LOS CINCO SENTIDOS
Sale el
pastor al campo y es un concierto de sensaciones. Él las vive como una arcadia;
otras veces, reviven omnipresentes sus inclemencias. La sierra es un cuerpo que
lo envuelve todo o con sus brazos paternos, o con sus garras despiadadas. La
sierra: una presencia que se extiende desde sus picachos desparramándose en la
ladera, toda verde de prados, hasta llegar al valle. Las piedras surcan el
camino o el horizonte, y entre neveros o peñascos cruza en los aires el árbol robusto, las verdes
retamas, las margaritas.
Los
colores del campo. El cielo azul, de una nítida claridad, entre las nubes. Una
flor sin pétalos tiene una mancha en su semiesfera amarilla, y es una abeja; de
un marrón de tonos claros y pelo oscuro, como cintas anchas apenas visibles en
una costra oscura: está libando el néctar. Al volver la mirada, un haz de luz
enciende la sombra y es un chorro de pequeños insectos como pulgas, no sé si
himenópteros o mosquitos. Así también a veces la luz chorrea en el aire, y ves
en el haz mojado un sinfín de motas de polvo en el polvo que respiramos, y que
creemos limpio.
Los
sonidos del campo. De pronto, un ruido asusta a los quietos matorrales y es un
revuelo de hojas rascadas y lanzadas al vuelo. Entre ramas y hierba, apenas
hojarasca, un milano surca el aire batiendo sus alas con el ruido sordo,
diríase que hueco, en un despegue de espantada. Las aves rapaces asustan al
viento para meterse en él, y es la mirada del pastor la que pasea absorta por
los ecos de una naturaleza salvaje. Luego el silencio. Y viene a sorprenderte,
cuando meditas en ademán recogido, un zumbido que retumba en tus orejas con el
ruido de un motor vertiginoso; una hélice, un helicóptero, para perderse en el
espacio azul del cielo. Zumban en las zarzas los ecos pálidos de una noche
cuando dormía el día, poco antes del amanecer.
Los
olores del campo. El golpe del aire que se mete en la nariz como un cuchillo,
hurgando como si la hoja estuviera fría, hundiéndose en el fragor de la cabeza.
Los olores. Polvo invisible de chaparro, de romero, de retama. Efluvios de
tomillo y manzanilla. Orégano y jara y hierbabuena. El olor de la humedad entre
la brisa, y a lo lejos, un eco de no sé qué que se tambalea.
El sabor
del campo. El sudor que te corre por el labio sin avisar y llega a la lengua.
La brizna de hierba que se te ha metido en la boca arrebatada por el viento; el
sabor de la sed cuando te ha faltado el agua. Los sabores. La rama que
mordisqueas mientras vagas, entre las rocas, en busca de sorpresa; en esa
monotonía imprevisible con que te sorprende la naturaleza. La nariz abierta de
ese nevero que se extiende ahí arriba, para olernos.
La piel
del campo. Las alas tenues de una mariposa que te roza la cara, notándolas
apenas. El cuerpo del polen que anida en el pecho, cuando toca el aire que
respiras, convertido en tos o en picor acre, o en asma ingrávido que quizás te
ahoga como una hoja de afeitar. El zumbido del abejorro que mueve el aire para
que te toque la cara, o el manantial de cuerpos diminutos que vienen, como un
magma pegajoso, atraídos por el sudor de tu piel; tu propio sudor es ya la mano
del campo, que te ha pulsado en los poros para hacer brotar el cansancio. El
propio suelo que te toca, bajo el calzado, intentando penetrarte cuando el aire
te penetra, adoptando la forma de tu piel como los efluvios del agua adoptan la
de las piedras: pero el tacto de la naturaleza hace mella en ti cuando parece
respetarte, como el agua modela las piedras, redondeándolas cuando parecía que
apenas las envolvía con su caricia, y parecía no tocarlas.
El campo.
La tierra en verano que te atrae como un imán para no dejarte escapar, porque
quiere que vivas pegado a ella. El cuerpo del pastor que adopta los recovecos
del cuerpo de la sierra. Y su cuerpo, convertido en un órgano receptor, aspira
por sus poros todas las esencias de la sierra. Sobre su cabeza, el cuerpo del
aire tira hacia él instándole a volar, pero se lo impide la presencia de la
tierra. La tierra es un destino que lo ata firmemente a los prados, sometido a
los cuerpos a quienes ata, a las ovejas. El pastor ha mirado los paisajes del
campo y ha escuchado sus ruidos; ha aspirado sus olores, ha sentido sus
sabores, la piel ha sentido cuando le pesa. La senda le lleva entre piedra y
pastos, y zarzas anegadas en agua, errante en una sierra en la que vive
sedentario. Arriba, los picachos se llenarán de nieve cuando llegue el
invierno. Ahora cuida las ovejas con el ocio alegre de contemplarlo todo, de
disfrutar (tiene todo el tiempo para ello); mientras está trabajando. El
invierno llegará con sus penas, y el otoño con sus nieblas; la lluvia que cala
los huesos dejará al aire el extraño destino del pastor: disfrutar de la
libertad a los cuatro vientos, y pagar por ella un duro precio: las penas, las
calamidades que vienen tras la fugacidad del verano para que luego llegue la
hora de sufrir. Y serán entonces nueve meses de sufrimiento.
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