sábado, 26 de julio de 2014

Los cinco sentidos






LOS CINCO SENTIDOS

 
            Sale el pastor al campo y es un concierto de sensaciones. Él las vive como una arcadia; otras veces, reviven omnipresentes sus inclemencias. La sierra es un cuerpo que lo envuelve todo o con sus brazos paternos, o con sus garras despiadadas. La sierra: una presencia que se extiende desde sus picachos desparramándose en la ladera, toda verde de prados, hasta llegar al valle. Las piedras surcan el camino o el horizonte, y entre neveros o peñascos cruza en  los aires el árbol robusto, las verdes retamas, las margaritas.
            Los colores del campo. El cielo azul, de una nítida claridad, entre las nubes. Una flor sin pétalos tiene una mancha en su semiesfera amarilla, y es una abeja; de un marrón de tonos claros y pelo oscuro, como cintas anchas apenas visibles en una costra oscura: está libando el néctar. Al volver la mirada, un haz de luz enciende la sombra y es un chorro de pequeños insectos como pulgas, no sé si himenópteros o mosquitos. Así también a veces la luz chorrea en el aire, y ves en el haz mojado un sinfín de motas de polvo en el polvo que respiramos, y que creemos limpio.
            Los sonidos del campo. De pronto, un ruido asusta a los quietos matorrales y es un revuelo de hojas rascadas y lanzadas al vuelo. Entre ramas y hierba, apenas hojarasca, un milano surca el aire batiendo sus alas con el ruido sordo, diríase que hueco, en un despegue de espantada. Las aves rapaces asustan al viento para meterse en él, y es la mirada del pastor la que pasea absorta por los ecos de una naturaleza salvaje. Luego el silencio. Y viene a sorprenderte, cuando meditas en ademán recogido, un zumbido que retumba en tus orejas con el ruido de un motor vertiginoso; una hélice, un helicóptero, para perderse en el espacio azul del cielo. Zumban en las zarzas los ecos pálidos de una noche cuando dormía el día, poco antes del amanecer.
            Los olores del campo. El golpe del aire que se mete en la nariz como un cuchillo, hurgando como si la hoja estuviera fría, hundiéndose en el fragor de la cabeza. Los olores. Polvo invisible de chaparro, de romero, de retama. Efluvios de tomillo y manzanilla. Orégano y jara y hierbabuena. El olor de la humedad entre la brisa, y a lo lejos, un eco de no sé qué que se tambalea.
            El sabor del campo. El sudor que te corre por el labio sin avisar y llega a la lengua. La brizna de hierba que se te ha metido en la boca arrebatada por el viento; el sabor de la sed cuando te ha faltado el agua. Los sabores. La rama que mordisqueas mientras vagas, entre las rocas, en busca de sorpresa; en esa monotonía imprevisible con que te sorprende la naturaleza. La nariz abierta de ese nevero que se extiende ahí arriba, para olernos.
            La piel del campo. Las alas tenues de una mariposa que te roza la cara, notándolas apenas. El cuerpo del polen que anida en el pecho, cuando toca el aire que respiras, convertido en tos o en picor acre, o en asma ingrávido que quizás te ahoga como una hoja de afeitar. El zumbido del abejorro que mueve el aire para que te toque la cara, o el manantial de cuerpos diminutos que vienen, como un magma pegajoso, atraídos por el sudor de tu piel; tu propio sudor es ya la mano del campo, que te ha pulsado en los poros para hacer brotar el cansancio. El propio suelo que te toca, bajo el calzado, intentando penetrarte cuando el aire te penetra, adoptando la forma de tu piel como los efluvios del agua adoptan la de las piedras: pero el tacto de la naturaleza hace mella en ti cuando parece respetarte, como el agua modela las piedras, redondeándolas cuando parecía que apenas las envolvía con su caricia, y parecía no tocarlas.
            El campo. La tierra en verano que te atrae como un imán para no dejarte escapar, porque quiere que vivas pegado a ella. El cuerpo del pastor que adopta los recovecos del cuerpo de la sierra. Y su cuerpo, convertido en un órgano receptor, aspira por sus poros todas las esencias de la sierra. Sobre su cabeza, el cuerpo del aire tira hacia él instándole a volar, pero se lo impide la presencia de la tierra. La tierra es un destino que lo ata firmemente a los prados, sometido a los cuerpos a quienes ata, a las ovejas. El pastor ha mirado los paisajes del campo y ha escuchado sus ruidos; ha aspirado sus olores, ha sentido sus sabores, la piel ha sentido cuando le pesa. La senda le lleva entre piedra y pastos, y zarzas anegadas en agua, errante en una sierra en la que vive sedentario. Arriba, los picachos se llenarán de nieve cuando llegue el invierno. Ahora cuida las ovejas con el ocio alegre de contemplarlo todo, de disfrutar (tiene todo el tiempo para ello); mientras está trabajando. El invierno llegará con sus penas, y el otoño con sus nieblas; la lluvia que cala los huesos dejará al aire el extraño destino del pastor: disfrutar de la libertad a los cuatro vientos, y pagar por ella un duro precio: las penas, las calamidades que vienen tras la fugacidad del verano para que luego llegue la hora de sufrir. Y serán entonces nueve meses de sufrimiento.




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