tiembla como no tiembla la pantalla; palpita, pero la pantalla no palpita. Por
la vida pasa el tiempo y la pantalla no lo tiene, no tiene el tiempo que dura,
es un vacío que no se acaba. Y, como Saturno, todo lo devora; la vida se lleva
el tiempo, no existe tiempo en la pantalla, por eso sus sombras no mueren; y
cuando muere la vida que había en el mundo queda el mundo sin vida que tú
veías, congelado en la pantalla. Tú ya conoces el nombre de Saturno. Se llama
Cronos.
Prisionero
en una pantalla. En unas luces de neón, que preferías a la luz del sol, sin
saber que eran falsas. En unos dulces de fresa, más dulces que la fresa misma,
polvos artificiales, potenciadores del sabor, más dulces que la vida, más fresa
que la fresa auténtica, han sido una farsa.
Vida sin vida como cerveza sin alcohol, pasteles sin azúcar, bibliotecas
sin lectores, café descafeinado. Y ese vivir falso ha sido por fuerza, para ti,
un vivir malo. Porque estaba en ti, te rodeaba, te abrazaba, te envolvía con su
atmósfera, te envolvía con amor, y tú mirabas para otro lado.
La virtud del conocimiento, por el
contrario, parece depender de algo más divino que jamás pierde su poder; y que,
según adonde se vuelva, resulta útil y provechoso o, por el contrario, inútil y
nocivo. ¿O no has observado, respecto de aquellos de los que se dice que son
malvados pero inteligentes, con qué penetración percibe su alma miserable? ¿Con
qué agudeza distingue aquello hacia lo cual se vuelve? Porque no tiene mala
vista, sino que, obligada a ponerla al servicio de la maldad, cuanto mayor sea
la agudeza de su mirada mayor será el daño que cometa.
Platón.
Y
estaba pasando el mundo por tu lado.
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